Más allá de lo mucho que me marcó la lectura
de El olvido que seremos, me permito
jugar con su título para encabezar el presente texto porque Héctor Abad
Faciolince fue uno de los varios autores que Juan Cruz me descubrió en su
inolvidable época como editor en Alfaguara, sello que le debe algunos de sus
éxitos más imperecederos, alianzas editoriales que siguen dando fruto y
alegrías a los lectores, momento en que el periodista y escritor actúa con
olfato, oficio y conocimiento para ir ampliando el catálogo de la editorial, para
ensanchar horizontes, para contagiar su entusiasmo y pasión por la letra
impresa, por las creaciones de otros, por el talento ajeno, involucrándose
hasta las cachas, jugándosela por aquello(s) en lo(s) que cree, haciéndonos
desear la posesión del libro cuyas excelencias sabe cantar más allá de las
cuatro frases publicitarias o del en tantas ocasiones erróneo, poco informado y
mal redactado resumen que aparece en una solapa o en la contraportada, porque se
lo ha leído de cabo a rabo y no una vez solamente, porque lo ha analizado y
sentido como lector, porque se ha dejado guiar por su instinto, porque lo ha
puesto en común con sus contemporáneos o con la obra precedente del autor, en
definitiva, porque hacía sus deberes para obtener los más preciados laureles,
porque jamás se limitaba a cubrir el expediente o escurrir el bulto. Por eso se
echan tanto de menos aquellas mañanas en el Círculo de Bellas Artes, aquellas
presentaciones en la sede de Alfaguara, aquellas comidas en el Wellington, las
múltiples ocasiones en que Juan Cruz convocaba a los colegas, a los interesados
por el mundo editorial, a otros lectores tan emocionados como él, para
compartir un café, un aperitivo, lo que se terciase pero sin perder de vista el
objetivo primordial: hablar sobre un libro, charlar con un autor, compartir
momentos mágicos como cuando José Saramago no pudo contener las lágrimas al
evocar cómo echó de menos a Pilar, su mujer, cuando le dieron la noticia de que
había ganado el Nobel en el aeropuerto de Francfort u otros ciertamente
violentos, especialmente aquel mal trago vivido en silencio tenso y con el
estómago casi cerrado (a pesar de la exquisitez de los manjares servidos)
cuando Fernando Vallejo se declaró en pie de guerra a la hora de presentar La virgen de los sicarios (aunque Juan
consiguió no perder la sonrisa e intentó atemperar los ánimos más allá de lo
que le correspondía como editor).
Y es en Alfaguara donde se publica El niño descalzo, nueva entrega memorística
del escritor canario, quien como en tantas ocasiones recurre a lo vivido, a lo
asumido, a lo recordado, a las experiencias que le han ido transformando en el
hombre que escribe casi en tiempo real (va datando el proceso según avanza,
señalando las intermitencias en su elaboración, estableciendo nuevos
paralelismos, matizando o reformulando algo que afirmó anteriormente y que
ahora contempla bajo otro prisma o al menos manejando nuevos datos, otros
razonamientos, enriqueciendo su discurso), Juan Cruz vuelve a partir de sí
mismo, pero consigue no quedarse en su ombligo, no pretende cantar sus
virtudes, no busca la gloria ni dejar en la memoria de los hombres su canción (él,
que cita con absoluta propiedad, con un conocimiento enciclopédico, me
permitirá jugar con una de las frases más populares de Antonio Machado) sino,
como ya hiciese en, por ejemplo, La foto
de los suecos, Ojalá octubre o
sus espléndidos Egos revueltos, lanzar
inquietudes, preguntas (en parte por deformación profesional, a buen seguro
como rémora de su aversión cuando era niño a que le formulasen interrogantes
para los que no tenía respuesta), evocaciones, conjurar el olvido, oponerse a
la fragilidad de los recuerdos, a cómo los borramos de un plumazo para que
otros ocupen su espacio y así sucesivamente, a lo efímeros que somos por
definición, a lo poco que practicamos la vigilancia de quiénes somos
verdaderamente, es decir, el modo en que influyeron e influyen en nosotros los
hechos vividos por los que nos precedieron, también por los que ya están
recogiendo el testigo; por encima de todo, Juan es un escritor que celebra la
vida, sin duda la propia, claro, es lo que tenemos más a mano, es lo que nos
afecta, es la tarea en la que siempre estamos envueltos, pero privilegiando y
colocando en un lugar destacado la de los demás, la de la gente a la que ha
querido y aún quiere, la de aquellos a los que admira, la de aquellos a los que
conoce, la de encuentros episódicos pero definitivos, la de anécdotas mínimas
pero perdurables, la de su nieto Oliver, ese niño que le maravilla y asombra,
que le permite ser testigo de cómo una personalidad se va desarrollando, comprendiéndose
mejor gracias a ese espejo limpio de prejuicios y de problemas y angustias que
son de la gente mayor (en esta ocasión me limito a copiar una frase de una
canción de Roberto Carlos, seguro que Juan sabrá transformarla en la de alguien
de trascendencia literaria), alguien que aún tiene un equipaje vital muy ligero
y, sobre todo, nada contaminado, prístino, espontáneo, directo, sin filtros ni
máscaras, estableciendo lazos comunicantes entre el crío de cuatro años y su
madre, Eva, la hija del autor.
Y movido de alguna manera por aquella
estremecedora frase que sirvió como título para la magnífica ópera prima de
Agustín Díaz Yanes como director, Nadie
hablará de nosotras cuando hayamos muerto, Juan Cruz inicia una emocionada
carta a su nieto no “sólo para que sepas de mí, de lo que he vivido y de lo que
hemos vivido, e incluso de lo que vas viviendo, sino para que sepas qué me
pregunto hoy, qué siento, qué suena hoy a mi alrededor, qué se escucha, qué
somos, qué fuimos, de qué me acuerdo, de qué me quería olvidar (…), como si
estas palabras te fueran a llegar en un último suspiro, ese mensaje que uno
quisiera ser para prolongarse más allá de la respiración, de la mirada y del
cuerpo; uno quisiera seguir siendo en el aire el aire mismo, una sombra de la
sombra, una sombra en la pared oscura”. Y, como digo, no lo hace con afán
ególatra, por creerse importante, sino por practicar él mismo ese ejercicio al
que invita a Oliver, mantener viva y presente la huella que le dejaron sus
padres, atreverse a poner en palabras aquello que ha callado demasiado tiempo,
superando el pudor, el miedo, la vergüenza, comprendiendo que callarlo es
borrar parte de su vida, impedir el recuerdo, coartar la posibilidad de que alguien
más pueda recordar porque desconoce aquello que debería salvaguardarse como
tal; leer a Juan es cabecear en más de una ocasión, por fortuna pudiendo
encontrar episodios similares o totalmente diferentes a los que aparecen en El niño descalzo, sucedidos hace mucho
tiempo, cuando yo aún no había nacido, pero que puedo narrar gracias a las
tardes en que, durante o después de la merienda, cuando ya había terminado Peticiones del oyente en Radio Intercontinental,
en aquellas hilarantes partidas de tute que compartíamos, mi abuela me contaba
muchas historietas, a veces ayudada por viejos álbumes de fotos en que se
sintetizaba parte de la historia de mi familia, y es inevitable, ante algunos
pasajes, reprocharse no haber prestado más atención, no haber preguntado más,
haber insistido según pasaba el tiempo y la réplica “cuando seas padre, comerás
huevos” ya no tenía validez, no servía para conformarme y sin embargo lo hice. Porque
ahora ya no puedo recurrir a las fuentes principales, porque mis antepasados
fueron gente muy humilde que no pudo ser escolarizada, porque les tocó una
época en que las letras sólo eran para los ricos, porque no voy a encontrar
cartas amarillentas con las que regocijarme y en las que encontrar respuestas,
en las que hacer descubrimientos, con las que rellenar huecos o añadir
capítulos; sólo por eso, por tomar de la mano a su nieto y entregarle estas
páginas conmovedoras, por engrandecer la figura de cualquier abuelo, por
animarnos a vivir con los cinco sentidos, por dar su lugar a esas pequeñas
cosas, a esos detalles cotidianos que, a la larga, cuentan mucho más sobre
nosotros que los actos que suponemos destacables, heroicos, dignos de encomio y
mención, sólo por festejar la vida (como si eso fuese poco) merece la pena
quitarnos los zapatos, sentir el suelo bajo nuestros pies, iniciar el camino
que Juan Cruz nos propone (porque todos, incluido él, somos Oliver).