Suele recurrirse a la sentencia atribuida a Felipe II para justificar el
fracaso de la que se concibió y presentó como Armada Invencible para tratar de
eludir todos los errores que pensamos no pueden ser atribuidos a nuestras
incapacidades; el caso es que me veo superado por los elementos cuando éstos se
relacionan con el mundo de la informática, con todos esos aparatos concebidos
(se supone) para facilitarnos el trabajo, agilizarlo, eficaces instrumentos que
convierten casi en un paseo militar lo que antes eran muchas horas de esfuerzo,
entrega, borradores, tachaduras, un pegajoso líquido blanco que permitía
corregir sin tener que repetir toda la hoja (aunque si persistíamos, porque
mira que somos de tropezar en la misma piedra, aquello se solidificaba cosa
mala y el pegote adquiría tal consistencia que hacía escribir sobre el mismo);
y el caso es que uno recuerda que se encabronaba bastante menos y que, aunque
para los que no tienen suficiente edad para haber conocido aquellos tiempos
prehistóricos resulte imposible, se sentía muy satisfecho al llegar al final,
valoraba mucho más la conclusión de la tarea porque, al realizarla
artesanalmente, había que aplicarse de verdad y estar muy pendiente en todo
momento ya que nada te advertía de la falla cuando ésta sucedía (aunque fuese
un mero baile de letras a la hora de teclear). Jamás negaré la maravilla que
supone poder tener a un golpe de ratón lo necesario para ir dando forma a
cualquier texto (aunque, puesto que uno nació como ratón de biblioteca, a veces
añoro aquellas mesas llenas de libros de consulta, diccionarios, cualquier
apoyo a la hora de redactar), la fluidez en la comunicación con propios y extraños,
con amigos de carne y hueso y otros virtuales (quienes, a veces, son más
reales, están más cercanos, se perciben y entregan más cariño que los así
considerados porque viven cerca y puedes verles la cara), pero me arrebato cada
vez que circunstancias que me superan me transforman en todo un analfabeto en
lo que a las nuevas tecnologías se refiere, porque lo básico, lo elemental, lo
de antes ya no se sirve, se le puso fecha de caducidad, y ahora hay que poseer
artilugios que podrían transformarte en el protagonista de Juegos de guerra cuando lo que anhelas es, tan sólo, poder seguir
escribiendo (y lo malo es que vas todo humilde a comprar un nuevo aparato y
cuando dices “si sólo lo quiero para escribir, consultar el correo, navegar por
Internet” notas la mirada de superioridad y desprecio del jovencito –porque suelen
ser los que te atienden, nacidos en ese universo, expertos desde la cuna-, tras
la cual parece desalentado –“bueno, para eso…”- y, a pesar de todo, porque no
hay nada cercano a lo que buscas/precisas, termina por encasquetarte lo menos
sofisticado que encuentra, aunque para ti siempre será un territorio proceloso en
el que aventurarte; bien, el caso es que llevo horas peleando con mi nuevo
ordenador, ese con el que sólo quiero seguir haciendo lo que hago hasta ahora,
pero no hay manera de entenderme con él: lo adquirí hace poco más de un mes y
en realidad sólo nos hemos entendido a ratos, empiezo a pensar que mis dedos
albergan una maldición porque por más que Pablo lo intenta (y tiene más
paciencia, pericia y conocimiento que yo en este terreno –y en tantos otros-) y
que sigo los pasos debidos (los mismos que en otros momentos me han permitido
ejecutar mis tareas), parece que mi particular HAL 9000 ha decidido boicotearme
y, al final, he regresado al antiguo, al que muchos llamarán antigualla pero
que, aunque hemos vivido muchos desencuentros, sigue respondiendo o, cuando
menos, posibilitando que dé forma a este texto que, con una introducción tan
extensa pero que nada tiene que ver con el objeto del mismo, empieza, de alguna
manera, explicando su título porque pudiera decirse que soy el bloguero que no
vino a escribir su blog.
Y todo porque resulta que Juan Laborda, en un momento de nuestra torrencial conversación (no se puede llamar entrevista: desde los primeros compases, casi desde antes del saludo protocolario, fue una charla entre dos amigos, entre dos personas que comparten un mismo universo, una misma pasión –o varias entrelazadas- y que se lanzan a compartir experiencias, opiniones, querencias, dimes y diretes), cuando le hablo de mi experiencia de compartir aula con Luis Landero, aunque en esos años hablaba de “la” novela como de un proyecto en el que trabajaba, casi como si nunca fuese a terminarlo, y nada nos hacía prever que bajo esa fórmula se ocultaba uno de los textos más regocijantes y placenteros que uno haya podido leer –Juegos de la edad tardía-, él, como profesor de Historia que es, reconoce esa efervescencia de los alumnos, esa curiosidad por la otra faceta del docente (además, en este caso pueden encontrar referencias a su obra, críticas, comentarios, entrevistas –gracias en gran parte a los ordenadores, lo uno no quita lo otro, mis berrinches pasan y puedo seguir escribiendo hasta el próximo encontronazo-), aunque es consciente de que a veces lo utilizan como medida disuasoria, como subterfugio para que abandone las explicaciones sobre personas y hechos que le resultan demasiado lejanos, totalmente ajenos, y tras agradecerles el interés les dice que, al revés de lo que dijo Paco Umbral, él no ha ido a clase para hablar de su libro y, por lo tanto, mejor seguir con el asesinato de Prim (que, además, sabe venderles con gran astucia porque se lo presenta como “el JFK español” -¡Qué envidia que alguien te enseñe de esa manera la Historia!-). Pero, a pesar de que ambos gozamos yéndonos de excursión por los cerros de Úbeda, nunca perdimos de vista, uno como autor, otro como periodista/lector/curioso/admirador, que el asunto de esta nuestra primera reunión (porque vendrán muchas más, estoy seguro) era hablar sobre La fragilidad del neón, la segunda novela que Juan Laborda publica y que ha editado recientemente Alrevés Narrativa.
Su alma de cinéfilo (que ha dejado patente en otros textos no novelísticos) queda al descubierto casi desde el principio, ya que la historia se articula en torno a un posible viaje de la entonces estrella en decadencia Linda Darnell al París de 1961, buscando alejarse de un nuevo fracaso sentimental, intentando recuperar el brillo perdido, queriendo reencontrarse, protagonista sin saberlo de las intrigas políticas del convulso momento (Argelia reclama su independencia y hay una guerra en curso, De Gaulle está amenazado de muerte, la herida sangrante de la Guerra Civil Española deja notar sus permanentes secuelas en un país con muchos exiliados, represaliados, huidos que cruzaron los Pirineos como única salvación): “Sin ninguna duda, Linda Darnell es el motor de la narración, ya que su llegada a París fue lo primero que escribí, lo primero que concreté de las muchas ideas que se me agolpaban”. La fragilidad del neón es una novela muy madurada, muy bien acabada, con unos cimientos muy sólidos en los que cada ingrediente está utilizado en la dosis perfecta para no adueñarse de la historia: es un estupendo microcosmos (con el paisaje al fondo -pero influyendo en la trama, en los comportamientos, en las emociones- de lo que sucedía en Francia y, por extensión, en parte de Europa) que da buena cuenta de los hechos reales sin dejar de lado la peripecia particular de cada personaje, tanto los reales como los inventados, mezclados con tal brío y acierto que muy conveniente y casi necesaria la explicación final sobre quiénes han sido inventados –aunque con muchos mimbres reales: se nota, para bien, la preparación de Juan como historiador- y quiénes existieron, puesto que la verosimilitud alcanzada en algunas páginas es tal que desde ahora uno podría caer en la tentación de decir “eso es lo que sucedió con la Darnell (o con Papon, Areilza o Malraux), mira cómo se contaba en La fragilidad del neón” o, aún más, hablar de Ramón Sandoval como de alguien real, que lo es desde el momento en que cobra vida de esa forma tan poderosa en estas páginas y porque simboliza y representa a personas que han servido al autor como modelo pero, al fin y al cabo, no deja de ser una fabulación.
“No es una novela histórica, tampoco de serie negra ni creo que pueda reducirse a la etiqueta de drama o a cualquier catalogación a secas: me gusta concebirla como historias dentro de otras historias y su mezcla, sus relaciones, sus puntos de contacto son los que conforman la historia principal”, razona Juan Laborda cuando le digo que me ha parecido estar jugando con una caja china o abriendo matrioskas hasta el infinito según avanzaba en la lectura, puesto que construye la narración con muchos referentes, tocando muchos palos, yendo de lo general a lo íntimo, entrando en las psicologías de los personajes, en sus pensamientos, exponiendo en otros momentos sus acciones, haciendo imprevisible el capítulo siguiente y, al mismo tiempo, potenciando y escarbando en la memoria del lector (porque Argelia puede resultarme ajena, pero no así cómo un familiar salió huyendo en plena contienda para evitar represalias e incluso la muerte –y lo hizo con una esposa y varios hijos: mi tío Esteban, hermano de la abuela, responsable de que tenga más familia en Francia que en España-): “He pretendido salirme de la novela, sembrar semillas y que cada cual las haga brotar a su modo, jugar de un modo que no puedo consentirme cuando ejerzo como historiador porque ahí resulta imposible escaparse del dato: un trabajo muy bonito, pero también muy angustioso porque si no encuentras el apoyo documental no puedes recurrir a la fantasía, a la especulación, porque, por mucho que señales lo que es, los lectores la rechazan en un texto de ese tipo”.
Para muchos será una novela triste, excesivamente melancólica, desoladora a ratos, pero a uno se le antoja que Laborda ha encontrado el tono correcto, el más creíble, el que esta historia precisa: “El asunto de fondo, el que mueve la narración, es el modo en que los ideales terminan por quebrarse: enfrentarse a la consecución de los mismos suelen conducir al drama, lo que no implica que haya que dejar de luchar por ellos, por supuesto, pero conviene aprender de la Historia para evitar decepciones mayores, y es algo que puede rastrearse en un lado, en el otro y en aquel, no es algo privativo de un modo de pensar. Y a partir de esta idea puedo desarrollar otra que me interesa mucho, y que creo que todavía no se asume como debería, lo que provoca que se abunde en el error una y mil veces, y es el hecho de que la ortodoxia es contradictoria porque impide que te salgas del esquema y que puedas variar la trayectoria, enmendar los fallos”, asunto que reconozco me interesa e implica mucho porque hay quien piensa que se equivocaron las personas, que traicionaron ideales, que no fueron consecuentes, cuando lo que hay que revisar son las tendencias, las consignas, las órdenes, los pensamientos, contextualizándolos, desarrollándolos, analizándolos, enriqueciéndolos. “Nos seguimos dejando llevar por el maniqueísmo histórico y, al margen de reduccionista, es falso porque el individuo actúa y sufre por encima de las ideologías, es el que importa, no podemos privarle del libre albedrío, es la única manera de evolucionar”, y ese espíritu libre, con ansias de sentirse y saberse vivo, aprendiz que comprende la lección y sabe aplicarla en el día a día, se percibe en cómo Juan se comporta en su tarea novelística porque “quiero dotar a mis personajes de una cierta esperanza, aunque la realidad se imponga, aunque huya de falsos mundos de color, pero siempre hay alguna salida, por muy estrecha que resulte, que tal vez no lleve a ninguna parte pero sí que nos saca de cada atolladero concreto”. Por eso, a pesar de no evitar (de no ocultar) las zonas oscuras, La fragilidad del neón nos muestra a personajes como Ramón, al que “nada le va, se considera al margen, incluso tiene un ataque existencialista sin él saberlo” (pasaje, por cierto, que a uno le lleva a pensar en La náusea de Sartre) o como la Darnell, “quien no es consciente de su verdadera decadencia”, hombres y mujeres que van buscando nuevos asideros, apoyos para no dejarse caer del todo por muy vencidos que se sientan; y a más de uno puede sonarle extraño, incluso contradictorio, pero lo mejor que pueden hacer es sumergirse en su lectura porque, precisamente al captar con tanta precisión los límites del dolor, de la angustia, de la decepción, resulta difícil explicarla: hay que experimentarla porque, como reconoce el propio Juan Laborda, “es una nebulosa que nunca llega a desentrañarse” (y eso es la vida en realidad y gracias a ello, nos pongamos como nos pongamos, es una tarea provechosa y satisfactoria ponerse cada día a descubrirla –si tuviese libro de instrucciones, todo sería muy mecánico, pareceríamos máquinas que, para colmo, alguien como yo seguiría sin comprender ni saber utilizar con lo que el círculo vicioso sería todavía más angustioso y opresivo-).