jueves, 27 de marzo de 2014

DADME UNA BUTACA Y SE MOVERÁ EL MUNDO










   No soy muy de celebrar el día concreto en que alguien (me da igual que sea la UNESCO que unos grandes almacenes) decidió que debemos acordarnos de alabar, querer, felicitar, prestar atención a aquello a lo que, casi con toda seguridad, apenas se la concedemos el resto del año, bien por indiferencia, bien por descuido, bien porque lo damos por hecho/sabido; pero el caso es que hoy es el Día Mundial del Teatro y nunca me parece demasiada atención, demasiado cariño, demasiado tiempo el dedicado a una de las artes que más me hace disfrutar, que más me apasiona, de la que quiero seguir sabiendo, aprendiendo, conociendo, gozando, aburriéndome, el caso es que exista, que amplíe su oferta, que nos sorprenda, que se expanda, que continúe siendo lo que siempre ha sido, lo que no puede perderse: una experiencia, una ceremonia, un lugar de encuentro, que no caiga en manos de unos cuantos que le ajusten las costuras a su conveniencia, a su gusto, a su placer, a sus carencias y utilicen su nombre en vano, vendiendo como tal lo que es otra cosa (respetable siempre que se haga con entrega, oficio, profesionalidad, pasión), relegando estilos, tonos, fórmulas, tradiciones, clásicos en aras de una pretenciosa modernidad (en realidad, lo más antiguo, lo que incluso nace pasado de moda, lo coyuntural que sólo tendrá vigencia unas cuantas horas, lo que resultará incomprensible en pocos meses por mucho que se contextualice y por mucho conocimiento que tenga el público de las circunstancias que lo motivaron).

   Aunque suene repetitivo, como tantos de mi generación nací amando el teatro sin saberlo, sin ser consciente, gracias a que TVE dedicaba gran parte de su programación a este hecho de una manera u otra, siendo el por derecho y méritos propios mítico Estudio 1 cita obligada (más allá de que sólo hubiese dos cadenas porque se esperaba el momento con emoción) para conocer autores, textos, actores, para anhelar dar el salto y transformarse en espectador en una sala, sin el filtro de la pantalla, para aprehender la magia del suceso irrepetible, el que se representa sólo para ti, las lágrimas son las del día que tú estuviste, las de mañana serán distintas, no hay posibilidad de repetir ni volver atrás, siempre en pirueta mortal sin red, masticando el silencio (aunque el respetable no siempre ha sido respetuoso –los móviles y demás artilugios no han hecho sino exacerbar esa actitud de “yo pago y puedo hacer lo que quiera” porque caramelos, toses sin recato, culos inquietos ha habido, hay y habrá-), compartiendo las carcajadas o contagiándose de las del vecino, reaccionando a los impulsos que llegan desde escena, rompiendo la cuarta pared, esa que sin necesidad de alardes ni estrambotes ni montajes innecesarios y/o aparatosos han sabido derribar los creadores, los artistas de cualquiera de las disciplinas que pueden ejercerse sobre las tablas (a la luz de los focos o entre cajas). Recuerdo una conversación con la maravillosa Nuria Espert cuando estaba representando ¿Quién teme a Virginia Woolf? junto a Adolfo Marisllach (gracias a ella, a su empeño, a su reto, pudimos despedirnos del espléndido actor dedicado tanto tiempo a ser un impresionante director) en la que le agradecí que aceptase la invitación de un programa infantil que se emitía los sábados por la mañana a comienzos de los 80 (aún no se llamaba Sabadabada, en sus inicios fue conocido como De doce a dos, o sea, sus horas de emisión), puesto que allí representó parte del primer acto de Doña Rosita la soltera y permitió que los chavales nos enamorásemos de Lorca (¡Para que luego vengan algunos a torcer el hocico porque añoremos aquella televisión!); años después tuve ocasión, feliz ocasión, de volver a entrevistarla con Pablo cuando hacíamos radio juntos y ha sido una de las charlas más gozosas que he vivido porque fue la reunión de tres amantes del teatro más allá de la profesión de cada uno, tres personas que vibran con lo sentido en torno al mismo (de hecho, hemos coincidido varias veces con ella como espectadores –la última, ante la inmensa Concha Velasco de Hécuba-), que respiran esa atmósfera particular que sólo se percibe en un teatro, que hablan ese lenguaje elíptico y restringido con el que los amantes de este arte nos reconocemos al minuto (y por el que nos saltan las alarmas con tantos que se declaran lo que en realidad no son, que viven más para la parafernalia de ir, estar, dejarse ver, sentirse parte de la pomada, hacer ver que lo importante no es el espectáculo en sí sino que ellos participan, aplauden –aunque luego no sepan expresar qué o por qué-, carcajean, demuestran una forzada intensidad, no son realmente espectadores, quieren ser parte –en realidad usurparlo- del evento).

   Y precisamente con Pablo he podido aún más crecer tanto en lo personal como en lo profesional porque su adoración por el teatro, su gusto por el mismo, su pasión por él, se me ha inoculado muy dentro espoleando la mía, añadiéndole cimientos, curiosidades, preferencias, ampliándome las miras, trasvasando del uno al otro aquello que vivimos antes de conocernos, creando parte de nuestra intimidad en torno a este disfrute, buscando incansablemente dónde, quién, cómo, cuándo se representa esa obra que querríamos ver, esa reposición que nos interesa, ese texto que anhelamos, cuándo sube a las tablas esa actriz por la que sentimos veneración, ese actor que nos apabulla con su excelencia, y aunque la cartelera madrileña no depare demasiadas alegrías para dos románticos a la vieja usanza siempre hay oportunidad para la alegría cuando, por ejemplo, el próximo lunes recuperaremos a Julia Gutiérrez Caba en el María Guerrero (y alguna otra sorpresa que aún no puedo desvelar porque formará parte de la celebración de nuestro undécimo aniversario y por eso sepulto con este paréntesis). Y, sobre todo, cuando a finales de mayo regresaremos a Londres, ese lugar en el que reconciliarse con el teatro, en el que entrar en otra dimensión, en el que morirse de envidia y perecer de emoción, sobrepasados por esas marquesinas, por esos carteles, por esas funciones, por esos edificios, donde hemos babeado con Vanessa Redgrave, Judi Dench, Helen Mirren, Debbie Reynolds, Connie Fisher y tanto talento como ha pisado y pisa el West End, cita para la que hemos ahorrado como hormiguitas, prescindiendo de cosas que no echamos de menos porque el alimento que necesitamos es ese y allá los demás si sobreviven de otra forma, lugar al que vamos como peregrinos más que nunca porque acudimos a rendir pleitesía a uno de esos nombres que hacen brillar la mirada, temblar ante la inminencia del encuentro, temblar la voz, vibrar el alma: ¡Doña Angela Lansbury!

   Y ese niño que empezó a ir al teatro de la mano de su hermana, que participó en muchas representaciones escolares en el colegio y el instituto, que ha hecho (con todo el respeto) sus pinitos, que está viendo en butaca de orquesta cómo toma forma un proyecto teatral con Pablo como autor y director, que se pirraba por hacer entrevistas para televisión en el escenario, que adora ir a camerinos, que propicia, solicita, pide pasear entre bastidores, ver parte de la función entre cajas, ese que necesita el teatro como oxígeno, recibe la gran noticia, mientras escribe ese texto, de que su sobrino Alberto ha salido hace un rato de ver una función en esta Noche de los Teatros, en este Día Mundial que debería ser Año (los 365, 366 si es bisiesto), y piensa que no todo está perdido, que el testigo va a ser recogido, aunque le gustaría que las oportunidades (y, nunca mejor dicho, el escenario, el paisaje, la oferta) fuesen similares a las que él tuvo para llegar a la conclusión de que en una butaca está como en su casa.