lunes, 31 de octubre de 2016

UNA MOCHILA DEMASIADO PESADA







   Ya he hablado anteriormente de la fortuna que tuve en el colegio puesto que, aunque siempre había alguno que hacía una bromita, soltaba una indirecta o un insulto muy directo, hacía mofa de mi amaneramiento o lo parodiaba exagerándolo en aspavientos interminables o aflautando la voz como yo jamás he hecho (mis agudos vienen de fábrica, también mis graves, no intento aunque he ido encontrando matices y posibilidades durante tantos años delante del micrófono, todavía sigo explorando con las miras puestas en una edición de Tu cara me suena para anónimos -si se cumpliese ese sueño, si abrieran un casting, allí estaré a ver si con Massiel, Dyango, Kin Laría, Juan Bau, Mercedes Sosa o Nico Fidenco los conquisto-), aunque siempre había quien te tachaba de “rarito” (y de ahí para arriba) por el mero hecho de que no te gustase jugar al fútbol o las canicas ni tuvieras un equipo favorito o siguieses la Vuelta Ciclista a España, aunque en la época en que cursé EGB todavía regían ciertas reglas de “normalidad” (por desgracia, y en eso nos centramos hoy, el panorama no ha cambiado demasiado aunque se hayan conquistado determinados espacios de libertad y se implementado derechos naturales que antes se restringían -y que todavía son conculcados en muchos sitios, quedando impunes demasiados crímenes, uno ya sería excesivo-), a pesar de mi torpeza física (es algo con lo que sigo batallando: hago “viyuelas” a cada momento, tropiezo con esto, se me cae aquello, estropeo relojes sin medida por el mero hecho de llevarlos -conmigo nunca se le hubiera terminado el trabajo a Uri Geller-), aunque siempre tendí a la gordura, aunque llevo gafas desde los diez años, puedo decir con la cabeza bien alta y a pleno pulmón que nunca fui un niño perseguido, acosado, vejado, despreciado, que si a veces fui mirado mal o criticado fue porque me consideraban un empollón (asumo que lo era, también lo expliqué en otro texto: no quería pasarme el verano pendiente de los estudios, cumplía con mis obligaciones para poder dedicarme a mis pasiones), me convertía inevitablemente en favorito de los profesores por mi disposición y expediente, pero supe reconvertir ese apodo dicho al principio con retintín en una virtud, en algo que no se podía reprochar porque jamás me negué a ayudar a mis compañeros, a soplarles respuestas en los exámenes, a dejarles copiar, a pasarles apuntes, a explicarles las veces que hiciera falta lo que no comprendían, y no por ganarme a nadie sino porque así me brotaba, porque así me lo inculcaban en casa, porque me sabía mal no ayudarles, ellos me devolvían el favor enfrentándose con aquellos que eran más virulentos (y escasos, de haber sido mayoría nada hubiesen podido hacer), reconviniendo a los que me insultaban (algunos, como Quintín, empleando la fuerza bruta, era su manera de actuar, pero recuerdo pocas personas más nobles, cariñosas, honestas y respetuosas en aquellos años de colegio), formando parte de lo que podría llamarse “la pandilla guay” (aunque muy lejos de lo que se fue haciendo norma, aún no había las influencias que fueron llegando y maleando, una cosa muy ligerita y poco organizada, una estructura, por así llamarla, ingenua y un tanto primaria que surgió de manera natural y se fue afianzando a lo largo de los cursos que compartimos), si bien es cierto que aquellos lazos sólo funcionaban en periodo lectivo, no tuve más que un contacto esporádico y puntual con algunos de mis compañeros en las épocas de vacaciones a pesar de que muchos vivíamos en el mismo barrio. Pero, repito y repetiré hasta la saciedad, no sufrí maltrato ni fui la diana hacia la que todo el mundo lanzaba dardos, recuerdo con ternura y una sonrisa muchos episodios vividos junto a Elena, María Teresa, Mari Paz, Salas, Marcos, Manolo, Jose, Llorente, el citado Quintín, Conchita, Ángel, Alberto Lunar, Carlos Vázquez, Isabel, algunos más, y sólo se me encoge el estómago cuando pienso en Juan Francisco Ull, con quien mantuve una relación ambivalente, según le diese, a veces se dejaba llevar por el rencor o no sé bien qué sentimiento que le llevaba a rechazarme, sacar a la palestra los motes habituales, renegar de mí, intentar poner a los demás en mi contra, para llegar pocos días después con un cargamento de tebeos que me prestaba porque se había acordado mucho de mí mientras los leía (cosas de chavales, sólo eran eso: jamás me golpeó ni siquiera zarandeó).

   Y sé que fui un privilegiado, que han sido (y siguen siendo) muchos los que han vivido cada día de colegio como una tortura, como un suplicio, como una enfermedad, como una condena que ocultaban porque se sentían culpables, aceptando sin replicar (y si algún osado planta cara sólo consigue un mayor ensañamiento) la crueldad, el despotismo, el odio, los golpes, las humillaciones, la indiferencia o apatía de los profesores (cuando no su participación directa como instigadores o consentidores, aunque sólo sea su connivencia por mirar hacia otro lado, por no alertar), su incapacidad para erradicar la violencia, su nulidad a la hora de evitar que se reproduzca, la ceguera de los padres que no detectan las señales o no atienden suficientemente a lo que se les transmite aunque sea sutilmente, la impotencia de parte de la sociedad que parece incapaz de encontrar soluciones, la participación del resto porque, no lo olvidemos, hay progenitores, personas mayores, supuestos modelos de conducta y transmisores de valores, que secundan el comportamiento de sus hijos, que no les reprenden, no les castigan cuando son denunciados, que de una forma u otra, más o menos directamente, corrompen el aprendizaje natural de la convivencia transmitiendo que eso (machacar, castigar, arrasar al diferente, al considerado anormal) es lo correcto, lo que debe hacerse, lo que les convierte en hombres. El pequeño poni de Paco Bezerra es una función de teatro que sólo puede calificarse de necesaria, un grito que debe secundarse, una llamada de atención que debe escucharse, una toma de conciencia que no puede dilatarse más, una primera acción que debe conducir a los demás inapelablemente, porque las piezas de dominó deben caer todas para que el dibujo se complete y el resultado no sea algo que nos desagrade, porque tenemos que implicarnos en construir un mundo más justo, un mundo que no nos avergüence (aunque el problema es que a muchos les da igual o no creen que nada deba cambiar, al menos en este aspecto que abordamos), un mundo en el que nadie tenga que esconderse o disfrazarse para sobrevivir, un mundo que no sea hostil, despiadado, depredador, caníbal, un mundo en que un niño pueda llevar al colegio la mochila que le dé la gana, más cuando tiene los dibujos de una serie que, paradójicamente, exalta y enseña los valores de la amistad, eso fue lo que sucedió en dos colegios de EEUU y partiendo de esa triste realidad el dramaturgo almeriense empezó a armar su obra, esa que estuvo hasta mediados de octubre en el Teatro Bellas Artes de Madrid, esa que, ojalá, debería seguir representándose mucho tiempo.

   Luis Luque (apoyado en una estupenda escenografía de Mónica Boromello, la medida iluminación de Juan Gómez-Cornejo y el preciso y adecuado uso de proyecciones diseñado por Álvaro Luna) demuestra una vez más su buen gusto a la hora de crear un espacio escénico y su pulso firme para mover a los actores con facilidad y sumo acierto, abduciendo al espectador, involucrándole, haciéndole contener la respiración, paralizándole y consiguiendo que sólo atienda a lo que ocurre en escena (fue una de las escasas representaciones a las que uno haya asistido -y no será que no vamos al teatro- en que los móviles permanecieron en silencio, enmudecidos de verdad y no a medias, ningún timbre, vibración, sonido, sinfonía rompió el clamoroso silencio que se apoderó del patio de butacas desde el primer momento). Roberto Enríquez y María Adánez despliegan infinidad de recursos en unos personajes llenos de aristas, es uno de los máximos aciertos del texto, no adoctrina, no es dogmático, no toma partido, lo deja en manos del espectador, a ratos nos posicionamos con él, a ratos con ella, a veces con ninguno, ambos ofrecen interpretaciones muy ricas, repletas de matices, de pequeños detalles que cambian en segundos de forma radical nuestro modo de verles: Roberto Enríquez se ofrece vulnerable y débil a pesar de su poderío físico, María Adánez sigue sumando créditos y méritos en su imparable y apabullante trayectoria teatral, sabe hacer cercana y humana a una mujer que a ratos repele cuando no asquea (dicho sin paliativos, pero es lo que uno siente, la arcada que no se puede evitar cuando la madre afirma “nosotros porque ya estamos acostumbrados, pero visto por primera vez el niño llama la atención”) pero no cae en el error de querer hacerla simpática a toda costa (es imposible, pero los hay que se empeñan y de ahí ciertos productos que se sufren), ambos saben ir moldeando los roles que con tanto verismo ha creado Paco Bezerra para que jamás caigan en el estereotipo, en el trazo grueso, en lo maniqueo. Otro acierto monumental es que nunca veamos al niño, que lo construyamos cada uno de nosotros a través de las proyecciones, de las fotografías, que le pongamos la voz, los gestos, la ropa, los aditamentos que creamos oportunos y que nos inspiren las palabras de sus padres, los hechos que van relatando, que la mochila que es el epicentro del terremoto que asola el hogar de esta familia nos sea hurtada hasta el momento oportuno para cerrar/abrir la función (he ahí la habilidad del autor: va desperdigando miguitas, hay mucha información en las elipsis, en los cambios de cuadro -espléndida estructura: escenas más o menos breves, unas cuantas piezas del puzle nada más-), para que el público siga trabajando, para que El pequeño poni cumpla su verdadera función que es la de hacernos reflexionar, caer en la cuenta, confirmar lo fácil que es camuflarse en una masa que acosa, agravia, ultraja, asesina moral e incluso físicamente, dejarse convencer/cautivar/anular por “lo que Dios manda” (sin introducir específicamente el factor religioso: es la justificación que dan muchos para sentirse tranquilos sin necesidad de ir cada domingo a darse golpes de pecho -que algunos consideran suficientes para poder cometer aquello que la deidad a la que rezan, o dicen hacerlo, prohíbe y condena), constatar que la porquería que se acumula debajo de la alfombra sigue ahí y que termina por rebosar, que la mala educación se transmite a mayor velocidad y con más efectividad que la buena, que, se diga lo que se diga, un crío no llama “maricón” a otro porque sí, porque le nace, tiene que haber oído el insulto en algún sitio (y dicho con desprecio similar al que emplea), que el odio se inocula en la cotidianeidad, en esos chistes celebrados como tales, en tantas llamadas costumbres que no se cuestionan y son verdaderas lacras, lastres muy pesados que caen sobre los hombros de las nuevas generaciones y que se aceptan sin más porque “así lo hemos hecho siempre en casa”. Ojalá El pequeño poni regrese pronto a los escenarios y tarde mucho en bajar de ellos, ojalá se quedase obsoleta porque el futuro fuese muy diferente, ojalá sea objeto de estudio, ojalá quede como un documento de algo sobre lo que, algún día, alguien hablará en pasado.   

sábado, 29 de octubre de 2016

EXAGERAR NO ES MENTIR







   Nunca pensé que llegaría el día en que comenzaría un texto citando a Ana García-Siñeriz, y menos aún para estar de acuerdo con ella (a pesar del inevitable alipori, no me resisto a leer su columnita de los sábados en El País –“porque me divierto”, como afirmaría con toda su rebaba y el colmillo bien retorcido Encarna Sánchez-, sita en esa página plagada de pijerío, clasismo, supuestos estilo y glamour, elegancia impostada, ese permanente canto al “quiero-y-no-puedo”, ese eterno mohín de supuesta superioridad que derrochan ella y su antiguo compañero de televisión Boris Izaguirre, quien también ocupa espacio ese día en el periódico, más en amor y compañía que la que desprendían cuando compartían plató, allí está también él con sus artículos sobre sí, en torno a sí y sus avatares en el proceloso mundo de aquel que tiene por compromiso profesional, obligación y condena acudir a fiestas, recepciones, estrenos y demás “realidades” de diseño, confort y privilegio -así lo pregona en más de una ocasión, no sé para qué le convocan si no deja de lamentarlo, de reconocerse aburrido y harto en cuanto tiene ocasión, aunque tan frenética actividad le sirve como excusa para relajarse al sol como los lagartos, para vacacionar mullida y casi permanentemente, es lo que hay que colegir de sus artículos, le pagan por descansar y figurar mientras lamenta la situación de su familia en Venezuela-), pero el caso es que no hace mucho la antaño presentadora que ha recuperado recientemente esta ocupación se unía al clamor casi general y en continua expansión que ha logrado la obra de una autora fallecida en 2004 con motivo de la publicación en 2015 de una selección muy amplia de sus relatos, transformándose, como decimos, en un auténtico fenómeno mundial, una dignísima heredera del Cid, ganando todas las batallas y sumando adeptos a velocidad de crucero en cuanto se abre un volumen que en España publicó Alfaguara el pasado mes de marzo y que se titula Manual para mujeres de la limpieza. Y en medio de sus habituales obviedades y frases hechas, García-Siñeriz se/nos preguntaba “¿se acuerdan de la última vez que dosificaron un libro, cortando la lectura para que durase más?”, y me reconozco en ello porque un servidor, tras beberse de golpe los primeros relatos, empezó a rebajar el ritmo, a estar algunos días sin abrir el volumen, a consumir dosis pequeñas (hay narraciones muy breves, como Mi jockey que sólo tiene cinco párrafos y apenas llena dos páginas), a vivir arrebatadores reencuentros, auténticas epifanías, a sentir la euforia de que aún quedaba mucho por leer, a experimentar sudores fríos ante la ansiedad generada porque, implacablemente, el número de relatos a los que hincar el diente se iba reduciendo, por eso mismo hace unas horas, justo al terminar el titulado Panteón de Dolores, cuando faltan doce historias y unas 150 páginas decreto una tregua (que, por otro lado, intuyo frágil) para que, así, aún queden bastantes provisiones Lucia Berlin (sí, soy consciente de que no había escrito su nombre hasta este momento) para cubrir lo que resta de año.
   Es de esas ocasiones en que uno tiene mucho que decir y no sabe por dónde empezar ni qué adjetivos emplear para hacer justicia a esta escritora vigorosa, mordaz, emocionante, lacerante, visceral, incorrecta, lapidaria, alguien que transformó su vida en literatura, sin paños calientes, sin artificios, sin embellecimientos, sin miedo, sin tregua, sin concesiones, capaz de cambiar el sentido de una frase con un cierre inesperado que congela la sonrisa, maestra en elipsis que dejan sin aliento, sobrecogen, oprimen las entrañas, detienen el corazón, anegan los ojos, un absoluto prodigio que, como decía el maestro Cortázar, gana por K.O., sin remisión, provocando en el lector un abanico inagotable de estados de ánimo, alterando la atmósfera creada con una frase que, aparentemente, es inocente, está dicha como trámite, sin intención, pero que convoca todo un vendaval, que invita a leer entre líneas, a despeñarse por el peor infierno posible, el que alimentamos cada uno dentro de nosotros y en el que nos abrasamos una y mil veces con empeño suicida, con pertinacia masoquista, con crueldad irrefrenable, con delectación morbosa, ese infierno ofrecido sin artificios, sin aditamentos, sin recrearse, que constituye su cotidianeidad, su único horizonte, su “normalidad”, y narra en toda su crudeza y, al mismo tiempo, con palmaria y por momentos desoladora naturalidad, como algo inevitable que se asume y reconoce como propio (y, en parte, ¿en gran parte?, se necesita), empujando al lector al abismo con elegancia, sin precipitación, provocando que deseemos el empujón, que lo propiciemos, que nos dejemos arrastrar por su sencillez, por su facilidad para encontrar las palabras precisas y para que las que no quiere decir puedan intuirse sin equívocos, para que el lector sea un elemento activo, para que se espante, mueva la cabeza, esté a punto de dejar caer el libro ante el estupor que le asalta, pero también para que sonría, para que descubra personas capaces de amar por encima de cualquier circunstancia, echándose a la espalda experiencias traumáticas, llagas en el ánimo que no cicatrizan, penas tan aceptadas que no se recuerda cuándo brotaron, simplemente están ahí, conformando ese mosaico llamado Lucia Berlin que, no obstante, aún queda a medias, es inevitable que un halo misterioso se apodere de cada palabra, de cada ruptura en la dirección tomada -capaz de resultar, al mismo tiempo, fluida (por consecuente) y brusca (porque se lleva la historia a otra sensación, otro ámbito, otro tiempo), de cada punto y seguido -o final- que en realidad deja muchos suspensivos, de cada ambigüedad, de cada frase rotunda que, sin embargo, esconde mucho en el subsuelo (y al que tenemos acceso gracias a una vibrante y cuidada traducción de Eugenia Vázquez Nacarino, todo un acierto que se ocupe ella en solitario de la tarea para, así, mantener la unidad, la voz narrativa, para que no se perturbe ni contamine con varias interpretaciones un texto que puede leerse, si se quiere, de tirón, como si tuviese continuidad -porque, en parte, al recorrer las vivencias de la autora, al salpicar las historias con lugares, oficios, experiencias que se saben vividas en primera persona, al utilizar casi todo el tiempo, al repetir nombres y personajes, al llamar a muchos con el suyo, por momentos diríase que estamos ante una novela polifónica que consiente nos movamos por sus páginas con la misma libertad que, de nuevo, alentaba y exigía Cortázar en Rayuela-).
   Gracias al prólogo de Lydia Davis (muy revelador, una buena toma de contacto, no es largo, no se lo salten) descubrimos que fue uno de sus hijos quien señaló que Lucia Berlin “escribía historias verdaderas; no necesariamente autobiográficas, pero por poco” y que la propia autora hace decir a una de sus narradoras (o sea, en parte a ella misma): “Exagero mucho, y a menudo mezclo la realidad con la ficción, pero de hecho nunca miento”. Y es que resulta imposible mentir (aunque en esta ocasión recurra a la tercera persona, aunque hable de “ella” se palpa, se siente el conocimiento directo) cuando se desgrana con esa parsimonia y falta de afectación, pero sin escatimar podredumbre y reconocida sumisión (aceptado vasallaje) a la dependencia que la anula, cómo los efectos del naciente síndrome de abstinencia se apoderan de la mujer alcoholizada que protagoniza Inmanejable, precisamente el relato cuya primera frase aparece en la portada del libro como advertencia al lector de que la explosión va a ser imparable (e inmanejable, el título viene de perlas) una vez lo abra: “En la profunda noche oscura del alma las licorerías y los bares están cerrados”. Con semejante descripción, ante la constatación de que la peor pesadilla del adicto se ha hecho realidad, ante sentencia tan rotunda que destierra el más mínimo atisbo de esperanza, ¿cómo permanecer impasible y no sentir un latigazo que, por otro lado, nos impele a seguir leyendo, a querer saber más, a intentar comprender cómo se llega a emitir un juicio tan inapelable? Y Lucia Berlin nos coloca al borde del delirium tremens, igual que ese personaje que es sólo “la mujer”, tiene borrado hasta el nombre, sólo vive pendiente de saciar su ansiedad, de calmar las ansias, de evitar que su cuerpo pierda la partida (o lance el jaque mate definitivo): “El truco está en aquietar la respiración y el pulso. Mantener la calma en la medida de lo posible hasta que consigas una botella. Azúcar. Té con azúcar, es lo que te dan en los centros de desintoxicación. Temblaba tanto, sin embargo, que no podía tenerse en pie. Se estiró en el suelo e hizo varias inhalaciones profundas tratando de relajarse. No pienses, por Dios, no pienses en qué estado estás o te morirás, de vergüenza, de un ataque. Consiguió calmar la respiración. Empezó a leer títulos de los libros de la estantería. Concéntrate, léelos en voz alta. Edward Abbey, Chinua Achebe, Sherwood Anderson, Jane Austen, Paul Auster, no te saltes ninguno, ve más despacio. Cuando acabó de leer todos los títulos de la pared se encontraba mejor. Se levantó con esfuerzo. Sujetándose a la pared, temblando tanto que a duras penas podía mover los pies, consiguió llegar a la cocina. No quedaba vainilla. Extracto de limón. Le quemó la garganta y le dio una arcada; apretó los labios para volver a tragárselo. Preparó té, con mucha miel; lo tomó a pequeños sorbos en la oscuridad. A las seis, en dos horas, la licorería Uptown de Oaklan le vendería un poco de vodka. En Berkeley tendría que esperar hasta las siete. Ay, Dios, ¿tenía dinero?”.
   Alternando frases muy cortas con otras más extensas, intercalando breves comentarios que varían el significado, el tono, que abren otras posibilidades, manejando los diálogos con soltura y brillantez, con la autenticidad de quien los ha escuchado o pronunciado, con la sinceridad de quien no tiene nada que perder ni esconder, provocando muchas risas, algunas carcajadas que es capaz de congelar con las palabras justas, Lucia Berlin no da tregua al lector, le implica, le hace partícipe, le obliga a posicionarse, le hace profundizar (e incluso descubrir) en los recovecos peor iluminados, perturba por honesta, por descripciones someras pero plagadas de detalles reconocibles, porque no adorna, no idealiza ni sublima, ni en lo luminoso ni en lo tremendo, sencillamente describe, da cuenta, deja constancia: “Con la señora Armitage había sido diferente, aunque ella también era vieja. Eso fue en Nueva York, en la Lavandería San Juan de la calle 15. Portorriqueños. El suelo siempre encharcado de espuma. Entonces yo tenía críos pequeños y solía ir a lavar los pañales el jueves por la mañana. Ella vivía en el piso de arriba, el 4-C. Una mañana en la lavandería me dio una llave y yo la cogí. Me dijo que si algún jueves no la veía por allí, hiciera el favor de entrar en su casa, porque querría decir que estaba muerta. Era terrible pedirle a alguien una cosa así, y además me obligaba a hacer la colada los jueves”. Así, un tanto al azar, recojo algunas primeras frases de relatos para se compruebe cómo Lucia Berlin arroja el anzuelo con un cebo que sólo puede antojarse como un manjar delicioso: “Normalmente llevo bien envejecer”, “Llevo años trabajando en hospitales, y si algo he aprendido es que cuanto más enfermo está un paciente, menos ruido hace”, “Me gusta trabajar en Urgencias, por lo menos ahí se conocen hombres. Hombres de verdad, héroes”, “Una monja se quedaba junto a la puerta de cada aula, sus hábitos negros flotando hacia el vacío con el viento”, “Esperen. Déjenme explicar…”, “Nunca se oyen sirenas en la sala de urgencias; los conductores las apagan en Webster Street”, “Las monjas pusieron mucho empeño en enseñarme a ser buena”, “El centro de desintoxicación de Oakland Oeste antiguamente era un almacén”. Y no puedo (ni quiero) dejar de señalar que, si tuviera que elegir un relato sobre el resto, me quedaría con Dentelladas de tigre, menos de veinte páginas en las que vivimos más lances que en muchas novelas, una auténtica montaña rusa que nos zarandea, nos deja sin aliento, nos anega la mirada, acelera y encoge nuestro corazón, una narración en la que alguien dice “Lou, éramos felices como unos tortolitos. Juro que nadie ha vivido nunca un amor tan tierno y dulce. ¿Por qué los tortolitos son felices, por el amor de Dios?”, y uno no puede menos que asentir, revolverse contra ese mundo de luz y color falso e inexistente en sí mismo, ese “fueron felices y comieron perdices” que deja fuera la otra cara de la moneda, necesaria para comprender y valorar qué o quién nos proporciona felicidad. Por el momento, un servidor recibe una buena dosis de la misma al saber que aún quedan historias de Lucia Berlin por leer.