miércoles, 29 de enero de 2014

NO OLVIDARSE DE RECORDAR O ¡VIVA ASUNCIÓN BALAGUER!





   Por mucho que los demás tengan mucha confianza en ellas, uno es consciente de los límites que tienen sus capacidades y no se deprime por ello, todo lo contrario, se aceptan sin problemas porque de esta manera dejo de golpearme contra el muro y aprovecho y exprimo las demostradas; pecaría de falsa modestia si no reconociese una cierta facilidad para escribir, una disposición que en los últimos tiempos se ha agudizado (incluso exacerbado), fruto de tantas lecturas, de horas de estudio, de admiraciones impenitentes que me llevan a intentar desentrañar el misterio de la forma en que ciertos textos (los que me impactan, alucinan, conmueven, provocan disfrute) están construidos, pero muchas intentonas, anhelos, incluso necesidades de expresarme, me han servido para (al modo del gran Christopher Hitchens, y jamás escribiré como él en ningún género) darme cuenta de que la ficción y yo estamos peleados, que no nos entendemos, que puede que trence historias al hilo de muchas leídas, vistas en pantalla o en los escenarios, conocidas, oídas, vividas, pero a la hora de la verdad el castillo de naipes es muy endeble y se viene abajo a las primeras de cambio. Sin embargo, me siento muy cómodo en estos textos en los que, haciéndome más o menos presente, con la primera persona del singular o con un estilo más periodístico y neutro, puedo ir y venir, desbordarme, explicar, dar cuenta, reflexionar, dejarme llevar por la palabra, sentir un cosquilleo muy placentero cuando aporreo el teclado (no soy capaz de acariciar las teclas, rémora de una vieja máquina de escribir que heredé de mi hermana a la que había que obligar a imprimir el carácter requerido en cada momento para ir dando forma a lo escrito; como es habitual en mí, este preludio innecesario y demasiado prolijo sólo sirve para decir que, a pesar de no ser capaz de crearla, mis muchos años de contacto con la ficción, las muchas entrevistas mantenidas con grandes creadores, pueden servir como confirmación de que es cierto que los personajes cobran vida propia y pueden llegar a transformarse en los autores, limitándose el escritor a ir tomando nota de lo que ellos marcan como argumento. Del mismo modo, en periodismo existe un viejo (y sin duda cínico) adagio que afirma “no dejes que la realidad te estropee una buena noticia”, y sin llegar a la manipulación, mendacidad y demás faltas de ética que seguir esa indicación puede conllevar, puedo confirmar que el otro día viví una experiencia similar, puesto que tras asistir a una representación de Una vida robada en el Fernán Gómez Centro Cultural de la Villa, empecé a pergeñar un texto que en teoría debería ser éste en que ando enredado pero que, al tener la maravillosa posibilidad de conversar con la querida y adorable Asunción Balaguer en su camerino, cambió totalmente su sentido, dinámica y contenido y que, en realidad, mejoró en mucho lo que me rondaba por la cabeza (o sea, la realidad, la verdad, lo auténtico, le dio verdadera carta de naturaleza y lo transformó en algo digno de ser recordado).

   Y sé que Antonio Muñoz de Mesa, autor y codirector de la función, compañero de fatigas durante mucho tiempo, disculpará que, de alguna manera, su creación pase a un segundo plano, aunque sus buenos oficios, su intervención, el que haya puesto en pie este espectáculo (al que el gran productor Juanjo Seoane ha prestado toda su sabiduría, su amor por lo que se hace sobre las tablas), su existencia es lo que ha propiciado que un servidor haya vivido uno de esos momentos impagables que este oficio de contador de historias (eso somos, nos guste o no) me ha regalado, lo que ya anticipaba antes: charlar con una actriz entrañable (en realidad escuchar en éxtasis y reclinatorio), imbuirme de su espíritu jocoso, bondadoso, de su naturalidad, sencillez, de lo que a muchos puede parecerles una máscara, un personaje, de la verdad que transpira por cada poro de su piel. Dice Antonio que “el hecho de que Asunción interprete a Olvido es un regalo porque da otra dimensión a lo que escribí, la ha humanizado, ha quitado cualquier atisbo de maniqueísmo, le ha aportado matices”; y es que su personaje (de ahí ese nombre que, a lo Galdós, la define claramente) prefiere seguir callando, ocultando, negando evidencias, siendo cómplice (“pero por amor, es inevitable al compartir tantas horas de tensión en el quirófano, sólo de esa manera podía entender e interpretar a una mujer así, a lo que no justifico pero a la que intento comprender”), guardando muy celosamente la memoria que el doctor Nieto va perdiendo ante los embates del Alzheimer, la que está más intacta de lo que ella querría cuando Luz (otro nombre revelador) aparece en la casa familiar en la que la antigua enfermera cuida al ex ginecólogo para ofrecer sus servicios como lectora que acompañe las largas y solitarias horas del paciente. “No doy más importancia de lo debido al texto, en el sentido de que la puesta en escena y los actores deben completarlo, me encanta que añadan cosas, de hecho lo propicio”, cuenta Antonio Muñoz de Mesa en conversación telefónica, “y más en este caso en que, en un principio, me desentendí mucho del montaje hasta que, por otro compromiso de Julián Fuentes, asumí tareas de dirección, respetando sus indicaciones y aportaciones; por eso me encanta que Asunción haya incorporado ese amor callado y latente en Olvido o que Carlos Álvarez-Novoa escriba de verdad el diario de su personaje, que sólo puede ser leído en escena por Ruth Gabriel, nadie más ha de abrirlo, y se lo lleva a su casa para dejarlo cada día en escena, tal vez con nuevos textos, no sé, pero eso otorga una emoción especial a cómo Ruth lo acaricia y hojea en cada función”.

   Sin duda, la noticia más destacada en torno a Una vida robada es el hecho de que Liberto Rabal debute sobre las tablas junto a su abuela; Asunción habla muy emocionada de esta circunstancia: “Ya habíamos hecho unos recitales juntos, como homenaje a Paco, pero éste es su verdadero bautismo y estoy feliz porque, igual que sucede en la obra, a este niño lo he criado yo, ha estado mucho con nosotros, es el primer nieto y eso siempre se nota por mucho que yo quiero a todos”; al comentarle que en algunos momentos el parecido con su abuelo es asombroso, Balaguer se lleva las manos a la cara (verla moverse, cómo acompaña cada frase con esas manos etéreas, cómo la mirada se expande, cómo los ojos se conmocionan es un prodigio) y no puede reprimir un suspiro y un temblor: “¡A veces es Paco! Cuando comenzamos a ensayar esos recitales que te digo, un día pidió un vaso de agua, buscó algo, y me quedé sin palabras porque era como ver a su abuelo: no es que le imitase, no lo pretendía, eran gestos cotidianos y naturales que le salían así. Es lo que se llama aire de familia, ¿no?”. Muñoz de Mesa considera que este aporte extrateatral ha sido capital a la hora de transmitir verdad en escena: “Cuando me incorporé al montaje, ya habían desarrollado vínculos familiares, más allá de los que traen de casa Asunción y Liberto, han sabido encontrar una forma de encajar como personas que les sirve como actores para que el público capte de un solo vistazo las corrientes subterráneas que los unen”, corrientes llenas de meandros y fosas oscuras, de aguas pantanosas, puesto que el asunto de fondo del texto, el punto de partida, el epicentro es el robo de niños recién nacidos, tragedia que sigue provocando víctimas, drama que muchos quieren tapar, silenciar, negando a los afectados que conozcan su verdad, que tengan posibilidad de decidir, que sepan de dónde vienen, que nadie escriba su historia por ellos. “Lo mejor de la obra es que dice cosas muy importantes utilizando un lenguaje corriente, cosas que no pueden quedar calladas y que conviene decir las veces que haga falta”, dice sin dudarlo Asunción, “porque si no se habla de ello, si lo tapamos, estamos mermando la libertad y agrandando la injusticia, el drama” y también en ese detalle (la libertad que sólo puede alcanzarse desde el conocimiento) abunda el autor porque “tengo alguien muy cercano que ha descubierto que fue un niño robado y no ha querido investigar, y le comprendo del mismo modo que a quien ansía llegar hasta el final: se trata de saber, de que no nos mientan, de descubrir quiénes somos en cada momento y parar cuando lo creamos conveniente, pero sólo por nuestra iniciativa”. En ese sentido, le digo que me gusta el diálogo secreto (recordando el que Buero Vallejo establecía en su obra homónima entre el público y Las Meninas) que la biblioteca del doctor de la obra mantiene con el patio de butacas, vaciándose según avanza la función, porque más allá de representar la memoria carcomida por la enfermedad del personaje (“sé que es un recurso fácil, pero muy efectivo”), se me antoja como metáfora de una sociedad que se acostumbra a mirar para otro lado, a esconder la suciedad debajo de gruesas alfombras, a considerar criminales a las víctimas, a no querer llamar a las cosas por su nombre, a consentir con las injusticias en aras de una corrección inconveniente e inicua.

   Y una función que remueve de esta manera y se atreve (aunque con exquisito gusto, sin que se note la presión –pero sí sus efectos-) a alzar la voz y a señalar con el dedo (y al centrarse en una familia, en un egoísmo concreto, en un miserable que aprovecha la maldad generalizada para conseguir sus objetivos aún inquieta mucho más que lo que para tantos son tan sólo cifras, estadística, circunstancias concretas) es un doble motivo de celebración porque nos reencuentra con una actriz que parece inagotable (“huy, si ya tengo 88 años”), que vive una permanente juventud (“mientras pueda andar, vamos bien”), que se ha convertido en necesaria, en cita obligada; Asunción, quien es capaz de crear intimidad y bienestar desde el primer momento, desde el saludo, justo cuando empieza a contarte que ha llegado pronto porque no quería hacerme esperar (¡Es que me la como!), agradece el cariño (“Lo noto en cualquier lugar, me paran, me besan, me abruman”, “Todo el mundo te quiere”, “¡Alguien habrá que no, digo yo, es normal!”, “Vale, pero es que con esa gente no me hablo” y los dos nos morimos de la risa -y el caso es que el regidor, gente del equipo, el propio Carlos Álvarez-Novoa que, se nota, la idolatra, pasan por el camerino a saludarla, a besarla, a demostrar el movimiento andando), sus ojos vuelven a velarse de alegría, del mismo modo en que no pueden (ni quieren) evitar hacerlo con la nostalgia, la ausencia, el permanente hueco que dejó Paco Rabal en su vida. Es verdadera, no finge, no pone barreras, se ofrece tal y como es, suena su móvil, es su hija Teresa, paro la grabación y le hago gestos de que la dejo hablar y me agarra para que me quede sentado mientras discuten (en el buen sentido) un asunto doméstico (y al colgar, guiña un ojo y me dice “¿Ves? Sólo era un momento, ¿para qué ibas a molestarte?”), me habla de un poema manuscrito de Rafael Alberti que tiene enmarcado en el que se habla del olvido y el recuerdo (“como en la función… Qué suerte, ¿verdad?”), me hace confidencias, tal y como nos pasó cuando la gozamos en Follies (“¡Mira que me aplaudían! ¡Si no era para tanto!”) me la hubiese traído a casa y no puedo evitar decírselo (“Si pudiera te compraba”), oferta ante la que suelta una enorme carcajada, feliz como siempre intenta mostrarse “porque es para estarlo, ¿no? He tenido una buena vida, puedo marcharme tranquila”. En ese momento, cruzo los dedos para que esa despedida tarde en llegar y podamos seguir disfrutando de su saber hacer, sea en Una vida robada o en lo que haya de venir (me confiesa que querría completar El tiempo es un sueño, su espectáculo unipersonal recordando a Paco, con las partes cómicas que quedaron fuera, “aunque aún no se lo he dicho a Jaime de Armiñán”; sirva esta pequeña traición para que se entere todo el que deba hacerlo y se ponga manos a la obra).     

martes, 21 de enero de 2014

LA GRAN PERTURBADORA




   Cuando este arpa apenas había dejado sonar sus primeras notas, cuando empezaba a ser una realidad, cuando concretó lo que fue un impulso, un estímulo, una nueva complicidad, una petición, un ruego, una creencia más en mis capacidades (anduvo un tiempo con la cantinela “deberías crear tu propio espacio literario, un desahogo para tu alma, un rincón propio más allá de la urgencia de Facebook, un lugar en que el seguir alimentando tu alma de escritor, esa que tanto escondes”), cuando algunos amigos (los leales, los que te sacan los colores cuando es necesario, los que te apoyan sin querer ser la voz de tu conciencia, sin imponerse pero aportando, los que saben cuándo deben callar sin que nadie deba advertírselo, rogárselo, los que son sinceros sin resultar innecesariamente brutales), todos grandes lectores, con un fino instinto y un criterio probado, cuando Ovidio, Patricia, mi Mairena, algunos más, empezaron a hacerse eco de las notas que empezaban a brotar desde el ángulo oscuro del salón, cuando me decían que les gustaba descubrir nuevas facetas, un añadido en mi manera de encarar el mundo y manifestarme ante el mismo, Pablo me sugirió, iluminándome el camino como siempre, que un día debería detenerme en Virginia Woolf, una de sus autoras preferidas, también una de las mías aunque la tenía un tanto arrinconada hasta que él me contagió su entusiasmo, su placer, su análisis, las ganas de seguir conociéndola, habitando sus textos, dejándome golpear, seducir, aniquilar por una prosa plena de matices, con muchos recovecos, de apariencia formal muy sencilla que se va enriqueciendo con las múltiples corrientes subterráneas que la escritora ha sabido ir instalando, aposentando, sedimentando el fondo imperceptiblemente (al menos en apariencia), alterando la superficie, lo visible, lo que se percibe a simple vista casi sin que pueda captarse cómo lo hace y cuando intentamos reaccionar ya es muy tarde porque el dique se rompe y la catarata emocional es imparable.
   Y ha llegado el día de cumplir esa deuda, obligación que no me resulta onerosa, cuyo pago acepto con entusiasmo, ya que la única condición que puse fue no hablar sólo de memoria, pasearme por algunas de sus páginas, reactivar nuestro diálogo, y eso he hecho recientemente con una de sus obras cumbres, Al faro (se da la feliz circunstancia de que Lumen llevaba un tiempo recuperando gran parte de su producción en volúmenes editados con su habitual elegancia y mimo, con nuevas traducciones que dan lustre y bríos renovados a sus palabras –aunque se echa de menos, imagino que todo llegará pero la impaciencia del lector no puede calmarse jamás, que recuperen títulos poco conocidos, descatalogados, olvidados, como Noche y día o la deliciosa narración Flush, protagonizada por el perro de Elizabeth Barrett Browning). En una ocasión (y precisamente ahora, mientras escribe en su mesa, en nuestra habitación, está escuchándola y me llegan los mágicos ecos de su voz), cuando teníamos la fortuna de compartir micrófono, Pablo nos deleitó con una espléndida selección de temas de la inmensa Edith Piaf y en un momento dado de su exposición dijo que era conveniente parar porque “es maravillosa, envolvente, arrulladora, impactante, pero termina por doler”, y es cierto que si uno pone los cinco sentidos, conozca o no la crueldad con la que fue tratada por los demás, por las circunstancias, por ella misma, un quejido ahogado, un trémulo lamento, una sonrisa fatigada que no oculta la tragedia, un mal (sí, con “l”) de fondo asoma tímidamente pero impregnando cada nota, dotando de furia a esa garganta portentosa que mastica cada palabra, que se torna melancólica, jocosa, frívola, enamorada según lo requiera la canción, pero que destila su veneno, su lamento, su apocalipsis emocional; como Pablo supo captar con su inagotable sensibilidad, el viaje merece la pena pero precisa de un equipaje muy pesado e incómodo de transportar.
   Lo mismo puede decirse de la autora londinense, ya que uno no sale indemne de cualquiera de sus escritos: Virginia Woolf escarba hasta lo más hondo, hasta donde otros no se atreven a llegar (por prudencia, por miedo, por incapacidad), no le importa descender a los abismos más profundos y tétricos del alma humana, explorar lugares en los que resulta imposible restañar las heridas, en los que la secreción de los humores más purulentos es incesante, se mancha las manos, los brazos, el cerebro, las emociones, no se consiente un momento de desaliento ni en las escenas más intrascendentes o de transición, cualquier detalle por nimio que resulte está impregnado de una capacidad sin límites para lacerarnos, desasosegarnos, angustiarnos, conmocionarnos, revolvernos, perturbarnos, y al mismo tiempo resulta un continuo gozo, un inmenso placer por su altura literaria, por el permanente asombro que provoca una prosa en constante evolución, experimentando, jugando, reinventando las normas, rompiéndolas, reconstruyéndolas a su conveniencia, una escritora que en contra de lo que suele afirmarse es muy fácil de leer, sólo hace falta ponerse a ello, dejarse atrapar por sus pleamares, por sus penumbras, por su profundidad psicológica (que expone y exhibe con naturalidad, sin envaramientos ni elitismos, narrando con precisión, poniendo sus inagotables recursos y capacidad rupturista al servicio de la historia, de ahí que no sea la escritora autora que algunos quieren vender para sentirse importantes y dotados de unas luces que en realidad sólo alumbran su talante hueco); es cierto que no es una lectura sencilla en el sentido de lo expuesto, de lo que remueve, de lo extrae de lo más hondo, de lo que sugiere, convoca y osa nombrar, incluso analizar y cuestionar, pero eso sólo redunda en el enriquecimiento que experimenta el lector, en lo que consigue poner en claro al final del camino, en el inagotable tesoro que obtiene como recompensa, las mil y una interpretaciones que puede darse al texto, las que se irán añadiendo en nuevas lecturas, los nuevos matices que incorporarán nuestras experiencias. Así, a pesar de la compunción que me produjo, de la sima en la que me atrapó, de la claustrofobia anímica en la que me era imposible respirar, de cómo mis ojos fueron arrasados por lágrimas ardientes, de que estuve casi un día sin poder hablar (por fortuna, Pablo comprende y comparte los devastadores efectos), sé que con el tiempo volveré a enfrentarme a Lily Briscoe, el personaje que me ha noqueado, desordenado, desorientado, lastimado, provocado cicatrices, pero también me ha ayudado a comprender ciertas realidades, a identificarlas, a evitarlas, a ponerles nombre, a no consentir que nadie pueda llevarme al infierno que ella vive, a no regodearme en determinados momentos como hace ella, a aceptar con resignación el tormento, a considerarlo la única vía. Siempre hemos querido pensar que el mundo no es para los cobardes, ¿verdad?, por lo tanto que nadie utilice este texto para huir de Virginia Woolf, no hay que temerla: lo que provoca pánico es lo que ella retrata, aquello sobre lo que nos advierte, las personalidades que dibuja, por desgracia menos inventadas de lo que sería deseable.

jueves, 9 de enero de 2014

ACORDARSE DE OLVIDAR


 


   Aunque el hombre es animal de costumbres y se incorpora a la rutina con suma facilidad, pareciendo que lleva años asumiendo la tarea que apenas inició ayer, aunque con esa relatividad del tiempo que supo captar, analizar y fijar el prodigioso Albert Einstein podemos tener la sensación de que 2014 lleva un largo trecho recorrido, todavía andamos dando la vuelta al aire (siempre, de una manera u otra, hay que regresar al gran Torrente Ballester), empezamos a ajustarnos el traje, pensamos en posibles retoques, en complementos, en lo que nos resulta pasado de moda, en lo que descartamos, en lo que eliminamos de nuestro vestuario, es decir, seguimos haciendo balance, memoria, propósitos, mirando en dos direcciones para, a pesar de que sea una frase hecha es inevitable querer señalar en mayor o menor medida que hemos comenzado una nueva cuenta atrás, dejar claro cómo queremos encarar el periodo de 365 días recién estrenado (del que, como el que no quiere la cosa, ya hemos agotado casi nueve cartuchos) y para eso es imprescindible tener las cuentas muy bien echadas con el pasado, manchándonos las manos, opacando el corazón, enredando la mente, llamando a las cosas por su nombre, descubriendo y desterrando espejismos, limpiando nuestros sótanos, liberándonos de cargas sin reparo, doliéndolos en la medida que sea preciso para poner el auténtico punto y final a lo que no merece continuación, logrando olvidarlo, borrarlo, tenerlo a buen recaudo en una caja de seguridad mental como el protagonista de Doctor Sueño, la vibrante nueva narración de Stephen King (al que dedicaremos en breve el espacio que merece).

   Porque sucede que los recuerdos mal digeridos, los traumas falsamente superados, los malos tragos que siguen dando vueltas por el gaznate, el borrón que no tapa el error ni lo enmienda (y sin embargo, perdón por la grosería, lo enmierda y emponzoña) se va agigantando sin que lo percibamos hasta que no es posible frenar el embate, el tsunami que nos pilla desprevenidos y que arrasa sin misericordia nuestra tranquilidad (sustentada tantas veces sobre cimientos aparentemente sólidos construidos con materiales de poca calidad), que nos anula, que nos hunde, que nos abate con más saña que el dolor, la decepción, la pérdida original. La estupenda actriz Lola Herrera demuestra haber desempolvado muy bien su almario en su libro de evocaciones (ella misma se resiste a considerarlo de memorias y, siendo honestos y ciñéndonos a la acepción más ortodoxa, no puede ser calificado así) Me quedo con lo mejor (publicado por La Esfera de los Libros), cuyo título deja muy clara la que desde hace ya mucho tiempo es su filosofía de vida, tal vez muy al estilo de aquello que en una ocasión, sin duda con grandes dosis de ironía, comentó la no menos maravillosa Julie Christie al referirse a una extraña enfermedad que le había borrado todo lo malo que le había pasado en su vida, motivo por el que no tenía ni idea de quién era un tal Warren Beatty; si bien el volumen es un tanto (muy) decepcionante para el admirador de su arte, del teatro en general, del mundo del espectáculo (apenas le dedica espacio más allá de unas cuantas anécdotas, de algunas referencias a sus inicios, de Cinco horas con Mario –gestación en la que tampoco profundiza, lo liquida demasiado rápido-), responde plenamente a la imagen de sosiego, educación, templanza, paz consigo misma que transmite Lola desde hace muchos años, desde que escarbó en sus heridas en la estremecedora, incómoda, abrupta y transgresora Función de noche (1981), desde que gritó su desencanto, desde que exhibió sus heridas (espejo en el que tantas –y conviene remarcar el femenino- pudieron mirarse), desde que encarnó a Carmen Sotillos, desde que comprendió la verdad de las palabras de Miguel Delibes, desde que asumió que sólo era posible pasar página clamando, mirando cara a cara a lo nefasto, expurgando su alma con un tratamiento invasivo, poniéndose frente al marido que la abandonó y pidiendo explicaciones (y hay que reconocer el valor –al menos en ese caso- de Daniel Dicenta, aceptando ser el saco de boxeo), abriéndose en canal sin pudor para renacer de sus cenizas, la única forma posible de salir purificada y a salvo. En su momento, cuando vi la película en su pase televisivo (yo diría que a finales de los 80), no entendí cómo Lola se había prestado a semejante ejercicio de exposición, sin filtros, sin camuflaje (por fortuna, aún no se habían cruzado todos los límites habidos y por haber en lo que a carnaza y vísceras se refiere), y aunque sigue sin ser de mi gusto, con el tiempo he asimilado lo que ese rodaje (que ella no vivió como tal, sencillamente se lanzó a hablar, se puso a vivir) tenía de necesario, de impulso, de revitalizador, de suelta de lastre.

   Y es de agradecer que Lola regrese a él sólo lo justo (porque lo fundamental ya está recogido allí, en esa larga conversación en el camerino), aunque tal vez gustaría que se recrease un poco más en la suerte, que explicase con más profusión de detalles cómo fue posible, no por morbo sino por curiosidad personal, por lo que sirve como ejemplo, como referente, como experiencia que aplicar al devenir de cada uno y, sobre todo, por poder asomarnos a la preparación y elaboración de un filme tan insólito; del mismo modo, como antes quedó señalado, se echa de menos que se detenga en los pormenores de sus montajes teatrales, en su trabajo como actriz, en sus compañeros (para bien y para mal: con su habitual mesura, con su clase, sabría contarlo todo y, si quiere dejarlo fuera, quedarse sólo con lo mejor, no tiene mucho sentido que sí insinúe lo mal que se entendió con una actriz –omitir su nombre no significa que no sea identificable- o con un director “artista” –el primero que pensó que Cinco horas con Mario debería verse en escena y que debería quedar retratado hasta el final, o sea, con apellidos y todo-, pero luego calle los a buen seguro numerosos momentos esplendorosos que ha vivido en las tablas, entre cajas, ensayando, grabando, es decir, todo ese mundillo que tanto admiramos los que devoramos libros con las biografías o los recuerdos de los artistas por los que sentimos predilección).

  Lo más gratificante del libro de Lola Herrera es cómo ejemplifica y demuestra que es posible arrinconar lo negativo, escapar de su influencia, sin extraños e imposibles intentos de olvido, sin engaños: la cuenta nueva se inicia cuando de verdad se ha colocado la mala experiencia en el compartimento correcto, aceptando su existencia, sólo así podremos ir construyendo la losa bajo la que quedará sepultada y un buen día apenas nos habrá dejado una sombra, un vago eco, un rescoldo que no volverá a prender pero que, por otro lado, es preciso saber que queda ahí ya que, en caso contrario, puede suceder lo de la canción de Lolita de la Colina: “Se me olvidó que te olvidé, / se me olvidó que te dejé / lejos, muy lejos de mi vida. / Se me olvidó que ya no estás, /que ya ni me recordarás / y me volvió a sangrar la herida”. Lola las tiene muy bien cicatrizadas, apenas se notan, han dejado un mínimo rastro, el lógico, el de alguien que ha vivido, el de alguien que sabe lo que no quiere tener cerca porque lo reconoce e identifica y que no baja la mirada ni agacha la cabeza porque tiene la dignidad y el señorío de su lado; precisamente hace poco cayó en mis manos una entrevista con José Castelló, alguien a quien presentaban como escritor, surfista, viajero y filántropo, autor de un librito llamado ¡Vive sin trabajar!, caballerete que pontificaba sobre su privilegio económico y en un momento dado afirmaba no saber quiénes eran Bárcenas ni Mario Conde porque “en mi vida no entra ninguna noticia negativa. Sólo música, buenas noticias, buenas charlas y buenas compañías”, o sea, los mundos de Yupi, ya me dirán ustedes cómo sabe diferenciar si no conoce el antónimo –y qué vida tan triste si se conforma sólo con eso-. Yo me quedo con la gente que me hace feliz y sin duda Lola Herrera me lo hace cuando la veo en escena aunque el producto final pueda no estar a la altura de su talento; por eso confío en que publique dentro de poco algo más sobre su larga trayectoria, sobre su vida como actriz, sobre cómo supo extraer el humor (sin forzar ni tergiversar) a Cinco horas con Mario en las sucesivas reposiciones, sobre tanto bueno como nos ha regalado, o sea, sobre parte de lo mejor que aún podemos ver sobre las tablas.      

jueves, 2 de enero de 2014

EL LIBRO COMO REGALO






   Lo único que me divierte, motiva, involucra de estas dichosas fechas (creo recordar que la estupenda Carmen Rico Godoy habló en uno de sus añorados artículos en Diario 16 de constituir la ADEDEDO –Asociación De Enemigos De Estos Días Odiosos- o algo similar, y que en ese momento –tendría unos 15 años- le repliqué desde mi cuaderno –en el que escribía textos a su modo y semejanza… ¡ya hubiese querido!- creando la ADPAN –Asociación De Personas Amantes de la Navidad-), la única celebración que espero con nerviosismo, anhelo, ganas, emoción, es la noche del 5 de enero, no exagero nada si digo que me altero más que cuando era pequeño; resulta que desde que Pablo vive en Madrid marca nuestro reencuentro después de esa travesía del desierto que son las Navidades –y más este año terrible en concreto- y que, aunque nunca hemos necesitado una fecha especial ni concreta para hacernos un regalo, disfrutamos mucho preparando los paquetes, anticipando las reacciones del otro, pensando las sorpresas, compartiendo alegrías y amor. Y, al margen de esa experiencia concreta que volveremos a revivir en poco tiempo, siempre lo paso bien pensando, buscando, adquiriendo el regalo para alguien, intentando encontrar lo que más puede ilusionarle, apetecerle, lo que tal vez no espera pero seguro que le gusta, porque, tal y como ayer mismo mencioné aunque un poco de pasada, la condición fundamental que debe cumplir todo buen regalo es resultar del agrado, de la querencia, de la complacencia de quien lo recibe; no como mi hermano, ya lo comenté, que durante mucho tiempo (por fortuna, fue cambiando la tendencia) compraba aquello que le apetecía tener (incluso un cómic de Astérix en alemán –idioma que él comprende-, gracieta que le resultó de lo más divertida pero que, claro, jamás pude comprender –creo que anda en su librería, por supuesto-) o esas personas que demuestran no conocerte o preocuparse muy poco por tus gustos a la hora de endosarte el artilugio más estrambótico, el que no pega nada en casa, el que no puedes utilizar o una mano de Fátima (así, sin anestesia).

   Por mucho que para mí un libro, una película, música, unas entradas para el teatro sean los presentes perfectos, no se me ocurriría entregárselos (uno de ellos o todos) a quien sé que no los va a apreciar porque prefiere otras cosas e incluso el que sí es lector, espectador, aficionado a algo, recibe aquello que persigue, aquello que va con sus preferencias, tal vez porque he pensado lo que disfrutaría con ello esa persona mientras yo hacía lo propio (no como esos que te encasquetan lo último de Dan Brown porque es lo que les va a ellos o porque se conforman con un “tú es que lees mucho, ¿no?” –ya, pero dentro de unos cánones- o quieren que aplaudas el espectáculo que ellos eligen, aún a sabiendas de que no es del tipo de los que tú frecuentas). Pero, sin duda, cuando tienes la suerte de regalar a alguien que ama los libros, no sólo su contenido sino el objeto en sí, las posibilidades se amplían, hay muchos volúmenes que merecen la pena sólo por su edición, por el aporte fotográfico, por el tesoro que constituyen, por el cuidado y mimo puestos en su elaboración; además, hay sellos –como es el caso de Alianza Editorial- que combinan lo económico con lo bello, todos los años rescatan de entre su producción algunos títulos que ofrecen en un formato asequible y precioso (en esta campaña navideña combinan a Jane Austen con Yukio Mishima, por ejemplo, presentando unos volúmenes gratos a la vista, cómodos de leer, a un precio bastante reducido). Pero, si me permite que me deje llevar un poco por la pasión y el orgullo, por el cariño y la amistad, por el recuerdo de tantas horas divertidas frente al micrófono, hoy querría recomendar como regalo un libro escrito y editado por mi muy querido Emilio García Carretero, que hará las delicias de los amantes del cuplé, de los interesados en saber más sobre el mundo del espectáculo, de los dispuestos a descubrir, de los curiosos, una minuciosa investigación, un permanente reconocimiento a estrellas que no deberían ser olvidadas, una entrega a su profesión, una pleitesía a los maestros que la hicieron posible, una pasión desbordada por el arte que en esta ocasión se ha concretado en el título Carmen Flores: Extremeña castiza y Reina de las Plumas.

   Conocí a Emilio a través de Miguel Ángel Yáñez cuando pasó a formar parte de los colaboradores de Cita a las dos en Radio Intercontinental como experto en zarzuela, revista, comedia musical, cuplé y lo que le echasen porque desde el primer momento quedó claro que era una enciclopedia andante, que no paraba de buscar, preguntar, recopilar, atesorar grabaciones que en algunos casos (así me lo confirmó su gran amiga y mi admiradísima Antoñita Moreno –a la que biografió en escrito imprescindible: Antoñita Moreno, la voz que nunca muere-) ni siquiera el intérprete original posee; además, su mejor herramienta de trabajo, la que le ha dado el prestigio que merece (aunque es una pena, como en tantas cosas, afirmar que en otro país sería mucho más valorado y tenido en cuenta como verdadero historiador, que es lo que es a fin de cuentas), la que ha convertido en voz muy autorizada, en referente, en consulta obligada, es su pulcritud, su afán por contrastar, por demostrar la falsedad de leyendas creadas para denostar o desmerecer, su carácter puntilloso, detallista, meticuloso, jamás cuenta una anécdota sin referir la fuente o, en caso contrario, afirmando que se dijo, se contó, corrió por ahí, pero nadie puede dar fe de que pasase así, recreando la época, el momento, la manera de hablar, el tono, recuperando nombres míticos de artistas, empresarios, locales, analizando con tino las canciones, las letras, la manera como deben decirse puesto que él mismo como intérprete trabaja las partituras y así enriquece el análisis de la figura elegida. Puesto que este libro (al igual que el dedicado a Antoñita Moreno) se acompaña de un CD, el lector puede ir ilustrando la lectura con algunos de los hitos que jalonaron la carrera de esta mujer a la que tantos han olvidado y otros confunden si se topan con su nombre con la hermana de la gran Lola (aunque ésta, la cupletista, nació como Carmen Pereira y lo de Flores era sólo para el escenario).

   Es, como digo, toda una aventura adentrarse en este texto gozoso, simpático, erudito cuando conviene, impelido por la admiración, el afecto, pero también por un sentido de justicia, porque no podemos ir arrinconando a artistas de semejante calibre, porque no andamos tan sobrados de arte y talento como pensamos (sobre todo si negamos todo lo anterior) y aunque antes dije que me apetecía hacer esta recomendación por mi vínculo con el autor, los que me conocen saben que se me da mal hacer el artículo cuando no lo siento, cuando no creo en lo que digo, cuando no me motiva el disfrute propio, lo bien que lo he pasado en algunas páginas, lo ingrato que ha sido conocer otros aspectos de la vida de Carmen o de los lugares por los que pasó, la de anécdotas que he conocido, la de descubrimientos que he hecho, y además recorriendo lo que es todo un despliegue fotográfico, un esfuerzo para que sintamos cerca la época, la intérprete, un trabajo el de Emilio García Carretero que no debe pasar inadvertido y que, estoy convencido, satisfará a cualquiera que quiera sumergirse en su lectura.

P.D.: Es muy fácil poder adquirir el libro; basta con escribir a emirderren@hotmail.com o llamar al teléfono 616 23 20 33.

miércoles, 1 de enero de 2014

FOTOS QUE ENVEJECEN MAL


 


   No se puede evitar caer en la frase hecha al empezar el año, hay que dar la vuelta al calendario, porque es lo que toca hacer, ni más ni menos; de hecho, la tía Carmen ha dicho hace un rato que ponía uno en el salón por el momento “hasta que me den el de todos los años que es pequeño y práctico” y yo mismo, al regresar a casa después de la comida familiar de Año Nuevo, he mirado el que tenemos sobre el frigorífico pensando que, de un rato al siguiente, de ayer a hoy, se ha quedado obsoleto. Lo que ocurre es que me resisto a quitarlo (y sé que a Pablo le pasará lo mismo) porque la hoja de diciembre está dedicada a Dobby, justo con la instantánea en la que parece abrazar un ejemplar de 24 horas de un periodista desesperado; y es que la historia de ese calendario merece ser contada, lleva un tiempo reclamándolo, pero la he ido retrasando porque en realidad me dolía, hasta que ahora, enfangándome en el tonto soniquete de eso de “año nuevo, vida nueva” que la gente regala como si fuese el bálsamo de Fierabrás (aunque lo digan mecánicamente, como muletilla que sale al tiempo que “feliz año nuevo”, “uno más” y cualquier topicazo del momento), haciendo sonar el arpa por primera vez en 2014, puedo ver los acontecimientos con cierta distancia, con mucha frialdad, sin que me afecten demasiado, incluso aceptando que han sucedido para bien, que suponen una mejora en mi vida.

   Resulta que el calendario fue un regalo de cumpleaños de un amigo (en realidad, ya no le considero así, me resulta muy difícil, pero para que la narración fluya y sea comprensible usaremos un vocabulario básico –los matices irán apareciendo por sí solos-), una de esas personas que en ocasiones te obsequia con lo que le gusta a él (aunque en honor a la verdad, en eso se llevan la palma otro amigo y mi hermano, sobre todo el primero, quien llega a regalarte todo entusiasmado una funda “para que guardéis vuestra cámara”, “¿cuál?” “la que tenéis, ¿no?” “pues va a ser que no”); todo entusiasmado me lo entregó (junto, de justicia es decirlo, a dos tazas adornadas cada una con uno de nosotros con Dobby en brazos, algo muy personal y entrañable) para que durante 2013 pudiese echar la vista y recordar cosas que habíamos hecho. Pensé que se refería a Pablo y a mí y así era… ¡en parte!: todo tuvo sentido muy pronto, en cuanto fui pasando las hojas, recordando que cuando te felicita por lo que sea siempre lo hace desde el “yo”, poniéndose por encima de lo que haya que homenajear (así, cuando cumplimos diez años juntos, en su felicitación parecía celebrar sólo el año y medio que hacía que nos conocía –lo demás no era importante para él, claro-), y así comprobé que varias páginas eran más un auto homenaje con fotos en las que también aparecía él con su pareja del momento, esa que todos sabíamos iba a ser efímera, porque su mayor tendencia es a emocionarse con la novedad al modo de los niños pequeños, parece que sólo existe eso, hasta que se satura en poco tiempo (o al menos lo parece) y busca nuevos rumbos (y eso sirve para espectáculos, locales, actividades o personas). El caso es que el susodicho calendario se ha convertido en una antigüedad antes de cumplir su ciclo, ya que el esperado desenlace tuvo lugar en septiembre, tras un tira y afloja en el que demostró su infantilismo, su poca madurez, su crueldad con los que no le sirven o aplauden en sus propósitos, momento desde el que apenas nos comunicamos porque no consiente que le diga las verdades y le afeé su conducta, y es que en realidad él no busca amigos sino no es para que le den la razón y le reafirmen el altísimo concepto que tiene de sí mismo (o al menos para que tengan la prudencia y educación de no sacar determinados temas de conversación o ignorar sus bravatas, sus menosprecios, su brutalidad que él llama sinceridad –actitud muy típica de los que presumen de serlo sin que nadie se lo exija: en cuanto les dices algo que no cuadra con su composición de lugar, por muy real que sea, por mucho que pueda demostrarse, se enfadan, te ignoran, dejan de hablarte, te bloquean en las redes sociales, memeces varias).

   Nos conocimos en un momento en que yo andaba muy bajo de moral (en lo profesional, tenía que enfrentarme al poeta huero, a una dirección incompetente –en el programa y en la empresa-, a un trabajo que, a pesar de ser mi vocación, me pesaba más que disfrutaba –aunque el micrófono, como tantas veces he contado, siempre resulta el mejor lenitivo-; en lo personal, Pablo tuvo que ausentarse todo el verano por problemas de salud de su padre y la separación se nos hizo muy larga –lo fue; necesaria también, comprensible por supuesto, pero dilatada en demasía-) y él fue un apoyo, un refuerzo, un soplo de aire fresco (muchos llamados amigos sólo querían verme si tenía ganas de fiesta –o sea, amistad interesada y sin verdaderos lazos: como bien dice Pablo, no hay nada como los momentos difíciles para saber la estima que los demás te tienen-), aunque con el tiempo entendí que, al margen del cariño que me tuviese (que no dudo), sucedió lo que a él le gusta que ocurra en cualquier tipo de relación: se sentía superior, el protector, el que cogía las riendas, el mayor, el adulto, el que todo lo resuelve, la perfección en una palabra y persona. Y, claro, con alguien así, por mucho que lo evites, esquives, calles, al final terminas por tropezar, al menos yo que, lo reconozco, llega un punto en que no puedo contenerme más y suelto lo que para el otro es una inconveniencia, y eso que en esta ocasión, pueden decirlo los que están cerca, no he sido tan cáustico como suelo, tan tremendo como puedo llegar a ser, tan feroz como me pide el cuerpo, tan cruel como soy capaz: he optado por el silencio, por la indiferencia, tras dejar clara mi postura sin repetirla a cada minuto o buscar la confrontación –ya sé lo mal que le ha sentado, las ruedas de molino con las que pretendía que comulgase, él reaccionó recriminándomelo, después dejó de enviarme mensajes, llamarme, preguntarme, pues yo me dejé llevar por esa deriva y, tal y como él puede espetarle a alguien y quedarse tan fresco afirmando que no quiere hacerle daño, al darme cuenta de lo poco que me aportaba, es tan sólo una presencia cuando coincidimos, ya que no voy a dejar de ir a las reuniones del grupo común por eso ni voy a violentar el ambiente-.

   Y ahora que, como él dice intentando quitar algo de hierro a lo doloroso, a la ingrata tarea que ha de acometer en solitario –Dobby y yo seguimos manteniendo el calor del hogar, del que él ha construido para los tres, el que y donde le esperamos dentro de poco más de 24 horas para abrigarle, acogerle, quererle, refugiarle-, Pablo está deshaciendo su casa de Coruña, me envía instantáneas de su pasado, recuerdos que agrada tener y contemplar, fotografías que dejan constancia de buenos momentos, de personas que no van a ser olvidadas exista o no ese testimonio, pero con cuyos rostros gusta reencontrarse, contemplo una vez más este calendario y me encuentro con imágenes que me resultan muy lejanas porque no las añoro, porque me han hecho sentirme ajeno a ellas (sólo en las que comparto con Pablo o hay alguna otra persona importante en mi vida me siento partícipe), porque han sufrido un proceso de deterioro más veloz y degenerativo que el del retrato de Dorian Grey, porque no me siento motivado para conservarlas. Y soy consciente de que puedo haber sido bestial, incluso déspota, sé que mi actitud será recriminada, que Pablo me dirá que ha sido excesivo, pero en realidad muy pocos saben de quién hablo, no he dicho nombres, y necesitaba el desahogo porque, las cosas como son, no me gusta haber llegado a este punto, la fractura puede que sea definitiva, sin duda dejará secuelas, pero querría creer que cierto sentimiento cordial, que cierto cariño, tal vez una amistad matizada (o, por qué no, reforzada al quitarnos las máscaras y retomar desde la herida), una comunicación podría ser posible, traer algo de calma, mirarnos a los ojos, bajarnos de nuestro pedestal (que yo también tengo lo mío no hace falta que me lo diga nadie, que ya me lo reprocho a la mínima y me fustigo sin piedad y me meto en mi pozo… lo bueno es que luego se me pasa).