martes, 19 de enero de 2016

VOLVER A ISABEL ALLENDE






  Los odiosos ocho, la película de Tarantino estrenada recientemente, al margen de resultar una agradable sorpresa (me sentía muy distante de su cine de un tiempo a esta parte y, aunque no me parezca redonda, ha recuperado algunas de las esencias que añoré en las anteriores), me hizo echar la vista atrás hasta un recuerdo muy particular (en realidad, dos, pero uno ocupa un lugar más especial y se convirtió en el epicentro de esta vorágine de evocaciones), reminiscencia de aquellos años en que la Navidad me resultaba cómoda y deseada, eco de ese momento en que había tantas expresiones culturales por descubrir: nunca he sido un gran admirador del western (de “las películas del Oeste” como decíamos entonces), algunos clásicos he tenido que verlos dos o tres veces para comprender su carácter como tales, poco a poco fui acercándome al género y disfrutándolo, pero sólo en ocasiones concretas y gracias a determinados nombres, por eso recuerdo con especial nitidez la tarde de aquel 31 de diciembre de hace ya un porrón de años que cayó en sábado y que estuvo amenizada por una de tantas maravillosas primeras sesiones de TVE; mi padre y el tío Miguel iban a echar la siesta, la abuela, la tía Carmen y mi madre decidieron que la cena estaba lo suficientemente lista como para reposar un rato, había tiempo de sobra para los últimos retoques y para empezar a preparar la mesa (cómo me gustaba ese ritual, incluyendo el de preparar las uvas, pelándolas y eliminando el intragable hollejo y los duros güitos), el caso es que nos dispusimos a ver Río Bravo, uno de esos títulos que la tía siempre citaba con entusiasmo, debo reconocer que me coloqué frente al televisor con buenas expectativas pero con cierto resquemor, todo me hacía anticipar otra más del Oeste, el esquema habitual, los estereotipos que me fatigaban, sensaciones que fueron cambiando su curso en apenas unos minutos, los necesarios para dejarme envolver por la atmósfera de una de las películas que, desde ese momento, se convirtió en una de mis favoritas, un regocijo incontenible se fue apoderando de mí, me carcajeé, aplaudí, la viví con emoción creciente, con placer inagotable, el mismo que sigo experimentando cada vez que la reviso. Fue, como digo, una tarde mágica, una de esas en las que te sentías feliz por gustar del cine, en las que aprendías sin traumas, en las que percibías cómo tu horizonte se ensanchaba, cómo aún quedaba mucho por conocer, momentos en los que te sentías muy orgulloso y pleno, como también lo fui cuando, en pantalla grande, en programa doble (como en tantas ocasiones, ¡ay, ese chaval que consumía cine sin freno!), vi La muerte tenía un precio, he ahí el otro recuerdo a que antes hacía mención, menos marcado a fuego pero igual de presente al ser conjurado por Tarantino.
   Y tiene su aquel que esta inmersión en el pasado (aunque en mi alma de espectador, lector, disfrutador de las artes es casi permanente) haya tenido lugar justo cuando quería dar salida a lo que experimenté hace ya unos meses cuando leí El amante japonés, la última novela publicada por Isabel Allende, porque viví una especie de epifanía similar, puesto que la autora chilena ha compuesto una historia al modo en que lo hacía al principio de su carrera (corre el rumor -el prejuicio- de que se limita a escribir siempre lo mismo, eso lo afirman, por supuesto, los que no se han molestado en leerla, los que rechazan cualquier libro que no posee lo que ellos consideran “altura intelectual”, es decir, los que poseen un lenguaje culterano y abstruso, los escritos en contra del lector, los de código restringido, los que rehúyen clasificaciones y géneros reconocibles y/o de carácter popular). Me hice lector de la Allende en mi época de instituto, gracias a la recomendación de una profesora de Ciencias Naturales, Natividad Gutiérrez Val, con la que emparenté por la faceta lectora, puesto que no me dio clase: llegó al centro el año en que cursábamos tercero de BUP y, por lo tanto, ya había podido optar por las Humanidades y olvidarme de las Matemáticas, la Física y demás, pero al ser nombrada secretaria del centro y ser yo delegado de clase aquel conflictivo curso -el de las huelgas contra Maravall-, al margen de ser docente de los que en ese momento consideraba mis mejores amigos, tuvimos tiempo de conocernos bien, a lo que hay que sumar que fue una de las profesoras que nos acompañaron en el viaje de fin de curso, por lo que se convirtió en cómplice imprescindible y faro para alumbrar el proceloso camino del lector omnívoro que no sabe a qué atender primero -como lo fuese María Ángeles Ortiz, tutora del curso anterior, quien entre clases de trigonometría e informática, destacaba la importancia de un saber lo más global posible (al revés que mis compañeros quienes, al tener claro que iba a estudiar la rama de Ciencias, llegaban a jactarse de no leer, sobre todo ficción, “porque no nos hace falta”)-. Sé que ya le ha nombrado en alguna otra ocasión, pero nunca agradeceré bastante su labor, acercándome tanto a Alejo Carpentier como a Herman Hesse (al que ya conocía, pero, osado e inconsciente, había querido empezar por El lobo estepario, y no me reconcilié con él hasta que Nati me prestó Demian), a la Ana Diosdado novelista como a una Isabel Allende que en ese momento vivía sus primeros éxitos, es decir, La casa de los espíritus y De amor y de sombra. Puesto que gracias a María Ángeles en ese momento ya era un lector impenitente y en reclinatorio de García Márquez, el universo de la ópera prima de la chilena me resultó fácilmente reconocible y asumible, esa gran crónica familiar que parece susurrada, revelada, confesada (Isabel no esconde la inspiración, los puntos en común, la tradición que los aúna más allá de los posibles -e inexistentes- plagios), un libro que, como tantos, empecé a leer por la noche en la cama, como si el despertador no fuese a sonar dentro de unas cuantas horas, como si el tiempo se detuviese y sólo fuese posible una cosa: ¡leer! Bebiendo las páginas con ansia, disfrutando el momento, olvidando la ingrata tarea que interrumpiría el deleite, esa espada de Damocles en forma de exámenes, trabajos, lecturas obligatorias, clases de gimnasia, horarios que cumplir, que te hacía sentir culpable por robar tiempo al descanso (aunque esos minutos con el libro entre las manos eran un verdadero alivio, una recarga de energía), esa sombra siempre agazapada que daba pocos momentos de tregua.
   Y aunque he seguido con interés y bastante agrado la trayectoria de Isabel Allende (toda su obra está publicada en Plaza y Janés, su editorial desde el primer momento), lo cierto es que llevaba mucho tiempo sin dejarme llevar del modo en que lo he hecho con El amante japonés, como si volviese a tener diecisiete años (¡Ay, Violeta -a la que la Allende citaba, por cierto, no sé si al comienzo o al abrir una de las partes en que dividía De amor y de sombra-, qué bien lo dijiste!: “Volver a los diecisiete, / después de vivir un siglo, / es como descifrar signos / sin ser sabio competente. / Volver a ser, de repente, / tan frágil como un segundo, / volver a sentir profundo / como un niño frente a Dios: / eso es lo que siento yo / en este instante fecundo”), descubriendo a una autora, recobrando ese entusiasmo de lo prístino, de lo que ocurre por primera vez, como si no me hubiese estremecido Paula, como si no me hubiese sorprendido El Zorro, como si no me hubieran decepcionado Hija de la fortuna o Retrato en sepia, como si no hubiera reído y llorado con Eva Luna, como si no hubiera pasado un buen rato con El juego de Ripper, como si no hubiera vibrado con El plan infinito, casi como si no existiera La casa de los espíritus, la que siempre quedará como su creación más acabada e impactante, la escrita por el mero gusto de hacerlo, sin tener en la cabeza lectores, críticos, expectativas, dando cauce a las voces que desde su pasado le hablaban e impelían a dar testimonio, dejando fluir el caudal de una prosa acariciante y envolvente, fresca e imparable. Isabel Allende ha regresado a un paisaje conocido (no es que lo hubiese abandonado pero sí tratado de otra manera al incursionar en la novela policiaca, en la de aventuras o en la juvenil -ha tocado diferentes géneros, pero para algunos siempre escribe De amor y de sombra, que tampoco tengo demasiado claro si habrán leído y que, por cierto, un servidor promete revisar en algún momento porque la tiene muy lejana y no fue todo lo justo que debía con ella después del shock que supuso La casa de los espíritus-), haciendo avanzar la historia mientras recupera el pasado de los personajes, haciendo guiños al lector habitual (señas de identidad diseminadas aquí y allá, ecos de otras narraciones, reconocimiento de un universo en el que uno se siente a gusto), ganándole desde la sencillez y el buen hacer, con su habitual sentido del humor, transmitiendo calidez y emoción, haciendo tangible y real la magia que nos rodea, esa a la que no prestamos atención, la que nos empeñamos una y mil veces en racionalizar, en comprender, en explicar, olvidándonos de sentirla, de canalizarla, de dejarnos ayudar, de vivirla. Y por espacio de unas horas, habitando entre las páginas de El amante japonés, volvió a brotar el entusiasmo lector, el placer de entrar en comunicación con otras gentes a las que sientes muy cercanas, la gratitud por trenzar amistades y conexiones que, como si no hubiera pasado el tiempo, te abrigan el corazón y lo mantienen a temperatura constante (y no tiene precio volver a sentir aquel temblor adolescente con que abrías ventanas a otras realidades, a otros mundos, el que intentas no perder cada vez que te enfrentas a una nueva lectura).   

lunes, 11 de enero de 2016

CUANDO LOS ACTORES TENÍAN ROSTROS



  


 No es extraño que titule este escrito recurriendo a esa maravillosa película titulada en España El crepúsculo de los dioses, una de las varias obras maestras que dio a luz el ingenio de Billy Wilder (uno de esos privilegiados que nunca pasa de moda, alguien a quien disfrutar siempre como si fuese la primera vez pero, al mismo tiempo, con el regocijo del reencuentro con un querido cómplice), la historia que le hizo recibir los peores epítetos por “morder la mano que te da de comer” (aunque la sentencia, tal y como aparece citada en diversos lugares, según se supone que la profirió Louis B. Mayer, fue más o menos ésta: “¡Deberíamos pegar a ese Wilder con un látigo para caballos! ¡Deberíamos echarlo de este pueblo que le da de comer!”), el guión que, firmado junto a Charles Brackett y D. M. Marshman Jr., tituló Sunset Boulevard y que, paradójicamente, le sirvió para hacerse con el tercero de los seis Oscar que obtuvo a lo largo de su carrera. No es extraño, como digo, puesto que 2016 ha comenzado bajo los auspicios de esta inmortal historia, ya que los Reyes Magos han sido muy generosos (si es que cómo vayan vestidos es lo de menos, pero en esas trivialidades se enredan los que no tienen ilusión que repartir) y han llegado con sendas entradas para gozar (porque no podrá ser de otra manera) dentro de unos meses (en concreto, a principios de mayo) con la recuperación por parte de Glenn Close del rol de Norma Desmond al que tantos laureles y parabienes debe, en una versión como recital del musical que Andrew Lloyd Webber (con la participación en el libreto y las letras de Don Black y Christopher Hampton) creó, las cosas como son, para Patti LuPone, pero del que la inolvidable intérprete de Las amistades peligrosas se apoderó más allá de la propia Gloria Swanson. Ahora bien, tal y como aprendimos gracias a Michael Ende esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión (cuando hayamos cumplido el sueño), ciñéndonos al motivo por el que hoy suena el arpa, la cita resulta igual de pertinente porque nos lleva a la época en que el cine empezaba su vida, a la revolución que produjo el cine sonoro a finales de los años 20 del pasado siglo, al modo en que intérpretes destacados y estelares fueron despojados de su cetro porque su voz no resultaba adecuada, porque no sabían utilizarla, porque no se adecuaron al nuevo medio, porque quedaron en tierra de nadie, porque se buscó otro tipo de actores, porque ese es uno de los asuntos sobre los que trata la muy interesante El hombre que amó a Eve Paradise, novela galardonada con el último Premio Ateneo de Sevilla que publicó no hace mucho la editorial Algaida.
   Edmundo Díaz Conde se fija en el Chicago de la Ley Seca (la historia comienza en 1928, tras un breve prólogo que transcurre en 1900), la ciudad que empezaba a perder actividad y prestigio en la naciente industria cinematográfica al continuar anclada en el cine silente mientras que la pujante Hollywood apostaba por la novedad del sonoro, y en ese escenario principal trenza una historia con ritmo, energía y constantes sorpresas, un absoluto regalo para el amante del thriller, del género negro, y también para todo que aquel que ha suspirado en alguna ocasión (o en muchas) frente a una pantalla. Y Edmundo Díaz Conde tiene la amabilidad de responder las preguntas que este lector impertinente y curioso le envía a través del correo electrónico, respuestas que se reproducen a continuación con pequeñas apostillas para ubicar a los futuros lectores de la novela y desentrañar lo que a veces podría ser un código restringido a los que ya conocen su contenido pero, por otro lado, sin anticipar ni desvelar nada que estropee la lectura, esa que a ratos se hace con la boca abierta, anticipando, elucubrando, intentando encajar las piezas antes de que el autor dé la solución.
   P.- En una novela que toca tantos asuntos, ¿cuál fue el punto de partida? ¿Por dónde comenzaste el desarrollo de lo que ahora es El hombre que amó a Eve Paradise?
   R.- Todo fue culpa de una amiga maravillosa, a la que, por desgracia, no volveré a ver nunca. Se llamaba Esperanza y era malagueña. Su abuelo había sido uno de los más de 8000 españoles protagonistas de la llamada “emigración invisible”, emigración que tuvo lugar entre 1900 y 1913, rumbo a Hawai. Los plantadores de caña del archipiélago necesitaban jornaleros baratos y recurrieron a nuestros compatriotas. A la llamada del Nuevo Mundo fue el abuelo de Esperanza, en el SS Orteric, un buque de carga repleto de gente humilde; pero sólo el pasaje resultó gratuito. El resto fue pagado con sudor y lágrimas. Esperanza me decía siempre que escribiera sobre aquello. Tal vez fue preciso que esa mujer tan especial desapareciera de mi vida para que la aventura de su abuelo acabase convirtiéndose en el germen de una intriga criminal en los años locos.
   P.- La estructura de la narración te permite ir dosificando la información, revelar nuevos datos que sorprendan al lector en el momento oportuno, dejar en penumbra los que crean intriga, ir dosificando la tensión al romper la cronología, ¿cómo apareció esa manera de contar la historia, algo que me parece un estupendo homenaje a la novela negra (y al cine del mismo género) que, en tantas ocasiones, recurre al flashback como columna vertebral?
   R.- Urdir una intriga negra, precisamente, cuando nace el género, y en su país y ciudad por excelencia, significaba aprovechar ciertos recursos narrativos e iconos que nos lo vuelven muy reconocible; pero el asunto era dar otro paso, si era posible. La secuencia de sucesos primaria gira en torno a la investigación, en 1928 y en la ciudad de Chicago, de cinco macabros crímenes que siguen patrones comunes; ahora bien, para que la historia fluyera como a mí me interesaba, era necesario no sólo echar mano de los flashbacks cinematográficos (analepsis narrativas), sino de los flashforwards o prolepsis (que son justamente lo contrario). Esto, que parece muy pedante, en el fondo no tiene nada de especial, y fue la mejor alternativa que encontré para que la intriga fluyera tan suavemente como una buena historia lineal, pero, a la vez, de forma mucho más inquietante que una historia contada de cabo a rabo. Esa, digamos, fue la pretensión. Haberlo logrado, por supuesto, es otra historia. [lo logra, sin duda, y aunque la explicación pueda parecerlo, la novela jamás cae en la pedantería, deja fluir la historia, eso sí, con abundancia de personajes, detalles y subtramas que convergen en la principal]
   P.- ¿Tuviste claro desde el principio que lo que más te interesaba era el retrato psicológico de la protagonista, que la época, el momento, su trabajo, todo lo demás se explicaba y justificaba en función del retrato que dibujabas? [es, para un servidor, uno de los aciertos más reseñables: no recarga la historia con elementos innecesarios pero reproduce la época con trazos precisos que ayudan a comprender un poco más los comportamientos de los personajes, hijos, y a veces prisioneros, de las circunstancias que viven]
   R.- Hubo mucho trabajo y diseño esquemático desde el principio. Quiero decir que no me volqué de lleno en una pieza del mecano a pesar, o en beneficio, del resto. Aunque es verdad que los personajes, y no necesariamente Eve Paradise, fueron el elemento al que más atención presté, sin olvidarnos de la intriga propiamente dicha. En este aspecto, tienes mucha razón insinuando que al trabajar intensamente sobre el corazón y las emociones de los personajes, sobre sus biografías y cicatrices, el resto deviene comparativamente más fácil. Un poco, supongo, como en la vida. Comparado con lo tortuoso y accidentado que es el camino del corazón de un hombre, qué sencillo nos parece todo lo demás.
   P.- La anterior pregunta también quiere incidir en el hecho de que la acción jamás se detiene: hay una estupenda reconstrucción del contexto histórico pero sin consentir que éste gane la partida (error, por desgracia, demasiado frecuente en libros que se anuncian como novelas pero pudieran pasar por tratados, por tesis, por un alarde en el que el autor da buena cuenta de todo lo que ha investigado).
   R.- Sí, eso era importante, desde luego. Después de Flaubert, qué indecencia que los autores levantemos el índice y nos hagamos notar de un modo tan pedestre en la trama, ¿no? Siempre en teoría (porque en la práctica, el lector y sólo el lector tiene la palabra y la verdad), la idea era que el relato, la historia, la intriga y quienes la protagonizaban, se ganasen la curiosidad emocionada del lector. Los datos, la atmósfera, la recreación histórica, etc., debían servir de acompañamiento, de tal modo que los lectores no pensasen que se le había escamoteado nada por negligencia u holgazanería, ni tampoco que el autor había deseado apabullarlos de manera pretenciosa. Un diseño, vamos a decir, en apariencia sencillo, que no pareciera demasiado trabajado y sí lo bastante encantador.
   P.- La nómina de secundarios es apabullante y muy lograda: dibujas a los personajes a través de sus comportamientos, por su manera de hablar, los defines por lo que hacen y dicen, por lo que esconden, por lo que temen, por lo que desean, mucho más que por descripciones prolijas. ¿Fue algo más o menos premeditado o te fue llevando a ello la necesidad de que la historia, con sus comprensibles incógnitas, apareciese lo más diáfana posible ante los ojos del lector?
   R.- Una mezcla de ambas cosas, como bien sugieres. Yo he sido muy lector de novela y de teatro. Además, ésta es una historia, por diferentes razones, muy cinematográfica, y, por si fuera poco, todos hemos ido aprendiendo mucho del cine. Según mi concepción, al personaje, en gran medida, hay que verlo actuar. Lo contrario, supone retar la inteligencia y la atención de un lector que, en estos tiempos, suele ser mucho más inteligente visual que verbalmente. Dicho esto, la propia naturaleza de la historia, con la investigación, el juicio, el reguero de sospechas y de pruebas, lo pedía. Y, sin embargo, tampoco deseaba renunciar a una cierta introspección, dado que una de las líneas de fuerza de la novela era la hipnosis.
   P.- En ese sentido, me gustaría destacar los diálogos: frescos, verosímiles, otorgando a cada personaje unas particularidades, fluyendo y agilizando la lectura… [es de esas ocasiones en que los diálogos resuenan en la cabeza del lector, tienen la musicalidad necesaria, un gran acierto]
   R.- Esto tiene mucho que ver con lo anterior. Realmente no me gustan demasiado los diálogos de transición, aunque a veces parezcan inevitables. Yo prefiero que los diálogos no parezcan prescindibles y sí muy humanos. Me atrevo a afirmar que los personajes no deben hablar como habla la gente; sólo al leer las réplicas y contrarréplicas debe parecer que nosotros hablaríamos así. Esto es tanto como decir que el verdadero artificio tiene poco que ver con el realismo; o que la ficción artística miente de diversas formas para decir verdades. Me gustan los diálogos eficaces; quiero decir, intensos, humanos, pero que hacen avanzar la intriga como buenas ráfagas de viento.
   P.- La narración tiene un ritmo claramente cinematográfico, digamos que uno no puede evitar pensarla en imágenes, en ocasiones casi podría empezar a dibujarse un storyboard, el montador tendrá muy claro dónde van los insertos del pasado. Al margen de imprimir vigor y la velocidad adecuada a la novela, ¿ese estilo fue apareciendo, en parte, como homenaje a aquel mundo del cine que recreas?
   R.- Quizá no debiéramos hablar de homenajes salvo que haya una idea previa, muy asentada, de homenajear. El diseño de la historia, el modo de contarla y los recursos y hasta trucos para imprimirle agilidad tiene que ver, en parte, con el modo propio de contar las historias, el modo en que me siento cómodo. En el caso de El hombre que amó a Eve Paradise, la importancia que adquiere el cine mudo, en correspondencia con la profesión y el estatus de la protagonista, es posterior a eso. En realidad, es que siento predilección por las historias que combinan la agilidad con la inteligencia emocionada. Esta predilección me impone, como autor-lector, severas prescripciones, como que la historia nunca debe avanzar a trompicones o, al contrario, que el lector no debe correr y correr hasta llegar al final con la lengua fuera y exhausto, como si la novela hubiese logrado una marca, como si se tratara de medir la intensidad del relato (ni siquiera digo “calidad”) por el tiempo récord en que ha sido leído.
   P.- En ese sentido, al hablar de un mundo en franca decadencia e incluso a punto de desaparecer (Chicago perdió la batalla frente a Hollywood, el sonoro se impuso al mudo), la novela se apropia de una atmósfera a ratos melancólica que potencia el tormento anímico de la protagonista…
   R.- Me gusta eso que dices. Y parece lógico. Que la novela tenga una atmósfera melancólica, por momentos, puede responder al hecho evidente de que la protagonista, que jamás se ha enamorado locamente, está en realidad enamorada de la juventud. Una juventud que se le escapa. La pérdida de una juventud que afecta al propio cine, que está volviéndose adulto, y por eso comienza a hablar. Esas “pérdidas”, que empiezan a vislumbrarse, explican, me parece, el aire melacólico. Pero, ¿explican el tormento, como tú dices, explican la violencia, explican la esperanza...? No me permitas que replique [sería maravilloso dejar replicar a Edmundo, pero tal vez en una conversación más personal porque en ella convendría destripar los hechos que la novela narra y que no deben ser explicados ni anticipados a los que aún no la han leído]
   P.- Tengo debilidad por Evelyn [la madre de Eve], es uno de esos personajes fastuosos que te imaginas encarnando a una de las grandes señoras de la pantalla; me pregunto si tal vez alguna de ellas revoleteó por ahí mientras le dabas vida…
   R.- Era inevitable tener ciertas referencias cinematográficas que, tal vez, sea más sugestivo omitir. Grandes films en blanco y negro. En efecto, grandes damas ficticias de la pantalla encarnadas por actrices que permanecen en nuestro recuerdo; sin embargo, voy a confesarte que el modelo más genuino fue una dama de carne y hueso. Al final, debo decir que Evelyn y la dama de carne y hueso no resultaron tan parecidas, porque los autores, como el doctor Frankenstein, reconstruimos nuestras criaturas a base de pedazos.
   P.- ¿Cómo y por qué tomaste la decisión de enviar el manuscrito al Premio Ateneo de Sevilla?
   P.- Resido en Sevilla hace casi veinte años. Sevilla en mi hogar, aunque mi tierra será siempre Galicia. Pocos años después de trasladarme, mi segunda novela resultó galardonada como única finalista del Premio Ateneo. Tenía una simbólica cuenta pendiente, yo creo, con uno de los galardones más prestigiosos de nuestro panorama. Y entonces, 14 años después, va y sucede. Sopló la suerte, como una tibia brisa, en el mes de junio de este año que está a punto de consumirse [el cuestionario llegó cuando 2015 daba sus últimos coletazos, pero 2016 es igual de propicio para lanzarse a la aventura de leer El hombre que amó a Eve Paradise]