martes, 21 de enero de 2014

LA GRAN PERTURBADORA




   Cuando este arpa apenas había dejado sonar sus primeras notas, cuando empezaba a ser una realidad, cuando concretó lo que fue un impulso, un estímulo, una nueva complicidad, una petición, un ruego, una creencia más en mis capacidades (anduvo un tiempo con la cantinela “deberías crear tu propio espacio literario, un desahogo para tu alma, un rincón propio más allá de la urgencia de Facebook, un lugar en que el seguir alimentando tu alma de escritor, esa que tanto escondes”), cuando algunos amigos (los leales, los que te sacan los colores cuando es necesario, los que te apoyan sin querer ser la voz de tu conciencia, sin imponerse pero aportando, los que saben cuándo deben callar sin que nadie deba advertírselo, rogárselo, los que son sinceros sin resultar innecesariamente brutales), todos grandes lectores, con un fino instinto y un criterio probado, cuando Ovidio, Patricia, mi Mairena, algunos más, empezaron a hacerse eco de las notas que empezaban a brotar desde el ángulo oscuro del salón, cuando me decían que les gustaba descubrir nuevas facetas, un añadido en mi manera de encarar el mundo y manifestarme ante el mismo, Pablo me sugirió, iluminándome el camino como siempre, que un día debería detenerme en Virginia Woolf, una de sus autoras preferidas, también una de las mías aunque la tenía un tanto arrinconada hasta que él me contagió su entusiasmo, su placer, su análisis, las ganas de seguir conociéndola, habitando sus textos, dejándome golpear, seducir, aniquilar por una prosa plena de matices, con muchos recovecos, de apariencia formal muy sencilla que se va enriqueciendo con las múltiples corrientes subterráneas que la escritora ha sabido ir instalando, aposentando, sedimentando el fondo imperceptiblemente (al menos en apariencia), alterando la superficie, lo visible, lo que se percibe a simple vista casi sin que pueda captarse cómo lo hace y cuando intentamos reaccionar ya es muy tarde porque el dique se rompe y la catarata emocional es imparable.
   Y ha llegado el día de cumplir esa deuda, obligación que no me resulta onerosa, cuyo pago acepto con entusiasmo, ya que la única condición que puse fue no hablar sólo de memoria, pasearme por algunas de sus páginas, reactivar nuestro diálogo, y eso he hecho recientemente con una de sus obras cumbres, Al faro (se da la feliz circunstancia de que Lumen llevaba un tiempo recuperando gran parte de su producción en volúmenes editados con su habitual elegancia y mimo, con nuevas traducciones que dan lustre y bríos renovados a sus palabras –aunque se echa de menos, imagino que todo llegará pero la impaciencia del lector no puede calmarse jamás, que recuperen títulos poco conocidos, descatalogados, olvidados, como Noche y día o la deliciosa narración Flush, protagonizada por el perro de Elizabeth Barrett Browning). En una ocasión (y precisamente ahora, mientras escribe en su mesa, en nuestra habitación, está escuchándola y me llegan los mágicos ecos de su voz), cuando teníamos la fortuna de compartir micrófono, Pablo nos deleitó con una espléndida selección de temas de la inmensa Edith Piaf y en un momento dado de su exposición dijo que era conveniente parar porque “es maravillosa, envolvente, arrulladora, impactante, pero termina por doler”, y es cierto que si uno pone los cinco sentidos, conozca o no la crueldad con la que fue tratada por los demás, por las circunstancias, por ella misma, un quejido ahogado, un trémulo lamento, una sonrisa fatigada que no oculta la tragedia, un mal (sí, con “l”) de fondo asoma tímidamente pero impregnando cada nota, dotando de furia a esa garganta portentosa que mastica cada palabra, que se torna melancólica, jocosa, frívola, enamorada según lo requiera la canción, pero que destila su veneno, su lamento, su apocalipsis emocional; como Pablo supo captar con su inagotable sensibilidad, el viaje merece la pena pero precisa de un equipaje muy pesado e incómodo de transportar.
   Lo mismo puede decirse de la autora londinense, ya que uno no sale indemne de cualquiera de sus escritos: Virginia Woolf escarba hasta lo más hondo, hasta donde otros no se atreven a llegar (por prudencia, por miedo, por incapacidad), no le importa descender a los abismos más profundos y tétricos del alma humana, explorar lugares en los que resulta imposible restañar las heridas, en los que la secreción de los humores más purulentos es incesante, se mancha las manos, los brazos, el cerebro, las emociones, no se consiente un momento de desaliento ni en las escenas más intrascendentes o de transición, cualquier detalle por nimio que resulte está impregnado de una capacidad sin límites para lacerarnos, desasosegarnos, angustiarnos, conmocionarnos, revolvernos, perturbarnos, y al mismo tiempo resulta un continuo gozo, un inmenso placer por su altura literaria, por el permanente asombro que provoca una prosa en constante evolución, experimentando, jugando, reinventando las normas, rompiéndolas, reconstruyéndolas a su conveniencia, una escritora que en contra de lo que suele afirmarse es muy fácil de leer, sólo hace falta ponerse a ello, dejarse atrapar por sus pleamares, por sus penumbras, por su profundidad psicológica (que expone y exhibe con naturalidad, sin envaramientos ni elitismos, narrando con precisión, poniendo sus inagotables recursos y capacidad rupturista al servicio de la historia, de ahí que no sea la escritora autora que algunos quieren vender para sentirse importantes y dotados de unas luces que en realidad sólo alumbran su talante hueco); es cierto que no es una lectura sencilla en el sentido de lo expuesto, de lo que remueve, de lo extrae de lo más hondo, de lo que sugiere, convoca y osa nombrar, incluso analizar y cuestionar, pero eso sólo redunda en el enriquecimiento que experimenta el lector, en lo que consigue poner en claro al final del camino, en el inagotable tesoro que obtiene como recompensa, las mil y una interpretaciones que puede darse al texto, las que se irán añadiendo en nuevas lecturas, los nuevos matices que incorporarán nuestras experiencias. Así, a pesar de la compunción que me produjo, de la sima en la que me atrapó, de la claustrofobia anímica en la que me era imposible respirar, de cómo mis ojos fueron arrasados por lágrimas ardientes, de que estuve casi un día sin poder hablar (por fortuna, Pablo comprende y comparte los devastadores efectos), sé que con el tiempo volveré a enfrentarme a Lily Briscoe, el personaje que me ha noqueado, desordenado, desorientado, lastimado, provocado cicatrices, pero también me ha ayudado a comprender ciertas realidades, a identificarlas, a evitarlas, a ponerles nombre, a no consentir que nadie pueda llevarme al infierno que ella vive, a no regodearme en determinados momentos como hace ella, a aceptar con resignación el tormento, a considerarlo la única vía. Siempre hemos querido pensar que el mundo no es para los cobardes, ¿verdad?, por lo tanto que nadie utilice este texto para huir de Virginia Woolf, no hay que temerla: lo que provoca pánico es lo que ella retrata, aquello sobre lo que nos advierte, las personalidades que dibuja, por desgracia menos inventadas de lo que sería deseable.