La otra noche vimos los dos primeros capítulos de la serie del momento,
de la nueva sensación de la HBO, esa True
Detective que tantos admiradores está encontrando por donde quiera que es
emitida (incluida cierta espectadora que, honestamente, me parece que lo hace
público por lo total que queda que por gusto propio –hay, por desgracia, muchos
que sólo se suman al carro de ver o no ver algo para sentirse superiores a los
que hacen lo contrario-); mientras que a Pablo le gustó mucho y va a continuar
disfrutándola (y lo hace porque le encanta su atmósfera, su ritmo pausado, la
estructura de la narración, algunas otras razones que ya expondrá él cuando la
vea completa, jamás se pliega a las modas aunque tampoco le dé vergüenza
seguirlas y reconocerlas si es lo que toca –de nuevo, cuántos hay que sólo
dicen lo que saben va a caer bien en su auditorio y lo mismo insultan,
literalmente, al que ve en directo la gala de los Oscar como participan
entusiasmados en una quiniela sobre los mismos y se fotografían para
inmortalizar el evento-), yo estuve incómodo desde los primeros minutos: la
encontré demasiado enfática, un tanto pagada de sí misma, revestida con demasiada
suficiencia de la aureola de calidad que con toda justicia corresponde al canal
que la avala y que nos ha proporcionado tantas horas de placer con títulos como
Angels in America, Los Soprano, Sexo en
Nueva York, A dos metros bajo tierra o Big
Love (sí, ya sé que faltan muchos, pero sólo cito algunos de los que he
visto –el trabajo de ver ficción aumenta casi a cada minuto y la bandeja de
asuntos pendientes no deja de engrosar su volumen-), con una estética más
tendente a epatar que a cautivar, la que es tan cara al director Cary Joji
Fukunaga (aunque respeto y comprendo al que guste del producto porque, como
siempre, me limito a dar una opinión propia, a transmitir mi apreciación, que
puede haber sido precipitada pero con todo lo que va llegando si dos episodios
no me han enganchado debo pasar a otra cosa). Reflexionando un poco más y
preparando el presente escrito, fui más consciente de que gran parte de mi
rechazo se debe a los personajes protagonistas y a los actores que los
encarnan; Woody Harrelson y Matthew McConaughey son dos de esos intérpretes que
me crispan, me agotan, me resultan repetitivos, en pocas ocasiones me
sorprenden, rara vez consiguen que empatice con ellos (y es algo que ha hecho
más veces el primero que el segundo, de quien ya he escrito demasiado
últimamente por ganar uno de esos Oscar que premian lo afectado, lo falso, el
disfraz, la mueca) y eso es algo fundamental en el género en que nos movemos, puesto
que si el investigador no nos interesa, ya puede estar la trama
inteligentemente planificada, bien enmarañada, saber crear adicción, tensión,
interrogantes, que terminaremos por desviar nuestra atención. Y no es por sus
tintes sombríos, por su alteración de lo que resultaría lógico, porque no
responden al canon, puesto que casi desde el principio ha habido predilección
por los detectives que se lo saltaban, aquellos que potenciaban su atractivo
gracias a sus recovecos, a sus rincones más oscuros, cercanos a lo que con el
tiempo dio en llamarse antihéroes o perdedores (y mucho más auténticos que el
estereotipo a que dio pie la etiqueta), dispuestos a saltarse las restricciones
de la ley a las primeras de cambio y así tenemos a un Sherlock Holmes cocainómano,
tan engreído y fatuo como Hércules Poirot, quien además presenta unas
particularidades físicas muy risibles y unos modos ciertamente ridículos; o a
un Philip Marlowe que se pasea con unas alforjas demasiado llenas de
desencanto, apatía vital, cinismo y bruma anímica, un comisario Maigret que se
plantea cuestiones morales y busca soluciones no siempre acordes con los
estamentos a los que representa e incluso un doctor Lecter fascinante,
atractivo a pesar de su amoralidad, de sus preferencias gastronómicas, de su
condición de asesino convicto. La pieza fundamental para que una narración
policiaca tenga éxito es quién es el investigador, cómo se comporta, en qué nos
llama la atención; Pepe da Rosa lo dejó muy claro en aquellas sevillanas
tituladas Los cuatro detectives,
glosa de los que en ese momento –mediados de los años 70 del siglo XX- convocaban
a millones de espectadores ante la pequeña pantalla porque para definir a uno
de mis personajes más queridos, el teniente Colombo, más de una vez he
recurrido a lo de “se pone a rastrear, que no se fía,/ igual que un perro en
una cacería, / se mete por el ojo de una aguja, / se fija en una simple
tontería / y da con el granuja” (y seguro que sus muchos admiradores
coincidirán en que con esas pocas frases queda perfectamente trazada la
singularidad de la gran creación de Peter Falk). Estoy convencido de que si el
añorado humorista viviese dedicaría uno de sus cantes a Laura Lebrel, todo un
hallazgo de Javier Holgado y Carlos Vila que, para regocijo de los que gustamos
de sus aventuras y amamos la literatura de misterio, da el salto al libro y lo
hace por la puerta grande.
“Desde el principio, Laura fue así de divertida y muy metepatas”, confiesan Javier Holgado y Carlos Vila en una conversación mantenida en las oficinas de su editorial (Plaza y Janés) que podría formar parte de uno de sus guiones puesto que una virulenta gripe impide a Carlos desplazarse y Javier y un servidor contactamos con él a través de un teléfono puesto en el modo manos libres, recurso que, de alguna manera, aparece en Laura y el misterio de la Isla de las Gaviotas cuando todos los sospechosos creen escuchar un asesinato a través de la emisora de radio que comunica el hotel en que se encuentran con un faro próximo (y si están todos juntos, ¿quién comete el crimen?). Pero no nos dejamos llevar por la diversión de sentirnos parte de la trama y hablamos sobre lo que importa, es decir, sobre la novela y la serie, aunque en realidad nos ponemos a compartir experiencias lectoras con el entusiasmo de los que hablan un lenguaje común, el de los pertenecientes a la cofradía de consumidores compulsivos de cualquier texto en el que se anuncie un asesinato o se prometa la resolución de un enigma: “No rechazamos los muchos referentes que existen, de hecho los consideramos necesarios, pero de verdad que la señora Fletcher de "Se ha escrito un crimen" o la señorita Marple o personajes de ese tipo no estaban en nuestra cabeza, sí en nuestro subconsciente de seguidores del género, cuando empezamos a imaginar a Laura Lebrel, a la que vimos ya en el primer esbozo como un pez fuera del agua, por eso nos gustó que fuera policía y no una aficionada”, personaje que, por cierto, ha sido muy bien acogido por sus homólogas reales, esas mujeres que al abandonar la comisaría recogen a sus hijos en el colegio o entre atestado y atestado repasan la lista de la compra, “han encontrado a una igual, alguien que es creíble más allá de las convenciones a las que el género obliga, y esa es siempre nuestra premisa, tanto en obras anteriores como con Laura: que lo narrado sea verosímil”. Coincido plenamente con esta afirmación porque el lector recurre a títulos de este tipo para ser engañado, para evadirse, para dejarse llevar, pero no quiere que el autor sea deshonesto, se permita explicaciones que no satisfacen, dé soluciones con datos que no pueden rastrearse en el texto, tal vez en esa sencillez, en ese aire cotidiano, en esa cercanía, radica gran parte del éxito de Los misterios de Laura, en el que una pieza clave es, sin duda, María Pujalte: “Es imposible separarlas: desde que ella se incorporó al proyecto, Laura cogió su propio vuelo porque María fue transformando nuestras ideas en realidad, las dotó de sentido, incorporó una manera de hablar, de moverse, esa enorme naturalidad, la que hemos respetado en la novela porque, se conozca o no la serie, Laura y el resto de personajes principales han de responder al magnífico trabajo de los actores. Es asombroso cómo planifica cada explicación final para no repetirse, cómo estudia los guiones para que encontremos la mejor manera de desarrollar el colofón y propone hacerlo un día como si estuviese dando una clase, otro al modo de Perry Mason, dependiendo de la historia y del carácter de los sospechosos”. En este trabajo de ir transformando los guiones en imágenes y de dotar de su propia personalidad al personaje, también fue decisiva la participación del primer productor de la serie, Aitor Montánchez: “Él fue quien nos dijo que eliminásemos parte de sus problemas económicos, su tono excesivamente de Calimero, porque si la machacábamos demasiado el público terminaría por rechazarla y lo cierto es que hubiese tomado una deriva más social que policiaca. ¡Y fue al que se ocurrió que vistiese una gabardina como otro guiño más! ¡Seguro que Colombo aplaude el modo en que Laura ha recogido su testigo!”.
Los guiños, ese lenguaje común del aficionado, se han agrandado en la novela para bien: “Somos conscientes de que hay muchos caminos trillados, de que en realidad es muy complicado resultar original, pero eso no es malo, puesto que en realidad el lector tiene muy claro lo que busca y demasiadas revueltas le ponen nervioso. Los cambios, las novedades han de resultar sutiles y afectan más al modo en que cuentas una historia que, de una forma u otra, ya hemos leído antes”. La manera de titular los episodios recuerda mucho a cómo lo hacía Erle Stanley Gardner –“hay títulos mejores que las novelas”- o la serie de Los Tres Investigadores: se trata de adjetivar de una manera insólita, hechizante, imaginativa y, así, hablar de diablos danzantes, perros invisibles, gatitos imprudentes o dedos luminosos, pero para el trasvase literario de Laura han preferido hacer al modo de Enid Blyton (“Son las lecturas que nos marcaron, sin ellas no hubiéramos llegado hasta aquí, por eso quisimos que apareciesen en el texto y que Laura se reconozca como voraz lectora de las mismas” –y qué quieren que les diga, hasta me emocioné al encontrar la referencia y cuando comparto con Javier y Carlos mis entusiasmos de chaval-). Pero si algunos piensan que el volumen se limita a ampliar uno de los episodios emitidos o reproducir ese esquema (a ser una burda novelización como tantas veces se ha publicado –y a veces ni siquiera se ha intentado dar una somera forma literaria-), deben aminarse a cogerlo porque se llevarán una gratísima sorpresa, ya que Laura y el misterio de la Isla de las Gaviotas es una novela con todas las de la ley, totalmente independiente de la serie que le ha dado origen en el sentido de que se ha planificado para que pueda ser comprendida por cualquier lector, “el espectador tiene alguna recompensa, pero al irnos atrás en el tiempo, al contar lo que no se ha visto en televisión pudimos desarrollar todo lo que ha quedado fuera de la pantalla y escribir sin freno, sin condicionantes técnicos, sin tener en cuenta costes de producción”. Al margen de lo que nos guste la serie (a la que, por cierto, la audiencia parece estar dejando un tanto de lado, en parte debido al maltrato a que TVE la está sometiendo con cambios de día de emisión, reajustes de programación, interrupción de su dinámica –aunque, por desgracia, es algo que incluso se hace en EEUU-), los seguidores de Laura, los muchos que a buen seguro ha de ganar en esta aventura literaria, estamos de enhorabuena porque Javier y Carlos son escritores (que se hayan dedicado, y sigan haciéndolo, a los guiones no les exime de esta realidad -¿qué hace el guionista?-) y han elaborado una historia de largo aliento, al modo clásico, con precisa y prolija presentación y elaboración de personajes, dilatando la aparición de la estrella, haciendo una apuesta arriesgada para los que se conforman con lo fácil, con la mera fórmula, terminando de construir lo que ya era perceptible en televisión: “Laura es un personaje con el peso específico suficiente para tener continuidad más allá de la pantalla porque tiene un mundo muy rico que seguir explorando; lo cierto es que queríamos apuntalar cada nueva temporada con una novela, pero no tenemos muy claro el futuro de la serie”. Yo, como tantas veces, me rebelo ante los dictados del mercado, las cifras de audiencia y demás zarandajas que no pueden poner freno a la creatividad, al trabajo bien hecho, a la calidad; espero que se olviden prejuicios y se lea este libro como merece porque está espléndidamente escrito, magníficamente trenzado y porque es emocionante cuando debe serlo, abre continuos interrogantes que sabe cerrar cuándo y cómo conviene y nos devuelve el sabor de la literatura policiaca que más nos gusta, aportando un aire muy nuestro (con tono propio, pero muy al hilo de lo que hicieran y hacen porque el género pueda llevar con orgullo el patronímico “español” Vázquez Montalbán, González Ledesma o Giménez Bartlett), siendo muy respetuosos con el lector: “Nos hemos dejado la piel porque no queríamos dar gato por liebre”. ¡Pues no saben ustedes cómo se nota y cómo se agradece! ¡Larga vida a la Laura Lebrel de las novelas! (y también a la de la televisión, claro).