jueves, 27 de marzo de 2014

DADME UNA BUTACA Y SE MOVERÁ EL MUNDO










   No soy muy de celebrar el día concreto en que alguien (me da igual que sea la UNESCO que unos grandes almacenes) decidió que debemos acordarnos de alabar, querer, felicitar, prestar atención a aquello a lo que, casi con toda seguridad, apenas se la concedemos el resto del año, bien por indiferencia, bien por descuido, bien porque lo damos por hecho/sabido; pero el caso es que hoy es el Día Mundial del Teatro y nunca me parece demasiada atención, demasiado cariño, demasiado tiempo el dedicado a una de las artes que más me hace disfrutar, que más me apasiona, de la que quiero seguir sabiendo, aprendiendo, conociendo, gozando, aburriéndome, el caso es que exista, que amplíe su oferta, que nos sorprenda, que se expanda, que continúe siendo lo que siempre ha sido, lo que no puede perderse: una experiencia, una ceremonia, un lugar de encuentro, que no caiga en manos de unos cuantos que le ajusten las costuras a su conveniencia, a su gusto, a su placer, a sus carencias y utilicen su nombre en vano, vendiendo como tal lo que es otra cosa (respetable siempre que se haga con entrega, oficio, profesionalidad, pasión), relegando estilos, tonos, fórmulas, tradiciones, clásicos en aras de una pretenciosa modernidad (en realidad, lo más antiguo, lo que incluso nace pasado de moda, lo coyuntural que sólo tendrá vigencia unas cuantas horas, lo que resultará incomprensible en pocos meses por mucho que se contextualice y por mucho conocimiento que tenga el público de las circunstancias que lo motivaron).

   Aunque suene repetitivo, como tantos de mi generación nací amando el teatro sin saberlo, sin ser consciente, gracias a que TVE dedicaba gran parte de su programación a este hecho de una manera u otra, siendo el por derecho y méritos propios mítico Estudio 1 cita obligada (más allá de que sólo hubiese dos cadenas porque se esperaba el momento con emoción) para conocer autores, textos, actores, para anhelar dar el salto y transformarse en espectador en una sala, sin el filtro de la pantalla, para aprehender la magia del suceso irrepetible, el que se representa sólo para ti, las lágrimas son las del día que tú estuviste, las de mañana serán distintas, no hay posibilidad de repetir ni volver atrás, siempre en pirueta mortal sin red, masticando el silencio (aunque el respetable no siempre ha sido respetuoso –los móviles y demás artilugios no han hecho sino exacerbar esa actitud de “yo pago y puedo hacer lo que quiera” porque caramelos, toses sin recato, culos inquietos ha habido, hay y habrá-), compartiendo las carcajadas o contagiándose de las del vecino, reaccionando a los impulsos que llegan desde escena, rompiendo la cuarta pared, esa que sin necesidad de alardes ni estrambotes ni montajes innecesarios y/o aparatosos han sabido derribar los creadores, los artistas de cualquiera de las disciplinas que pueden ejercerse sobre las tablas (a la luz de los focos o entre cajas). Recuerdo una conversación con la maravillosa Nuria Espert cuando estaba representando ¿Quién teme a Virginia Woolf? junto a Adolfo Marisllach (gracias a ella, a su empeño, a su reto, pudimos despedirnos del espléndido actor dedicado tanto tiempo a ser un impresionante director) en la que le agradecí que aceptase la invitación de un programa infantil que se emitía los sábados por la mañana a comienzos de los 80 (aún no se llamaba Sabadabada, en sus inicios fue conocido como De doce a dos, o sea, sus horas de emisión), puesto que allí representó parte del primer acto de Doña Rosita la soltera y permitió que los chavales nos enamorásemos de Lorca (¡Para que luego vengan algunos a torcer el hocico porque añoremos aquella televisión!); años después tuve ocasión, feliz ocasión, de volver a entrevistarla con Pablo cuando hacíamos radio juntos y ha sido una de las charlas más gozosas que he vivido porque fue la reunión de tres amantes del teatro más allá de la profesión de cada uno, tres personas que vibran con lo sentido en torno al mismo (de hecho, hemos coincidido varias veces con ella como espectadores –la última, ante la inmensa Concha Velasco de Hécuba-), que respiran esa atmósfera particular que sólo se percibe en un teatro, que hablan ese lenguaje elíptico y restringido con el que los amantes de este arte nos reconocemos al minuto (y por el que nos saltan las alarmas con tantos que se declaran lo que en realidad no son, que viven más para la parafernalia de ir, estar, dejarse ver, sentirse parte de la pomada, hacer ver que lo importante no es el espectáculo en sí sino que ellos participan, aplauden –aunque luego no sepan expresar qué o por qué-, carcajean, demuestran una forzada intensidad, no son realmente espectadores, quieren ser parte –en realidad usurparlo- del evento).

   Y precisamente con Pablo he podido aún más crecer tanto en lo personal como en lo profesional porque su adoración por el teatro, su gusto por el mismo, su pasión por él, se me ha inoculado muy dentro espoleando la mía, añadiéndole cimientos, curiosidades, preferencias, ampliándome las miras, trasvasando del uno al otro aquello que vivimos antes de conocernos, creando parte de nuestra intimidad en torno a este disfrute, buscando incansablemente dónde, quién, cómo, cuándo se representa esa obra que querríamos ver, esa reposición que nos interesa, ese texto que anhelamos, cuándo sube a las tablas esa actriz por la que sentimos veneración, ese actor que nos apabulla con su excelencia, y aunque la cartelera madrileña no depare demasiadas alegrías para dos románticos a la vieja usanza siempre hay oportunidad para la alegría cuando, por ejemplo, el próximo lunes recuperaremos a Julia Gutiérrez Caba en el María Guerrero (y alguna otra sorpresa que aún no puedo desvelar porque formará parte de la celebración de nuestro undécimo aniversario y por eso sepulto con este paréntesis). Y, sobre todo, cuando a finales de mayo regresaremos a Londres, ese lugar en el que reconciliarse con el teatro, en el que entrar en otra dimensión, en el que morirse de envidia y perecer de emoción, sobrepasados por esas marquesinas, por esos carteles, por esas funciones, por esos edificios, donde hemos babeado con Vanessa Redgrave, Judi Dench, Helen Mirren, Debbie Reynolds, Connie Fisher y tanto talento como ha pisado y pisa el West End, cita para la que hemos ahorrado como hormiguitas, prescindiendo de cosas que no echamos de menos porque el alimento que necesitamos es ese y allá los demás si sobreviven de otra forma, lugar al que vamos como peregrinos más que nunca porque acudimos a rendir pleitesía a uno de esos nombres que hacen brillar la mirada, temblar ante la inminencia del encuentro, temblar la voz, vibrar el alma: ¡Doña Angela Lansbury!

   Y ese niño que empezó a ir al teatro de la mano de su hermana, que participó en muchas representaciones escolares en el colegio y el instituto, que ha hecho (con todo el respeto) sus pinitos, que está viendo en butaca de orquesta cómo toma forma un proyecto teatral con Pablo como autor y director, que se pirraba por hacer entrevistas para televisión en el escenario, que adora ir a camerinos, que propicia, solicita, pide pasear entre bastidores, ver parte de la función entre cajas, ese que necesita el teatro como oxígeno, recibe la gran noticia, mientras escribe ese texto, de que su sobrino Alberto ha salido hace un rato de ver una función en esta Noche de los Teatros, en este Día Mundial que debería ser Año (los 365, 366 si es bisiesto), y piensa que no todo está perdido, que el testigo va a ser recogido, aunque le gustaría que las oportunidades (y, nunca mejor dicho, el escenario, el paisaje, la oferta) fuesen similares a las que él tuvo para llegar a la conclusión de que en una butaca está como en su casa.

sábado, 22 de marzo de 2014

EL ESCRITOR QUE NO VINO A HABLAR DE SU LIBRO






   Suele recurrirse a la sentencia atribuida a Felipe II para justificar el fracaso de la que se concibió y presentó como Armada Invencible para tratar de eludir todos los errores que pensamos no pueden ser atribuidos a nuestras incapacidades; el caso es que me veo superado por los elementos cuando éstos se relacionan con el mundo de la informática, con todos esos aparatos concebidos (se supone) para facilitarnos el trabajo, agilizarlo, eficaces instrumentos que convierten casi en un paseo militar lo que antes eran muchas horas de esfuerzo, entrega, borradores, tachaduras, un pegajoso líquido blanco que permitía corregir sin tener que repetir toda la hoja (aunque si persistíamos, porque mira que somos de tropezar en la misma piedra, aquello se solidificaba cosa mala y el pegote adquiría tal consistencia que hacía escribir sobre el mismo); y el caso es que uno recuerda que se encabronaba bastante menos y que, aunque para los que no tienen suficiente edad para haber conocido aquellos tiempos prehistóricos resulte imposible, se sentía muy satisfecho al llegar al final, valoraba mucho más la conclusión de la tarea porque, al realizarla artesanalmente, había que aplicarse de verdad y estar muy pendiente en todo momento ya que nada te advertía de la falla cuando ésta sucedía (aunque fuese un mero baile de letras a la hora de teclear). Jamás negaré la maravilla que supone poder tener a un golpe de ratón lo necesario para ir dando forma a cualquier texto (aunque, puesto que uno nació como ratón de biblioteca, a veces añoro aquellas mesas llenas de libros de consulta, diccionarios, cualquier apoyo a la hora de redactar), la fluidez en la comunicación con propios y extraños, con amigos de carne y hueso y otros virtuales (quienes, a veces, son más reales, están más cercanos, se perciben y entregan más cariño que los así considerados porque viven cerca y puedes verles la cara), pero me arrebato cada vez que circunstancias que me superan me transforman en todo un analfabeto en lo que a las nuevas tecnologías se refiere, porque lo básico, lo elemental, lo de antes ya no se sirve, se le puso fecha de caducidad, y ahora hay que poseer artilugios que podrían transformarte en el protagonista de Juegos de guerra cuando lo que anhelas es, tan sólo, poder seguir escribiendo (y lo malo es que vas todo humilde a comprar un nuevo aparato y cuando dices “si sólo lo quiero para escribir, consultar el correo, navegar por Internet” notas la mirada de superioridad y desprecio del jovencito –porque suelen ser los que te atienden, nacidos en ese universo, expertos desde la cuna-, tras la cual parece desalentado –“bueno, para eso…”- y, a pesar de todo, porque no hay nada cercano a lo que buscas/precisas, termina por encasquetarte lo menos sofisticado que encuentra, aunque para ti siempre será un territorio proceloso en el que aventurarte; bien, el caso es que llevo horas peleando con mi nuevo ordenador, ese con el que sólo quiero seguir haciendo lo que hago hasta ahora, pero no hay manera de entenderme con él: lo adquirí hace poco más de un mes y en realidad sólo nos hemos entendido a ratos, empiezo a pensar que mis dedos albergan una maldición porque por más que Pablo lo intenta (y tiene más paciencia, pericia y conocimiento que yo en este terreno –y en tantos otros-) y que sigo los pasos debidos (los mismos que en otros momentos me han permitido ejecutar mis tareas), parece que mi particular HAL 9000 ha decidido boicotearme y, al final, he regresado al antiguo, al que muchos llamarán antigualla pero que, aunque hemos vivido muchos desencuentros, sigue respondiendo o, cuando menos, posibilitando que dé forma a este texto que, con una introducción tan extensa pero que nada tiene que ver con el objeto del mismo, empieza, de alguna manera, explicando su título porque pudiera decirse que soy el bloguero que no vino a escribir su blog.

   Y todo porque resulta que Juan Laborda, en un momento de nuestra torrencial conversación (no se puede llamar entrevista: desde los primeros compases, casi desde antes del saludo protocolario, fue una charla entre dos amigos, entre dos personas que comparten un mismo universo, una misma pasión –o varias entrelazadas- y que se lanzan a compartir experiencias, opiniones, querencias, dimes y diretes), cuando le hablo de mi experiencia de compartir aula con Luis Landero, aunque en esos años hablaba de “la” novela como de un proyecto en el que trabajaba, casi como si nunca fuese a terminarlo, y nada nos hacía prever que bajo esa fórmula se ocultaba uno de los textos más regocijantes y placenteros que uno haya podido leer –Juegos de la edad tardía-, él, como profesor de Historia que es, reconoce esa efervescencia de los alumnos, esa curiosidad por la otra faceta del docente (además, en este caso pueden encontrar referencias a su obra, críticas, comentarios, entrevistas –gracias en gran parte a los ordenadores, lo uno no quita lo otro, mis berrinches pasan y puedo seguir escribiendo hasta el próximo encontronazo-), aunque es consciente de que a veces lo utilizan como medida disuasoria, como subterfugio para que abandone las explicaciones sobre personas y hechos que le resultan demasiado lejanos, totalmente ajenos, y tras agradecerles el interés les dice que, al revés de lo que dijo Paco Umbral, él no ha ido a clase para hablar de su libro y, por lo tanto, mejor seguir con el asesinato de Prim (que, además, sabe venderles con gran astucia porque se lo presenta como “el JFK español” -¡Qué envidia que alguien te enseñe de esa manera la Historia!-). Pero, a pesar de que ambos gozamos yéndonos de excursión por los cerros de Úbeda, nunca perdimos de vista, uno como autor, otro como periodista/lector/curioso/admirador, que el asunto de esta nuestra primera reunión (porque vendrán muchas más, estoy seguro) era hablar sobre La fragilidad del neón, la segunda novela que Juan Laborda publica y que ha editado recientemente Alrevés Narrativa.

   Su alma de cinéfilo (que ha dejado patente en otros textos no novelísticos) queda al descubierto casi desde el principio, ya que la historia se articula en torno a un posible viaje de la entonces estrella en decadencia Linda Darnell al París de 1961, buscando alejarse de un nuevo fracaso sentimental, intentando recuperar el brillo perdido, queriendo reencontrarse, protagonista sin saberlo de las intrigas políticas del convulso momento (Argelia reclama su independencia y hay una guerra en curso, De Gaulle está amenazado de muerte, la herida sangrante de la Guerra Civil Española deja notar sus permanentes secuelas en un país con muchos exiliados, represaliados, huidos que cruzaron los Pirineos como única salvación): “Sin ninguna duda, Linda Darnell es el motor de la narración, ya que su llegada a París fue lo primero que escribí, lo primero que concreté de las muchas ideas que se me agolpaban”. La fragilidad del neón es una novela muy madurada, muy bien acabada, con unos cimientos muy sólidos en los que cada ingrediente está utilizado en la dosis perfecta para no adueñarse de la historia: es un estupendo microcosmos (con el paisaje al fondo -pero influyendo en la trama, en los comportamientos, en las emociones- de lo que sucedía en Francia y, por extensión, en parte de Europa) que da buena cuenta de los hechos reales sin dejar de lado la peripecia particular de cada personaje, tanto los reales como los inventados, mezclados con tal brío y acierto que muy conveniente y casi necesaria la explicación final sobre quiénes han sido inventados –aunque con muchos mimbres reales: se nota, para bien, la preparación de Juan como historiador- y quiénes existieron, puesto que la verosimilitud alcanzada en algunas páginas es tal que desde ahora uno podría caer en la tentación de decir “eso es lo que sucedió con la Darnell (o con Papon, Areilza o Malraux), mira cómo se contaba en La fragilidad del neón” o, aún más, hablar de Ramón Sandoval como de alguien real, que lo es desde el momento en que cobra vida de esa forma tan poderosa en estas páginas y porque simboliza y representa a personas que han servido al autor como modelo pero, al fin y al cabo, no deja de ser una fabulación.

   No es una novela histórica, tampoco de serie negra ni creo que pueda reducirse a la etiqueta de drama o a cualquier catalogación a secas: me gusta concebirla como historias dentro de otras historias y su mezcla, sus relaciones, sus puntos de contacto son los que conforman la historia principal”, razona Juan Laborda cuando le digo que me ha parecido estar jugando con una caja china o abriendo matrioskas hasta el infinito según avanzaba en la lectura, puesto que construye la narración con muchos referentes, tocando muchos palos, yendo de lo general a lo íntimo, entrando en las psicologías de los personajes, en sus pensamientos, exponiendo en otros momentos sus acciones, haciendo imprevisible el capítulo siguiente y, al mismo tiempo, potenciando y escarbando en la memoria del lector (porque Argelia puede resultarme ajena, pero no así cómo un familiar salió huyendo en plena contienda para evitar represalias e incluso la muerte –y lo hizo con una esposa y varios hijos: mi tío Esteban, hermano de la abuela, responsable de que tenga más familia en Francia que en España-): “He pretendido salirme de la novela, sembrar semillas y que cada cual las haga brotar a su modo, jugar de un modo que no puedo consentirme cuando ejerzo como historiador porque ahí resulta imposible escaparse del dato: un trabajo muy bonito, pero también muy angustioso porque si no encuentras el apoyo documental no puedes recurrir a la fantasía, a la especulación, porque, por mucho que señales lo que es, los lectores la rechazan en un texto de ese tipo”.

   Para muchos será una novela triste, excesivamente melancólica, desoladora a ratos, pero a uno se le antoja que Laborda ha encontrado el tono correcto, el más creíble, el que esta historia precisa: “El asunto de fondo, el que mueve la narración, es el modo en que los ideales terminan por quebrarse: enfrentarse a la consecución de los mismos suelen conducir al drama, lo que no implica que haya que dejar de luchar por ellos, por supuesto, pero conviene aprender de la Historia para evitar decepciones mayores, y es algo que puede rastrearse en un lado, en el otro y en aquel, no es algo privativo de un modo de pensar. Y a partir de esta idea puedo desarrollar otra que me interesa mucho, y que creo que todavía no se asume como debería, lo que provoca que se abunde en el error una y mil veces, y es el hecho de que la ortodoxia es contradictoria porque impide que te salgas del esquema y que puedas variar la trayectoria, enmendar los fallos”, asunto que reconozco me interesa e implica mucho porque hay quien piensa que se equivocaron las personas, que traicionaron ideales, que no fueron consecuentes, cuando lo que hay que revisar son las tendencias, las consignas, las órdenes, los pensamientos, contextualizándolos, desarrollándolos, analizándolos, enriqueciéndolos. “Nos seguimos dejando llevar por el maniqueísmo histórico y, al margen de reduccionista, es falso porque el individuo actúa y sufre por encima de las ideologías, es el que importa, no podemos privarle del libre albedrío, es la única manera de evolucionar”, y ese espíritu libre, con ansias de sentirse y saberse vivo, aprendiz que comprende la lección y sabe aplicarla en el día a día, se percibe en cómo Juan se comporta en su tarea novelística porque “quiero dotar a mis personajes de una cierta esperanza, aunque la realidad se imponga, aunque huya de falsos mundos de color, pero siempre hay alguna salida, por muy estrecha que resulte, que tal vez no lleve a ninguna parte pero sí que nos saca de cada atolladero concreto”. Por eso, a pesar de no evitar (de no ocultar) las zonas oscuras, La fragilidad del neón nos muestra a personajes como Ramón, al que “nada le va, se considera al margen, incluso tiene un ataque existencialista sin él saberlo” (pasaje, por cierto, que a uno le lleva a pensar en La náusea de Sartre) o como la Darnell, “quien no es consciente de su verdadera decadencia”, hombres y mujeres que van buscando nuevos asideros, apoyos para no dejarse caer del todo por muy vencidos que se sientan; y a más de uno puede sonarle extraño, incluso contradictorio, pero lo mejor que pueden hacer es sumergirse en su lectura porque, precisamente al captar con tanta precisión los límites del dolor, de la angustia, de la decepción, resulta difícil explicarla: hay que experimentarla porque, como reconoce el propio Juan Laborda, “es una nebulosa que nunca llega a desentrañarse” (y eso es la vida en realidad y gracias a ello, nos pongamos como nos pongamos, es una tarea provechosa y satisfactoria ponerse cada día a descubrirla –si tuviese libro de instrucciones, todo sería muy mecánico, pareceríamos máquinas que, para colmo, alguien como yo seguiría sin comprender ni saber utilizar con lo que el círculo vicioso sería todavía más angustioso y opresivo-).  

lunes, 17 de marzo de 2014

RESPUESTAS QUE BUSCAN PREGUNTAS







   Imagino que debe ser por mi natural verborrea, por lo mucho que me gusta hablar (y escuchar, interactuar –excepto cuando me sale el lado anacoreta, ya me conocen: una contradicción andante es lo que es un servidor-), sin duda por aquellos espléndidos programas de la televisión de mi infancia y juventud en los que tanto importaba la palabra (la última Navidad me dio por revisar, por descubrir en toda su extensión –aunque leí años después el texto original, aún era demasiado joven para captar toda su hondura, mucho más cuando la emitieron por primera vez- Los gozos y las sombras, esa obra inconmensurable que debemos a uno de mis escritores favoritos, Gonzalo Torrente Ballester, ese lujazo de serie que pudiera pensarse una larguísima película, rebosante de calidad y talento en cualquiera de sus apartados, y no me perdí ninguno de los extras con los que se enriquece el DVD, fragmentos del programa de Terenci Moix, apasionantes charlas con el autor, con Amparo Rivelles, con Charo López, pero quedé especialmente conmovido por el autorretrato que, en el programa homónimo, Pablo Lizcano consentía que fuese trazando el propio Torrente, una conversación calmada, con contenido, con fundamento, un absoluto deleite, todo un estímulo intelectual y vital… ¡que se emitía en la sobremesa! ¡Como para no lamentarse viendo el panorama actual y para no revolverse contra unos y otros, los que han propiciado el yermo actual que se vive en esa disparatada e innecesaria multiplicidad de canales en las que todo son variaciones del mismo formato, chillidos, un permanente destrozo de las formas, el idioma, el periodismo, el espectáculo, todo se tritura con impudicia y por la audiencia –esa que, antes, aceptaba encantada que un escritor ocupase una hora de televisión para acompañar la sobremesa-¡); regresando al hilo principal, ya saben cómo son mis digresiones pero siempre reaparece la primera senda, imagino que todo esto ha influido para que la entrevista sea mi género favorito, en el que más cómodo me siento, al que más tiendo, el que procuro no descuidar. Aunque antes de pensar que sería periodista me gustaba jugar a inventar programas de radio (o a escuchar activamente los que me gustaban e imaginarme en el estudio con los locutores, dándoles réplica), a presentar mi propio show de televisión mezclando el Un, dos, tres con La cometa blanca, crear con mi caja de recortados nuevos capítulos de Un hombre en casa o diseñar mi propia serie según la que triunfase en ese momento, escribir una sección para un periódico (Opiniones al margen recuerdo que la llamé y es posible que algún siglo de estos aparezca ese cuaderno en el que escribía tres o cuatro veces por semana, sepultado en algún cajón por otros muchos papeles con escritos de diferente índole), debo considerar que fue una entrevista (y el impulso de Luis Landero, su ojo clínico para sacar a la luz las vocaciones ocultas o desconocidas) la que me hizo dar un giro de timón y, un año antes de enfrentarme a la Selectividad y tener que elegir futuro, decantarme por el periodismo y, de este modo, a punto de cumplir 25 años en esta tarea (mi debut oficial fue un 16 de julio de 1989 junto a mi querido Mairena), estoy redactando esta entrada para uno de mis blogs y el ingrediente fundamental de la misma será el contenido de una simpática, interesante y dulce entrevista con la gran Alicia Hermida, actriz que merece esos tres adjetivos y otros muchos.

   Como en tantas ocasiones, sólo una de las grandes (por cierto, suele darse la circunstancia de que muchas de ellas –Amparo Baró, Berta Riaza, María Fernanda D´Ocón, eso por no irnos de España- son embriagadoras esencias contenidas en frascos pequeños) asoma por la puerta de su camerino con una abierta sonrisa, sencilla, esperando las indicaciones del entrevistador (si hacen falta fotos, si debe ponerse el vestuario de la función, si se maquilla más), a disposición de los demás; en cuanto queda claro que sólo necesitamos un poco de recogimiento y de intimidad, Alicia retira un par de prendas de una chaise longue para que nos acoplemos ahí, en un ambiente cálido de temperatura externa y, sobre todo, por la manera en que bombea su corazón, por su paz de espíritu, por la calma y rubor con el que acepta los elogios del que se reconoce como rendido admirador suyo (ya lo he dicho muchas veces, he conseguido que la profesión no me haga perder ni un ápice de mi entusiasmo y devoción por personas a las que admiro –aunque en la cercanía sí se me han derrumbado mitos, no como artistas porque lo uno no quita lo otro, pero sí como personas-). Debo reconocer que no siento una especial predilección por Juan Mayorga, sus textos tienden a parecerme demasiado alambicados, más pendientes de epatar, de demostrar su inteligencia que de establecer una dialéctica con el espectador, o se imponen como la única visión y no consienten discrepancias, no propician diálogo, o alejan al público con una excesiva simbología, con sobreabundancia de metáforas; pero en esta ocasión, aunque no lo encuentre acabado, aunque se pierda demasiado alejándose de aquello a lo que termina pareciéndose pero sin tocar las fibras que debiese en el patio de butacas (al menos en mi caso; como siempre, hablo de mis apreciaciones), El arte de la entrevista, la obra que ahora presenta en el María Guerrero, me hizo reflexionar, despertó interrogantes, me motivó, me llamó la atención como persona, pero muy especialmente como periodista, al girar en torno a ese encuentro entre dos personas que, por mucho que se diga, depende especialmente del que responde, de su disposición, de sus ganas, de su personalidad; claro que el que pregunta debe llevar la lección bien aprendida, ha de demostrar un trabajo previo, un interés, ser un buen psicólogo, captar a veces de un rápido vistazo lo que puede esperar del que tiene enfrente, no ceñirse a un esquema, poseer un extenso conocimiento sobre el personaje que le permita improvisar como si todo estuviera pactado, encontrar el tono adecuado en la primera pregunta, pero nada será posible si el entrevistado no se presta, no quiere o, sencillamente, tiene más tablas, más dominio, más pericia. Por fortuna, nada de esto sucede con Alicia Hermida, ya que sigue en cada momento de su vida (sobre las tablas y fuera de ellas) algo que una ocasión expresó Peter Brook: “Aunque ahora no sea capaz de decirlo literalmente, él se preguntó, es algo que se percibe en cualquiera de sus trabajos, si es posible hacer un arte que no pretenda comunicar, que no posibilite la comunicación, digamos que sea sencillamente arte por arte, no sé, mera estética. Yo creo que, por mucho mérito que pueda tener, si detrás de ese impulso no existe un anhelo de comunicar, de hablar con los otros, estamos perdidos”. Le comento que, de alguna forma, de eso habla esta función y lo positivo (es uno de sus aciertos) es que lo hace desde lo pequeño, desde lo pedestre si se quiere expresar así: como parte de un ejercicio escolar, una cámara de vídeo entra en el hogar que comparten tres mujeres (abuela, madre e hija y nieta de ambas) y transforma sus relaciones al convertirse las unas en interrogadoras de las otras (por cierto, conviene destacar el buen trabajo de Luisa Martín y Elena Rivera a quienes se les entiende absolutamente todo lo que dicen sin necesidad de gritos o exageradas modulaciones –señalarlo en el caso de Alicia Hermida sería redundante-, sabiendo proyectar y manejar la voz en un escenario): “Sí, es cierto que Mayorga saca a la luz una de las carencias de la sociedad actual: la falta de curiosidad por los otros. No me gusta nada cuando veo a los jóvenes con sus aparatos de música por la calle, en el metro, aislados, creando una barrera con el exterior; tal vez sea una deformación profesional, porque para los actores es básico saber observar, mirar a los demás, pero me parece que vivimos demasiado preocupados por nosotros mismos, demasiado metidos en el silencio”. Ya que hemos empezado por ahí, en este mundo atomizado en el que, sin embargo, las posibilidades de comunicación han aumentado exponencialmente, nos detenemos en el núcleo del texto de Mayorga, es decir, la adolescente vuelve sus ojos, un poco por obligación, un mucho por necesidad, hacia su abuela, esa señora que está perdiendo los recuerdos, que está experimentando los primeros estragos del Alzheimer, esa mujer a la que da por sabida, a la que no presta atención, esa mujer a la que apenas le queda tiempo para transmitir su experiencia: “Es una lástima que no sepamos qué hacer con nuestros mayores, parece que todo está organizado sólo para los jóvenes, para los fuertes, apartamos a los demás con excesiva facilidad, a las primeras de cambio; no los cuidamos, se los arrincona y de esta manera se pierden muchas cosas. Por desgracia, esto es algo que está muy extendido: cada vez que tengo noticia de algo que sucede en África siento escalofríos, porque dañar a ese continente es dañar nuestros orígenes, el lugar de donde venimos”. Al margen de estos asuntos, reconoce que le interesó El arte de la entrevista desde la primera lectura porque “es necesariamente abstracta, por mucho que se hable sobre temas muy concretos no se puede, no se debe concretar, debe motivar, plantear interrogantes”. ¡De eso se trata precisamente! Aunque creo que abusa demasiado de ese recurso para que la función avance, uno de los mayores hallazgos de Mayorga, volviendo a mi particular teoría sobre la entrevista (basada en tantos años de práctica), es cómo los personajes quieren contar, sienten que tienen cosas que decir, pero esperan las preguntas pertinentes o, en caso contrario, se mantendrán en el silencio o en las convenciones sociales: “Va en el mismo sentido de lo que hablábamos antes: si nadie se preocupa por mí, ¿para qué molestarme en hablar? Ahora bien, en cuanto llega la primera pregunta, ya no hay quien me pare, es más, quiero seguir respondiendo, así lo vive mi personaje”.

   Y no puedo evitar decirle que ella es, con toda justicia, una de las personas a las que mejor cuadra el título de “actriz de actores”, por sus muchas y continuadas enseñanzas, por el modo delicado en que ha sentado las bases para algunas interpretaciones prodigiosas (lo que de nuevo deja a las claras su generosidad), como fue el caso del reparto de El perro del hortelano, sobre todo de aquellos que nunca habían trabajado el verso y aprendieron a decirlo sin que se notase, respetando su musicalidad pero abordándolo con enorme naturalidad (la que siempre destila Alicia cuando ejerce como actriz): “Fue un trabajo precioso, Pilar me dio toda la libertad del mundo, todos querían que el proyecto saliese delante de la mejor forma posible, seguimos trabajando todo el rodaje, afinando, concretando, una maravilla”. Y en ese recuerdo de su otra faceta (en realidad, otra cara de la misma) surge el punto negro, el triste recuerdo del modo en que, “por asuntos que me superan, por razones económicas, por historias de los productores”, Guillaume Depardieu, “toda una estrella en Francia, uno de los actores más talentosos que me he cruzado”, tuvo que abandonar Juana la Loca muy poco antes de empezar el rodaje: “¡Fue terrible verle llorar, no entendiendo nada, siendo casi expulsado de un día al siguiente! Me dolió muchísimo e hice lo único que me pareció justo: hablé con Vicente [Aranda] y le dije que abandonaba, que Pilar [López de Ayala] podía continuar sola porque ya habíamos conseguido un rumbo, pero como compañera, como actriz, no podía consentir ese maltrato”. Aunque uno siempre tiene la mosca detrás de la oreja en cuanto al reconocimiento del público, Alicia me dice que se siente muy querida y que hay muchas personas (como yo mismo) que recuerdan alguna de sus interpretaciones en Estudio 1 (la mejor señorita de Trevélez que verán estos ojos) y se lo dicen cuando se la tropiezan o la esperan a la salida del teatro para felicitarla.

   Esta trabajadora infatigable que no ha dudado en viajar alrededor del mundo para llevar el teatro “donde está la gente”, sonríe satisfecha cuando evoca que fue pionera en actuar en las cárceles, no por soberbia, no por ufanarse, sino como sentido del deber cumplido, máxima expresión de su compromiso con el arte: “Recuerdo que Berta Riaza, una gran amiga desde siempre, aún lo somos, así lo siento -y se le ensombrece la mirada al pensar en la triste realidad y evocar a la magnífica actriz-, me dijo que iba a venir con nosotros a Nicaragua, pero le conté que no había focos, que iríamos a buscar a la gente al frente, a los hospitales de campaña, a cualquier sitio, y, claro, al igual que otros colegas, decían que en esas condiciones no era posible hacer teatro. No les censuro, cada uno lo vive de una manera, pero siempre recuerdo que estando en Libia fuimos a pasar un rato a una de sus playas y, precisamente, poco antes alguien me había preguntado qué es el teatro, cómo lo definiría; cuando parte de la compañía, sin entender el idioma local, a través de gestos, de risas, de alegría, empezó a compartir un juego con unos niños que había por allí y todos terminamos tirando piedras desde la orilla a ver quién lograba el mayor impulso, busqué a mi interlocutor para decirle “¿Qué es el teatro decías! ¡Ahí lo tienes!. No hay que darse más importancia: es la vida tal cual, ese es el mejor, el auténtico teatro”. Si ustedes se animan a ir al María Guerrero (El arte de la entrevista estará en cartel hasta el 13 de abril) encontrarán un trocito de verdad en la voz, en los movimientos, en la grandeza escénica de Alicia Hermida.                          

martes, 11 de marzo de 2014

TRIÁNGULO EQUILÁTERO





   No es que no me guste el medio (tengo la fortuna de disfrutar con mi vocación, con lo que sigo considerando mi oficio, en cualquiera de sus variantes), pero del mismo modo que la radio ha constituido un objetivo, igual que la escritura ha sido siempre una pasión por mucho que yo mismo le haya consentido adormilarse, así como he descubierto múltiples posibilidades en tantos años de ejercicio, a la televisión he llegado por carambola; como digo, no la evito, no la desdeño, pero tampoco la propicio, jamás la he buscado (al menos durante un largo tiempo: ahora llamo a todas las puertas que conozco esperando que alguna se abra). Y, sin embargo, a pesar de quién me rodease, por mucho que hubiese que bregar con la incompetencia habitual sentada en los despachos, me ha proporcionado un buen puñado de alegrías, horas efervescentes y frenéticas por las que seguir amando el periodismo y, por encima de todo, amigos de los de verdad, de los que siguen ahí cerca, de los que te valoran como persona, de los que se preocupan de conocerte más allá de lo que dices delante de un micrófono. Y aunque hoy voy a centrarme en un canal concreto, no quiero pasar por alto la oportunidad de recordar que en Telemadrid, en un lejano agosto de 1992 (pero muy cerca en mi ánimo, aún fresco en mi corazón), mientras esperábamos que nos comunicasen a qué sección nos asignaban, crucé unas palabras con alguien como yo, una becaria a punto de empezar un periplo que, en su caso, sólo un irracional, injusto y ya veremos qué más ERE ha truncado (al margen de seguir sin comprender cómo alguien puede liberarse sindicalmente de su puesto de trabajo durante más de quince años –y me quedo corto— y se lo encuentra calentito cuando el mismo expediente le obliga regresar), una recién licenciada que se llamaba Pilar García, una gran profesional, una persona con un corazón inmenso, leal más allá de cualquier medida. Y, por supuesto, tampoco olvido aquellos 6 meses en la televisión educativa de la UNED en 2002, ese tiempo delirante en el mundillo universitario (ríanse ustedes de lo que contaba Showgirls, allí sí que había vedettes que sólo querían figurar –y ranciedad y menos conocimientos de los esperados-), ese semestre bajo la batuta de, dicho en términos generales y con toda la brusquedad de que soy capaz, la persona más nefasta (y mira que las hay) con la que he topado en un medio de comunicación (compartiendo trono con cierto poeta huero que ahora quiere ser novelista), envidiosa, mediocre, babeante ante el superior, despótica con los inferiores, auténtica montaña rusa de emociones (nunca sabías por dónde iba a salir o con qué carácter llegaba), ese maravilloso tiempo compartido con Mónica Fraile, periodista versátil, compañera infatigable, apoyo imprescindible (y divertida como pocas). Pero, como decía, hoy hablaré de mi paso por otro canal de televisión, del que también extraje un tesoro femenino: Marta Valverde.

   Un amigo al que llevaba tiempo sin ver (y que ha vuelto a esfumarse aunque de vez en cuando reaparece con algún mensaje a destiempo) que actuaba como redactor jefe de Canal 7, aquel estrambótico proyecto de José Frade, me llamó para que elaborase unos guiones que dieran forma a una idea personal del productor, un programa en el que los espectadores eligiesen al mejor de todos los tiempos (ese era el título previsto y fue el que permaneció), votasen por su cantante preferido tanto en copla como en pop. Durante unos meses el proyecto anduvo un tanto varado, tanteando a posibles presentadores, hasta que un buen día me comunican que Marta va a ser definitivamente la que se encargue de la parte pop (su nombre apareció muy al principio) y que se la va a emparejar con su padre, el gran Lorenzo Valverde; para aquel chaval que vio El diluvio que viene en la delantera del entresuelo del Teatro Monumental esta noticia fue todo un acontecimiento, ¡los del canal no daban crédito a mi entusiasmo! La primera vez que me senté frente a los Valverde estuve a punto de arrodillarme frente a este actor y cantante de probada eficacia, de variados registros, alguien que debería recibir el homenaje que merece ahora que todavía puede disfrutarlo, y muy pronto tendría muchas más razones para hacerlo al compartir tantas horas de plató (estuvimos en antena casi un año completo, todas las semanas –incluido agosto-) y poder comprobar su generosidad, su bonhomía, su pundonor, su entusiasmo, su entrega, su dignidad profesional y vital. El caso es que el programa empezó con los titubeos lógicos ante los caprichos momentáneos y variables de Frade, hasta que, tras cinco emisiones, pide conocerme para hablar de algunos cambios que quiere hacer; tras pedir al director del canal que nos dejase solos, se lanzó a un monólogo desabrido en el que dijo lo que no le gustaba (que justo era lo que pidió que se hiciese al principio), hasta que se descolgó con una pregunta sorprendente: “¿Quién dirige el programa?”; la voz apenas me salía ante ese ceño más que fruncido, ante esos ojos que evitaban el contacto con los tuyos pero que percibías cómo te taladraban, y cuando le confirmé el dato (que él conocía, por supuesto), me soltó un vehemente “ah, no, no, el programa lo tiene que dirigir usted, que para eso lo escribe”, rubricado con un contundente “lo va a dirigir usted” que acompañó con un movimiento del dedo índice de su mano derecha que, de haber estado cargado, me hubiese dejado clavado en el asiento. A partir de ahí sólo recuerdo gritos entre él y el director del canal cuando le comunicó la noticia (no por mí, todo he decirlo, sino harto de que se inmiscuyera en cualquier asunto y variase de sentido más que las veletas), momentos nada agradables y que nadie contactó con Marta y Lorenzo para comunicarles la noticia, que tuve que darles en el camerino poco antes de empezar la grabación semanal un par de días después; lo cierto es que fue todo un alivio (y un regalo y una muestra de confianza completa) que ambos se alegrasen una barbaridad, que Lorenzo dijera que ahora todo iba a ir sobre ruedas, que Marta expresara que ahora se sentiría comprendida, y así me lancé a una aventura en la que aprendí muchísimo y en la que ambos me enseñaron una barbaridad (incluso tuve la osadía, sugerida por el canal pero aceptada a la primera ocasión por ambos, de compartir pantalla con ellos en el programa final). Fueron, como digo, muchas horas frente a ese enrome croma en el que Marta y Lorenzo se empeñaron en respetar mis guiones hasta la última coma (con aportes geniales gracias a la ironía de ella y a la sabiduría de él, a la simpatía de la hija y al gracejo del padre), trabajando como si fuésemos uno, imprimiendo toda la personalidad que era posible (mientras Frade no dijese nada, todo iba bien) a un formato que, de haber contado con más medios y menos vigilancia, hubiese podido dar mucho más de sí, pero del que me siento muy orgulloso porque se hizo con entusiasmo, con pundonor, y me facilitó el acceso al “papi” (como se conoce a Lorenzo en la profesión), ese ser cariñoso que sigue cantando como los ángeles (aún está muy cercana su participación en Follies, uno de los mejores musicales que se han hecho en España), y a Marta, la artista generosa que me sigue llamando “mi director”.

   Y el caso es que ese 2003 supuso el ascenso definitivo de esta Valverde (la otra, ya lo saben, es Loreto, triunfando con Sonrisas y lágrimas por toda España) a lo más alto porque fue elegida para participar en Cabaret, el montaje de Sam Mendes trasladado a Madrid, montaje que la reunió con su amiga Natalia Millán, con la que puede decirse que inició su carrera en el primer My Fair Lady que se montó aquí. Aún la recuerdo llegar pletórica tras el último casting con la confirmación de haber sido seleccionada, aún puedo verla practicar con el acordeón que tuvo que aprender a tocar (es una trabajadora casi infatigable: cualquier parón era bueno para ensayar y prefería hacer eso a retocar el maquillaje o sencillamente descansar), jamás olvidaré esa noche de estreno (en la que sentados en uno de los sofás del patio de butacas que no era tal sino un auténtico cabaret brindamos, como Pablo dijo al alzar la copa, por la magia de nuestro amor), ese final de primer acto en que, sabiendo que trabajábamos juntos, colegas y gentes de la profesión vinieron a pedirme que felicitase a Marta por lo conseguido y demostrado (y ella, que es así, me decía que en parte me lo debía a mí… ¡Es para comérsela!). Y no mucho después llegó Mamma mía!, que la reunió con Alberto Vázquez, con el que también puede decirse que inició su carrera en aquel My Fair Lady con Alberto Closas y Ángela Carrasco, otra de esas noches gloriosas de estreno, otro momento para el abrazo cariñoso de la que, tal vez, hinchando pecho, deba considerar mi estrella (aunque todo se lo ha ganado con su esfuerzo, su entrega, sus ganas, su ¿por qué no decirlo? inconsciencia –necesaria en todo artista que se precie-). Y en todo este tiempo hemos mantenido el contacto, el cariño, el anhelo de que algún día volvamos a reunirnos profesionalmente, siempre ha tenido un momento para hablarme, atenderme, quererme, ha sido Marta sin necesidad de apellidos, focos o lentejuelas, una buena amiga.

   Y ahora se ha reunido con Natalia Millán y Alberto Vázquez en el espectáculo ¿Hacemos un trío? Algo más que un cabaret para compartir experiencias, recuerdos, anécdotas, canciones; aquellos tres jovenzuelos que empezaron sus carreras a la vez (bueno, Marta ya había hecho El diluvio que viene con catorce años –es una frase recurrente en el show, un guiño divertido de los muchos que hay a los que los han seguido durante todo este tiempo-) demuestran su espléndida madurez artística cantando, bailando, interactuando, llenando el escenario con su magnetismo, su poderío, sus grandes voces (si en algo destacan, por encima de las otras disciplinas que ejecutan con maestría, es en lo vocal). Y así aparece All that jazz (y Natalia Millán parece todo un cuerpo de baile, reinventando lo que tantas veces se ha denominado “presencia escénica”) o alguno de los temas de Sondheim o, ¿por qué no?, Pueblo blanco de Joan Manuel Serrat (¡Las fibras que me tocó Alberto! ¡Cuántas lágrimas brotaron!), Alfonsina y el mar (con una Marta Valverde muy emocionada porque era la canción favorita de su madre, sacudiendo a todo el patio de butacas, conmoviendo hasta a las lámparas) o una magnífica versión a tres voces de El vagabundo y muchas sorpresas que hacen pasar un rato vibrante, inolvidable, un tipo de espectáculo vivo, cambiante, que debería estar muchos años en cartel, yendo y viniendo como el Guadiana según los compromisos de cada uno, añadiendo cosas, cambiando otras, una biografía artística que ir revisitando cada cierto tiempo para dejar claro que en España hay intérpretes muy preparados para los que el género musical no tiene secretos y los que quedan por descubrir no pueden caer en mejores manos. Y, perdónenme la inmodestia, debo mencionar que, sabiendo que estaba entre el público, en un momento dado Marta me nombró (atribuyéndome, por cierto, un conocimiento que en realidad posee Pablo) y no saben ustedes qué bonito suena tu nombre dicho en escena. ¿No lo he dicho antes? ¡Es que me la como!