“Nació con el don de la risa y con la
intuición de que el mundo estaba loco” es uno de esos inicios gloriosos que
invita a seguir leyendo (y lo que viene detrás es una excelente novela de
aventuras, muy bien documentada y magníficamente escrita por Rafael Sabatini),
es una frase que sirve de pórtico a una de esas películas de siempre, que nunca
pasan de moda, que reproducen gozosas tardes de cine se visionen a la hora que
se visionen, uno de los hitos del subgénero “de capa y espada” que conserva
intactos, e incluso agudizados por el paso del tiempo, sus muchos méritos,
todas sus virtudes, especialmente la inyección de adrenalina, la satisfacción y
el regocijo que provoca, el placer que nos inunda sin contención (porque,
además, no se quiere refrenar, faltaría más). No sé bien por qué (es una mera
figura retórica: tengo muy claro el motivo), pero no pude quitarme de la cabeza
el arranque de Scaramouche (especialmente
su primera parte –aunque no conviene perder de vista la segunda, más una
constatación que una intuición-) mientras leía con interés, emoción, sorpresa y
una sonrisa casi permanente la última novela de un autor por el que siento
absoluta devoción, uno de los escritores de imaginación más desbordante y
recursos más amplios que puedan encontrarse en la actualidad (hablando en
términos flamencos, que tan caros le son, habría que decir que es muy largo,
porque toca muchos palos y todos con iguales fortuna y acierto), una de esas
personas por las que uno experimenta auténtica amistad, gracias al modo en que
sabe ser y resultar cercano (aunque nos separen muchos kilómetros), a la manera
en que se preocupa por los asuntos de uno, a cómo da confianza con unas cuantas
palabras, a cómo extiende su calidez y bonhomía, su inmenso talento humano, esa
personalidad desbordante que no hace nada especial para destellar, brilla por
el mero hecho de ser y estar, se expande con sosiego pero inevitablemente, sus
efectos benéficos se perciben en cuanto él está cerca, debe ser algo comparable
a lo que se decía de su –y mi- adorado Lorca, porque doy fe de que cuando Juan
Cobos Wilkins está cerca no importan el frío ni el calor, hay una temperatura
especial y concreta, una agradable sensación muy mullida, es decir, lo que hace
es Juan (y no sólo hoy porque sea su onomástica). Por cierto, aunque nos
detendremos en ella en seguida, conviene anticipar que su recientemente
publicada novela se titula Pan y cielo y
ha visto la luz gracias a Ediciones de la Isla de Siltolá.
Aunque ya había leído El corazón de la tierra, su primera novela, ese sentido y vibrante
recuerdo a lo que era a finales del siglo XIX el lugar que le vio nacer, fue Mientras tuvimos alas el texto que
realmente me hizo zambullirme en la personalidad literaria de Juan, la que me
abrió la puerta a un universo muy rico y placentero, fue la novela que me dio
la oportunidad de entrevistarlo por primera vez (telefónicamente) y así poder
ahondar en su inmensa sensibilidad, trasladar a las ondas radiofónicas páginas
de la novela gracias a su generosidad, al modo en que aceptó mi disección a
través de frases que me habían marcado, que me habían conmovido, que me habían
acariciado y hecho vibrar. Tuve oportunidad de saludarle brevemente poco
después durante los actos de entrega del II Premio Ciudad de Torrevieja y mi
sorpresa fue mayúscula cuando supo inmediatamente quién era yo y me agradeció
aquella entrevista, transmitiéndome con su abrazo una corriente de simpatía y
gratitud, una conexión que por desgracia no siempre se da cuando tienes la
oportunidad de conocer a un escritor que te hace pensar y sentir mientras lo
lees y una vez cierras el libro. Desde ese momento, nos fuimos reencontrando en
algunos actos, en la presentación de otros libros o de la adaptación
cinematográfica de El corazón de la
tierra (siempre me avisaba de sus visitas a Madrid “para al menos darte un
abrazo”), hasta llegar a la espléndida noche en que quedó finalista,
precisamente, del Ciudad de Torrevieja por esa maravilla titulada El mar invisible, esa denuncia necesaria
que Juan transforma en literatura de alto voltaje, ese portento de sensibilidad
(alcanzando cotas que sólo a un poeta de su calibre le son accesibles), esa
novela que tantas lágrimas provoca (unas de dolor, otras ante la belleza de su
prosa), ese merecido triunfo que viví muy de cerca porque Juan quiso tenerme en
su mesa junto a otros amigos entre los que se contaba Eduardo Melón, quien unos
años después se convertiría en nuestro agente –el de Pablo y un servidor-, más el
aporte del matrimonio formado por Pepe Sancho y Reyes Monforte (esos azares de
las cenas de los premios literarios, casi diríase laboratorios para diseñar
argumentos). Siempre ha sido un deleite comprobar el magisterio de Juan en
cualquiera de los géneros que aborda (poesía, cuentos) y poder compartir
conversación de la que seguir extrayendo enseñanzas y, sobre todo, muchas risas
(el regreso en tren tras el premio fue un no parar porque, además, tuve la
fortuna de compartir vagón con él y desgranó anécdotas con su gracejo y
capacidad hipnotizadora de magnífico relator).
Pero, a pesar de todo lo conocido y sabido, Pan y cielo ha sido una sorpresa porque,
como es habitual en él, ha dado pasos de gigante, jamás se repite, siempre
resulta novedoso, mezcla registros, tonos y géneros con pasmosa sencillez,
construye sus narraciones con armazones muy sólidos que le permiten jugar,
innovar, recrear, aportar, disfrutar con la escritura y transmitir ese ánimo al
lector. Partiendo de un hecho real de esos que suena a inventado (san Antonio
Abad fue afiliado a UGT en 1932 para poder cumplir con la tradición de “las
tiradas” en Trigueros –Huelva-), con la concreción que le da su faceta de gran
cuentista y la creación de imágenes poderosas y definitorias que le concede su
vena de virtuoso poeta, con su aliento de novelista capaz de sugerir con unas
cuantas frases todo un universo, con su minuciosidad a la hora de reflejar
comportamientos que le permiten sugerir con gran economía de palabras, Juan despliega
todo un fresco humano, un microcosmos que contiene muchas esencias y permite al
escritor ir encajando piezas con absoluta maestría, dando más de lo que en
apariencia y en una rápida lectura pueda parecer, entremezclando situaciones y
apelando a la complicidad del lector porque en ocasiones le anticipa
circunstancias que algunos de los personajes desconocen, recreando con brío y
conocimiento una época y un lugar muy concretos (Trigueros en 1932, como ya se
dijo), pero hablando desde el ahora mismo o desde la ausencia de tiempo tal y
como lo entendemos y medimos, puesto que el verdadero hallazgo de Pan y cielo es que la historia se va
construyendo ante nuestros ojos, la novela es la justificación/explicación que
el propio Antonio Abad ha de dar ante Yo Soy el que Soy, es decir, su superior,
quien le llama a Su presencia ante los insólitos (e históricos) sucesos antes
reseñados. En la sala de espera, el santo eremita coincide con san Sebastián,
que también debe rendir cuentas ante Yo Soy el que Soy por su conversión en
icono gay (no hay tiempo, todo sucede a la vez), quien echa una mano a su
colega para que construya un discurso coherente (es decir, la propia novela,
los hechos que tienen lugar en Trigueros), interrumpiendo el relato con jocosos
diálogos, al modo en que los dioses griegos intervienen en los cantos épicos o
en las tragedias, casi como aquellos desopilantes ancianos que desde su palco
iban apostillando todo lo que acontecía en el show de los Teleñecos, son, como
muy bien diría Blas de Otero, ángeles fieramente humanos (y eso, en contra de
lo que algunos pueden pensar, aún les hace más admirables, no hay burla de
ellos sino respeto y comprensión –es muy duro mantener la aureola de santidad
que otros nos confieren, tener que responder al estereotipo que otros han
creado, sostener la púrpura no deseada-). Juan consigue provocar más de una
carcajada (y de dos y de tres), jugando con la ironía, a veces recurriendo a
una sorna muy elegante pero con la dosis adecuada de causticidad, haciendo
guiños a la actualidad, haciendo partícipe al lector, demostrando que es
posible desarrollar una novela con muchas capas, con diferentes códigos y
posibilidades de lectura, que por encima de todo entretenga, interese,
apasione, divierta sin complejos ni elitismos, desplegando una prosa
esplendorosa y cuidada que no precisa barroquismos distanciadores, envoltorios
complejos que intentan ocultar la vacuidad del interior; Pan y cielo es una continua y gozosa transgresión, un regalo para
los ojos castigados por la plumbez, la incapacidad, la nulidad, el juntar por
palabras por rutina, una lectura que nos eleva y sitúa a Juan Cobos Wilkins a
la cabeza de los escritores renovadores y revolucionarios.