Cuando este arpa apenas había dejado sonar
sus primeras notas, cuando empezaba a ser una realidad, cuando concretó lo que
fue un impulso, un estímulo, una nueva complicidad, una petición, un ruego, una
creencia más en mis capacidades (anduvo un tiempo con la cantinela “deberías
crear tu propio espacio literario, un desahogo para tu alma, un rincón propio
más allá de la urgencia de Facebook, un lugar en que el seguir alimentando tu
alma de escritor, esa que tanto escondes”), cuando algunos amigos (los leales,
los que te sacan los colores cuando es necesario, los que te apoyan sin querer
ser la voz de tu conciencia, sin imponerse pero aportando, los que saben cuándo
deben callar sin que nadie deba advertírselo, rogárselo, los que son sinceros
sin resultar innecesariamente brutales), todos grandes lectores, con un fino
instinto y un criterio probado, cuando Ovidio, Patricia, mi Mairena, algunos
más, empezaron a hacerse eco de las notas que empezaban a brotar desde el
ángulo oscuro del salón, cuando me decían que les gustaba descubrir nuevas
facetas, un añadido en mi manera de encarar el mundo y manifestarme ante el
mismo, Pablo me sugirió, iluminándome el camino como siempre, que un día
debería detenerme en Virginia Woolf, una de sus autoras preferidas, también una
de las mías aunque la tenía un tanto arrinconada hasta que él me contagió su
entusiasmo, su placer, su análisis, las ganas de seguir conociéndola, habitando
sus textos, dejándome golpear, seducir, aniquilar por una prosa plena de
matices, con muchos recovecos, de apariencia formal muy sencilla que se va
enriqueciendo con las múltiples corrientes subterráneas que la escritora ha
sabido ir instalando, aposentando, sedimentando el fondo imperceptiblemente (al
menos en apariencia), alterando la superficie, lo visible, lo que se percibe a
simple vista casi sin que pueda captarse cómo lo hace y cuando intentamos
reaccionar ya es muy tarde porque el dique se rompe y la catarata emocional es
imparable.
Y ha llegado el día de cumplir esa deuda,
obligación que no me resulta onerosa, cuyo pago acepto con entusiasmo, ya que
la única condición que puse fue no hablar sólo de memoria, pasearme por algunas
de sus páginas, reactivar nuestro diálogo, y eso he hecho recientemente con una
de sus obras cumbres, Al faro (se da
la feliz circunstancia de que Lumen llevaba un tiempo recuperando gran parte de
su producción en volúmenes editados con su habitual elegancia y mimo, con
nuevas traducciones que dan lustre y bríos renovados a sus palabras –aunque se
echa de menos, imagino que todo llegará pero la impaciencia del lector no puede
calmarse jamás, que recuperen títulos poco conocidos, descatalogados,
olvidados, como Noche y día o la
deliciosa narración Flush, protagonizada
por el perro de Elizabeth Barrett Browning). En una ocasión (y precisamente
ahora, mientras escribe en su mesa, en nuestra habitación, está escuchándola y
me llegan los mágicos ecos de su voz), cuando teníamos la fortuna de compartir
micrófono, Pablo nos deleitó con una espléndida selección de temas de la
inmensa Edith Piaf y en un momento dado de su exposición dijo que era
conveniente parar porque “es maravillosa, envolvente, arrulladora, impactante,
pero termina por doler”, y es cierto que si uno pone los cinco sentidos,
conozca o no la crueldad con la que fue tratada por los demás, por las
circunstancias, por ella misma, un quejido ahogado, un trémulo lamento, una
sonrisa fatigada que no oculta la tragedia, un mal (sí, con “l”) de fondo asoma
tímidamente pero impregnando cada nota, dotando de furia a esa garganta
portentosa que mastica cada palabra, que se torna melancólica, jocosa, frívola,
enamorada según lo requiera la canción, pero que destila su veneno, su lamento,
su apocalipsis emocional; como Pablo supo captar con su inagotable
sensibilidad, el viaje merece la pena pero precisa de un equipaje muy pesado e
incómodo de transportar.
Lo mismo puede decirse de la autora
londinense, ya que uno no sale indemne de cualquiera de sus escritos: Virginia
Woolf escarba hasta lo más hondo, hasta donde otros no se atreven a llegar (por
prudencia, por miedo, por incapacidad), no le importa descender a los abismos
más profundos y tétricos del alma humana, explorar lugares en los que resulta
imposible restañar las heridas, en los que la secreción de los humores más
purulentos es incesante, se mancha las manos, los brazos, el cerebro, las
emociones, no se consiente un momento de desaliento ni en las escenas más
intrascendentes o de transición, cualquier detalle por nimio que resulte está
impregnado de una capacidad sin límites para lacerarnos, desasosegarnos,
angustiarnos, conmocionarnos, revolvernos, perturbarnos, y al mismo tiempo
resulta un continuo gozo, un inmenso placer por su altura literaria, por el
permanente asombro que provoca una prosa en constante evolución,
experimentando, jugando, reinventando las normas, rompiéndolas,
reconstruyéndolas a su conveniencia, una escritora que en contra de lo que
suele afirmarse es muy fácil de leer, sólo hace falta ponerse a ello, dejarse
atrapar por sus pleamares, por sus penumbras, por su profundidad psicológica
(que expone y exhibe con naturalidad, sin envaramientos ni elitismos, narrando
con precisión, poniendo sus inagotables recursos y capacidad rupturista al
servicio de la historia, de ahí que no sea la escritora autora que algunos
quieren vender para sentirse importantes y dotados de unas luces que en
realidad sólo alumbran su talante hueco); es cierto que no es una lectura
sencilla en el sentido de lo expuesto, de lo que remueve, de lo extrae de lo
más hondo, de lo que sugiere, convoca y osa nombrar, incluso analizar y
cuestionar, pero eso sólo redunda en el enriquecimiento que experimenta el
lector, en lo que consigue poner en claro al final del camino, en el inagotable
tesoro que obtiene como recompensa, las mil y una interpretaciones que puede
darse al texto, las que se irán añadiendo en nuevas lecturas, los nuevos
matices que incorporarán nuestras experiencias. Así, a pesar de la compunción
que me produjo, de la sima en la que me atrapó, de la claustrofobia anímica en
la que me era imposible respirar, de cómo mis ojos fueron arrasados por
lágrimas ardientes, de que estuve casi un día sin poder hablar (por fortuna,
Pablo comprende y comparte los devastadores efectos), sé que con el tiempo
volveré a enfrentarme a Lily Briscoe, el personaje que me ha noqueado,
desordenado, desorientado, lastimado, provocado cicatrices, pero también me ha
ayudado a comprender ciertas realidades, a identificarlas, a evitarlas, a
ponerles nombre, a no consentir que nadie pueda llevarme al infierno que ella
vive, a no regodearme en determinados momentos como hace ella, a aceptar con
resignación el tormento, a considerarlo la única vía. Siempre hemos querido
pensar que el mundo no es para los cobardes, ¿verdad?, por lo tanto que nadie
utilice este texto para huir de Virginia Woolf, no hay que temerla: lo que
provoca pánico es lo que ella retrata, aquello sobre lo que nos advierte, las
personalidades que dibuja, por desgracia menos inventadas de lo que sería
deseable.