jueves, 3 de mayo de 2018

DEJEMOS HABLAR AL AUTOR





   Cuando llevaba cuatro días en esta profesión (algo más de un mes colaborando en un programa de Radio Intercontinental presentado por Emma Elisa, sin olvidar mi bautismo -y epifanía- gracias a Juan Mairena en el verano de 1989 en Radio Condado), tuve el privilegio, el placer, la fortuna, el regalo, llámenlo como quieran y se quedarán cortos, de estar sentado frente a Jack Lemmon, uno de los actores por los que más veneración he sentido desde que le descubrí en aquellas gloriosas veladas cinematográficas de TVE. Si muy pronto comprendí que las míticas palabras de Debbie Allen en la cabecera de Fama podían (y hasta debían) aplicarse a casi todas las actividades de la vida, también probé antes de empezar a llamarme a mí mismo periodista las mieles del oficio, en el sentido de tener la oportunidad de conocer, conversar, incluso con el tiempo convertir en amigos a algunos de ellos, estar cerca de gente a la que se admira y a la que no hubiese tenido ocasión de saludar, agradecer, hacer reverencias (y hasta ponerme de rodillas ante Mario Benedetti), ser testigo privilegiado de su talento del modo en que me lo han permitido y propiciado tantos años en los que, además, he podido ejercer dedicado a/centrado en aquello que amo, es decir, los libros, el teatro, el cine, la música, el arte, lo que tantas veces se resume en Cultura y Espectáculos. Si me pongo a enumerar ahora, si me transformo (una vez más) en el abuelo Cebolleta, con mi tendencia a remontarme a los romanos (y más atrás incluso) podría iniciar ahora un borrador de lo que pudieran ser mis memorias (un capítulo extenso al menos) y, primeramente, eso no es lo que el amable lector (ni siquiera los leales a los que nunca estaré suficientemente agradecido) viene buscando y, por otro lado, volvería a caer en el error propio (en lo que así me lo parece) que quiero señalar y que me ha llevado a empezar de esta forma y a titular el presente escrito del modo en que lo he hecho.

   A pesar de mi tendencia natural (agudizada en parte por tantos años de radio -aunque la llevaba puesta de casa, el vicio es anterior al micrófono-) a llenar (y evitar) el silencio, a pesar de mi verborrea, de mi volumen estereofónico de fábrica, de mi hablar precipitado, mis larguísimas horas de lectura desde la infancia me han forjado como una persona propensa a callar, a escuchar, a preguntar lo justo para seguir aprendiendo (también me refugio en el mutismo como escudo, como estrategia defensiva, lo utilizo como arma disuasoria, hasta que pase el momento de peligro en que las palabras podrían provocar -más- estragos, dolores, conflictos), aquellos que han tenido a bien otorgarme su confianza y regalarme su tiempo (y amistad) durante el ejercicio de mi profesión casi siempre han destacado que los invitados pueden explayarse conmigo, que no les interrumpo, que converso, que se nota que me interesa lo que cuentan, que me pongo en segundo plano y me transformo en un oyente más, que incluso en debates encendidos (salvo excepciones, que las habido y habrá) intento equilibrar tiempos y no callar a nadie (o consumir los minutos que deberían ser de otros). Y, por más que me esté enrollando más de lo debido en esta introducción con tono exculpatorio (o cuando menos buscando atenuantes que no pueden aplicarse al caso), entono el mea culpa, porque no hace mucho, en uno de esos estimulantes, gratificantes y enriquecedores encuentros con otras componentes del Club de Lectura LL que mantuvimos recientemente en la sede que Penguin Random House tiene en Madrid, en una de esas ocasiones previstas para que algunos privilegiados (volvemos al principio) lectores charlemos con el autor de uno de los últimos libros que hayamos leído, tanto nos había gustado el que tocaba, tantas cosas queríamos comentar, tanto entusiasmo lector se reunió en la sala (y por contagio fue en aumento) que nos pusimos en plan taller y por momentos no dejábamos responder al escritor convocado para expresar nuestras emociones, nuestros sentires, nuestras opiniones, destacar este momento, reconocer querencia por aquel personaje o rechazo por el de más allá, demostrar que la novela había dejado huella en nosotros. Lo cierto es que ya comenté esta circunstancia en Twitter (y mis compañeras reconocieron que habíamos estado excesivamente parlanchines) pero Fernando García Pañeda (encantador como pocos) agradeció el interés que pudo comprobar era muy sincero por su Todos tus nombres que recientemente ha lanzado al mercado tradicional Suma de Letras.

   Y hago hincapié en lo de “mercado tradicional” porque la novela que hoy nos ocupa ha llegado a las manos de los lectores en el modo en que ahora lo hace tras obtener el Premio Talento al que optaban todos los títulos autoeditados por Caligrama que hubiesen obtenido primero el Sello Talento (como el asunto excede un poco el verdadero objeto de este texto, pero puede que interese a futuros escritores o a aquellos que no saben cómo empezar a mover y/o dar a conocer su obra, dejo aquí un link: https://www.caligramaeditorial.com/quienes-somos/). Eso sí, para no despistar a los muchos lectores que ha ganado en todo este tiempo, hay que aclarar que la novela de Fernando se llamaba antes Operación Black Death: “No me importó cambiar el título; de hecho, no estaba satisfecho con el anterior, pero en su momento no se me ocurrió otro, confieso que soy muy malo para los títulos como no sea que lo encuentre antes de ponerme a escribir. El caso es que fue éste el que me propusieron en la editorial y me pareció fenomenal”. No diremos más para no desvelar alguna que otra sorpresa, sólo que, sea buscado o no, gusta el guiño que hace a lo primero que un servidor leyó de Saramago -Todos los nombres- y que sirve para poner en alerta al lector, estamos ante una historia de espionaje (el propio Fernando confirma que así la imaginó y desarrolló, aunque a veces afloren otros géneros), nadie es quien parece ser o quien quiere hacer ver a los demás que es (galimatías que el aficionado sabe desentrañar con más facilidad que la mía para explicarlo): “Básicamente, la defino como novela de espías, pero no podría decir por qué salió así: a veces, las historias te vienen como una idea y otras, se da un cúmulo de varias. El caso es que leí un informe sobre el contrabando de obras de arte y el papel que jugó España que me pasó un amigo diciéndome que ahí había material para escribir una novela. Lo cierto es que ese podría haber sido el único asunto, pero me tropecé con el hecho de que, en ese mismo tiempo, unos científicos alemanes estaban investigando con animales para fabricar armas biológicas, además leí algo sobre la red de evasión Comète, unas cosas fueron llevando a las otras y cuando voy tirando del hilo me doy cuenta de que se va se ha hecho el ensamblaje entre las distintas piezas para conformar una novela. Fue entonces cuando empecé a trabajar la parte de ficción que actuase como pegamento entre unos hechos y otros, así creé el hilo conductor porque hay muchos sucesos reales que me he limitado a reproducir”.

   Todos tus nombres es una novela extensa (si bien es cierto que con un cuerpo de letra muy legible, una caja con amplios márgenes), pero que se lee sin sentir porque tiene un ritmo muy medido y va diseminando incógnitas, equívocos, ambivalencias de personajes que invitan a pasar páginas y porque reconstruye una época sin pretender demostrar todo lo que sabe sobre la misma (error, lastre y prepotencia de tanto autor que se limita a copiar libros de Historia o documentos sin que la trama avance, sólo para dejar clara su erudición -o lo que toma por tal-); de hecho, a veces sólo necesita contar cómo es un vestido, qué música suena, un adjetivo aquí, otro allá, un detalle, “cotorreos de burguesas entradas en años; anécdotas aderezadas con humor por diplomáticos de varios países; dos parejas que tienen toda la traza de ser agentes alemanes a ambos extremos del salón”, para que construyamos con suma facilidad la escena, recrea y evoca ambientes como si pintase un fresco (él mismo nos lo confirma) pero sin apabullar ni dar lecciones: “Me gusta que el lector participe, que complete la escena, que añada algo a los personajes, a lo que se sugiere, a la música que ilustra. Y procuro no olvidar que, por encima de todo, estoy escribiendo ficción, es lo que me gusta hacer; por más que me base en la realidad y recupere o recree hechos históricos, lo que prima es la ficción, mi historia. Creo que lo más importante que debe hacerse en literatura es quitar; al principio hacía cosas más largas y me costaba eliminar para no extenderme más de lo debido. Con el tiempo, he escrito algunas cosas muy breves, esencia pura y dura, un reto que al final fue más radical de lo previsto, porque pensaba no pasar de 150 páginas y logré dejarlo en la mitad”. Aquí, repito, no sobra nada, incluso, si se quiere, puede decirse que falta, en el sentido de que hay personajes -reales y ficticios- de los que apetece saber más, de algunos puede hacerse navegando por Internet, buscando otros libros, rastreando su paso (o poco ídem, depende de en qué bando estaban, depende de quién escribe) por la Historia, confieso mi fascinación (y en parte revelación) por cómo Fernando utiliza y saca partido a alguien como Aline Griffith, la condesa de Romanones, aquella espía que vestía de rojo que devino en personaje de la crónica social, aquella que narraba sus andanzas con excesiva frivolidad y como si fuesen fantasías (o, al menos, recreaciones muy fantasiosas de los hechos reales), aquella a la que en realidad apenas conocemos (en gran medida por el autorretrato con el que ocupó páginas de revistas y periódicos) y que aquí se erige en personaje atractivo, ambiguo, impactante, decisivo.

   Esas carambolas del destino de las que tanto me gusta hablar han provocado que esté dando forma a este texto mientras (preparando otra entrada del blog) me pongo al día con la serie del inspector Mascarell de Jordi Sierra i Fabra, motivo por el que he recuperado Seis días de diciembre, el quinto volumen de la misma que aún tenía pendiente, cuya trama orbita en torno al asesinato de uno de aquellos que fueron conocidos como Monuments Men (y a los que tan escaso partido sacó George Clooney -al igual que al reparto de campanillas reunido para la ocasión- en la película homónima). Vuelve, por lo tanto, a aparecer en la ficción el importante papel que España jugó en aquellos años como escenario y destino de tantas obras de arte expoliadas, algo de lo que también da buena cuenta Fernando García Pañeda e incluso, a lo Hernández y Fernández, aún diría más: “España jugó un papel mucho más destacado de lo que suele decirse y recordarse en la II Guerra Mundial, no sólo por lo que puede verse en la novela o cómo unos presionaban para que Franco entrase en guerra y otros se esforzaban para siguiese siendo neutral, sino como posible tablero de operaciones: los aliados estudiaron la posibilidad de entrar en Francia desde España hasta que se desechó la idea en favor de Normandía”. No les voy a cansar con nuestras disquisiciones de lectores, en gran medida para no reventar la emoción de conocer la novela por sus propios medios, pero sí me gustaría terminar con una confesión del autor sobre “el personaje que más me complicó la existencia [que] fue el de Mònique, no por el hecho de ser mujer, sino porque no se la ve en toda su plenitud: es tal vez el personaje más potente de todos, pero llega destrozada, se cuenta lo que ha hecho pero lo que vemos son los resultados de su periplo, el final. Creo que con los apuntes que doy el lector puede hacerse una idea muy aproximada de lo que puede dar de sí, pero tarda mucho en reaccionar algo, puede que anímica y psicológicamente aporte más, pero en la acción mantiene un perfil fijo, el que conviene a la historia”. Siempre es posible (de hecho con Martín, el protagonista, así ha sucedido, puesto que es el nieto de unos personajes de su primera novela) que Fernando García Pañdeda regrese a ella y nos proporcione un deleite similar (o superior) al conseguido con Todos tus nombres (y si tenemos la fortuna de reencontrarnos, le dejaremos hablar más).