domingo, 28 de junio de 2015

¡QUIÉN PUDIERA SABER VOLAR!



  


 Es un sueño recurrente e instalado en el inconsciente colectivo (y a ratos también en el consciente), porque todos en alguna ocasión hemos soñado que podemos volar, que vemos el suelo lejos, bajo nosotros, que nos desplazamos por las alturas casi como las nubes sobre las que saltaba y se recostaba Heidi (a esta niña no se le ponía nada por delante), sin tener que hacer nada especial para mantenernos allí, sin tener muy claro cómo lo hacemos pero sin miedo a caer, y en otras lo hemos hecho con conseguirlo, ahí está la historia de Ícaro (y Dédalo, su padre, al que siempre olvidamos y, en realidad, fue el que tuvo la feliz idea de crear unas alas con las que escapar del yugo del rey cretense Minos) o las mil y una elucubraciones de Leonardo, el modo en que su desbordante imaginación inventó, diseñó, pergeñó, estudió diferentes opciones y desarrolló artilugios que aún parecen de ciencia ficción pero que buscaban una practicidad, una efectividad, un logro (y todo basado en la aerodinámica y en el movimiento de piernas y brazos); parte de la fascinación que provocan personajes como Mary Poppins, Peter Pan o muchos de los superhéroes que en el mundo han sido viene por el hecho de que se elevan con total facilidad, a placer, por voluntad propia (o por efecto del polvo de hadas –aunque Campanilla se oponga a repartirlo con Wendy-), incluso se anunció con todos los honores el capítulo en que, por fin, Mazinger Z volaba –al principio no lo hacía y en cierta ocasión lo conseguía aferrándose a unos cohetes más grandes de los habituales que Afrodita A lanzaba en forma de ya saben ustedes qué-. Y de ahí, de ese anhelo insatisfecho (“Todos tenemos ese sueño y no lo hemos cumplido, sólo a través de trucos, el avión y tal. Yo he intentado proyectarme y saber cómo sería si pudiésemos hacerlo: es lo que imaginas cuando vas en avión y piensas en estar fuera, con esas nubes que parecen de algodón, ¿botaré o caeré?”), ha partido Romain Puértolas para dar forma a su nueva novela, La niña que se tragó una nube tan grande como la Torre Eiffel (recientemente publicada por Grijalbo), título que viene a confirmar que lo sucedido con su ópera prima, El increíble viaje del faquir que se quedó atrapado en un armario de Ikea, no fue una casualidad ni un éxito que se diluye más rápidamente que un azucarillo: los lectores han refrendado su interés por la prosa ágil, simpática, a ratos irónica, muy medida y controlada, que esquiva los clichés, la manera sencilla y sin darse importancia en que el autor franco-español entiende la literatura, un personaje optimista, gozoso y entrañable que gana enteros en la charla amistosa y sin prisas que mantenemos en las oficinas madrileñas de su editorial y que es el mejor ejemplo de que sus narraciones no se deben a una impostura sino a su forma de ver, entender y enfrentarse al mundo. “Tengo la cabeza en las nubes y los pies en la tierra, ¡por fortuna soy muy alto!”, dice casi a modo de saludo, hablando a un tiempo de sus novelas, tremendamente realistas a pesar de los toques fantásticos, con diferentes niveles de lectura, amalgamando códigos (y posibilitando que sus lectores puedan ser chavales como ancianos), y de cómo se afronta la escritura de la segunda novela, cuando la primera todavía goza de tan buena salud: “Es algo tremendo, sin duda, y además es que El faquir aún no ha sido publicado en todos los países que han comprado sus derechos, precisamente hace poco estaba en Letonia presentándolo, es decir, que llevo dos años de promoción y ahora empiezo con la de esta otra, jajaja. De todos modos los que dicen que tienen dificultades en escribir la segunda novela es porque tuvieron muchas en escribir la primera, es mi modo de verlo porque no lo siento como una tarea complicada; no es que no trabaje lo que escribo pero siempre he tenido mucha facilidad para hacerlo, para sentir que me brotan historias, para dejarme llevar por raptos de inspiración en cualquier lugar, para escribir compulsivamente hasta que concluyo. No permito que me afecte la presión y hago lo que quiero, paso un buen momento, me evado y mi única intención es hacer que el lector venga conmigo, olvide su vida cotidiana y viva una aventura extraordinaria, la sal que aportar a lo de cada día”.
   Providence Dupois es una cartera parisina que ha hecho una promesa a su hija adoptiva, que aún está en Marrakech, gravemente enferma (tiene dentro esa nube enorme que señala el título y que la asfixia implacablemente), pero la erupción de un volcán islandés paraliza el tráfico aéreo europeo y su única opción será aprender a volar para, así, poder cumplir con la palabra dada: “Lo que a Providence le importa es cumplir una promesa, ese es el reto, para ella es una tragedia no llegar a tiempo. Nunca quise que volase como Superman o Mary Poppins, porque quería que fuese por esfuerzo, que tuviera que aplicarse, aprender la técnica, que fuese verosímil, jugar con la ilusión”. Y en ese difícil equilibrio entre lo irreal y lo cotidiano sabe mantenerse Romain Puértolas con pericia propia de funambulista, sin hacer trampas, sin justificarlo todo con la imaginación, heredando la mejor tradición del realismo mágico, la mexicana, la española (especialmente la gallega), pero también a otros grandes autores de aquella orilla del Atlántico (y de países que no la tienen), donde se convive con lo que solemos llamar “más allá” con enorme naturalidad, hablando con los muertos, aprovechando las fuerzas telúricas en beneficio propio, hablando de tú a tú con la Madre Naturaleza, aceptando lo que no se puede explicar sin darle más vueltas, comprendiendo que hay aspectos que superan nuestra experiencia mundana pero que pasan (ahí están Pedro Páramo o partes de Alfanhuí o El bosque animado, como testimonio de una realidad, de saber mirar con ojos penetrantes y sin miedo a lo desconocido –o no tanto-); pero el escritor rechaza la comparación en lo que pueda suponer de elemento fantástico porque “no me atrae ese tipo de literatura, en mis novelas no hay nada de eso, todo resulta plausible, elimino cualquier aspecto que al final no pueda ser explicado. Doy ilusión pero lo cuento como algo posible: soy fantasioso pero no fantástico” (uno se atrevería a decir que si leyese más –afirma que apenas se ha acercado a estos autores- o se atreviese a descubrir a García Márquez, Rulfo, Cunqueiro o aquello que Alejo Carpentier denominó “lo real maravilloso” se llevaría una grata sorpresa y no quedaría decepcionado).
   En su novela igual habla de Julio Iglesias (unos monjes tibetanos le utilizan como fuente de sabiduría: “La filosofía la coge cada uno de donde quiere, no hay que recurrir siempre a Kant o a Descartes, ¿que a ti te valen las canciones de Julio Iglesias?, ¡Perfecto! Cada uno tiene su vida, le pertenece y la construye como prefiere, no hay vivir al dictado. Fue una cosa que me vino por la noche, así de repente, me pareció que estaba genial, pero tuve que investigar porque conozco más a Enrique Iglesias, jajaja”) como convoca a mandatarios actuales (Hollande, Obama, Putin, Merkel, el propio Rajoy) o hace referencias a Orwell, Tintín, El principito o alguno de los programas que triunfan en televisión, facilitando, como decíamos, que lectores de edades muy diversas puedan sentirse identificados con lo que se cuenta: “Se puede leer por un niño y por un adulto, sí, siempre escribo con un estilo fácil porque quiero captar lectores a la primera. También supone para mí una toma de oxígeno, un desahogo, no estar sometido a la presión profesional o de estudiante, escribo como me sale, como soy, porque me muestro sincero y transparente: soy un adulto que conserva la mirada de niño sobre cosas que no logro entender, la vida no trae manual de instrucciones y coloco un filtro peculiar para analizar la realidad”. Le señalo que su forma de narrar se acerca bastante a la tradición oral, no porque no esté elaborada o quiera imitar lo coloquial, sino por el modo ágil en que se sucede la historia, pasando de una cosa a otra sin descanso, haciendo que fluya como lo que es, puesto que es un controlador aéreo quien cuenta lo que es la novela, lo que él ha vivido, lo que ha sabido: “Lo de la tradición oral me lo ha dicho más gente y es algo que me hace gracia y sorprende mucho, porque soy terrible a la hora de contar un chiste o una historia. Todo el mundo piensa que les cuento mil cosas a mis hijos y es lo contrario, primero porque ellos no quieren, pero fundamentalmente porque lo hago fatal, tengo una imaginación muy inmediata para ponerme a escribir pero no sé expresarme. Con mis novias, cuando era joven, tenía escritas mis posibles respuestas para conversar por teléfono según lo que dijesen, porque de no hacerlo así me bloqueaba y decía cosas que no pensaba o no quería decir”.
   La niña que se tragó una nube tan grande como la Torre Eiffel es una fábula pero, como ya se ha señalado, con los pies en la tierra (a pesar de que durante gran parte del relato acompañamos a una mujer que vuela) porque, sin moralina ni esquematismos, sin trivialidades ni dogmatismos, Romain Puértolas quiere inyectar en el ánimo de sus lectores que no podemos dejarnos vencer a las primeras de cambio: “La solución muchas veces al alcance de la mano, aunque sólo sea porque no debemos desesperarnos porque somos incapaces de hacer o no depende de nosotros. En ese sentido, los niños nos dan mil vueltas porque, sí, hacen una tragedia si no les compras un helado, pero al minuto buscan un nuevo objetivo y olvidan el que perdieron, mientras que los adultos seguimos dando vueltas y no nos resignamos, nos echamos demasiado la culpa”. Eso, en parte, le pasa a Providence, pero ella activa el mecanismo de superación, busca soluciones, no se queda lamentándose de su mala suerte, maldiciendo al volcán islandés que ha decidido despertar en el día en que a ella menos le conviene, no se pone razonable sino posibilista y va a donde se le promete ayuda sin hacerse preguntas, suelta todos sus lastres y, por eso, literalmente, vuela. Tal vez alguno pueda utilizar la novela como manual de instrucciones porque es tremendamente real, pero cómo esta pieza encaja con todo lo demás debe descubrirlo cada lector por sí mismo (lo cierto es que Romain no tiene tapujos en destripar la historia, pero lo hace con personas que han leído y reído con esta peripecia de título kilométrico –aunque su desbordante entusiasmo y defensa encendida de lo que ha escrito le hace hablar más de lo debido en algún momento, es imparable, pero detuvimos la grabadora y, así, nadie sabe lo que no conviene hasta que llegue al final –que a buen seguro lo hará- de La niña que se tragó una nube tan grande como la Torre Eiffel).

miércoles, 24 de junio de 2015

CUANDO LOS SANTOS SALEN DE MARCHA



   



 “Nació con el don de la risa y con la intuición de que el mundo estaba loco” es uno de esos inicios gloriosos que invita a seguir leyendo (y lo que viene detrás es una excelente novela de aventuras, muy bien documentada y magníficamente escrita por Rafael Sabatini), es una frase que sirve de pórtico a una de esas películas de siempre, que nunca pasan de moda, que reproducen gozosas tardes de cine se visionen a la hora que se visionen, uno de los hitos del subgénero “de capa y espada” que conserva intactos, e incluso agudizados por el paso del tiempo, sus muchos méritos, todas sus virtudes, especialmente la inyección de adrenalina, la satisfacción y el regocijo que provoca, el placer que nos inunda sin contención (porque, además, no se quiere refrenar, faltaría más). No sé bien por qué (es una mera figura retórica: tengo muy claro el motivo), pero no pude quitarme de la cabeza el arranque de Scaramouche (especialmente su primera parte –aunque no conviene perder de vista la segunda, más una constatación que una intuición-) mientras leía con interés, emoción, sorpresa y una sonrisa casi permanente la última novela de un autor por el que siento absoluta devoción, uno de los escritores de imaginación más desbordante y recursos más amplios que puedan encontrarse en la actualidad (hablando en términos flamencos, que tan caros le son, habría que decir que es muy largo, porque toca muchos palos y todos con iguales fortuna y acierto), una de esas personas por las que uno experimenta auténtica amistad, gracias al modo en que sabe ser y resultar cercano (aunque nos separen muchos kilómetros), a la manera en que se preocupa por los asuntos de uno, a cómo da confianza con unas cuantas palabras, a cómo extiende su calidez y bonhomía, su inmenso talento humano, esa personalidad desbordante que no hace nada especial para destellar, brilla por el mero hecho de ser y estar, se expande con sosiego pero inevitablemente, sus efectos benéficos se perciben en cuanto él está cerca, debe ser algo comparable a lo que se decía de su –y mi- adorado Lorca, porque doy fe de que cuando Juan Cobos Wilkins está cerca no importan el frío ni el calor, hay una temperatura especial y concreta, una agradable sensación muy mullida, es decir, lo que hace es Juan (y no sólo hoy porque sea su onomástica). Por cierto, aunque nos detendremos en ella en seguida, conviene anticipar que su recientemente publicada novela se titula Pan y cielo y ha visto la luz gracias a Ediciones de la Isla de Siltolá.
   Aunque ya había leído El corazón de la tierra, su primera novela, ese sentido y vibrante recuerdo a lo que era a finales del siglo XIX el lugar que le vio nacer, fue Mientras tuvimos alas el texto que realmente me hizo zambullirme en la personalidad literaria de Juan, la que me abrió la puerta a un universo muy rico y placentero, fue la novela que me dio la oportunidad de entrevistarlo por primera vez (telefónicamente) y así poder ahondar en su inmensa sensibilidad, trasladar a las ondas radiofónicas páginas de la novela gracias a su generosidad, al modo en que aceptó mi disección a través de frases que me habían marcado, que me habían conmovido, que me habían acariciado y hecho vibrar. Tuve oportunidad de saludarle brevemente poco después durante los actos de entrega del II Premio Ciudad de Torrevieja y mi sorpresa fue mayúscula cuando supo inmediatamente quién era yo y me agradeció aquella entrevista, transmitiéndome con su abrazo una corriente de simpatía y gratitud, una conexión que por desgracia no siempre se da cuando tienes la oportunidad de conocer a un escritor que te hace pensar y sentir mientras lo lees y una vez cierras el libro. Desde ese momento, nos fuimos reencontrando en algunos actos, en la presentación de otros libros o de la adaptación cinematográfica de El corazón de la tierra (siempre me avisaba de sus visitas a Madrid “para al menos darte un abrazo”), hasta llegar a la espléndida noche en que quedó finalista, precisamente, del Ciudad de Torrevieja por esa maravilla titulada El mar invisible, esa denuncia necesaria que Juan transforma en literatura de alto voltaje, ese portento de sensibilidad (alcanzando cotas que sólo a un poeta de su calibre le son accesibles), esa novela que tantas lágrimas provoca (unas de dolor, otras ante la belleza de su prosa), ese merecido triunfo que viví muy de cerca porque Juan quiso tenerme en su mesa junto a otros amigos entre los que se contaba Eduardo Melón, quien unos años después se convertiría en nuestro agente –el de Pablo y un servidor-, más el aporte del matrimonio formado por Pepe Sancho y Reyes Monforte (esos azares de las cenas de los premios literarios, casi diríase laboratorios para diseñar argumentos). Siempre ha sido un deleite comprobar el magisterio de Juan en cualquiera de los géneros que aborda (poesía, cuentos) y poder compartir conversación de la que seguir extrayendo enseñanzas y, sobre todo, muchas risas (el regreso en tren tras el premio fue un no parar porque, además, tuve la fortuna de compartir vagón con él y desgranó anécdotas con su gracejo y capacidad hipnotizadora de magnífico relator).
   Pero, a pesar de todo lo conocido y sabido, Pan y cielo ha sido una sorpresa porque, como es habitual en él, ha dado pasos de gigante, jamás se repite, siempre resulta novedoso, mezcla registros, tonos y géneros con pasmosa sencillez, construye sus narraciones con armazones muy sólidos que le permiten jugar, innovar, recrear, aportar, disfrutar con la escritura y transmitir ese ánimo al lector. Partiendo de un hecho real de esos que suena a inventado (san Antonio Abad fue afiliado a UGT en 1932 para poder cumplir con la tradición de “las tiradas” en Trigueros –Huelva-), con la concreción que le da su faceta de gran cuentista y la creación de imágenes poderosas y definitorias que le concede su vena de virtuoso poeta, con su aliento de novelista capaz de sugerir con unas cuantas frases todo un universo, con su minuciosidad a la hora de reflejar comportamientos que le permiten sugerir con gran economía de palabras, Juan despliega todo un fresco humano, un microcosmos que contiene muchas esencias y permite al escritor ir encajando piezas con absoluta maestría, dando más de lo que en apariencia y en una rápida lectura pueda parecer, entremezclando situaciones y apelando a la complicidad del lector porque en ocasiones le anticipa circunstancias que algunos de los personajes desconocen, recreando con brío y conocimiento una época y un lugar muy concretos (Trigueros en 1932, como ya se dijo), pero hablando desde el ahora mismo o desde la ausencia de tiempo tal y como lo entendemos y medimos, puesto que el verdadero hallazgo de Pan y cielo es que la historia se va construyendo ante nuestros ojos, la novela es la justificación/explicación que el propio Antonio Abad ha de dar ante Yo Soy el que Soy, es decir, su superior, quien le llama a Su presencia ante los insólitos (e históricos) sucesos antes reseñados. En la sala de espera, el santo eremita coincide con san Sebastián, que también debe rendir cuentas ante Yo Soy el que Soy por su conversión en icono gay (no hay tiempo, todo sucede a la vez), quien echa una mano a su colega para que construya un discurso coherente (es decir, la propia novela, los hechos que tienen lugar en Trigueros), interrumpiendo el relato con jocosos diálogos, al modo en que los dioses griegos intervienen en los cantos épicos o en las tragedias, casi como aquellos desopilantes ancianos que desde su palco iban apostillando todo lo que acontecía en el show de los Teleñecos, son, como muy bien diría Blas de Otero, ángeles fieramente humanos (y eso, en contra de lo que algunos pueden pensar, aún les hace más admirables, no hay burla de ellos sino respeto y comprensión –es muy duro mantener la aureola de santidad que otros nos confieren, tener que responder al estereotipo que otros han creado, sostener la púrpura no deseada-). Juan consigue provocar más de una carcajada (y de dos y de tres), jugando con la ironía, a veces recurriendo a una sorna muy elegante pero con la dosis adecuada de causticidad, haciendo guiños a la actualidad, haciendo partícipe al lector, demostrando que es posible desarrollar una novela con muchas capas, con diferentes códigos y posibilidades de lectura, que por encima de todo entretenga, interese, apasione, divierta sin complejos ni elitismos, desplegando una prosa esplendorosa y cuidada que no precisa barroquismos distanciadores, envoltorios complejos que intentan ocultar la vacuidad del interior; Pan y cielo es una continua y gozosa transgresión, un regalo para los ojos castigados por la plumbez, la incapacidad, la nulidad, el juntar por palabras por rutina, una lectura que nos eleva y sitúa a Juan Cobos Wilkins a la cabeza de los escritores renovadores y revolucionarios.     

martes, 16 de junio de 2015

LA MUJER CON MÁS SOBRINOS DEL MUNDO



  


 Aunque en algún momento se emitió por la noche y en mi recuerdo, además, muy al final del día y por la segunda cadena (programadores absurdos los ha habido siempre, lo único es que ahora proliferan más –o, en realidad, deben ser dos o tres preparando a destajo las parrillas de los diferentes canales, e incluso un paradójicamente llamado “cerebro electrónico” que se limita a hacer combinaciones de pocos elementos repetidos hasta la saciedad; no digo que no sea un trabajo arduo pero el resultado no es demasiado lucido, ni lúcido, tan sólo hace falta zapear en cualquier momento para comprobarlo-), la simpática sintonía de Se ha escrito un crimen me transporta con apenas un par de notas a aquellas tardes de domingo en las que la aparición de la cabecera de la serie en la pantalla de la televisión suponía un oasis, un refresco, un punto y aparte antes de dejarme invadir por la inevitable morriña, un cierto mal humor, la nostalgia anticipada porque el fin de semana hacía efectivo su nombre y en pocas horas habría que mentalizarse para regresar a la rutina de las aulas (y, para colmo, la resolución del misterio de turno ponía en numerosas ocasiones el prólogo al momento en que los Cela o cualquier otra visita incómoda e indeseada revestida de sorpresa –cuando era más previsible que cualquiera de las supuestas gracias de Ocho apellidos vascos- haría su aparición semanal para imponer su presencia y obligarme a desperdiciar las escasas horas de ocio y libertad que aún quedaban -¡Ay, esas amistades recubiertas de oropel! ¡Ay, esa corrección humilde que tantas veces adoptamos sin saber muy bien por qué, aceptando que otros hagan y deshagan con nuestro tiempo!-). La señora Fletcher llegó a mi vida en un momento en que ya era lector voraz y devoto de Agatha Christie y, por lo tanto, me encantaba rastrear en cada capítulo las posibles referencias, las evocaciones, los guiños de la escritora televisiva a aquella que en cierta medida la inspiró y a algunas de sus criaturas (el escenario más habitual era un pueblecito, Cabot Cove, que, aunque con la idiosincrasia y el paisaje propios de Maine, bebía en las fuentes de aquel en apariencia bucólico St. Mary Mead tan reconocible y prototípico –aunque de difícil ubicación, al modo de la cuna de don Quijote- en que residía y desentrañaba enigmas la señorita Marple; la protagonista de la serie era escritora de novelas de intriga, como la mismísima Agatha, como su alter ego literario, Ariadne Oliver); si bien es cierto que la ficción televisiva seguía un camino propio más allá de ponerse bajo la benéfica sombra de la autora británica –y del hecho de que Angela Lansbury, quien encarnó con donaire y magisterio interpretativo a Jessica Fletcher de forma continuada durante doce temporadas, de 1984 a 1996, regresando esporádicamente en episodios especiales hasta 2003, había dado vida pocos años antes a Jane Marple en la exitosa El espejo roto (1980)-, cualquier mínimo recordatorio, cualquier huella que pudiese poner en común con su universo me llenaba de satisfacción y me provocaba un estimulante cosquilleo –aunque Se ha escrito un crimen me tuvo como fiel espectador por sus propios méritos-. La década de los 80 del pasado siglo fue especialmente fructífera en lo que a adaptaciones televisivas de la Christie se refiere –los lectores habituales del blog, los que me conocen, saben que me refiero a ella como “tía Agatha”, porque es como alguien de mi familia- y así pudimos gozar –y comentar al día siguiente entre clase y clase- con la divertida Matrimonio de sabuesos (1983-1984), la curiosa La hora de Agatha Christie (1982) –no recurría a sus personajes más populares, descubría algunos relatos muy pocos conocidos para el neófito-, la apasionante ¿Por qué no le preguntaron a Evans? (1980) y la espléndida recreación de la señorita Marple a cargo de Joan Hickson –quien interpretó adaptaciones de la totalidad de novelas en que aparece el personaje hasta 1992-, al margen de otros telefilmes, algunos de ellos con Peter Ustinov como el Hércules Poirot más ortodoxo y acertado hasta que llegó David Suchet para adueñarse del detective belga.

   Y he seguido leal a mi tía apócrifa, la he releído cada cierto tiempo, he ido descubriendo sus aciertos puramente técnicos, aquellos que se me escapaban cuando la leía casi enfebrecido y sin parar mientes en nada que no fuese el rompecabezas puro y duro que intentaba armar antes de la última página –tuve la fortuna de que la madre de una compañera de clase, Conchita, tuviese una biblioteca bien nutrida, fuese de la cofradía christiana, y me surtió de lectura hasta que agoté las existencias-, he confirmado la calidad que muchos le niegan, por supuesto hay algunas historias a las que he encontrado puntos flacos –especialmente las últimas- o que han ido perdiendo parte de su encanto en su comparación con sus cimas, pero en general mantiene un nivel y un brío que ya quisieran otros muchos, y lo más abracadabrante es su manera de disponer y organizar el misterio, de tal manera que aunque ya se conozca la solución vuelvas a tener dudas y que si has olvidado quién es el asesino el mecanismo siga perfectamente engrasado y funcione sin altibajos. Por eso, fue una grata sorpresa conocer que Suma de Letras –el sello en que aparecieron los imprescindibles, reveladores y espléndidos Los cuadernos secretos y Los planes del crimen de John Curran, el material de trabajo de la escritora clasificado, diseccionado, compartido con el resto de sobrinos, un puro deleite para el christófilo-   publicaba una novela titulada Agatha escribía con sangre, ha supuesto una lectura enriquecedora y, de remate, he tenido el placer de conversar con su autor, otro entusiasta, otro enamorado, alguien que demuestra conocer muy bien a nuestra tía, un estupendo escritor que ha sabido imbuirse de su espíritu y conseguir un libro que es todo un regalo cómplice para los muchos sobrinos que andamos desperdigados por el mundo y un magnífico trampolín para los que quieran lanzarse a leerla y unirse al clan (y también, por qué no, para los indecisos, para los que dejan que otros les impongan gustos, para los que hablan sin conocer –respeto a quien no le guste pero, al menos, que lean algo primero, que no repitan frases huecas o se queden, tal vez, en alguna película que vieron- o para aquellos que la ha dejado de lado pensando que no es una lectura “seria” o propia de adultos). Tomando como punto de partida los enigmáticos once días de diciembre de 1926 en que la ya entonces famosa escritora desapareció (y sobre los que jamás explicó nada, ni siquiera en su reveladora y brillante autobiografía), Mariano F. Urresti ha dado vida a un rendido homenaje, una ficción que funciona por sí misma pero que adquiere su verdadera naturaleza cuando se deja uno impregnar por la atmósfera que destilan sus páginas, cuando se tiene en el corazón y el recuerdo, casi pudiera decirse en las pupilas, a la tía Agatha.

   Con la experiencia que le otorga haber escrito Las violetas del Círculo Sherlock y La tumba de Verne, novelas en las que se atrevía con personajes y autores con tantos seguidores como los que aparecen en sus títulos, Mariano parte de la propia Agatha, recrea el viaje que, junto a su hija Rosalind y su fiel secretaria Carlo –como la llamaban familiarmente-, la escritora hizo a Las Palmas de Gran Canaria durante 1927 –primero había estado en Tenerife-, añadiendo una trama detectivesca, un misterio que la propia Christie debe resolver, juego literario que se sucede a lo largo de toda la obra, mezclando con gran acierto realidad y ficción, de tal modo que incluso un conocedor de lo que ella misma narró en su texto autobiográfico puede tener dudas. “Daba vértigo ponerse a la tarea, reproducir el universo de Agatha y utilizarla como personaje, pero entre el miedo y la pasión me dejé llevar por la segunda; de haberlo pensado con calma, tal vez no me hubiese atrevido”, comenta entre risas Mariano F. Urresti en conversación telefónica en la que deja patente su fervor por nuestra tía común, una verdad que destila cada una de las frases de su novela, imposible fingir ese ardor y ninguna intención de ocultarlo: “Tras escribir otras novelas en las que buscaba la trastienda de autores que significan mucho para mí, como son Conan Doyle y Verne, me pareció que Agatha podía ser un reclamo para el lector y, sobre todo, que si hay que tirarse un año y medio trabajando en algo pues tiene que ser un algo o alguien que te apasione”. Mariano llegó a Agatha como un lector ya hecho y formado –“La Historia me ha gustado desde siempre y mis primeros acercamientos a Agatha fueron cuando estaba estudiando la carrera y leí las novelas que tenían que ver con la arqueología, títulos como "Asesinato en Mesopotamia", "La venganza de Nofret", "Intriga en Bagdad" o "Poirot en Egipto" y así fue cómo me enganché”-, lo que desmonta el típico argumento con que se liquida la obra de la Christie, ese que dice que son novelas para público poco exigente, no muy formado, publicaciones de fácil consumo que no merecen el menor respeto: “Siempre ha habido quien la ha mirado por encima del hombro por ser una literatura popular y es un error mayúsculo porque, al margen de ser la autora más traducida de todos los tiempos, sus novelas son falsamente sencillas: resultan muy fáciles de leer porque ella construía las tramas básicamente en torno a los diálogos, no hay descripciones prolijas ni grandes parrafadas, pero eso precisamente es muy difícil de escribir. Si ya antes le reconocía su mérito, ahora que he intentado seguir sus pasos le tengo veneración”. Sin establecer fronteras ni caer en la trampa falsamente erudita de defender la “buena” frente a la “mala” literatura (adjetivos que tantos repiten hasta la saciedad y que no significan absolutamente nada –al menos, que uno explique por qué le gusta algo o por qué no, pero sin menospreciar a los que optan por lo contrario, sin encumbrarse a ninguna parte, sin zanjar el diálogo con un irracional “es buena” o “es mala” porque, primero, es tan sólo una opinión y, por cierto, bastante mal argumentada: ¿Quién establece el canon? ¿Sólo con ese criterio tan inane?-), Mariano defiende aquello que conoce bien, fundamentalmente como seguidor, por mero placer, ahora también como investigador: “Es un error tremendo reducirla a la etiqueta de autora policiaca y punto, liquidarla en esas pocas palabras aunque sea una de las maestras del género. Hay que pensar que en una carrera tan dilatada como la suya, empezó a escribir en torno a 1914 y que continuó trabajando prácticamente hasta su muerte, firmó no sé cuántas novelas, relatos, obras de teatro, la capacidad de trabajo de esta mujer fue extraordinaria y, sobre todo, su capacidad para adaptar todo lo que va pasando: vive las dos Guerras Mundiales, la transformación de los transportes, el descubrimiento del átomo, la Guerra Fría, todo aparece en sus novelas, es una persona muy inquieta que absorbe lo que le rodea y lo incorpora a sus tramas. Es algo que también le sucedió a Julio Verde, se le considera literatura entre comillas, algo menor que va dirigido a un público familiar, a los chavales, pero se pierde vista que escribió más de sesenta novelas, o sea, hay que trabajar mucho, dedicarse a la literatura casi en exclusiva. Yo creo que en gran parte todo viene por envidia: ¡Cuántos quisieran vender lo mismo o, al menos, acercarse!”.

   Agatha escribe con sangre quiere ser (y es) un canto a las excelencias de una autora que mantiene su magisterio, que sigue coleccionando admiradores (la nómina de sobrinos aumenta día a día tal y como lo demuestran las ventas o el éxito de audiencia de nuevas adaptaciones televisivas), un juego limpio –“como el que siempre practica ella, engaña y sorprende sin hacer trampas, te ofrece las pistas necesarias para resolver el misterio si pones atención y andas ojo avizor”- en el que el enigma de su desaparición es tan sólo el punto de partida e incluso si se quiere el Macguffin, el motor de la acción, aquel por cuya verdad pujan los personajes y llegan a cometer crímenes, el interrogante que jamás se despejará y sobre el que Mariano no ha querido fantasear: “Si ella no desveló el enigma de lo que sucedió aquellos once días no podía atreverme a decir nada: juego con el lector porque ese misterio es la palanca que activa la historia y mueve a todos los personajes y yo creo que llega un punto en que a nadie le interesa porque se impone la trama principal”. Y es bien cierto porque, llegado cierto punto, lo que uno quiere saber es quién se esconde detrás de la mano asesina que siembra de cadáveres la lectura, especialmente en la segunda parte que transcurre en Santillana del Mar, en una de esas reuniones en escenario reducido en las que, como en tantas cosas, tía Agatha fue maestra, una acción en que, con referencias directas o indirectas, encontramos aromas, similitudes, remembranzas de Cartas sobre la mesa, La muerte de Lord Edgware, La señora McGinty ha muerto o Telón, el caso final de Hércules Poirot, una magnífica novela que la autora guardó en un cajón durante muchos años, publicada apenas un año antes de su muerte, un título opacado por el merecido reconocimiento a Diez negritos, Asesinato en el Orient Express o El asesinato de Roger Ackroyd. Y al igual que ocurre en su novela en la que cada personaje explica sus preferencias, Mariano y un servidor compartimos las nuestras, hablando de mi querencia hacia la señorita Marple porque fue con ella –El tren de las 4.50- con quien me adentré en el imaginario christiano –“No sé si es por deformación, pero al ser tan admirador de Sherlock siempre me he fijado más en Poirot, estableciendo diferencias, y he dejado a Marple un poco de lado, pero no porque la menosprecie”-, de la simpatía que ambos sentimos por Ariadne Oliver, uno de los varios personajes que Agatha creó –como Tommy y Tuppence, Battle, Race, Mr. Quinn- y utilizó en varias novelas –siempre al lado de Poirot, excepto en El templete de Nasse House-, una autoparodia llena de encanto que a veces se erigía en portavoz de su creadora y que se convierte en centro de Agatha escribía con sangre, del título que siempre decimos en primer lugar a la hora de señalar nuestro favorito de entre  su extensa producción –aunque las relecturas me han hecho variar algunas apreciaciones, sigo considerando mi predilecto El espejo se rajó de parte a parte, compartiendo honores con El asesinato de Roger Ackroyd-: “Hay una década genial, la de 1930-1940, en la que encontramos "Muerte en el Nilo" [publicada en España como "Poirot en Egipto"], "Diez negritos", "Asesinato en el Orient Express", "Cartas sobre la mesa", "La muerte de Lord Edgware", ¡palabras mayores! Pero me decanto por "Diez negritos" sin ninguna duda: es audaz, extraordinaria, me genera envidia insana porque me gustaría ser capaz de hilar una trama tan ingeniosa y bien sostenida que no se viene abajo al llegar al final. También me gusta porque no están ni Poirot ni Marple, sobre todo él al que le pega mucho el ambiente y la historia, pero Agatha vuelve a rizar el rizo y deja fuera a sus dos criaturas para que el lector no sea seducido por el personaje sino por la historia”.

   Lo más atractivo de la lectura de Agatha escribía con sangre es que se hace con la misma pulsión irrefrenable con la que uno se lanza a cualquier libro de la tía (y doy fe muy reciente de que no disminuye con los años), que hay momentos realmente emocionantes para el que ha disfrutado con sus novelas –parece mentira lo que puede lograr un simple “Cher ami!” bien colocado-, que despierta curiosidad al que haya olvidado o no conozca algunos de los títulos a los que se hace referencia, que inyecta unas ganas terribles de regresar a casa –no me pude resistir: fue cerrar el libro y buscar Cartas sobre la mesa, que no había vuelto a leer desde mi adolescencia, de la que guardaba un gratísimo recuerdo que se ha refrendado y aumentado-, que va a conseguir que aparezcan muchos sobrinos nuevos pero eso no importa porque la herencia de tía Agatha es inagotable y sigue generando intereses.