Cursé la extinta EGB (excepto los dos primeros cursos) en un colegio
que, como tantos en y de aquel momento, apenas varió sus rutinas tras la muerte
del dictador, con un cuerpo docente constituido en un elevadísimo porcentaje
por profesores que más procuraban catequizar, adoctrinar, alienar que ilustrar,
enseñar, despertar interés, curiosidad y/o ganas por algo (con qué poco nos
hubiéramos conformado), docentes que (se) imponían sin cuestionar(se) ni aceptar
los nuevos aires (ni tan siquiera una brisita), que parecían esperar un nuevo
advenimiento (tal vez creyeron a pies juntillas lo que fabuló -y deseó- Vizcaíno
Casas en aquella novelita que, como casi todas las suyas, vendió miles y miles
de ejemplares, la de la resurrección del tal a tres años vista del deceso), que
seguían anclados en la rigidez de las normas, en el autoritarismo (que no
autoridad académica), en la prohibición, en la memorización, en la anulación, en
la uniformización, las cosas fueron cambiando muy poco a poco, hubo que esperar
a jubilaciones, a la incorporación de un profesorado más joven con otras
perspectivas y otras motivaciones/preocupaciones, a nuevos planes de estudio
-aunque ya se sabe cómo aplican algunos la libertad de cátedra (y otras que
sólo invocan cuando les conviene), llegando incluso a conculcar leyes-, a la
propia evolución de la sociedad, aún en el instituto e incluso en la facultad
topé con ejemplares de este tipo o similares, trogloditas irredentos, fieles
cumplidores de dogmas tan aberrantes y nada pedagógicos como “la letra con sangre
entra” -que la lección se comprendiese era lo de menos, en realidad sólo
querían papagayos, borregos, todo el arca de Noé con tal de ser sumisos y no pensar
por uno mismo-). Todo ese tiempo (entre 1978 y 1984) estuvimos bajo la batuta
de don Amancio, el eterno y eternizado director del centro (precisamente dejó
el cargo cuando los de mi edad empezábamos los estudios de bachillerato), un
personaje rancio, carpetovetónico, con olor a naftalina (no literal, pero
casi), con devoción por el humo de los altares, en permanente oposición para
ser nombrado inquisidor general, un clásico y típico ejemplar de lo que vengo
diciendo, ridículo a más no poder en su pleitesía al mismo, tanto al terrenal
como al espiritual (y tuve ocasión de conocer de cerca sus manejos -que, por
cierto, no diferían mucho de los que he visto mucho tiempo después en gentes a
las que he padecido en el trabajo y no hablo sólo de los que tienen un carguito-
ya que representé a los alumnos en el Consejo de Dirección un año entero),
patético y risible pero alguien a quien era mejor no contrariar, alguien a
quien temer en sus mediocridad, grisura y fanatismo.
Y aquel colegio, con muy contadas excepciones (don Antonio González, el
aire fresco que aportó Ana, nuestra tutora en sexto curso quien, por desgracia,
sólo pasó ese en el centro), era aburrido, solemne, cansino, un lugar que
aborrecer y desear cada mañana que se hubiese derrumbado durante la noche (especialmente
si habías caído bajo el yugo de Conchita, aquella señora de mano suelta,
insulto libre y maltrato psicológico permanente), no recuerdo que jamás nos
concediesen un puente, perder un día de clase era impensable, apenas teníamos
actividades extraescolares, si digo que en todo ese tiempo hicimos ocho
excursiones igual estoy exagerando (y entra en el cómputo, al menos era una
mañana no lectiva, era lo que por aquellos pagos se entendía como ocio, la
visita anual que, sí o sí, los que cursaban el octavo y último curso de EGB hacían
al Instituto Politécnico del Ejército como posible captación de
reclutas/estudiantes -única ocasión, por cierto, en que don Amancio se unía a
la excursión y abandonaba su despacho), por eso fue tan especial la escapada al
Museo del Prado (por más que ya lo hubiese visitado más de una vez con mi
hermana y alguna de sus amigas), recorrer esas inmensas salas con pocos
visitantes (los que llamábamos “días de diario” eran así, nadie parecía hacer
otra cosa que estudiar, trabajar o hacer recados, la compra, ir al médico -casi
la única razón para faltar a clase-, se diría que había actividades que sólo
podían hacerse en los fines de semana), vibrar con la cosquilleante sensación
de que el tiempo se había detenido porque, mientras la inmensa mayoría de
escolares estaban ejerciendo como tales, nosotros nos sentíamos libres y
liberados, por más que al día siguiente hubiese que entregar una redacción o fuésemos
notas durante el periplo para ir preparando un trabajo a completar en clase y/o
en casa (especialmente esto último), era como una especie de burbuja en la que estar
a salvo del resto de obligaciones, aparcar por unas horas los deberes (esos que
no siempre se podían terminar antes de merendar y echar unas risas con la programación
infantil), las sombras ominosas de los exámenes, aprender por placer, por
pasión, por propia iniciativa (por más que la visita fuese escolar así lo
sentía). Y he vuelto a sentirme en esa burbuja, incluso me atrevería a decir en
ese paraíso, gracias a la atmósfera que recrea y consigue Laura Higuera en El ángel negro, bien es cierto que por
motivos (o con intenciones) muy diferentes.
La primera parte de la novela (que Ediciones B publicó en noviembre) transcurre
casi en su integridad en un Museo del Prado cerrado al público al comienzo de
una jornada festiva en Madrid como es la del 2 de mayo, no desvelaremos los
motivos por más que la contraportada lo anticipe, sólo diremos que es imposible
resistirse a ese arranque, a esas páginas en las que resuenan las pisadas, los
gritos y hasta los susurros, en las que los ecos se multiplican casi hasta el
infinito, en las que dejarse llevar por la evocación, por las ensoñaciones,
pero sólo por un rato puesto que estamos ante un thriller y, lógicamente, la
lectura se encara con otro talante (pero nunca agradeceré bastante a la
escritora el escalofrío cómplice y sumamente agradable sentido al, obviando por
un momento lo que sucede en la novela, adueñarme del escenario y pensarme -y
recordarme- como aquel adolescente curioso -y un tanto pedantuelo, no lo
negaré- que vivía con la intensidad de la primera vez cada nueva visita al
Prado, al que le gustaba levantarse temprano un sábado o domingo para poder estar
varias horas de acá para allá). Tal vez esos vínculos sentimentales han
provocado que, sin que el interés decayese en ningún momento, el desarrollo de
la novela no haya respondido a las expectativas generadas al comienzo y que el
desenlace me haya resultado un tanto brusco, precipitado (pero no forzado, lo
que es siempre un mérito en este tipo de narraciones), tal vez no queriendo
excederse en páginas, decisión que, por otro lado, es muy loable en lo que se
refiere a la parte histórica, ya que Laura Higuera sabe sintetizar, dar los
datos precisos sin profusión de detalles que no siempre son necesarios ni
perder el hilo en digresiones que tan caras les son a otros autores del género,
esos que quieren dejar claro lo mucho que han investigado, lo mucho que han
leído, lo mucho que saben, lo mucho que inventan, llegando a olvidar que están
contando una historia para, directamente, escribir un libro de Historia (o de
arqueología, de teología, de arte en este caso).
El personaje de Bernardo Vera es toda una creación, de hecho gustaría
leer/saber más sobre él, respondiendo a un esquema bastante definido y
habitual, la autora le confiere una idiosincrasia muy particular que le
distingue de aquellos que, con toda justicia, pueden ser llamados sus homólogos
(y cada lector citará los que le parezcan más idóneos, en mi caso diré que a
veces me llegaban aromas de Carvalho, a veces pensaba en Wallander, me fue
inevitable emparentarlo con Marlowe, pero jamás me pareció una copia o remedo
de ninguno de ellos), emparenta con una tradición a la que aporta un algo
propio, puede que sea lo montañés (y es que un servidor siente Cantabria como
su tierra adoptiva y, al igual que Laura Higuera, también me perdería por allí
-por más que, desde que la conocí por, con y a través de Pablo, Galicia haya
ocupado un lugar preeminente en mi corazón-). La protagonista femenina, Ada Adler,
también consigue romper y trascender el posible esquematismo, si bien es cierto
que no siempre con el acierto y la fortuna logrados en el masculino, es
admirable el modo en que la escritora dibuja y retrata a sus criaturas, algo
especialmente reseñable en alguno de los secundarios, destacando entre ellos Raimundo
Cabrera, el director del Prado en la ficción, mi predilecto (con qué poco le
caracteriza, define, lo hace real ante nuestros ojos).
El debut de Laura Higuera proporciona una lectura ágil (en
correspondencia con su manera de narrar) que invita a conocer la vida y, sobre
todo, la obra de uno de nuestros más grandes pintores (Goya) y sus motivaciones (o desolaciones) para lanzarse con frenesí y paleta casi monocromática a plasmar en las paredes de su finca los demonios que le azotaban, asolaban, hundían, asfixiaban (las conocidas como pinturas negras), demostrando que no hace
falta seguir copiando hasta la saciedad a Dan Brown porque muy cerca tenemos (si
se trata de eso) lienzos que analizar, descubrir, interpretar, reinterpretar, sobre
los que investigar o inventar sin tener que recurrir a lo manido o lo potencialmente escandaloso (buscando así publicidad gratuita a través de la condena desde el púlpito), que no necesitamos nuevas teorías conspiranoicas con sedimento religioso, que hay mucha vida (literaria y real) más allá
de la, nunca mejor dicho (y los que lean El
ángel negro sabrán por qué), copia de éxitos anteriores. Sea bienvenida.
P.D.: No puedo concluir sin reconocer el robo del título de este
escrito, de ahí que vaya entrecomillado: es parte del primer verso del
maravilloso (como casi todo lo a él debido) poema que Rafael Alberti dedicó al
Museo del Prado, ese “cielo abierto” al que entró con “pinares en los ojos y
alta mar todavía / con un dolor de playas de amor en un costado”.