Es un sueño recurrente e instalado en el
inconsciente colectivo (y a ratos también en el consciente), porque todos en
alguna ocasión hemos soñado que podemos volar, que vemos el suelo lejos, bajo
nosotros, que nos desplazamos por las alturas casi como las nubes sobre las que
saltaba y se recostaba Heidi (a esta niña no se le ponía nada por delante), sin
tener que hacer nada especial para mantenernos allí, sin tener muy claro cómo lo
hacemos pero sin miedo a caer, y en otras lo hemos hecho con conseguirlo, ahí
está la historia de Ícaro (y Dédalo, su padre, al que siempre olvidamos y, en
realidad, fue el que tuvo la feliz idea de crear unas alas con las que escapar
del yugo del rey cretense Minos) o las mil y una elucubraciones de Leonardo, el
modo en que su desbordante imaginación inventó, diseñó, pergeñó, estudió
diferentes opciones y desarrolló artilugios que aún parecen de ciencia ficción
pero que buscaban una practicidad, una efectividad, un logro (y todo basado en
la aerodinámica y en el movimiento de piernas y brazos); parte de la
fascinación que provocan personajes como Mary Poppins, Peter Pan o muchos de los
superhéroes que en el mundo han sido viene por el hecho de que se elevan con
total facilidad, a placer, por voluntad propia (o por efecto del polvo de hadas
–aunque Campanilla se oponga a repartirlo con Wendy-), incluso se anunció con
todos los honores el capítulo en que, por fin, Mazinger Z volaba –al principio
no lo hacía y en cierta ocasión lo conseguía aferrándose a unos cohetes más
grandes de los habituales que Afrodita A lanzaba en forma de ya saben ustedes
qué-. Y de ahí, de ese anhelo insatisfecho (“Todos tenemos ese sueño y no lo
hemos cumplido, sólo a través de trucos, el avión y tal. Yo he intentado
proyectarme y saber cómo sería si pudiésemos hacerlo: es lo que imaginas cuando
vas en avión y piensas en estar fuera, con esas nubes que parecen de algodón,
¿botaré o caeré?”), ha partido Romain Puértolas para dar forma a su nueva
novela, La niña que se tragó una nube tan
grande como la Torre Eiffel (recientemente publicada por Grijalbo), título
que viene a confirmar que lo sucedido con su ópera prima, El increíble viaje del faquir que se quedó atrapado en un armario de
Ikea, no fue una casualidad ni un éxito que se diluye más rápidamente que
un azucarillo: los lectores han refrendado su interés por la prosa ágil,
simpática, a ratos irónica, muy medida y controlada, que esquiva los clichés,
la manera sencilla y sin darse importancia en que el autor franco-español
entiende la literatura, un personaje optimista, gozoso y entrañable que gana
enteros en la charla amistosa y sin prisas que mantenemos en las oficinas
madrileñas de su editorial y que es el mejor ejemplo de que sus narraciones no
se deben a una impostura sino a su forma de ver, entender y enfrentarse al
mundo. “Tengo la cabeza en las nubes y los pies en la tierra, ¡por fortuna soy
muy alto!”, dice casi a modo de saludo, hablando a un tiempo de sus novelas,
tremendamente realistas a pesar de los toques fantásticos, con diferentes
niveles de lectura, amalgamando códigos (y posibilitando que sus lectores
puedan ser chavales como ancianos), y de cómo se afronta la escritura de la
segunda novela, cuando la primera todavía goza de tan buena salud: “Es algo
tremendo, sin duda, y además es que El
faquir aún no ha sido publicado en todos los países que han comprado sus
derechos, precisamente hace poco estaba en Letonia presentándolo, es decir, que
llevo dos años de promoción y ahora empiezo con la de esta otra, jajaja. De todos
modos los que dicen que tienen dificultades en escribir la segunda novela es
porque tuvieron muchas en escribir la primera, es mi modo de verlo porque no lo
siento como una tarea complicada; no es que no trabaje lo que escribo pero
siempre he tenido mucha facilidad para hacerlo, para sentir que me brotan
historias, para dejarme llevar por raptos de inspiración en cualquier lugar,
para escribir compulsivamente hasta que concluyo. No permito que me afecte la
presión y hago lo que quiero, paso un buen momento, me evado y mi única
intención es hacer que el lector venga conmigo, olvide su vida cotidiana y viva
una aventura extraordinaria, la sal que aportar a lo de cada día”.
Providence Dupois es una cartera parisina
que ha hecho una promesa a su hija adoptiva, que aún está en Marrakech,
gravemente enferma (tiene dentro esa nube enorme que señala el título y que la
asfixia implacablemente), pero la erupción de un volcán islandés paraliza el
tráfico aéreo europeo y su única opción será aprender a volar para, así, poder
cumplir con la palabra dada: “Lo que a Providence le importa es cumplir una
promesa, ese es el reto, para ella es una tragedia no llegar a tiempo. Nunca
quise que volase como Superman o Mary Poppins, porque quería que fuese por
esfuerzo, que tuviera que aplicarse, aprender la técnica, que fuese verosímil,
jugar con la ilusión”. Y en ese difícil equilibrio entre lo irreal y lo
cotidiano sabe mantenerse Romain Puértolas con pericia propia de funambulista,
sin hacer trampas, sin justificarlo todo con la imaginación, heredando la mejor
tradición del realismo mágico, la mexicana, la española (especialmente la
gallega), pero también a otros grandes autores de aquella orilla del Atlántico
(y de países que no la tienen), donde se convive con lo que solemos llamar “más
allá” con enorme naturalidad, hablando con los muertos, aprovechando las
fuerzas telúricas en beneficio propio, hablando de tú a tú con la Madre
Naturaleza, aceptando lo que no se puede explicar sin darle más vueltas,
comprendiendo que hay aspectos que superan nuestra experiencia mundana pero que
pasan (ahí están Pedro Páramo o
partes de Alfanhuí o El bosque animado, como testimonio de
una realidad, de saber mirar con ojos penetrantes y sin miedo a lo desconocido –o
no tanto-); pero el escritor rechaza la comparación en lo que pueda suponer de elemento
fantástico porque “no me atrae ese tipo de literatura, en mis novelas no hay
nada de eso, todo resulta plausible, elimino cualquier aspecto que al final no
pueda ser explicado. Doy ilusión pero lo cuento como algo posible: soy
fantasioso pero no fantástico” (uno se atrevería a decir que si leyese más –afirma
que apenas se ha acercado a estos autores- o se atreviese a descubrir a García
Márquez, Rulfo, Cunqueiro o aquello que Alejo Carpentier denominó “lo real
maravilloso” se llevaría una grata sorpresa y no quedaría decepcionado).
En su novela igual habla de Julio Iglesias
(unos monjes tibetanos le utilizan como fuente de sabiduría: “La filosofía la
coge cada uno de donde quiere, no hay que recurrir siempre a Kant o a
Descartes, ¿que a ti te valen las canciones de Julio Iglesias?, ¡Perfecto! Cada
uno tiene su vida, le pertenece y la construye como prefiere, no hay vivir al
dictado. Fue una cosa que me vino por la noche, así de repente, me pareció que
estaba genial, pero tuve que investigar porque conozco más a Enrique Iglesias,
jajaja”) como convoca a mandatarios actuales (Hollande, Obama, Putin, Merkel,
el propio Rajoy) o hace referencias a Orwell, Tintín, El principito o alguno de los programas que triunfan en televisión,
facilitando, como decíamos, que lectores de edades muy diversas puedan sentirse
identificados con lo que se cuenta: “Se puede leer por un niño y por un adulto,
sí, siempre escribo con un estilo fácil porque quiero captar lectores a la
primera. También supone para mí una toma de oxígeno, un desahogo, no estar sometido
a la presión profesional o de estudiante, escribo como me sale, como soy,
porque me muestro sincero y transparente: soy un adulto que conserva la mirada
de niño sobre cosas que no logro entender, la vida no trae manual de
instrucciones y coloco un filtro peculiar para analizar la realidad”. Le señalo
que su forma de narrar se acerca bastante a la tradición oral, no porque no
esté elaborada o quiera imitar lo coloquial, sino por el modo ágil en que se
sucede la historia, pasando de una cosa a otra sin descanso, haciendo que fluya
como lo que es, puesto que es un controlador aéreo quien cuenta lo que es la
novela, lo que él ha vivido, lo que ha sabido: “Lo de la tradición oral me lo
ha dicho más gente y es algo que me hace gracia y sorprende mucho, porque soy
terrible a la hora de contar un chiste o una historia. Todo el mundo piensa que
les cuento mil cosas a mis hijos y es lo contrario, primero porque ellos no quieren,
pero fundamentalmente porque lo hago fatal, tengo una imaginación muy inmediata
para ponerme a escribir pero no sé expresarme. Con mis novias, cuando era
joven, tenía escritas mis posibles respuestas para conversar por teléfono según
lo que dijesen, porque de no hacerlo así me bloqueaba y decía cosas que no
pensaba o no quería decir”.
La
niña que se tragó una nube tan grande como la Torre Eiffel es una fábula
pero, como ya se ha señalado, con los pies en la tierra (a pesar de que durante
gran parte del relato acompañamos a una mujer que vuela) porque, sin moralina
ni esquematismos, sin trivialidades ni dogmatismos, Romain Puértolas quiere
inyectar en el ánimo de sus lectores que no podemos dejarnos vencer a las
primeras de cambio: “La solución muchas veces al alcance de la mano, aunque
sólo sea porque no debemos desesperarnos porque somos incapaces de hacer o no
depende de nosotros. En ese sentido, los niños nos dan mil vueltas porque, sí,
hacen una tragedia si no les compras un helado, pero al minuto buscan un nuevo
objetivo y olvidan el que perdieron, mientras que los adultos seguimos dando
vueltas y no nos resignamos, nos echamos demasiado la culpa”. Eso, en parte, le
pasa a Providence, pero ella activa el mecanismo de superación, busca
soluciones, no se queda lamentándose de su mala suerte, maldiciendo al volcán
islandés que ha decidido despertar en el día en que a ella menos le conviene,
no se pone razonable sino posibilista y va a donde se le promete ayuda sin
hacerse preguntas, suelta todos sus lastres y, por eso, literalmente, vuela.
Tal vez alguno pueda utilizar la novela como manual de instrucciones porque es
tremendamente real, pero cómo esta pieza encaja con todo lo demás debe
descubrirlo cada lector por sí mismo (lo cierto es que Romain no tiene tapujos
en destripar la historia, pero lo hace con personas que han leído y reído con
esta peripecia de título kilométrico –aunque su desbordante entusiasmo y
defensa encendida de lo que ha escrito le hace hablar más de lo debido en algún
momento, es imparable, pero detuvimos la grabadora y, así, nadie sabe lo que no
conviene hasta que llegue al final –que a buen seguro lo hará- de La niña que se tragó una nube tan grande
como la Torre Eiffel).