Cuando llevaba cuatro días en esta profesión (algo más de un mes
colaborando en un programa de Radio Intercontinental presentado por Emma Elisa,
sin olvidar mi bautismo -y epifanía- gracias a Juan Mairena en el verano de
1989 en Radio Condado), tuve el privilegio, el placer, la fortuna, el regalo,
llámenlo como quieran y se quedarán cortos, de estar sentado frente a Jack
Lemmon, uno de los actores por los que más veneración he sentido desde que le
descubrí en aquellas gloriosas veladas cinematográficas de TVE. Si muy pronto
comprendí que las míticas palabras de Debbie Allen en la cabecera de Fama podían (y hasta debían) aplicarse a
casi todas las actividades de la vida, también probé antes de empezar a
llamarme a mí mismo periodista las mieles del oficio, en el sentido de tener la
oportunidad de conocer, conversar, incluso con el tiempo convertir en amigos a
algunos de ellos, estar cerca de gente a la que se admira y a la que no hubiese
tenido ocasión de saludar, agradecer, hacer reverencias (y hasta ponerme de
rodillas ante Mario Benedetti), ser testigo privilegiado de su talento del modo
en que me lo han permitido y propiciado tantos años en los que, además, he
podido ejercer dedicado a/centrado en aquello que amo, es decir, los libros, el
teatro, el cine, la música, el arte, lo que tantas veces se resume en Cultura y
Espectáculos. Si me pongo a enumerar ahora, si me transformo (una vez más) en
el abuelo Cebolleta, con mi tendencia a remontarme a los romanos (y más atrás
incluso) podría iniciar ahora un borrador de lo que pudieran ser mis memorias (un
capítulo extenso al menos) y, primeramente, eso no es lo que el amable lector
(ni siquiera los leales a los que nunca estaré suficientemente agradecido) viene
buscando y, por otro lado, volvería a caer en el error propio (en lo que así me
lo parece) que quiero señalar y que me ha llevado a empezar de esta forma y a
titular el presente escrito del modo en que lo he hecho.
A pesar de mi tendencia natural (agudizada en parte por tantos años de
radio -aunque la llevaba puesta de casa, el vicio es anterior al micrófono-) a
llenar (y evitar) el silencio, a pesar de mi verborrea, de mi volumen
estereofónico de fábrica, de mi hablar precipitado, mis larguísimas horas de lectura
desde la infancia me han forjado como una persona propensa a callar, a
escuchar, a preguntar lo justo para seguir aprendiendo (también me refugio en
el mutismo como escudo, como estrategia defensiva, lo utilizo como arma disuasoria,
hasta que pase el momento de peligro en que las palabras podrían provocar -más-
estragos, dolores, conflictos), aquellos que han tenido a bien otorgarme su confianza
y regalarme su tiempo (y amistad) durante el ejercicio de mi profesión casi
siempre han destacado que los invitados pueden explayarse conmigo, que no les
interrumpo, que converso, que se nota que me interesa lo que cuentan, que me
pongo en segundo plano y me transformo en un oyente más, que incluso en debates
encendidos (salvo excepciones, que las habido y habrá) intento equilibrar
tiempos y no callar a nadie (o consumir los minutos que deberían ser de otros).
Y, por más que me esté enrollando más de lo debido en esta introducción con
tono exculpatorio (o cuando menos buscando atenuantes que no pueden aplicarse
al caso), entono el mea culpa, porque no hace mucho, en uno de esos
estimulantes, gratificantes y enriquecedores encuentros con otras componentes del
Club de Lectura LL que mantuvimos recientemente en la sede que Penguin Random
House tiene en Madrid, en una de esas ocasiones previstas para que algunos privilegiados
(volvemos al principio) lectores charlemos con el autor de uno de los últimos
libros que hayamos leído, tanto nos había gustado el que tocaba, tantas cosas
queríamos comentar, tanto entusiasmo lector se reunió en la sala (y por
contagio fue en aumento) que nos pusimos en plan taller y por momentos no
dejábamos responder al escritor convocado para expresar nuestras emociones,
nuestros sentires, nuestras opiniones, destacar este momento, reconocer querencia
por aquel personaje o rechazo por el de más allá, demostrar que la novela había
dejado huella en nosotros. Lo cierto es que ya comenté esta circunstancia en
Twitter (y mis compañeras reconocieron que habíamos estado excesivamente
parlanchines) pero Fernando García Pañeda (encantador como pocos) agradeció el
interés que pudo comprobar era muy sincero por su Todos tus nombres que recientemente ha lanzado al mercado
tradicional Suma de Letras.
Y hago hincapié en lo de “mercado tradicional” porque la novela que hoy
nos ocupa ha llegado a las manos de los lectores en el modo en que ahora lo
hace tras obtener el Premio Talento al que optaban todos los títulos autoeditados
por Caligrama que hubiesen obtenido primero el Sello Talento (como el asunto
excede un poco el verdadero objeto de este texto, pero puede que interese a
futuros escritores o a aquellos que no saben cómo empezar a mover y/o dar a
conocer su obra, dejo aquí un link: https://www.caligramaeditorial.com/quienes-somos/).
Eso sí, para no despistar a los muchos lectores que ha ganado en todo este
tiempo, hay que aclarar que la novela de Fernando se llamaba antes Operación Black Death: “No me importó cambiar el título; de hecho,
no estaba satisfecho con el anterior, pero en su momento no se me ocurrió otro,
confieso que soy muy malo para los títulos como no sea que lo encuentre antes
de ponerme a escribir. El caso es que fue éste el que me propusieron en la
editorial y me pareció fenomenal”. No diremos más para no desvelar alguna
que otra sorpresa, sólo que, sea buscado o no, gusta el guiño que hace a lo
primero que un servidor leyó de Saramago -Todos
los nombres- y que sirve para poner en alerta al lector, estamos ante una
historia de espionaje (el propio Fernando confirma que así la imaginó y
desarrolló, aunque a veces afloren otros géneros), nadie es quien parece ser o
quien quiere hacer ver a los demás que es (galimatías que el aficionado sabe
desentrañar con más facilidad que la mía para explicarlo): “Básicamente, la defino como novela de espías,
pero no podría decir por qué salió así: a veces, las historias te vienen como
una idea y otras, se da un cúmulo de varias. El caso es que leí un informe
sobre el contrabando de obras de arte y el papel que jugó España que me pasó un
amigo diciéndome que ahí había material para escribir una novela. Lo cierto es que
ese podría haber sido el único asunto, pero me tropecé con el hecho de que, en
ese mismo tiempo, unos científicos alemanes estaban investigando con animales
para fabricar armas biológicas, además leí algo sobre la red de evasión Comète,
unas cosas fueron llevando a las otras y cuando voy tirando del hilo me doy
cuenta de que se va se ha hecho el ensamblaje entre las distintas piezas para
conformar una novela. Fue entonces cuando empecé a trabajar la parte de ficción
que actuase como pegamento entre unos hechos y otros, así creé el hilo
conductor porque hay muchos sucesos reales que me he limitado a reproducir”.
Todos tus nombres es una
novela extensa (si bien es cierto que con un cuerpo de letra muy legible, una
caja con amplios márgenes), pero que se lee sin sentir porque tiene un ritmo
muy medido y va diseminando incógnitas, equívocos, ambivalencias de personajes
que invitan a pasar páginas y porque reconstruye una época sin pretender demostrar
todo lo que sabe sobre la misma (error, lastre y prepotencia de tanto autor que
se limita a copiar libros de Historia o documentos sin que la trama avance,
sólo para dejar clara su erudición -o lo que toma por tal-); de hecho, a veces
sólo necesita contar cómo es un vestido, qué música suena, un adjetivo aquí,
otro allá, un detalle, “cotorreos de
burguesas entradas en años; anécdotas aderezadas con humor por diplomáticos de
varios países; dos parejas que tienen toda la traza de ser agentes alemanes a
ambos extremos del salón”, para que construyamos con suma facilidad la
escena, recrea y evoca ambientes como si pintase un fresco (él mismo nos lo
confirma) pero sin apabullar ni dar lecciones: “Me gusta que el lector participe, que complete la escena, que añada algo
a los personajes, a lo que se sugiere, a la música que ilustra. Y procuro no
olvidar que, por encima de todo, estoy escribiendo ficción, es lo que me gusta
hacer; por más que me base en la realidad y recupere o recree hechos
históricos, lo que prima es la ficción, mi historia. Creo que lo más importante
que debe hacerse en literatura es quitar; al principio hacía cosas más largas y
me costaba eliminar para no extenderme más de lo debido. Con el tiempo, he
escrito algunas cosas muy breves, esencia pura y dura, un reto que al final fue
más radical de lo previsto, porque pensaba no pasar de 150 páginas y logré
dejarlo en la mitad”. Aquí, repito, no sobra nada, incluso, si se quiere, puede
decirse que falta, en el sentido de que hay personajes -reales y ficticios- de
los que apetece saber más, de algunos puede hacerse navegando por Internet,
buscando otros libros, rastreando su paso (o poco ídem, depende de en qué bando
estaban, depende de quién escribe) por la Historia, confieso mi fascinación (y
en parte revelación) por cómo Fernando utiliza y saca partido a alguien como
Aline Griffith, la condesa de Romanones, aquella espía que vestía de rojo que
devino en personaje de la crónica social, aquella que narraba sus andanzas con
excesiva frivolidad y como si fuesen fantasías (o, al menos, recreaciones muy
fantasiosas de los hechos reales), aquella a la que en realidad apenas
conocemos (en gran medida por el autorretrato con el que ocupó páginas de
revistas y periódicos) y que aquí se erige en personaje atractivo, ambiguo,
impactante, decisivo.
Esas carambolas del destino de las que tanto me gusta hablar han provocado
que esté dando forma a este texto mientras (preparando otra entrada del blog)
me pongo al día con la serie del inspector Mascarell de Jordi Sierra i Fabra, motivo
por el que he recuperado Seis días de
diciembre, el quinto volumen de la misma que aún tenía pendiente, cuya trama
orbita en torno al asesinato de uno de aquellos que fueron conocidos como
Monuments Men (y a los que tan escaso partido sacó George Clooney -al igual que
al reparto de campanillas reunido para la ocasión- en la película homónima).
Vuelve, por lo tanto, a aparecer en la ficción el importante papel que España
jugó en aquellos años como escenario y destino de tantas obras de arte expoliadas,
algo de lo que también da buena cuenta Fernando García Pañeda e incluso, a lo
Hernández y Fernández, aún diría más: “España
jugó un papel mucho más destacado de lo que suele decirse y recordarse en la II
Guerra Mundial, no sólo por lo que puede verse en la novela o cómo unos
presionaban para que Franco entrase en guerra y otros se esforzaban para
siguiese siendo neutral, sino como posible tablero de operaciones: los aliados
estudiaron la posibilidad de entrar en Francia desde España hasta que se
desechó la idea en favor de Normandía”. No les voy a cansar con nuestras
disquisiciones de lectores, en gran medida para no reventar la emoción de conocer
la novela por sus propios medios, pero sí me gustaría terminar con una confesión
del autor sobre “el personaje que más me
complicó la existencia [que] fue el
de Mònique, no por el hecho de ser mujer, sino porque no se la ve en toda su
plenitud: es tal vez el personaje más potente de todos, pero llega destrozada,
se cuenta lo que ha hecho pero lo que vemos son los resultados de su periplo,
el final. Creo que con los apuntes que doy el lector puede hacerse una idea muy
aproximada de lo que puede dar de sí, pero tarda mucho en reaccionar algo,
puede que anímica y psicológicamente aporte más, pero en la acción mantiene un
perfil fijo, el que conviene a la historia”. Siempre es posible (de hecho
con Martín, el protagonista, así ha sucedido, puesto que es el nieto de unos
personajes de su primera novela) que Fernando García Pañdeda regrese a ella y
nos proporcione un deleite similar (o superior) al conseguido con Todos tus nombres (y si tenemos la fortuna de reencontrarnos, le dejaremos hablar más).