lunes, 22 de enero de 2018

"¡EL MUSEO DEL PRADO! ¡DIOS MÍO!"








   Cursé la extinta EGB (excepto los dos primeros cursos) en un colegio que, como tantos en y de aquel momento, apenas varió sus rutinas tras la muerte del dictador, con un cuerpo docente constituido en un elevadísimo porcentaje por profesores que más procuraban catequizar, adoctrinar, alienar que ilustrar, enseñar, despertar interés, curiosidad y/o ganas por algo (con qué poco nos hubiéramos conformado), docentes que (se) imponían sin cuestionar(se) ni aceptar los nuevos aires (ni tan siquiera una brisita), que parecían esperar un nuevo advenimiento (tal vez creyeron a pies juntillas lo que fabuló -y deseó- Vizcaíno Casas en aquella novelita que, como casi todas las suyas, vendió miles y miles de ejemplares, la de la resurrección del tal a tres años vista del deceso), que seguían anclados en la rigidez de las normas, en el autoritarismo (que no autoridad académica), en la prohibición, en la memorización, en la anulación, en la uniformización, las cosas fueron cambiando muy poco a poco, hubo que esperar a jubilaciones, a la incorporación de un profesorado más joven con otras perspectivas y otras motivaciones/preocupaciones, a nuevos planes de estudio -aunque ya se sabe cómo aplican algunos la libertad de cátedra (y otras que sólo invocan cuando les conviene), llegando incluso a conculcar leyes-, a la propia evolución de la sociedad, aún en el instituto e incluso en la facultad topé con ejemplares de este tipo o similares, trogloditas irredentos, fieles cumplidores de dogmas tan aberrantes y nada pedagógicos como “la letra con sangre entra” -que la lección se comprendiese era lo de menos, en realidad sólo querían papagayos, borregos, todo el arca de Noé con tal de ser sumisos y no pensar por uno mismo-). Todo ese tiempo (entre 1978 y 1984) estuvimos bajo la batuta de don Amancio, el eterno y eternizado director del centro (precisamente dejó el cargo cuando los de mi edad empezábamos los estudios de bachillerato), un personaje rancio, carpetovetónico, con olor a naftalina (no literal, pero casi), con devoción por el humo de los altares, en permanente oposición para ser nombrado inquisidor general, un clásico y típico ejemplar de lo que vengo diciendo, ridículo a más no poder en su pleitesía al mismo, tanto al terrenal como al espiritual (y tuve ocasión de conocer de cerca sus manejos -que, por cierto, no diferían mucho de los que he visto mucho tiempo después en gentes a las que he padecido en el trabajo y no hablo sólo de los que tienen un carguito- ya que representé a los alumnos en el Consejo de Dirección un año entero), patético y risible pero alguien a quien era mejor no contrariar, alguien a quien temer en sus mediocridad, grisura y fanatismo.

   Y aquel colegio, con muy contadas excepciones (don Antonio González, el aire fresco que aportó Ana, nuestra tutora en sexto curso quien, por desgracia, sólo pasó ese en el centro), era aburrido, solemne, cansino, un lugar que aborrecer y desear cada mañana que se hubiese derrumbado durante la noche (especialmente si habías caído bajo el yugo de Conchita, aquella señora de mano suelta, insulto libre y maltrato psicológico permanente), no recuerdo que jamás nos concediesen un puente, perder un día de clase era impensable, apenas teníamos actividades extraescolares, si digo que en todo ese tiempo hicimos ocho excursiones igual estoy exagerando (y entra en el cómputo, al menos era una mañana no lectiva, era lo que por aquellos pagos se entendía como ocio, la visita anual que, sí o sí, los que cursaban el octavo y último curso de EGB hacían al Instituto Politécnico del Ejército como posible captación de reclutas/estudiantes -única ocasión, por cierto, en que don Amancio se unía a la excursión y abandonaba su despacho), por eso fue tan especial la escapada al Museo del Prado (por más que ya lo hubiese visitado más de una vez con mi hermana y alguna de sus amigas), recorrer esas inmensas salas con pocos visitantes (los que llamábamos “días de diario” eran así, nadie parecía hacer otra cosa que estudiar, trabajar o hacer recados, la compra, ir al médico -casi la única razón para faltar a clase-, se diría que había actividades que sólo podían hacerse en los fines de semana), vibrar con la cosquilleante sensación de que el tiempo se había detenido porque, mientras la inmensa mayoría de escolares estaban ejerciendo como tales, nosotros nos sentíamos libres y liberados, por más que al día siguiente hubiese que entregar una redacción o fuésemos notas durante el periplo para ir preparando un trabajo a completar en clase y/o en casa (especialmente esto último), era como una especie de burbuja en la que estar a salvo del resto de obligaciones, aparcar por unas horas los deberes (esos que no siempre se podían terminar antes de merendar y echar unas risas con la programación infantil), las sombras ominosas de los exámenes, aprender por placer, por pasión, por propia iniciativa (por más que la visita fuese escolar así lo sentía). Y he vuelto a sentirme en esa burbuja, incluso me atrevería a decir en ese paraíso, gracias a la atmósfera que recrea y consigue Laura Higuera en El ángel negro, bien es cierto que por motivos (o con intenciones) muy diferentes.

   La primera parte de la novela (que Ediciones B publicó en noviembre) transcurre casi en su integridad en un Museo del Prado cerrado al público al comienzo de una jornada festiva en Madrid como es la del 2 de mayo, no desvelaremos los motivos por más que la contraportada lo anticipe, sólo diremos que es imposible resistirse a ese arranque, a esas páginas en las que resuenan las pisadas, los gritos y hasta los susurros, en las que los ecos se multiplican casi hasta el infinito, en las que dejarse llevar por la evocación, por las ensoñaciones, pero sólo por un rato puesto que estamos ante un thriller y, lógicamente, la lectura se encara con otro talante (pero nunca agradeceré bastante a la escritora el escalofrío cómplice y sumamente agradable sentido al, obviando por un momento lo que sucede en la novela, adueñarme del escenario y pensarme -y recordarme- como aquel adolescente curioso -y un tanto pedantuelo, no lo negaré- que vivía con la intensidad de la primera vez cada nueva visita al Prado, al que le gustaba levantarse temprano un sábado o domingo para poder estar varias horas de acá para allá). Tal vez esos vínculos sentimentales han provocado que, sin que el interés decayese en ningún momento, el desarrollo de la novela no haya respondido a las expectativas generadas al comienzo y que el desenlace me haya resultado un tanto brusco, precipitado (pero no forzado, lo que es siempre un mérito en este tipo de narraciones), tal vez no queriendo excederse en páginas, decisión que, por otro lado, es muy loable en lo que se refiere a la parte histórica, ya que Laura Higuera sabe sintetizar, dar los datos precisos sin profusión de detalles que no siempre son necesarios ni perder el hilo en digresiones que tan caras les son a otros autores del género, esos que quieren dejar claro lo mucho que han investigado, lo mucho que han leído, lo mucho que saben, lo mucho que inventan, llegando a olvidar que están contando una historia para, directamente, escribir un libro de Historia (o de arqueología, de teología, de arte en este caso).

   El personaje de Bernardo Vera es toda una creación, de hecho gustaría leer/saber más sobre él, respondiendo a un esquema bastante definido y habitual, la autora le confiere una idiosincrasia muy particular que le distingue de aquellos que, con toda justicia, pueden ser llamados sus homólogos (y cada lector citará los que le parezcan más idóneos, en mi caso diré que a veces me llegaban aromas de Carvalho, a veces pensaba en Wallander, me fue inevitable emparentarlo con Marlowe, pero jamás me pareció una copia o remedo de ninguno de ellos), emparenta con una tradición a la que aporta un algo propio, puede que sea lo montañés (y es que un servidor siente Cantabria como su tierra adoptiva y, al igual que Laura Higuera, también me perdería por allí -por más que, desde que la conocí por, con y a través de Pablo, Galicia haya ocupado un lugar preeminente en mi corazón-). La protagonista femenina, Ada Adler, también consigue romper y trascender el posible esquematismo, si bien es cierto que no siempre con el acierto y la fortuna logrados en el masculino, es admirable el modo en que la escritora dibuja y retrata a sus criaturas, algo especialmente reseñable en alguno de los secundarios, destacando entre ellos Raimundo Cabrera, el director del Prado en la ficción, mi predilecto (con qué poco le caracteriza, define, lo hace real ante nuestros ojos).

   El debut de Laura Higuera proporciona una lectura ágil (en correspondencia con su manera de narrar) que invita a conocer la vida y, sobre todo, la obra de uno de nuestros más grandes pintores (Goya) y sus motivaciones (o desolaciones) para lanzarse con frenesí y paleta casi monocromática a plasmar en las paredes de su finca los demonios que le azotaban, asolaban, hundían, asfixiaban (las conocidas como pinturas negras), demostrando que no hace falta seguir copiando hasta la saciedad a Dan Brown porque muy cerca tenemos (si se trata de eso) lienzos que analizar, descubrir, interpretar, reinterpretar, sobre los que investigar o inventar sin tener que recurrir a lo manido o lo potencialmente escandaloso (buscando así publicidad gratuita a través de la condena desde el púlpito), que no necesitamos nuevas teorías conspiranoicas con sedimento religioso, que hay mucha vida (literaria y real) más allá de la, nunca mejor dicho (y los que lean El ángel negro sabrán por qué), copia de éxitos anteriores. Sea bienvenida.

   P.D.: No puedo concluir sin reconocer el robo del título de este escrito, de ahí que vaya entrecomillado: es parte del primer verso del maravilloso (como casi todo lo a él debido) poema que Rafael Alberti dedicó al Museo del Prado, ese “cielo abierto” al que entró con “pinares en los ojos y alta mar todavía / con un dolor de playas de amor en un costado”.