martes, 22 de mayo de 2018

AÚN NO ES TARDE PARA RECAPACITAR (Y ACTUAR)





   Presumo de prepararme las entrevistas lo más exhaustivamente posible, documentarme con profusión, rebuscar en mi memoria/rescatar de mis experiencias detalles, anécdotas, historias con las que sorprender/agradar/hacer sentir cómoda a la otra persona (lo mío nunca ha sido la agresividad, a no ser que sea precisa por hostilidad en las respuestas o por comportamiento esquivo del otro, he procurado invitar a una conversación a gente a la que respeto, admiro, conozco, sigo o quiero descubrir en todo o algo mejor si se dan las circunstancias enumeradas, gente que me atraía y/o resultaba interesante -y pensaba que lo mismo podían (y pueden) experimentar oyentes, espectadores o lectores-), en lo que se refiere a escritores me resulta básico (imprescindible, es una exigencia que me hago y, del mismo modo, se la impongo a la editorial en el sentido de que he cancelado entrevistas por no haber podido examinar el material de base -porque no me lo han proporcionado o no con el tiempo necesario-), como digo, es algo fundamental (y lo aprendí de Iñaki Gabilondo quien, precisamente, protagoniza el prólogo del libro al que hoy dedicamos el espacio y la atención/atenciones que merece) haber podido leer aquello sobre lo que va a versar gran parte/toda la charla, es decir, aquello sobre la que la persona viene a hablar, su novedad editorial. Pero más allá de esta podemos llamarla rutina personal (ahí ando, sin ir más lejos, alternando cuatro novelas para, muy pronto, encontrarme con sus respectivos autores), en esta ocasión me tomé ese trabajo (que en este caso no fue arduo, sino gozoso en lo que a la mera lectura se refiere -y a todo lo demás también-) mucho más en serio si cabe, puesto que se trataba de entrevistar a un antiguo compañero de clase con quien más adelante coincidí en televisión (aunque fugazmente: yo me incorporé al canal como becario poco antes de que él terminase su periodo como tal, no estoy seguro si regresó -ya contratado- en mis últimos días por allí o lo hizo después de mi salida) y, además, el lugar de la cita era mi/nuestra antigua Facultad, la de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid, esa en la que ahora él dirige el departamento de Periodismo y Comunicación Global.

   Y como si no hubiese pasado el tiempo (y, sin embargo, notándolo en nuestras palabras -también, claro, en los rostros, en los cuerpos, en el cabello, en muchas cosas-), allí estábamos un servidor y Javier Mayoral, colegas, compañeros, no puedo presumir de que seamos amigos (tampoco lo fuimos exactamente en los años de carrera), pero el tiempo, las redes sociales, la profesión (por más que me guste tanto llamarla “oficio” aunque comparto lo que Javier expone en su libro -pero yo utilizo el término con ese cariño hacia lo que uno siente como propio, jamás para minusvalorarlo-), diversos nexos de unión nos han transformado en cercanos, mantenemos un contacto habitual y cordial, algo que sin duda ayuda/estimula a la hora de hincar el diente a su Periodismo herido busca cicatriz, el apasionante ensayo que Plaza y Valdés Editores ha publicado recientemente. En él, con su amplio bagaje como profesional y su igualmente nutrida experiencia docente, con sus incansables búsqueda, análisis, ejercicio e interés por lo que sucede en la profesión, Javier intenta llegar hasta lo más profundo de la herida que no ha dejado de manar y que mantiene al periodismo (o a lo que llamamos así) en un coma profundo del que muy pocos parecen/parecemos empeñados en hacerle despertar, para ello, como se ha señalado, conversa en el prólogo con Iñaki Gabilondo, alguien que siempre se contará entre mis referentes, entre los maestros que, al principio inconscientemente, alimentaron mi vocación y de los que uno fue aprendiendo modos, maneras, actitudes, solvencia, elegancia, decires, incluso dimes y diretes, modelos que seguir o al menos tener en cuenta, por eso se ha reunido con, por ejemplo, Rosa María Calaf, Enric González, Lucía Méndez, Soledad Gallego-Díaz o José Antonio Zarzalejos, “tal vez falta alguien un poco más joven como complemento y contraste, pero me centré en eso: trayectorias dilatadas y en la medida de lo posible no discutibles, que no generaran controversia, algo imposible por otra parte, tengamos en cuenta que todo el mundo se ha equivocado en alguna ocasión o así lo hemos percibido, es complicado encontrar una trayectoria que nos resulte inmaculada. Pero creo que he conseguido periodistas con carreras que deberían ser respetables, no digo que admirables, personas de las que aprender y poder tomar como modelo”. Y no puedo menos que rubricar sus palabras, incluso aunque sea para discrepar/tomar distancia, para comprender que no todo es blanco o negro, que hay muchos matices, muchas tonalidades, que la polarización/radicalidad (de medios y audiencias) es, tal vez, el fango más pringoso y absorbente en que hemos consentido en caer.

   Y, por fortuna para ustedes y porque Javier Mayoral no merece ruido que perturbe/distorsione/mengue en algo su bien formado y expuesto discurso, voy a desaparecer desde este momento, limitándome a contextualizar lo que sea preciso o a exponer de dónde partíamos para que la respuesta fuese esa y no otra; así, hay que señalar que la entrevista tuvo lugar el día siguiente a que se anunciase que el Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades 2018 premiaba a Alma Guillermopietro por representar “los mejores valores del periodismo en la sociedad contemporánea con una escritura clara, rotunda y comprometida” (en palabras del jurado) y, por esa circunstancia, le recuerdo a Javier que, hace un tiempo, la mexicana comparó nuestra profesión con Igor, el burrito amigo de Winnie the Pooh, “permanentemente triste por la vida” (si bien es cierto que, a la hora de valorar y agradecer el galardón, dijo estar convencida de que el oficio -es la palabra que aparece en el artículo- va a sobrevivir). Y puesto que toca directamente este aspecto en su libro, lo del lamento y tal, dejo que Javier continúe a partir de esa frase: “Hay que acabar con esa sensación de tristeza cuando hablamos de periodismo, porque ese decaimiento, esa sensación de depresión produce pena y no nos beneficia. En algún momento del libro hablo de la necesidad de acabar con el lamento, por más que eso parezca contradictorio si nos atenemos al título, aunque la clave está en lo de “buscar cicatriz”: hay que salir de esta depresión y hacer, por lo menos, el intento de reivindicar la necesidad del periodismo. Incluso con cierta alegría, ya sé que la cosa no está para eso, la situación es muy dura en las redacciones, económica y laboralmente, pero no nos van a hacer más caso porque estemos todo el rato diciendo “qué pena, qué pena” y no salgamos de ahí”. Tanto tiempo hemos pasado hablando de una especie de arcadia, parecía que el periodismo estaba al margen de los problemas sociales, tantas veces se reprochaba que “perro no muerde perro” o que “no se muerde la mano que te da de comer” si alzabas tímidamente la voz contra injusticias laborales, censuras, ceses, tanto se ha soportado/callado, que una vez se ha abierto la veda (en cierta medida, aún hay demasiados nichos en que enterrar al “disidente”, al “traidor”, al que se harta de o no quiere comulgar con ruedas de molino) el grito ha resonado más que el mudo pero palpable y casi tangible que pintara Munch: “Hemos tardado mucho en quejarnos y, sobre todo, en hacer un necesario ejercicio de autocrítica: tendríamos que haber empezado en el momento en que nos dimos cuenta de que las cosas no se estaban haciendo bien, pero nos callamos porque todavía no nos habían echado de las redacciones, tenían que haber empezado en ese momento y digo “tenían” porque todo esto se remonta a la generación anterior a la nuestra. En una de las charlas que recojo en el libro, Soledad Gallego-Díaz reconoce que su generación sí dijo “esto no es así y no lo hago”, pero que tampoco hicieron nada más, planteamiento muy generoso, ya que se reprocha que no hicieran nada para impedir que esa gente que pedía cosas que no se podían hacer siguiera avanzando y subiendo en el escalafón. En ese sentido, todos tenemos cierta responsabilidad: hemos tardado muchísimo en practicar la autocrítica y hay algunos grandes medios, sobre todo los de papel, que aún no lo han hecho. Maldicen la sociedad actual porque el periodismo de calidad no vende, pero ¿qué han hecho ellos como empresas periodísticas? ¿No han hecho nada mal con respecto a esa sociedad maldita que no premia la calidad?”.

   El periodismo siempre se ha entendido (o así lo forjaron/demostraron muchos, por más que haya degenerado y alejado totalmente de su porqué, de su ética, de sus valores intrínsecos) como un servicio a la sociedad, como un altavoz, como un vendaval, como una vigilancia de los otros poderes (si es que sigue teniendo validez/sentido aquello del cuarto en un momento en que todo está mezclado, emponzoñado en un magma bastardo en que confluyen/se confunden cosas que deberían estar separadas), se ejerce hacia y para los demás, pero eso no justifica la dictadura que actualmente impera, esa que todo lo reduce a índices de audiencia, veces que se visita una página web, retuits de una frase ocurrente (o de una falacia, de un insulto, de una crueldad), no se atiende a nada que no pueda reducirse a una cifra: “Antes las audiencias llegaban al día siguiente, ahora se tienen los datos automáticamente, minuto a minuto, quién entra, quién se queda, quién sale, cuánto tiempo se mantiene en sintonía, toda esta información está provocando que los criterios periodísticos tradicionales estén siendo sustituidos por un “criterio a la carta” de las propias audiencias. Esto hace que mute la naturaleza del propio medio: si antes pensábamos en cuestiones que afectasen al conjunto de la ciudadanía, ahora lo hacemos en temas que interesen a mucha gente, lo que no es exactamente lo mismo porque una cosa es el sentido colectivo de una sociedad y otra aquello que puede generar interés en grandes audiencias. Piensa en “Network”, por ejemplo, ahí está muy bien reflejado el asunto, centrándose en el mundo de la televisión: no sé si estamos en ese delirio de hacer un disparate del entretenimiento, utilizando la información como coartada inaugural y explotando su deriva hacia el reality”. Esto se traduce también en que el público sólo demanda (así lo expresa al menos) aquello que quiere escuchar/ver/leer, rechaza de plano todo lo que suponga controversia, diálogo, oposición, no acepta otras visiones que no sean aquellas que le refuercen sus creencias, su ideología, sus esquemas, sus prejuicios, sus filias y fobias: “Es una nueva forma de imposición de contenidos y es realmente lamentable porque son los propios seguidores, es la audiencia la que marca qué se puede decir y qué no, si te desvías aunque sea un milímetro de que lo que esperan te lo echan en cara. No se puede entrevistar a nadie que sea de una ideología diferente, parece que te alineas con él cuando ese no es el objetivo de una entrevista, pero es como se percibe. La utilización de la palabra “censura” o “autocensura” me hace pensar que a veces somos muy benevolentes, ya que aquella que no llegamos a conocer pero sobre la que hemos estudiado tenía, puede decirse, cierta justificación: al fin y al cabo, el periodista intentaba publicar algo y era el censor el que decidía que eso no salía o no del modo en que se había escrito. El problema es que ahora ni siquiera lo intentamos, tal vez la palabra “censura” es un eufemismo porque deberíamos utilizar “cobardía”, a veces ni nos atrevemos a proponer el tema o el enfoque que debería dársele, “no vaya a ser que…”; esto es mucho más lamentable que la censura institucionalizada porque se trata de falta de rigor, de profesionalidad, de respeto hacia los ciudadanos para los que deberíamos trabajar, es cobardía, ya digo”.

   Y los intereses creados, por supuesto, no sólo las connivencias, las amistades, los grupos, las filiaciones, sino las empresas como tales, es decir, con unos dueños que imponen y sancionan a quien, como siempre se ha dicho, saca los pies del tiesto: “Cuando un banco es dueño de un medio de comunicación hay que atender a la información que se da sobre ese banco, el propio medio debe ser consciente de ello y advertir a los receptores. En lugar de eso, se ha hecho un ejercicio de camuflaje, “no sé de qué me hablas”, “hablo de este banco como de otros”, pero resulta que es el que manda, es el dueño, hay que practicar la transparencia que se reclama a los demás. ¿Y los medios públicos? Ya sabemos cómo se nombra a los directores generales y de ahí en cascada cómo es el resto de nombramientos hasta completar el organigrama, ¿cómo esperar independencia o neutralidad en las cuestiones que afectan a los partidos políticos y demás si el presidente del gobierno autonómico o central es el que decide quién estará al frente? Y, para que no haya sospechas, nombra a su jefe de prensa o puesto similar. ¿Cómo va a confiar la gente en las informaciones que ese medio difunda si el mecanismo de nombramiento es éste?”. Recordamos aquí a un maestro común, Bernardino M. Hernando (Javier lo celebra/homenajea también en el libro), nuestro profesor de Redacción Periodística durante el primer año de carrera, aquel de quien tanto aprendimos, aquel que nos explicó que la objetividad tal y como suele emplearse el término no existe pero es posible (y necesario) acercarse a ella todo lo que se pueda, hay que ser ecuánime, neutral, ceñirse a los hechos, distinguir lo informativo de lo interpretativo: “La idea de que la objetividad no existe ha servido de coartada para cometer cualquier barbaridad periodística. La objetividad no existe en los sujetos, no podemos serlo. Ayer mismo en clase estuvimos hablando sobre el prejuicio y una de las conclusiones a las que llegaron los alumnos es que hay que estar prevenidos contra los propios: cada vez que vayamos a elaborar una información va a ser así, es inevitable, tenemos ideas, ideología, experiencia, sentimientos, preferencias, pero hay que tenerlas claras para intentar controlarlas, para que no se cuelen sin ningún tipo de filtro; algo va a pasar siempre, pero no pueden pasar todas. Por otro lado, cuando se planteó el asunto de la objetividad en el periodismo, se refería a los procedimientos no a los sujetos, es decir, a cómo deben hacerse las cosas: para preparar y redactar una información hay que comprobar lo que se va a contar, no basta con el testimonio de una sola persona, no voy a poder abarcar ese círculo que nos decía Bernardino [así era como lo explicaba: mirar un círculo completo no es posible de una vez] pero voy a intentar mirarlo desde varias perspectivas y lo que cuente ha de estar comprobado y no depender de mi estado de ánimo, de mi ideología, de lo que prefiero”.

   Volvemos a recorrer la lista de compañeros en esta travesía, once periodistas entre los que también se cuentan Vicente Vallés, Paco González o Jesús Maraña, gentes a veces reducidas, tanto para aplaudir como para denostar, a una anécdota o ni eso en este mundo de consumo ultrarrápido en el que, como se ha dicho, vales lo que tus últimos números en lo que a seguidores o cuota de pantalla se refiere y, así, el periodismo se queda sin referentes: “Lo de la falta de referentes actuales es muy importante recordarlo, porque en el periodismo siempre han convivido diferentes generaciones y ha podido darse un aprendizaje por ósmosis en ambas direcciones: los veteranos tal vez pensaban que tenían todas las ideas claras, llegaba el jovencito y proponía hacer una barbaridad, eso obligaba al veterano a reflexionar por qué lo veía de ese modo. Al mismo tiempo, los jóvenes aprendían de los veteranos sobre el terreno, algo muy importante y es una tragedia que las redacciones hayan perdido eso. Por otro lado, hay un ambiente social de crítica absoluta a todo lo que sea diferente a lo que yo pienso lo que nos ha llevado en el periodismo a que se haya generado una crítica muy radical a gente que ha hecho bien su trabajo en general y podían haber sido modelos que han dejado de serlo al identificarse con una tendencia política. ¿Cuáles son en España las referencias periodísticas? ¿Cuáles son los modelos? Si trajésemos a la universidad a Jordi Évole los alumnos se sentirían mucho más identificados con el que con, por ejemplo, Soledad Gallego-Díaz, a la que posiblemente no conozcan. Ha habido y hay una tendencia a destruir esas referencias porque un día hicieron una cosa mal; no se puede ser tan estrictos porque todos nos equivocamos. Hay que seguir cultivando esos modelos y buscar la calidad en nuestro trabajo no puede ser una cuestión ideológica o de dónde te posiciones: hay que buscar referencias profesionales pero, entre unas cosas y otras, no tenemos maestros, hay que esperar hasta su muerte para reconocerles, en vida cuesta hacer el ejercicio de generosidad de darles su lugar”. Aunque, lógicamente, Periodismo herido busca cicatriz sea una lectura especialmente interesante (y necesariamente dolorosa, pero querer paliarlo nos pone en alerta y en movimiento) para la gente del gremio, cualquiera puede encontrar materia sobre la que reflexionar porque la responsabilidad de qué medios de comunicación tenemos/mantenemos, consentimos, sufragamos, apoyamos es de todos, a uno le parece que sólo con esa implicación podemos encontrar soluciones y obtener resultados que nos devuelvan la fe en la profesión, la misma que, en contra de lo que pueda parecer, Javier no ha perdido, de hecho me atrevo a calificarle de “moderadamente optimista”, algo que le hace sonreír: “A veces, un extremo lleva a otro: soy tan terriblemente pesimista en general que, cuando no esperas nada, de repente un algo, lo mínimo, ya te entusiasma. Y por exageración de pesimismo he terminado por ser optimista, hay elementos de cambio que me llevan a serlo, hay síntomas de regeneración, creo que estamos en una situación que nos ayudará a salir adelante, hay conciencia de querer hacer las cosas mejor. También hay herramientas como Twitter que ayudan a que nuestro trabajo, el funcionamiento de las empresas, lo que se hace y lo que se deja de hacer se difunda y, así, hacemos un necesario ejercicio de transparencia, el trabajo sucio ya no queda en la trastienda”. Sobre esto añadiría uno mucho, pero ya lo he hecho en otras ocasiones y, como digo, ahora es el momento de Javier Mayoral y su espléndido libro (del que, aunque no lo crean, no hemos dejado de hablar en ningún momento, digresiones personales incluidas).

lunes, 14 de mayo de 2018

"LA MUERTE HAY QUE MIRARLA CARA A CARA"





   No me las daré de original, puesto que he tomado la frase que utilizo como título de la cabecera de la serie Lorca, muerte de un poeta que Juan Antonio Bardem dirigiese y escribiese (con la colaboración de Mario Camus en la segunda tarea) para TVE inspirándose en los trabajos que Ian Gibson había dedicado hasta aquel momento (1987) a intentar dilucidar lo sucedido en torno al que sólo puede ser calificado como asesinato del escritor ya nombrado, ese que, además de por su segundo apellido, es reconocible con sólo pronunciar su nombre de pila, Federico. La sentencia (nunca mejor dicho) la escribió él mismo no mucho antes de ser ejecutado y pertenece a las estremecedoras palabras (de ahí el entrecomillado en el encabezamiento, para que resuene la voz castrante, dictatorial y condenatoria de una de sus mayores creaciones) que cierran La casa de Bernarda Alba y, al revisar aquellos seis capítulos (gracias a la web de RTVE) mientras avanzaba en la lectura de la reedición/actualización del que se ha ganado con toda justicia ser considerado texto canónico y que ahora presenta Ediciones B como El asesinato de García Lorca (en su mítica primera edición en 1971 en París a cargo de Ruedo Ibérico su título era La represión nacionalista de Granada en 1936 y la muerte de Federico García Lorca), al escuchar, por lo tanto, seis veces casi consecutivas (y llevar en la memoria y corazón de lector/espectador/admirador) el modo en que la madre redobla el castigo, el encierro, hunde a sus hijas en un mar de luto no sólo en lo externo, no pude por menos que pensar que, de alguna manera, Ian Gibson lleva algo más de 50 años mirando a los ojos a aquella muerte, a muchas muertes, llamando a las cosas por su nombre, investigando sin cesar para intentar rellenar todos los huecos, dar respuesta a todas las preguntas, hacer justicia a tantas víctimas a las que se ha querido (y a veces conseguido) borrar, negar su condición, tomando a Federico como paradigma, no en vano es “el desaparecido más famoso, más amado y más llorado del mundo”.

   Y es interesante recordar aquel primer título de este libro que Ian Gibson ha estado (re)escribiendo tanto tiempo (y aún quedan sombras, testimonios que podrán ser matizados, ampliados o tal vez impugnados -o al menos contradichos-, documentos por encontrar -si existen- o huellas de su existencia, cadáveres a los que poder enterrar y honrar) porque, aunque la columna vertebral de la investigación, su motor, su razón de ser fue (y es) arrojar luz sobre lo ocurrido aquella madrugada de agosto en Víznar (incluso sobre el día concreto hubo durante mucho tiempo dudas y contradicciones que quedan despejadas definitivamente en las páginas debidas al hispanista nacido en Dublín que es ciudadano español desde 1984), Gibson hace un retrato veraz, doliente e inquietante (por documentado y confirmado) de lo que fue Granada bajo el Frente Popular, cómo la conspiración fue tomando cuerpo (y gentes con nombres y apellidos) y lo que ocurrió una vez estaba en manos de los sublevados dando paso a un régimen que, no en vano, es calificado como el Terror. Porque, como preciso y pulcro historiador, el autor pone en contexto, establece correspondencias, causalidades, sitúa a Lorca en el epicentro, pero sólo conociendo el ambiente, los antecedentes, los personajes, incluso lo que sucedió después, es posible deshacer el enigma (o procurarlo, en ocasiones llega hasta donde puede, precisamente por eso ha seguido regresando a su objeto -y sujeto- de estudios, no contentándose con una verdad a medias, no digamos con una mentira o con respuestas confusas y hasta inexistentes), sólo mirando la tragedia general desde todos los ángulos posibles, la inmensa tragedia de la que todavía hoy en día sentimos el efecto de sus secuelas, esas heridas abiertas por más que incomoden a algunos (tampoco llegan a más, al fin y al cabo siguen comportándose como vencedores y eso les confiere impunidad para pisotear el dolor ajeno), heridas que, en contra de lo que reprochan, no hace falta reabrir puesto que  no están cerradas, sólo (como debe hacer la Historia) intentando explicar lo colectivo puede ponerse el foco en lo concreto, en lo específico, en lo íntimo, en lo personal, en Federico. Y esos capítulos que ayudan (y de qué modo) a “formar una idea de la situación con la cual se encontró el poeta al regresar a Granada en julio de 1936” sacuden con especial virulencia, por inesperados (hablo por mí, como siempre), tal vez porque hemos tendido a contemplar el asesinato de Lorca como si fuese un hecho aislado, con un contexto mínimo y reducido a datos no siempre precisos, porque vimos la serie de Bardem hace demasiado tiempo y a los diecisiete años atendíamos más al poeta y dramaturgo, a lo que estudiábamos en clase (Romancero gitano -parte del mismo, dentro de una antología de la Generación del 27- y La casa de Bernarda Alba podían aparecer en la temida Selectividad, de hecho así ocurrió con esta última), porque la Guerra Civil provocaba peleas en casa, porque el rencor (por no decir el odio) estaba muy despierto, porque lo de la reconciliación sonaba muy bien pero no se practicaba/aceptaba, porque aún se hablaba (y provoca escalofríos pensar que todavía hay quien utiliza ese lenguaje, cada vez en más casos -simple cuestión biológica- por herencia, contagio, imposición, alienación, fanatismo inculcado) de “cruzada”, de “guerra necesaria”, porque había “caídos” a los que rezar y sólo eran “crímenes” los cometidos por el otro bando -otra palabra perversa-.

   Por mucho que uno haya leído, incluso alguna de las versiones publicadas anteriormente, El asesinato de García Lorca que cae en nuestras manos como novedad editorial en 2018 sacude, inquieta, remueve, indigna, es revelador, sorprendente (por muchos motivos, no sólo por lo que saca a la luz sino porque hay sucesos que no se logran digerir ni comprender cómo no se evitaron -o ni se intentó hacerlo-), aporta una profusa documentación que calla los ladridos indocumentados de quien recurre al maniqueísmo más elemental (si es que no es un pleonasmo lo que acabo de escribir) y, para defender/justificar la afrenta, el asesinato, la venganza, se limita al “y tú más” que tan caro nos es en España, estableciendo comparaciones que cuando menos sonrojan por no decir ofenden y hasta delinquen (Gibson desmonta -sólo necesita oponer fechas- algunos bulos difundidos en su momento con el objeto de conferir justicia a los crímenes -y se cometieron de todo signo y color, eso es obvio, no se niega, pero aquí se habla de lo que se habla y de quien se habla, no se puede pedir más ecuanimidad que la de dar voz al mayor número de implicados posibles y rastrear cualquier documento por anodino que pueda parecer si a la larga aporta claridad y, sobre todo, datos incontrovertibles-). Sin el didactismo en que, por desgracia, a veces cae la serie (algo, todo hay que decirlo, a lo que era tendente Juan Antonio Bardem, sobre todo en sus últimos trabajos), Gibson explica con una claridad muy de agradecer (no es cuestión baladí cuando hay tantos nombres, siglas, condicionantes, antecedentes que sintetizar) y sin subrayados ideológicos (ni hacer más sangre, a pesar de las continuas acusaciones de lo contrario -son los hechos tal y como se han contado y/o han quedado registrados los que hablan-; del mismo modo, no echa el peso de los crímenes sobre los descendientes de los que los cometieron, error, por no decir injusticia, en que siguen incurriendo muchos) por qué tiene todo el sentido que su obra haya perdido en el proceloso camino hasta hoy (con prohibición incluida en aquel no tan lejano 1971) el eufemismo que aportaba la palabra “muerte” para hablar sin tapujos de lo que fue un asesinato en toda regla (doble, si se quiere, puesto que el cuerpo de Lorca no ha aparecido -asunto que también procura despejar Gibson hasta donde le es posible-).