lunes, 29 de enero de 2018

CUANDO NOS MANDABAN TEMPRANO A LA CAMA






   Para no faltar a la verdad, debería utilizar la tercera persona del plural y no la primera en el título del presente escrito, si lo hago así es para señalar una generación, unos años concretos, aquel tiempo en que cursábamos EGB los que nacimos en torno a 1970, aunque debo reconocer que muy pocas veces fui ese niño que debía terminar la cena (o estar en ello) cuando en televisión daban una noticia muy concreta (y diaria), cuando aparecía un presentador danzarín y canoro que saludaba como don Peppe (lo escribo así porque el susodicho -en forma de dibujo animado, aclaremos para aquellos que les pille lejano- tenía un marcado acento italiano) y, como se repetía una barbaridad (de hecho, apenas salía de lo de “yo vengo a dar a ustedes una noticia”), un loro (que muy pronto se ponía también a cantar y bailar) sacaba de escena mientras decía que sería mejor llamarle don Pepino “por lo que repe” y luego iban a apareciendo otros personajes (se supone que en representación de los pequeños de la casa) que con los pijamas puestos ya tenían sueño y pedían que los papás pusiesen baja la tele porque tenían que dormir mucho para estar mañana alegres (la familia Telerín, pionera en estos asuntos, cumplía con su deber de traer el recado de parte de la tele años antes de que un servidor naciera). Pero, como digo, esa imposición camuflada en la alegre tonada no surtía efecto en mi caso porque, puesto que jamás tuve problema en levantarme a la hora que tocase para ir a clase, me dejaban ver la programación adulta salvo en muy contadas excepciones, especialmente recuerdo que tuve que renunciar a la serie Holocausto porque pensaban que era demasiado brutal para alguien de corta edad, también a algún programa que pudiera parecer subido de tono o de contenido inapropiado (y no eran muchos los que así se consideraban en mi casa) y en aquellas ocasiones en que mi madre ejercía como tal e imponía y decretaba que esa noche no había televisión (aunque, por otro lado, en alguna ocasión en que mi padre me castigó sin Vacaciones en el mar, al final vi con ella el capítulo de esa noche).

   Por esta causa era la envidia de casi todos mis compañeros, puesto que eran pocos los que gozaban de privilegio similar y, así, preguntaban ávidamente por la película, la serie o el programa de la noche anterior (todo se reducía prácticamente a lo que emitía la entonces llamada primera cadena, poco a poco fuimos atendiendo más al UHF, sobre todo con algunos ciclos de cine, y según cumplimos años y la oferta se diversificó e hizo más atractiva); la madre de Joaquín, también los Cela (especialmente Luci, siempre optando al premio a la mejor madre, reproduciendo clichés que ya en aquel momento atufaban a naftalina, vigilante de lo que consideraba buena educación -lo que puede resumirse en que había que obedecer sin discusión, aceptar las costumbres impuestas porque así debía ser, “hay que portarse como Dios manda” y demás discurso castrante, pacato y anulador-), familiares que venían demasiado e interferían (por no emplear otros verbos que distorsionarían -algo nada insólito en las gentes a las que no me apetece pero no puedo evitar evocar-, el sentido/contenido de este escrito), había muchos adultos por ahí pululando que reprobaban esta actitud, especialmente a la tía Carmen y el tío Miguel puesto que era con ellos con los que más horas pasaba y los que, sin traumas ni prohibiciones, sin extravagancias ni absurdeces, consentían y hasta espoleaban mi infatigable curiosidad, mi temprana afición por las historias que llegasen en forma de tebeos, cuentos, muy pronto libros, imágenes, había quien llegaba a hablar de libertinaje y de otras cosas peores (como cantaría Patxi Andión), hacían pronósticos que casi parecían maldiciones y me consta que en privado decían cosas mucho más terribles y llegaban a considerarme una mala influencia porque tenía la cabeza llena de historias que tan sólo aportaban una imagen muy distorsionada de la vida (la madre de Joaquín, por ejemplo, decía que un niño tan estudioso como yo no debía ver Hombre rico, hombre pobre -la segunda parte, paradójicamente la primera se repuso en verano y entonces era entretenimiento compartido con los chavales de mi edad- porque hablaba de “una América corrupta”, sin embargo estaba encantada con que leyésemos la colección de Los Tres Investigadores con títulos como El misterio del diablo danzante o Misterio en el castillo del terror, pero pensaba que su hijo tendría pesadillas si veía las películas del género que Chicho seleccionaba o series de acción y/o policiacas que le parecían el epítome de la violencia, y sin embargo recuerdo que uno de los fines de semana que pasé con ellos en el chalet que tenían cerca de Madrid nos hizo cenar algo más pronto para poder ver el estreno de El nido de Robin, una de las series que salió -lo de spin off llegó después- de Un hombre en casa, ignoro por qué no encontraba pernicioso ese humor que alguien como ella hubiese debido rechazar de plano-).

   Y el caso es que, en el caso concreto de los Cela, bien que se esforzaban en destacar la masculinidad de Emilio, el hijo de mi edad, era un mérito, un valor, era más hombre, estaba más desarrollado, algo que se consideraba un mérito, un valor, como si ser más o menos alto dependiera del esfuerzo y empeño de cada uno, culpabilizando al menos agraciado físicamente o con facilidad para engordar (algo cuya raíz encontraban en las horas que pasaba sentado… ¡leyendo!), querían creer que más maduro, mientras que yo, a pesar de mi expediente académico, de estar leyendo a todas horas, de interesarme y hablar sobre asuntos que se supone no me correspondían (y que no me atormentaban ni traumatizaban, entendía que eran ficción o, al menos, recreación en imágenes), era más infantil, me gustaban, por ejemplo, las canciones de Parchís, los programas que tantos miraban por encima del hombro “porque son cosas de niños” y ellos, al cumplir diez años, ya se consideraban muy mayores y preferían otras músicas y otras historias (que no les dejaban ver); pero era en La cometa blanca, en Sabadababa y el posterior Dabadabada, no digamos en el Un, dos, tres donde se hablaba de personajes, hechos, libros que, gracias a aquella añorada programación, se convertían en conocidos y cotidianos, pasiones, admiraciones y querencias que se adquirían/alimentaban de manera natural gracias a Estudio 1, a las adaptaciones literarias que facilitaban el acceso y conocimiento de autores y títulos imprescindibles y que reunían a la familia (a nosotros) delante del televisor, esas veladas gozosas en que olvidar que en pocas horas habría que volver al colegio, esas noches en las que reír, emocionarse, sorprenderse, descubrir y compartirlo con los tíos (muchas veces también con la abuela, vivía en la misma finca, si el abuelo se acostaba pronto, algo muy habitual, venía a ver lo que tocase ese día con nosotros).

   Y hemos evocado esos momentos (Pablo, los de inclinarse en su cama para intentar ver desde allí esos programas anhelados porque a él sí le mandaban allí) al habernos metido entre pecho y espalda recientemente las dos temporadas de Poldark que la BBC produjo de 1975 a 1977 (y que no fueron más porque el autor de las novelas que la inspiraban, Winston Graham, no quiso vender los derechos de las que faltaban por adaptar, provocando que terminase abruptamente y sin concluir), serie que en este caso yo apenas o nada seguí, pero sí recuerdo la polémica provocada porque en TVE pararon la emisión de repente, tardaron en retomarla, la abuela y la señora Matilde la esperaban como muchísimo interés, igualmente Chari, la peluquera a domicilio de las mujeres de la casa, que leía en las revistas reportajes sobre el actor protagonista, Robin Ellis, y suspiraba por él, comentaban lo sucedido, eran esas emisiones (entonces la mayoría al haber sólo dos canales) que paralizaban el país, que lograban audiencias multimillonarias y con las que, por más que a tantos le cueste aceptarlo, aprendíamos y nos divertíamos, ni se nos secaba el cerebro (aunque esto era más por leer, ¡ay, Cervantes, qué mal se te ha entendido y peor utilizado!), el rendimiento académico no se veía resentido ni hemos dejado de leer o atender otras actividades digamos intelectuales, todo lo contrario porque, como tantas veces se glosa y agradece, si uno empezó a leer a Torrente Ballester, a Dumas, a Mary Shelley, a Gloria Fuertes, a la Alcott, a Verne, a Mark Twain, a tantos y tantos, fue porque conocía su obra y sus criaturas (dicho con toda la intención del mundo al citar Frankenstein) a través de dibujos animados, fragmentos reproducidos, diferentes tipos de adaptaciones, series, películas que a muchos les prohibían como si constituyesen un peligro (y lo peor es que algunos lo creyeron y se mantuvieron y mantienen lejos del arte, de la cultura, del entretenimiento).   

lunes, 22 de enero de 2018

"¡EL MUSEO DEL PRADO! ¡DIOS MÍO!"








   Cursé la extinta EGB (excepto los dos primeros cursos) en un colegio que, como tantos en y de aquel momento, apenas varió sus rutinas tras la muerte del dictador, con un cuerpo docente constituido en un elevadísimo porcentaje por profesores que más procuraban catequizar, adoctrinar, alienar que ilustrar, enseñar, despertar interés, curiosidad y/o ganas por algo (con qué poco nos hubiéramos conformado), docentes que (se) imponían sin cuestionar(se) ni aceptar los nuevos aires (ni tan siquiera una brisita), que parecían esperar un nuevo advenimiento (tal vez creyeron a pies juntillas lo que fabuló -y deseó- Vizcaíno Casas en aquella novelita que, como casi todas las suyas, vendió miles y miles de ejemplares, la de la resurrección del tal a tres años vista del deceso), que seguían anclados en la rigidez de las normas, en el autoritarismo (que no autoridad académica), en la prohibición, en la memorización, en la anulación, en la uniformización, las cosas fueron cambiando muy poco a poco, hubo que esperar a jubilaciones, a la incorporación de un profesorado más joven con otras perspectivas y otras motivaciones/preocupaciones, a nuevos planes de estudio -aunque ya se sabe cómo aplican algunos la libertad de cátedra (y otras que sólo invocan cuando les conviene), llegando incluso a conculcar leyes-, a la propia evolución de la sociedad, aún en el instituto e incluso en la facultad topé con ejemplares de este tipo o similares, trogloditas irredentos, fieles cumplidores de dogmas tan aberrantes y nada pedagógicos como “la letra con sangre entra” -que la lección se comprendiese era lo de menos, en realidad sólo querían papagayos, borregos, todo el arca de Noé con tal de ser sumisos y no pensar por uno mismo-). Todo ese tiempo (entre 1978 y 1984) estuvimos bajo la batuta de don Amancio, el eterno y eternizado director del centro (precisamente dejó el cargo cuando los de mi edad empezábamos los estudios de bachillerato), un personaje rancio, carpetovetónico, con olor a naftalina (no literal, pero casi), con devoción por el humo de los altares, en permanente oposición para ser nombrado inquisidor general, un clásico y típico ejemplar de lo que vengo diciendo, ridículo a más no poder en su pleitesía al mismo, tanto al terrenal como al espiritual (y tuve ocasión de conocer de cerca sus manejos -que, por cierto, no diferían mucho de los que he visto mucho tiempo después en gentes a las que he padecido en el trabajo y no hablo sólo de los que tienen un carguito- ya que representé a los alumnos en el Consejo de Dirección un año entero), patético y risible pero alguien a quien era mejor no contrariar, alguien a quien temer en sus mediocridad, grisura y fanatismo.

   Y aquel colegio, con muy contadas excepciones (don Antonio González, el aire fresco que aportó Ana, nuestra tutora en sexto curso quien, por desgracia, sólo pasó ese en el centro), era aburrido, solemne, cansino, un lugar que aborrecer y desear cada mañana que se hubiese derrumbado durante la noche (especialmente si habías caído bajo el yugo de Conchita, aquella señora de mano suelta, insulto libre y maltrato psicológico permanente), no recuerdo que jamás nos concediesen un puente, perder un día de clase era impensable, apenas teníamos actividades extraescolares, si digo que en todo ese tiempo hicimos ocho excursiones igual estoy exagerando (y entra en el cómputo, al menos era una mañana no lectiva, era lo que por aquellos pagos se entendía como ocio, la visita anual que, sí o sí, los que cursaban el octavo y último curso de EGB hacían al Instituto Politécnico del Ejército como posible captación de reclutas/estudiantes -única ocasión, por cierto, en que don Amancio se unía a la excursión y abandonaba su despacho), por eso fue tan especial la escapada al Museo del Prado (por más que ya lo hubiese visitado más de una vez con mi hermana y alguna de sus amigas), recorrer esas inmensas salas con pocos visitantes (los que llamábamos “días de diario” eran así, nadie parecía hacer otra cosa que estudiar, trabajar o hacer recados, la compra, ir al médico -casi la única razón para faltar a clase-, se diría que había actividades que sólo podían hacerse en los fines de semana), vibrar con la cosquilleante sensación de que el tiempo se había detenido porque, mientras la inmensa mayoría de escolares estaban ejerciendo como tales, nosotros nos sentíamos libres y liberados, por más que al día siguiente hubiese que entregar una redacción o fuésemos notas durante el periplo para ir preparando un trabajo a completar en clase y/o en casa (especialmente esto último), era como una especie de burbuja en la que estar a salvo del resto de obligaciones, aparcar por unas horas los deberes (esos que no siempre se podían terminar antes de merendar y echar unas risas con la programación infantil), las sombras ominosas de los exámenes, aprender por placer, por pasión, por propia iniciativa (por más que la visita fuese escolar así lo sentía). Y he vuelto a sentirme en esa burbuja, incluso me atrevería a decir en ese paraíso, gracias a la atmósfera que recrea y consigue Laura Higuera en El ángel negro, bien es cierto que por motivos (o con intenciones) muy diferentes.

   La primera parte de la novela (que Ediciones B publicó en noviembre) transcurre casi en su integridad en un Museo del Prado cerrado al público al comienzo de una jornada festiva en Madrid como es la del 2 de mayo, no desvelaremos los motivos por más que la contraportada lo anticipe, sólo diremos que es imposible resistirse a ese arranque, a esas páginas en las que resuenan las pisadas, los gritos y hasta los susurros, en las que los ecos se multiplican casi hasta el infinito, en las que dejarse llevar por la evocación, por las ensoñaciones, pero sólo por un rato puesto que estamos ante un thriller y, lógicamente, la lectura se encara con otro talante (pero nunca agradeceré bastante a la escritora el escalofrío cómplice y sumamente agradable sentido al, obviando por un momento lo que sucede en la novela, adueñarme del escenario y pensarme -y recordarme- como aquel adolescente curioso -y un tanto pedantuelo, no lo negaré- que vivía con la intensidad de la primera vez cada nueva visita al Prado, al que le gustaba levantarse temprano un sábado o domingo para poder estar varias horas de acá para allá). Tal vez esos vínculos sentimentales han provocado que, sin que el interés decayese en ningún momento, el desarrollo de la novela no haya respondido a las expectativas generadas al comienzo y que el desenlace me haya resultado un tanto brusco, precipitado (pero no forzado, lo que es siempre un mérito en este tipo de narraciones), tal vez no queriendo excederse en páginas, decisión que, por otro lado, es muy loable en lo que se refiere a la parte histórica, ya que Laura Higuera sabe sintetizar, dar los datos precisos sin profusión de detalles que no siempre son necesarios ni perder el hilo en digresiones que tan caras les son a otros autores del género, esos que quieren dejar claro lo mucho que han investigado, lo mucho que han leído, lo mucho que saben, lo mucho que inventan, llegando a olvidar que están contando una historia para, directamente, escribir un libro de Historia (o de arqueología, de teología, de arte en este caso).

   El personaje de Bernardo Vera es toda una creación, de hecho gustaría leer/saber más sobre él, respondiendo a un esquema bastante definido y habitual, la autora le confiere una idiosincrasia muy particular que le distingue de aquellos que, con toda justicia, pueden ser llamados sus homólogos (y cada lector citará los que le parezcan más idóneos, en mi caso diré que a veces me llegaban aromas de Carvalho, a veces pensaba en Wallander, me fue inevitable emparentarlo con Marlowe, pero jamás me pareció una copia o remedo de ninguno de ellos), emparenta con una tradición a la que aporta un algo propio, puede que sea lo montañés (y es que un servidor siente Cantabria como su tierra adoptiva y, al igual que Laura Higuera, también me perdería por allí -por más que, desde que la conocí por, con y a través de Pablo, Galicia haya ocupado un lugar preeminente en mi corazón-). La protagonista femenina, Ada Adler, también consigue romper y trascender el posible esquematismo, si bien es cierto que no siempre con el acierto y la fortuna logrados en el masculino, es admirable el modo en que la escritora dibuja y retrata a sus criaturas, algo especialmente reseñable en alguno de los secundarios, destacando entre ellos Raimundo Cabrera, el director del Prado en la ficción, mi predilecto (con qué poco le caracteriza, define, lo hace real ante nuestros ojos).

   El debut de Laura Higuera proporciona una lectura ágil (en correspondencia con su manera de narrar) que invita a conocer la vida y, sobre todo, la obra de uno de nuestros más grandes pintores (Goya) y sus motivaciones (o desolaciones) para lanzarse con frenesí y paleta casi monocromática a plasmar en las paredes de su finca los demonios que le azotaban, asolaban, hundían, asfixiaban (las conocidas como pinturas negras), demostrando que no hace falta seguir copiando hasta la saciedad a Dan Brown porque muy cerca tenemos (si se trata de eso) lienzos que analizar, descubrir, interpretar, reinterpretar, sobre los que investigar o inventar sin tener que recurrir a lo manido o lo potencialmente escandaloso (buscando así publicidad gratuita a través de la condena desde el púlpito), que no necesitamos nuevas teorías conspiranoicas con sedimento religioso, que hay mucha vida (literaria y real) más allá de la, nunca mejor dicho (y los que lean El ángel negro sabrán por qué), copia de éxitos anteriores. Sea bienvenida.

   P.D.: No puedo concluir sin reconocer el robo del título de este escrito, de ahí que vaya entrecomillado: es parte del primer verso del maravilloso (como casi todo lo a él debido) poema que Rafael Alberti dedicó al Museo del Prado, ese “cielo abierto” al que entró con “pinares en los ojos y alta mar todavía / con un dolor de playas de amor en un costado”.  

miércoles, 17 de enero de 2018

NEGOCIAR CON LA DESDICHA








   Durante la placentera conversación mantenida recientemente con Roy Galán (y de la que dimos cuenta en su momento en este rincón) hablamos del ritmo interno de lo que uno escribe, ese tan buscado (y no siempre conseguido) pero que, una vez interiorizado y acuñado, una vez hecho propio, me decía y confirmaba el autor de la ternura sale un tanto espontáneamente, no es que no haya detrás un trabajo, una intención, un esfuerzo, no es que se haga sin sentir (salvo esa gente dotada que diríase se dejan fluir e hilvanan palabras, frases, pensamientos con contenido como si no les costase -privilegio de quien ha alcanzado la excelencia y le dimana con naturalidad y sencillez-), pero inevitablemente se impone una cadencia, una musicalidad, aquello que tal vez pueda llamarse estilo. Así, él tiene una manera muy peculiar de puntuar y estructurar sus magníficos textos de Facebook, esos que cuentan con tantísimos seguidores (pero tantísimos de verdad: consulten números) que demuestran que no sólo lo breve, elemental, tópico y a veces con faltas de ortografía vende, y confiesa que en ocasiones le vienen así las sentencias, de fábrica, casi antes de tener consciencia de que esa es la que va a publicar, algunas frases son más cortas que otras, las de pocas palabras, el caso es que el punto y aparte se impondrá en seguida, es su modo de expresarse, hay quien hace mofa de él, hay quien lo imita, el caso es que se percibe su firma aunque no aparezca; del mismo modo, y salvando muchas distancias (no es falsa modestia, bien saben los fieles y los íntimos lo que me cuesta referirme a mí mismo como escritor), le dije que desde hace mucho tiempo (desde que Todos los nombres y Plenilunio fueron lecturas de un verano en que andaba dando vueltas a esa novela que de vez en cuando rebrota y pide paso) mi manera de escribir (incluso mi modo de hablar, acentuado por horas y horas de micrófono) es un tanto torrencial, utilizando muchas comas incluso cuando lo lógico (o las normas que aprendimos en el colegio -esas que cada cierto tiempo le da a la RAE por alterar, pudiera pensarse que SÓLO por fastidiar y para llamar la atención-) sería un punto y seguido (o aparte, sí, esos a los que parezco tan reacio) o un punto y coma, enhebro frases subordinadas casi sin tregua, acotaciones, enumeraciones, un gazpacho que (¡Menuda osadía!) me atrevo a considerar influencia mezclada de dos titanes como Saramago y Muñoz Molina (Proust y Virgina Woolf -aunque ya hubiese leído algo de ella antes de eso- llegaron después). Bueno, ¿para qué seguir?, todo lo anterior es un claro ejemplo de lo que bien conocen (y soportan con paciencia) los visitantes asiduos de este blog.

   Y ha sido inevitable evocar esta charla al adentrarme en las páginas de Dios no vive en La Habana de Yasmina Khadra (publicado en Alianza Literaria) y dejarme acunar por un ritmo implacable tomado de las músicas de aquellas latitudes (no en vano el protagonista, que ejerce de narrador, es cantante y habla/escribe con la cadencia absorbente y cautivadora del son, el bolero, la rumba, la guajira, de aquello con lo que se comunica e incendia cuerpos y corazones), inmersión que sólo ha sido posible gracias al indudablemente espléndido trabajo de Wenceslao-Carlos Lozano como traductor, así lo señalan las críticas de la novela que llegan desde Francia en las que se destaca la “prosa musical y fluida” del autor, así hay que colegirlo de las sensaciones experimentadas por este lector, del modo en que a ratos parecía que, en lugar de a través de los ojos, las palabras llegaban a mis oídos, impregnadas de la fuerza arrebatadora del ritmo contagioso del son, empapadas de la ternura (o del desencanto, melódico siempre) del bolero más sensual y sublime, del arrebato exacerbado de ese universo en que es posible decir sin sonrojo cosas como “es la historia de un amor como no hay otro igual, que me hizo comprender todo el bien y el mal”. Sin florituras epatantes o absurdas, sin espasmos que dificulten la lectura, desplegando su melodía interna, acompasando las palabras a los latidos, a la música, fundiendo con elegancia modos de hablar (si de por sí el francés es un idioma que embriaga, acaricia e incluso conmociona cuando llega en forma de canción romántica, no quiero ni pensar cómo debe sonar en su idioma original Dios no vive en La Habana -como si Compay Segundo le robase la voz a Charles Aznavour-), Khadra crea una atmósfera evocadora, a ratos sublimada, en todo momento verosímil y hasta si me apuran reconocible, irremediablemente decadente, tanto en el interior de los personajes como, por supuesto, en el exterior, en esa ciudad que se impone, que es más que un escenario, que también posee su propio ritmo, que está ahí para acoger y/o desarraigar, para afectar a quienes la habitan: “Vuelvo a descubrir La Habana de la que me habían apartado mis noches de tarambana, una Habana ajada como fotos olvidadas durante décadas en una vieja cartera. Son las mismas calles, pero no sé adónde van, recorridas por la misma gente, pero con rostro distinto. Las aceras ya no se prestan al paseo del mismo modo, los baches son ahora cráteres y las que antes eran hermosas casas ni siquiera recuerdan su color original.”

   ¿Qué esperar del porvenir cuando La Habana se acuesta en ayunas y los días se van sucediendo, girando en redondo como aves rapaces sobre la carroña, sin aportar la menor novedad? Al salir del cementerio donde han enterrado a algún vecino o familiar, siempre me he preguntado quiénes, si los vivos o los muertos, están realmente en el infierno”, es lo que vomita en un momento dado Juan del Monte Jonava, conocido como Don Fuego cuando sale a escena a hacer aquello que sabe y por lo que vive, dándose de bruces con la realidad, esa que ha olvidado (o a la que ha dejado de mirar) a base de música, de un romanticismo mal entendido o peor dosificado, el mismo que, no nos engañemos, mueve a tantos turistas a exacerbar los encantos (en ocasiones son sólo algo así llamado) de una ciudad que se derrumba, a la que se deja agonizar en aras de unas esencias que el que está de paso encuentra atractivas, plenas de colorido, pero que en muchos casos son reflejo de la miseria, de la supervivencia extrema, oropel que deslumbra y redunda en el engaño, brillo efímero que permite que tantos se hagan los ignorantes, que no se aprecie la belleza de la música porque para una gran parte es tan sólo la mejor sordina (por más que esto pueda parecer un oxímoron, nada más lejos de mi intención), a mayor volumen, cuanta más potencia se le dé, menos se escucharán, quedarán asfixiados los lamentos de los oprimidos, los desheredados, los olvidados. “En La Habana, Dios no está en la onda. En esta ciudad que ha trocado su lustre de antaño por una humildad militante hecha de privaciones y abjuraciones, la coerción ideológica ha acabado con la fe. Tras haber agotado el acervo de rogativas dirigidas al Padre de Jesús, y haber este último desaparecido del mapa, los milagreros se han vuelto hacia el espíritu de sus antepasados. Les resulta menos azaroso encomendarse a conjuradores y charlatanes que recurrir a profetas siempre más atentos a jardinear su Edén que a prestar atención a los malditos de la Tierra.”

   Y en estas, en las primeras páginas, se privatiza el Buena Vista, el local en que reina y triunfa Don Fuego, y no es tan fácil como pudiera pensarse ser artista en Cuba (como en ninguna parte), hay protocolos, jerarquías, injerencia del poder (o poderes), se tiene más cuenta (es fundamental) la hoja de servicios en favor de la causa (la única) que lo demostrado a lo largo de una larga carrera, Juan del Monte está desubicado, hundido, desolado, no se siente valorado, no es la gloria nacional que pensaba, pero en estas el amor entra en su vida, en su corazón, en su cotidianidad, fuera de arpegios, sin metáforas, sin calentura de bongos: “No todo el mundo tiene la perspectiva suficiente para conformarse y abstenerse dentro de la duda, pero todos podemos retroceder lo bastante para tomar impulso y saltar al vacío. Lo importante no es el salto del ángel ni el despertar del viejo demonio, sino tentar a ambos a la vez. Tengo ganas de saltar al vacío. La caída haría espabilarme. Si resulta que no tengo razón, tampoco pasa nada. Lo único grave es el daño que hacemos. El amor es la única prueba que se merece todos los sacrificios. Su éxito es un triunfo inapelable sobre los sinsabores; su fracaso se vive como una oportunidad fallada que puede seguir estremeciendo nuestra alma pese a su infortunio. Necesito amar, y poco importan las trampas que eso conlleva.” Ya se ha dicho muchas veces, el bolero es mentira (y también, como me señaló con su afilada agudeza Juan Antonio Porto en cierta ocasión, puede ser un señor que mete bolas, trolas, embustes), tal vez por eso nos apasiona y arrebata, porque es el territorio (y lo dice alguien que lo conoce y ha abonado como nadie, es decir, Armando Manzanero) “donde no hay imposibles, ¿qué importa vivir de ilusiones si así soy feliz?” (reconocer que es una ilusión señala que, a pesar de todo, no se ha olvidado la capacidad de discernimiento), también es el lugar en que podemos, como hacía la inmensa Olga Guillot, escupirlo, arrojarlo, rasgarlo y rasgarnos, el refugio ideal para quien no sabe cómo gestionar los afectos (aunque no es algo que se aprenda jamás del todo), para quien, como Don Fuego, nunca ha sabido negociar con la desdicha, con lo amargo, con lo ingrato, con lo negativo, con lo que hay fuera de los focos, con lo que hay más allá de una canción, con Mayensi, esa joven que irrumpe (y que él quiere y en parte provoca y fuerza que lo haga) con la desesperada lucidez de quien lo ha perdido todo antes de tenerlo, de quien desconfía de cualquiera, de quien afirma no tener hogar porque “sólo eran ataduras que me retenían a mi pesar en alguna parte.”

   Yasmina Khadra derrocha sensibilidad y ternura sin que lo parezca, sin cargar las tintas, dejando que su melodía se desarrolle al ritmo adecuado, prodigiosamente preciso, trenzando una narración plena de sutilezas, sugiriendo, combinando lo social, lo político con lo humano, con lo propio, con aquello que desea contar, hablando de muchas cosas sin que lo accesorio (pero imprescindible) tape lo fundamental, de hecho Dios no vive en La Habana no es una novela larga pero lo parece en el recuerdo (o lo hará, aún es una lectura reciente) por lo mucho que deja, por sus múltiples capas, por su capacidad de concreción, porque el poder evocador e inspirador de la música se adueña de cada frase e invita (diríase obliga en el sentido de que es muy difícil resistirse) a participar, a transformar la melodía en propia, a contagiarse de ritmo (cuando corresponde), a abonar la melancolía, a dejar aflorar las lágrimas, a, como tantas veces, dejar/decir que esa canción habla de nosotros (y, cómo no, tararear en ese momento lo de “que fuimos tan sinceros, que desde que nos vimos amándonos estamos”).