martes, 1 de septiembre de 2015

A VECES, SE (RE)ABRE UN TEATRO





  Los lectores habituales del blog tal vez recuerden que no hace demasiado tiempo me lamentaba de la noticia del cierre del Proyecciones, el cine en que di mis primeros pasos como espectador adulto cuando los tíos me llevaron a ver El coloso en llamas en los primeros meses de 1975; si bien es cierto que la condena queda suspendida cual espada sobre la cabeza de Damocles porque la especulación urbanística no va tan rápida como en otras ocasiones y sus efectos sólo empezarán a percibirse más o menos dentro de dos años (y por mucho que haya papeles en regla, venta legal, traspaso de acuerdo al derecho, todo lo que puedan presentar, siempre tildaré algo así –derribar un lugar de ocio, de difusión y celebración de la cultura para erigir unos pisos de lujo, es decir, para privilegiados, para pudientes, para los que puedan permitírselo (también me dolería que fuese para cualquier otra actividad, pero que pudiese ser de uso común atenuaría en algo la rabia)- de especulación, de conspiración, de acoso y derribo), no puedo evitar que el corazón se me encoja cada vez que recuerdo la noticia o que paso por la calle Fuencarral. Pero, queriendo ver la botella medio llena, haciendo realidad aquello que aprendí en Sonrisas y lágrimas (otra película que vi cuando chaval en pantalla grande, en esta ocasión en el entonces llamado Palacio del Progreso que tras años cerrado recuperamos como Teatro Nuevo Apolo –local que, por cierto, algunos han deseado y procurado ver precintado pero que, como es de justicia, retomará su actividad en pocos días), buscando la ventana que debe abrirse cuando alguien cierra de golpe una puerta, resulta que el Teatro Calderón, ese lugar tan querido, vuelve a ser una realidad, hace apenas dos semanas que Pablo y yo volvimos a ser espectadores en un recinto que también me hace evocar mis primeros pasos como espectador.
   Una vez más, como tantas veces, hablar de un momento inolvidable y fundacional supone glosar la figura de la tía Carmen, puesto que con ella pisé el Calderón por primera vez en un momento que no puedo precisar exactamente pero que no pudo ser más allá de 1977, ya que fuimos a ver a Manolo Escobar (uno de sus artistas preferidos) y el espectáculo se titulaba como uno de sus grandes éxitos, Qué guapa estás, que grabó en 1975, pero sin duda fuimos poco después porque nos acompañaba la añorada y tantas veces llorada Toñi, una de las mejores amigas de la tía, la misma gracias a la cual pude cumplir mi sueño de ver a Lina Morgan en directo, y venía su hija Virginia a la que saco dos años y pico por lo que al menos debía tener cuatro para estar como estuvo sentada en la butaca, dando palmas, participando que es como la recuerdo (mi abuela, otra “escobarista” de pro, también se apuntó a la excursión). Fue un momento especial porque el Calderón siempre ha tenido ese empaque, esa solera, ese aspecto acogedor, ese parecer que las butacas abrazan el escenario, te infunde alegría y emoción con sólo pisar su vestíbulo, el espectador naciente que era aquel chavalillo se dejó atrapar por esa atmósfera mágica, incluso se sentía importante por estar allí y poder contarlo en el colegio (y eso que, debo reconocerlo, en aquella época, del mismo modo que ya era admirador rendido y para siempre de doña Concha Piquer, Antonio Machín, Estrellita Castro, Lilian de Celis y otros artistas que no me correspondían por edad, no es que tuviese una especial predilección por Manolo Escobar, aunque tarareaba en más de una ocasión Horóscopo –una canción más bien fea y desaseada, de relleno, pero que me hacía gracia por lo de enumerar, descolocados eso sí, todos los signos del zodiaco (el estribillo, con bastante poca armonía y un Manolo Escobar intentando darle brío y tonalidad, decía “Capricornio, Leo, Cáncer, Aries, Libra, Piscis, Tauro, Virgo, Géminis, Acuario, Escorpión y Sagitario”)- y sobre todo Platero, tú y yo y Espigas y amapolas). Allí fui años después, casi en peregrinación, para ver a Concha Velasco en su mítico Mamá, quiero ser artista, fue el regalo que pedí al tío Miguel cuando cumplí dieciséis años, hice cola un sábado por la mañana para conseguir una buena butaca (y lo hice: fila 7), me sentía como en una nube mientras se desarrollaba el espectáculo, allí estaba en toda su plenitud una de las actrices que más me ha gustado desde que tengo memoria, ya había podido gozarla junto a la inmensa Mary Carrillo en Buenas noches, madre, pero aquello era otro mundo, una revista como las que tantas veces evocaba la tía, como las que en ese momento había ofrecido TVE, toda una catarata de emociones que tuvo su desbordamiento final cuando (no sé de dónde saqué tal osadía, porque siempre he sido más bien tímido para ese tipo de cosas, incluso en el ejercicio de mi profesión) pregunté a uno de los acomodadores si podía bajar al camerino y me dijeron que sí: ¡Eso sí que fue hacer una inmersión total en el teatro! ¡Como para no enamorarse más allá de cualquier límite! Y hablé y reí con Concha, también con el fantástico Paco Valladares, guardo ese programa dedicado como oro en paño, se lo conté a ella muchos años después cuando volví a postrarme ante su talento tras aplaudirla en Hello, Dolly!, si no fue en el mismo camerino era en el de al lado, porque pocas han reinado en aquel local como la de Valladolid (sí, también ha tenido sonoros fracasos en el mismo y eso la iguala más con el resto).
   También de la mano del tío Miguel, fue otro regalo de cumpleaños (pero en esta ocasión con él y la tía al lado), viví en el Calderón uno de los tres mejores conciertos de Raphael de los varios a que he asistido, en absoluto estado de gracia, con facultades de sobra para aguantar casi tres horas sin descanso, dándolo todo y más (los otros fueron uno en el Gran Vía en que, acompañado tan sólo por un piano, el de Linares hizo unos interpretaciones memorables que la tía y yo ovacionamos desde la fila 7 y otro en la Zarzuela, el pistoletazo a la gira en que celebraba su reencuentro con  Manuel Alejandro, un recital antológico en que incluso recuperó Balada de la trompeta y en que vibré junto a Pablo tanto por las emociones que el artista lanzaba sin freno como por tenerle al lado mientras me dejaba arreabatar por uno de mis artistas favoritos). En aquella ocasión presentaba su disco Andaluz y tanto nos entusiasmó que le esperamos en la puerta de artistas, al igual que un montón de gente, le jaleamos, hubo alguna osada que le abrazó, le gritamos mil elogios, ¡la tía y yo llegamos a meter la cabeza por la ventanilla del conductor del coche que le esperaba para decirle que era maravilloso, impresionante, el mejor, yo qué sé cuántas cosas más! ¡Lo que nos reímos de camino de casa porque decía la tía que eso no lo había hecho de joven, en plena efervescencia por él, y ahora se cobraba los atrasos! Y sentí un cosquilleo muy especial cuando vi mi jeta (gigantesca -¡ay, esa papada!- en un pantallón) en el escenario, compartiendo el momento con Pablo, en una jornada dedicada al periodismo cinematográfico en la que narré (sucintamente porque no podía ser un vídeo muy largo y éramos varios intervinientes) lo sucedido primero en el Palacio de la Música (éste sí: cerrado sin que nadie parezca tener claro su futuro) y después en el Planetario durante la presentación de La guerra de los mundos con Tom Cruise y su entonces novia Katie Holmes. Habíamos estado en un palco pasándolo genial con los Broadway Boys muy poco antes de que, sin avisar, de un día para otro, cerrase sus puertas y minase un poco nuestra alma de espectadores, pero nos hemos resarcido con creces al asistir a su reapertura, al comprobar que ha recuperado su brillo, su clase, su señorío, que el patio de butacas vuelve a ser eso y no en el cabaret desangelado en que habían querido convertirlo aprovechando el éxito de The Hole (espectáculo que, como otros más, también vimos en nuestra fidelidad al Calderón –no en vano, Pablo viajó hasta Madrid con sus padres para ver Mamá, quiero ser artista, hasta en eso hemos mantenido vidas paralelas-), que es fantástico dejarse envolver por la tradición, por la herencia, por el pasado, por todo lo que esas tablas han vivido, y más cuando se asiste a esa constante descarga de adrenalina que es Stomp, despliegue irresistible que contagia ritmo, energía, buen rollo, una mezcla de danza, percusión y otras disciplinas ante la que permanecer impasible resulta tarea ardua. Quedan pocas funciones puesto que los muchachos siguen su gira europea, pero cuando ellos se despidan el próximo domingo las puertas del Calderón continuarán abiertas, vendrán otros artistas, nuevas propuestas, diferentes espectáculos y esas son muy buenas noticias.