No es que no me guste el medio (tengo la
fortuna de disfrutar con mi vocación, con lo que sigo considerando mi oficio,
en cualquiera de sus variantes), pero del mismo modo que la radio ha
constituido un objetivo, igual que la escritura ha sido siempre una pasión por
mucho que yo mismo le haya consentido adormilarse, así como he descubierto
múltiples posibilidades en tantos años de ejercicio, a la televisión he llegado
por carambola; como digo, no la evito, no la desdeño, pero tampoco la propicio,
jamás la he buscado (al menos durante un largo tiempo: ahora llamo a todas las
puertas que conozco esperando que alguna se abra). Y, sin embargo, a pesar de
quién me rodease, por mucho que hubiese que bregar con la incompetencia
habitual sentada en los despachos, me ha proporcionado un buen puñado de
alegrías, horas efervescentes y frenéticas por las que seguir amando el
periodismo y, por encima de todo, amigos de los de verdad, de los que siguen
ahí cerca, de los que te valoran como persona, de los que se preocupan de
conocerte más allá de lo que dices delante de un micrófono. Y aunque hoy voy a
centrarme en un canal concreto, no quiero pasar por alto la oportunidad de
recordar que en Telemadrid, en un lejano agosto de 1992 (pero muy cerca en mi
ánimo, aún fresco en mi corazón), mientras esperábamos que nos comunicasen a
qué sección nos asignaban, crucé unas palabras con alguien como yo, una becaria
a punto de empezar un periplo que, en su caso, sólo un irracional, injusto y ya
veremos qué más ERE ha truncado (al margen de seguir sin comprender cómo
alguien puede liberarse sindicalmente de su puesto de trabajo durante más de
quince años –y me quedo corto— y se lo encuentra calentito cuando el mismo
expediente le obliga regresar), una recién licenciada que se llamaba Pilar
García, una gran profesional, una persona con un corazón inmenso, leal más allá
de cualquier medida. Y, por supuesto, tampoco olvido aquellos 6 meses en la
televisión educativa de la UNED en 2002, ese tiempo delirante en el mundillo
universitario (ríanse ustedes de lo que contaba Showgirls, allí sí que había vedettes que sólo querían figurar –y ranciedad
y menos conocimientos de los esperados-), ese semestre bajo la batuta de, dicho
en términos generales y con toda la brusquedad de que soy capaz, la persona más
nefasta (y mira que las hay) con la que he topado en un medio de comunicación
(compartiendo trono con cierto poeta huero que ahora quiere ser novelista),
envidiosa, mediocre, babeante ante el superior, despótica con los inferiores,
auténtica montaña rusa de emociones (nunca sabías por dónde iba a salir o con
qué carácter llegaba), ese maravilloso tiempo compartido con Mónica Fraile,
periodista versátil, compañera infatigable, apoyo imprescindible (y divertida
como pocas). Pero, como decía, hoy hablaré de mi paso por otro canal de televisión,
del que también extraje un tesoro femenino: Marta Valverde.
Un amigo al que llevaba tiempo sin ver (y
que ha vuelto a esfumarse aunque de vez en cuando reaparece con algún mensaje a
destiempo) que actuaba como redactor jefe de Canal 7, aquel estrambótico
proyecto de José Frade, me llamó para que elaborase unos guiones que dieran
forma a una idea personal del productor, un programa en el que los espectadores
eligiesen al mejor de todos los tiempos (ese era el título previsto y fue el
que permaneció), votasen por su cantante preferido tanto en copla como en pop. Durante
unos meses el proyecto anduvo un tanto varado, tanteando a posibles
presentadores, hasta que un buen día me comunican que Marta va a ser
definitivamente la que se encargue de la parte pop (su nombre apareció muy al
principio) y que se la va a emparejar con su padre, el gran Lorenzo Valverde;
para aquel chaval que vio El diluvio que
viene en la delantera del entresuelo del Teatro Monumental esta noticia fue
todo un acontecimiento, ¡los del canal no daban crédito a mi entusiasmo! La primera
vez que me senté frente a los Valverde estuve a punto de arrodillarme frente a
este actor y cantante de probada eficacia, de variados registros, alguien que debería
recibir el homenaje que merece ahora que todavía puede disfrutarlo, y muy pronto
tendría muchas más razones para hacerlo al compartir tantas horas de plató
(estuvimos en antena casi un año completo, todas las semanas –incluido agosto-)
y poder comprobar su generosidad, su bonhomía, su pundonor, su entusiasmo, su
entrega, su dignidad profesional y vital. El caso es que el programa empezó con
los titubeos lógicos ante los caprichos momentáneos y variables de Frade, hasta
que, tras cinco emisiones, pide conocerme para hablar de algunos cambios que
quiere hacer; tras pedir al director del canal que nos dejase solos, se lanzó a
un monólogo desabrido en el que dijo lo que no le gustaba (que justo era lo que
pidió que se hiciese al principio), hasta que se descolgó con una pregunta
sorprendente: “¿Quién dirige el programa?”; la voz apenas me salía ante ese
ceño más que fruncido, ante esos ojos que evitaban el contacto con los tuyos
pero que percibías cómo te taladraban, y cuando le confirmé el dato (que él
conocía, por supuesto), me soltó un vehemente “ah, no, no, el programa lo tiene
que dirigir usted, que para eso lo escribe”, rubricado con un contundente “lo
va a dirigir usted” que acompañó con un movimiento del dedo índice de su mano
derecha que, de haber estado cargado, me hubiese dejado clavado en el asiento. A
partir de ahí sólo recuerdo gritos entre él y el director del canal cuando le
comunicó la noticia (no por mí, todo he decirlo, sino harto de que se
inmiscuyera en cualquier asunto y variase de sentido más que las veletas),
momentos nada agradables y que nadie contactó con Marta y Lorenzo para
comunicarles la noticia, que tuve que darles en el camerino poco antes de
empezar la grabación semanal un par de días después; lo cierto es que fue todo
un alivio (y un regalo y una muestra de confianza completa) que ambos se
alegrasen una barbaridad, que Lorenzo dijera que ahora todo iba a ir sobre
ruedas, que Marta expresara que ahora se sentiría comprendida, y así me lancé a
una aventura en la que aprendí muchísimo y en la que ambos me enseñaron una
barbaridad (incluso tuve la osadía, sugerida por el canal pero aceptada a la
primera ocasión por ambos, de compartir pantalla con ellos en el programa final).
Fueron, como digo, muchas horas frente a ese enrome croma en el que Marta y
Lorenzo se empeñaron en respetar mis guiones hasta la última coma (con aportes
geniales gracias a la ironía de ella y a la sabiduría de él, a la simpatía de
la hija y al gracejo del padre), trabajando como si fuésemos uno, imprimiendo
toda la personalidad que era posible (mientras Frade no dijese nada, todo iba
bien) a un formato que, de haber contado con más medios y menos vigilancia,
hubiese podido dar mucho más de sí, pero del que me siento muy orgulloso porque
se hizo con entusiasmo, con pundonor, y me facilitó el acceso al “papi” (como
se conoce a Lorenzo en la profesión), ese ser cariñoso que sigue cantando como
los ángeles (aún está muy cercana su participación en Follies, uno de los mejores musicales que se han hecho en España),
y a Marta, la artista generosa que me sigue llamando “mi director”.
Y el caso es que ese 2003 supuso el ascenso
definitivo de esta Valverde (la otra, ya lo saben, es Loreto, triunfando con Sonrisas y lágrimas por toda España) a
lo más alto porque fue elegida para participar en Cabaret, el montaje de Sam Mendes trasladado a Madrid, montaje que
la reunió con su amiga Natalia Millán, con la que puede decirse que inició su
carrera en el primer My Fair Lady que
se montó aquí. Aún la recuerdo llegar pletórica tras el último casting con la
confirmación de haber sido seleccionada, aún puedo verla practicar con el
acordeón que tuvo que aprender a tocar (es una trabajadora casi infatigable:
cualquier parón era bueno para ensayar y prefería hacer eso a retocar el
maquillaje o sencillamente descansar), jamás olvidaré esa noche de estreno (en
la que sentados en uno de los sofás del patio de butacas que no era tal sino un
auténtico cabaret brindamos, como Pablo dijo al alzar la copa, por la magia de
nuestro amor), ese final de primer acto en que, sabiendo que trabajábamos
juntos, colegas y gentes de la profesión vinieron a pedirme que felicitase a
Marta por lo conseguido y demostrado (y ella, que es así, me decía que en parte
me lo debía a mí… ¡Es para comérsela!). Y no mucho después llegó Mamma mía!, que la reunió con Alberto
Vázquez, con el que también puede decirse que inició su carrera en aquel My Fair Lady con Alberto Closas y Ángela
Carrasco, otra de esas noches gloriosas de estreno, otro momento para el abrazo
cariñoso de la que, tal vez, hinchando pecho, deba considerar mi estrella
(aunque todo se lo ha ganado con su esfuerzo, su entrega, sus ganas, su ¿por
qué no decirlo? inconsciencia –necesaria en todo artista que se precie-). Y en
todo este tiempo hemos mantenido el contacto, el cariño, el anhelo de que algún
día volvamos a reunirnos profesionalmente, siempre ha tenido un momento para
hablarme, atenderme, quererme, ha sido Marta sin necesidad de apellidos, focos
o lentejuelas, una buena amiga.
Y ahora se ha reunido con Natalia Millán y
Alberto Vázquez en el espectáculo ¿Hacemos un trío? Algo más que un cabaret para compartir experiencias, recuerdos,
anécdotas, canciones; aquellos tres jovenzuelos que empezaron sus carreras a la
vez (bueno, Marta ya había hecho El
diluvio que viene con catorce años –es una frase recurrente en el show, un
guiño divertido de los muchos que hay a los que los han seguido durante todo
este tiempo-) demuestran su espléndida madurez artística cantando, bailando,
interactuando, llenando el escenario con su magnetismo, su poderío, sus grandes
voces (si en algo destacan, por encima de las otras disciplinas que ejecutan
con maestría, es en lo vocal). Y así aparece All that jazz (y Natalia Millán parece todo un cuerpo de baile,
reinventando lo que tantas veces se ha denominado “presencia escénica”) o
alguno de los temas de Sondheim o, ¿por qué no?, Pueblo blanco de Joan Manuel Serrat (¡Las fibras que me tocó
Alberto! ¡Cuántas lágrimas brotaron!), Alfonsina
y el mar (con una Marta Valverde muy emocionada porque era la canción
favorita de su madre, sacudiendo a todo el patio de butacas, conmoviendo hasta
a las lámparas) o una magnífica versión a tres voces de El vagabundo y muchas sorpresas que hacen pasar un rato vibrante,
inolvidable, un tipo de espectáculo vivo, cambiante, que debería estar muchos
años en cartel, yendo y viniendo como el Guadiana según los compromisos de cada
uno, añadiendo cosas, cambiando otras, una biografía artística que ir
revisitando cada cierto tiempo para dejar claro que en España hay intérpretes
muy preparados para los que el género musical no tiene secretos y los que
quedan por descubrir no pueden caer en mejores manos. Y, perdónenme la
inmodestia, debo mencionar que, sabiendo que estaba entre el público, en un
momento dado Marta me nombró (atribuyéndome, por cierto, un conocimiento que en
realidad posee Pablo) y no saben ustedes qué bonito suena tu nombre dicho en
escena. ¿No lo he dicho antes? ¡Es que me la como!