miércoles, 19 de julio de 2017

LO QUE A VECES DUELE LEER







 
  Siempre es impactante y necesario (a pesar de, como se la llamó aquí en su día, lo perturbadora que resulta -o precisamente por ello-) regresar a sus palabras, a su obra, a su persona, a su vida, llega un momento en que Virginia Woolf se impone, se abre paso, reclama atención, bien sea porque no se puede resistir por más tiempo la llamada, poco importa que aún queden cicatrices (cuando no heridas abiertas) tras la última lectura, bien sea porque aparece antes de que seamos conscientes de ello, porque somos muchos los benditamente golpeados por su prosa, los que deambulamos por la vida bajo su influjo (a ratos consciente, la mayoría de las ocasiones inconscientemente), porque hay que regresar a ella, porque uno no puede alejarse demasiado una vez se ha dejado mecer (y alterar -y no en modo negativo o no sólo negativo-) por su ritmo pausado pero implacable, por sus prospecciones a lo más hondo de nosotros mismos, por sus dolores, dudas y angustias, por su  ambigüedad que no es más que un reflejo de este ejercicio que hacemos sin libro de instrucciones al que denominamos vivir; y, así, sin intuirlo, uno abre un libro y se topa con la siguiente cita: “(…) a pesar de que tengo la característica de recibir esos golpes bruscos, ahora son siempre bienvenidos; después de la primera sorpresa, siempre siento al instante que (…) mi capacidad de recibir golpes es lo que me hace escritora. (…) Siento que he recibido un golpe, pero no se trata, como ocurría siendo niña, simplemente de un golpe asestado por un enemigo oculto tras el algodón en rama de la vida cotidiana; es, o llegará a ser, una revelación de un determinado orden; es una muestra de la existencia de algo real que se encuentra detrás de las apariencias; y yo lo hago real al expresarlo en palabras. Sólo expresándolo en palabras le doy el carácter de algo íntegro, y esta integridad significa que ha perdido el poder de causarme daño; me produce un gran placer juntar las partes separadas. Tal vez se deba a que, al hacerlo, elimino el dolor”.  Juan Cruz Ruiz (como suele firmar sus libros, aunque todos le conozcamos en la profesión sólo con el primer apellido) toma este fragmento de Momentos de vida para titular Un golpe de vida, su nueva entrega memorística (es un maestro de la evocación, tanto cuando novela el relato como cuando, y así sucede en el caso que nos ocupa, se expone sin ambages ni disfraces ante el lector), publicada por Alfaguara hace un par de meses y uno lo ha sentido en sus propias carnes a la hora de redactar el presente escrito; me explico: empecé (y terminé) su lectura con objeto de, como en tantas ocasiones, conversar con el sin duda querido y admirado periodista, escritor y editor (aunque ya no lo sea, es como le conocí y como se sigue comportando con aquellos escritores a los que respeta, apoya, anima, defiende, muchos de los cuales deben su repercusión y actual posición a sus buenos oficios en los años en que, lector impenitente y entusiasta, se volcaba con cada título publicado como si fuese propio -en parte lo era porque rastreaba, perseguía, descubría, conocía al dedillo lo que otros creaban y lo pregonaba con algarabía y pasión nada fingidas-), pero un día antes del encuentro hubo que cancelar la cita porque sus obligaciones en El País le reclamaban desde primera hora de la mañana, se habló de la posibilidad de buscar otra ocasión pero ésta no llegó (ni siquiera se barajaron opciones) y como uno tampoco es de insistir ni agobiar ni forzar a nadie guardé las notas tomadas durante la lectura esperando ocasión para recomendar Un golpe de vida porque es y sigue siendo mi intención.
   Bien conocen los leales mi habitual dispersión, leyendo compulsivamente al menos dos libros a la vez, pensando nuevos asuntos, preparando diferentes textos, dejando que duerman el sueño de los justos intenciones, homenajes, descubrimientos, y en el camino hasta aquí tuvo lugar el desafortunado (y patético, innecesario, insultante e incluso criminal -en el sentido de cometer una “acción indebida o reprensible”, según recoge el DRAE-) incidente, el artículo ponzoñoso -por nocivo- de Javier Marías sobre Gloria Fuertes en el que la atacaba sin piedad, sin argumentar su tesis (aunque no llegaba a eso porque hablaba de hechos exógenos a la obra de la poeta), destilando un tufillo misógino y homófobo, dando rienda suelta a su amargura, diríase que descontento con el modo en que se le recibe y celebrar por resultarle insuficiente, hablando de conspiraciones, de tejemanejes, de modas, de alienaciones, como si el público no tuviese un criterio, y eso venía de aquel que tuvo un apellido tras el que cobijarse cuando empezó a publicar, el que muy pronto fue puesto en los altares de la intelectualidad y modernidad, el considerado clásico y magistral con apenas dos títulos publicados, el que alardea sin freno de su pirotecnia verbal, de su culteranismo, de su afán elitista, el que vende por encima de sus posibilidades (sobre todo teniendo en cuenta que este es un país de malos lectores que sólo buscan evasión fácil y rápida, que sólo aceptan novelones de un porrón de páginas si hay una mínima base histórica -o ni eso-, amores con obstáculos, algún que otro asesinato, cuadros o libros de los que extraer claves, códigos o llaves para abrir puertas físicas o mentales y cambiar el curso de la Historia y el modo de contarla -y esto es un resumen de cosas que el interfecto ha escrito en más de una ocasión-), al que se coloca cada año en la carrera hacia el Nobel o demás premios de relumbrón, al que sus talifanes (sí, no se me fue el dedo: lo escribí con “f”) echan en cara a los demás con ese eterno reproche, con la cantinela “ay, si hubiese nacido en otro país”. Pues, como digo o quería decir, cuando colocaba en la parrilla de la salida mi comentario sobre Un golpe de vida, Juan Cruz salió en defensa de su amigo, del autor al que acogió en Alfaguara con los brazos abiertos tras su salida con portazo (y más) de Anagrama, el sello que le encumbró y dio pátina de calidad, algo en parte comprensible aunque, para ello, Juan parezca olvidar el periodista y, sobre todo, el lector que siempre demuestra ser para, de alguna manera, atacar también a Gloria Fuertes a la que sitúa entre “las nuevas santidades”, “las glorias intocables de este momento histórico” y habla de los que reprobamos, censuramos, alzamos la voz ante tamaña muestra de infamia como de un “renovado puritanismo, que apunta con letras de oro lo que siempre estuvo en la división de bronce de la muy vapuleada historia de la literatura menor española”. Querido Juan, puede decirse que uno (y tantos de la misma generación, tanto los algo más mayores o algo más pequeños) aprendió qué era poesía gracias a la impagable labor de Gloria, que ya hace muchísimos años que su Historia de Gloria corría por las aulas, deslumbrados porque la autora que nos hacía reír con La gata Chundarata o nos ponía a canturrear la letra de la sintonía de Un globo, dos globos, tres globos, la que escribía guiones para La mansión de los Plaff, era la misma que escribía versos adultos que nos abrían puertas y suponían aire fresco en medio de tanta lectura impuesta mal explicada y asimilada como obligación, casi como castigo, como lastre, que Gloria (así, sin apellido) nunca ha dejado de estar en los corazones de muchos lectores y eso a pesar de su desaparición a nivel académico, de no ser nombrada ni de pasada al hablar (si es que se hacía) del postismo, de ser menoscabada por escribir para niños (tal vez la tarea más difícil e ingrata que puede acometer un creador), de serle negado el lugar que, por fortuna, está recuperando, ha recuperado, gracias a infinidad de personas que, puede estar seguro de ello Marías, apenas conocen su sexualidad, esa que aparecía sin tapujos en algunos de sus versos y jamás inquietó a señoras como mi madre (una de sus grandes admiradoras desde siempre, por eso me regaló La momia tiene catarro y El camello cojito hace no sé cuántas Navidades). Y, sí, claro que cada uno tiene derecho a exponer sus juicios, sus preferencias (así por ejemplo, y lo hemos hablado a veces, Juan, yo mismo llevo mucho tiempo haciéndolo con Javier Marías, al que creo que más de uno -y de diez- apoya porque si se sale del supuesto canon sería vilipendiado y escarnecido por el resto -de hecho, alguno ha confesado sin oídos indiscretos cerca que no se atrevería a publicar una crítica negativa, ni tan siquiera tibia, sobre ciertos autores-), faltaría más, pero la libertad de expresión tiene (debe tener) ciertos límites, sobre todo cuando la acusación no se fundamenta más que en un “no veo esa grandeza”, que, por cierto, muchos tampoco denominamos así, sino asombrosa facilidad para el ripio, para la musicalidad, para el subtexto sin interferir en una lectura rápida y, si se quiere, liviana, personalidad propia en el hacer, en el decir y en el ser, carisma inagotable, hallazgos fabulosos, mil y una virtudes por las que seguimos leyéndola y, sobre todo, queriéndola.
   Y, como se ve, ese golpe de vida se impuso, me resultaba imposible ponerme a escribir tal cual sobre el reciente libro de Juan obviando esta polémica, especialmente, como digo, por lo mucho que hemos compartido como lectores (fuese ocupando el cargo que fuese), por aquellos desayunos de prensa en el Círculo de Bellas Artes o la Casa de América o almuerzos en algún hotel o restaurante con José Saramago, Enriqueta Antolín, Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Maruja Torres, Manuel de Lope, Muñoz Molina, Pedro Sorela, Josefina Aldecoa, Molina Temboury, hasta el propio Marías, tantas voces que Juan ayudó a difundir y nos hizo descubrir o fijar, por promover el debate, el coloquio, la controversia bien entendida, la argumentación, el discernimiento, por lo mucho que me hubiese gustado preguntarle a partir de lo que narra en Un golpe de vida, porque es su memoria como periodista, porque hay mucha reflexión sobre este oficio indomable (como él lo denomina), porque discrepo de cosas que afirma o de acusaciones que lanza (y ahí hablo exclusivamente como lector de El País) pero su tono no me resulta hiriente o injusto como el de su artículo, porque me hubiese gustado hacerle alguna matización precisamente para que él hubiera podido abundar un poco más en lo que, a pesar de bien cimentado y desarrollado, puede ser un impulso, un exabrupto (aunque no haya insultos), el efecto de escribir muy en caliente (o demasiado en frío, depende del momento), porque me sigue resultando abracadabrante cómo, aunque demuestra que la obra está en permanente progreso, que le va naciendo según las circunstancias, que hay bandazos (golpes) que no puede tener previstos, que transmite mucha verdad (en algunos párrafos demasiada -por lacerante-), consigue una estructura férrea, coherente, cuidadosamente delineada, como si conociese la última frase desde la primera. Pero no pudo ser, qué lástima, y entre medias apareció el dichoso Puritanismo, dame el nombre exacto de las cosas y, claro, eso me ha llevado a ponerme a teclear alejándome de mi objetivo, un libro que me ha hecho evocar, pensar, alterar ciertos esquemas, reafirmar otros, disentir, asentir, asombrarme, enamorarme más del oficio sin dejar de aplicar la autocrítica, apostillar algunos episodios que conozco de primera mano, enterarme de los entresijos de otros, querer un poco más a Juan porque resulta imposible no hacerlo, porque asume sus defectos, sus contradicciones, porque deja espacio para el otro, porque me provocó lágrimas porque leí el puñetazo que quiebra el libro y casi lo echa por tierra mientras yo vivía los primeros efectos palpables en mi ánimo y en mi cotidianidad de la enfermedad que estaba minando y borrando a la tía (y hoy precisamente hubo un episodio que señala lo virulento de la misma, cómo no da tregua, cómo da zarpazos violentos que destruyen sin piedad), porque comprendo que afirme que “este libro es lo más verdadero que he escrito en mi vida. Lo que más me ha dolido escribir”, porque duele leerlo (y, al mismo tiempo, alivia, ayuda a dejar escapar parte de la inevitable presión que sufren el corazón y la mente), tal vez por eso, por venir de la misma pluma, duele más que ofende (al revés que sucede con Marías) que Juan Cruz no demuestre otros recursos para sacar la cara por un amigo que soltar una andanada indigna de un lector y un periodista de su talla. Y, como esto ya se hace largo, dejaremos todo lo directamente relacionado con Un golpe de vida para otra ocasión no muy lejana (pero no hace falta que esperen a ello, si así lo desean, para navegar por sus páginas).

miércoles, 5 de julio de 2017

EL TIEMPO PRIMERO DE LA LIBERTAD Y LA VIDA






  A fuerza de práctica, de vez en cuando a uno le da por teorizar sobre el ejercicio de la crítica, sea como género periodístico o literario, en realidad recordar algunas cosas aprendidas en las aulas y en los libros, ciertas normas que no deberían perderse de vista, sobre todo a seguir desarrollando el modo en que Mercedes Gómez del Manzano (esa profesora tantas veces evocada, llorada y reconocida como maestra) transformó mi manera de analizar y juzgar, sin imposiciones, sin dogmas, sin apuntes, sin planillas, invitando a convivir con el texto, propiciando que nos zambullésemos (aunque singularizo porque hablo de su influencia sobre mí, me consta que no fui el único afectado gracias a sus prodigiosas clases) en la lectura con los sentidos muy abiertos, dando rienda suelta a la pasión, a los dictados del corazón, dejándonos empapar (o no) por el mismo, equilibrando y/o refrenando lo espontáneo, lo incontenible, lo meramente emocional con lo racional, con el análisis más honesto y meditado (y universitario, por supuesto: justificando cada afirmación positiva o negativa), aplicando nuestro criterio, ese que nunca deja de construirse (o así debería ser), así quedaba claro en aquellas lecciones magistrales que no pretendían ser tales, que nos proporcionaban herramientas y conocimiento para tener voz propia, que reclamaban, casi exigían en el sentido de que no quería una mera repetición de lo leído o escuchado aquí y allá, quería que cada trabajo presentado fuese personal e intransferible, en sus clases, como digo, se incentivaba y potenciaba la libertad, la independencia, que cada cual fuese capaz de explicar por qué gustaba de tal autor y rechazaba a aquél, por qué había elegido ese título en concreto para leer y examinar, Mercedes jamás impuso qué (ni mucho menos cómo) debía ser materia de nuestros ejercicios, nos introducía en cada época, recorría diferentes autores transversalmente, motivando que todos resultasen atractivos, redescubriéndonos a los que creíamos conocidos e incluso superados (aún hoy recuerda Juan Mairena mi boca abierta, mis temblores, mis lágrimas asomando tímidamente cuando Mercedes describió Macondo con palabras que, a buen seguro, hubiese firmado García Márquez), lanzaba preguntas a las que debíamos dar respuesta pero cada uno elegía a su compañero de viaje durante ese tiempo. Sólo en una ocasión dio ocho nombres (Thomas Mann, Marcel Proust, James Joyce y Franz Kafka a un lado, John Dos Passos, Ernest Hemingway, William Faulkner y Scott Fiztgerald al otro), nos dijo que escogiésemos uno de cada lista y que cruzásemos dos de sus novelas en un único trabajo (ahí tuve la ayuda de Luis Landero, otro maestro, espero hacerle pronto en este rincón la justicia que merece, quien recordó mi entusiasmo adolescente por Muerte en Venecia y me animó a iniciarme en Faulkner con Sartoris, “aunque parezcan, y sean, muy diferentes, tienen puntos concomitantes que sabrás apreciar y, sobre todo, para que no te lances a Luz de agosto en plan suicida y salgas escaldado” -y odiándole, añado, como nos ha sucedido tantas veces por culpa de planes educativos sin sentido diseñados para que nadie se haga lector, no digamos si el que se encarga de ejecutarlo se limita a imponer y hacer sangre (por aquello de la estúpida frase que afirma que eso es lo bueno para que la letra se nos quede dentro)-). Fue la semilla que plantó en mi corazón y en mi cerebro la que me ayudó a, de manera natural, ir centrando mi oficio en la crítica, siempre con el ánimo de entenderme un poco mejor a través de lo que me satisfacía y lo que no, amando aquello sobre lo que escribo/hablo (los libros, el cine, el teatro, la música), mucho más de lo que algunos puedan pensar, de ahí que no sea capaz de evitar cierto tono brusco (e incluso hiriente) cuando me siento estafado como receptor, también cuando creo detectar a personas que, imbuidas de una aureola de prestigio no siempre bien o suficientemente ganada (atribuida en demasiadas ocasiones por la tribuna desde la que pontifican), son como aquellos docentes que se colocan por encima del resto y te tratan con altivez y desprecio (y te suspenden) si no cacareas lo que dictan y dictaminan en sus clases, te hacen sentir inferior (e incluso lo afirman) si no compartes sus gustos (esos, por otro lado, que pocas veces son capaces de explicar con precisión).
   Y gracias a Mercedes intento siempre que puedo regirme por determinadas reglas (a veces, cierto es, estallo sin medida, si bien intento cimentar cada opinión, sobre todo si la emito en el ejercicio de mi profesión -y aunque como parte de la misma los tomo, sobre todo desde hace casi cinco años ya que es una de las posibilidades que tengo de seguir comunicando, ahí no entran, en principio, los comentarios de Facebook, por más que puedan ser extensos y, por lo tanto, se mediten, retoquen, reescriban-), ser lo más ecuánime posible, lo que se traduce en integridad personal y profesional (reconocer filas y fobias -a las que, dentro de su irracionalidad, se les puede encontrar fundamento lógico o, al menos, más allá de la palabra vacía de contenido-), en asumir la necesaria subjetividad (en contra de lo que muchos reclaman -especialmente los que no la practican-, es decir, esa objetividad que nunca puede ser absoluta -¡Gracias, Bernardino M. Hernando, otro maestro de los años universitarios!-, menos aún en un género -la crítica- que es fruto de la reflexión, del estudio, de lo que cada uno valora e incluso quiere demostrar -y por eso escribe un voluminoso tratado sobre este autor, aquel movimiento, una obra en concreto o analiza las que tratan un mismo asunto-), una crítica a veces debe emitirse en cuestión de horas o ejercerse en condiciones poco propicias, también todo eso hay que tenerlo en cuenta y comunicárselo al receptor, con el tiempo uno revisa lo que dijo y se percata de inexactitudes (o cambia radicalmente sus sensaciones -han pasado los años, no se estaba cubriendo un Festival y viendo cuatro películas cada día, la nueva obra de alguien hace que lo anterior cobre otro significado-), se reconocen y asumen los errores (o las visceralidades, la excesiva rapidez, la rotundidad, el prejuicio que ahora queda abatido, la inmadurez), por más que se expongan conclusiones personales (y se crea firmemente en ellas) no se trata de imponer sino de explicar por qué se ha disfrutado (o dejado de hacer o cualquiera de los estados intermedios). Y, eso sí, recordar siempre lo básico: la crítica es un género periodístico o literario, no se puede meter todo en el mismo saco, eso que abunda ahora por Internet no es tal por más que a tantos provoque escozor que se señale (mi añorado compañero Daniel Ampuero dijo en una ocasión en antena que un tweet jamás sería un reportaje y los humillados y ofendidos superaron con creces a los de Dostoievski), son opiniones, a veces muy bien sostenidas y argumentadas (dejamos a un lado los insultos, vejaciones, acosos y derribos, cuando no prácticas delictivas que tantos camuflan bajo la bandera de la libertad de expresión), en realidad iba a empezar por ahí pero ya saben lo que ocurre cuando este viejo periodista queda suelto, mil perdones.
   Más allá de algún comentario a vuelapluma, una charla entre amigos, una ocurrencia más o menos feliz para Facebook (esas que algunos convierten en categoría, igual que aquello que puede escribirse en un máximo de 140 caracteres), uno rehúye los adjetivos absolutos (o lo procura: se baja la guardia, puede que no tan inconscientemente como se pretende, y brotan como setas), esos que deberían quedar fuera del vocabulario de todo crítico que se precie, de todo analista, investigador, de todo aquel que se tome en serio y asuma su función con la imprescindible ética profesional. Decir que tal película es buena (o mala), que este autor no te gusta (o te priva), emplear ciertos giros aceptados (y no dotarles de sentido y/o contenido) es no decir nada por más que sea lo único que alguno va a espetarte cuando intentes replicar o discutir (dialécticamente hablando) sobre el asunto –“¿Cómo puedes decir que esta serie no es buena?”, algo que en realidad no has dicho, por cierto, sino que no te gusta, que te aburre, que la has abandonado-, y, sin embargo, desde que terminé El vino del estío de Ray Bradbury (un libro que sólo puede encontrarse, desgraciadamente, en librerías de lance o webs en las que particulares ofrecen aquellos ejemplares de los que quieren desprenderse), he recomendado su lectura a varias personas diciéndoles que es una de las novelas más bonitas que he leído. Si bien es cierto que, a la que me dan oportunidad, empiezo a pormenorizar y a completar tan somera opinión, no encuentro mejor palabra para resumir la catarata de emociones vividas y revividas, la siempre grata sensación de sentirse parte de lo leído, como si el narrador fueses tú o aquel estuviese al tanto de lo que piensas, lo que has vivido, lo que prefieres, lo que añoras, por qué tu corazón late a otro ritmo en según qué circunstancias o cuando convocas determinados recuerdos, da igual que, como en este caso, se hable del verano de 1928 y Bradbury sitúe la acción en una población ficticia de su Illinois natal, ya desde esa primera escena mágica en la que Douglas, el chaval de doce años que protagoniza la novela, celebra su ritual para dar la bienvenida al verano, el cascabeleo del corazón fue inevitable, sentí el huracán que desde las páginas me arrastraba hasta el mismo seno de la historia y hasta mi propia memoria, mi permanente nostalgia de aquellos veranos en que tanto había por hacer, largas horas de ocio que llenar con lecturas, películas, series, tal vez para muchos pareciesen aburridos, a veces me daba envidia cuando escuchaba el relato que compañeros de colegio hacían de sus vacaciones, fui chico de ciudad en gran medida por gusto, también porque no quedaba otra, el presupuesto familiar no siempre permitía poder viajar aunque fuese unos días (para compensar, fuimos a París cuando yo tenía once años), pero el verano se presentaba cada final de junio como una eterna aventura, como la culminación del trabajo en el colegio (o en el instituto y la Universidad, esa sensación tardó en abandonarme, en realidad quedó adormilada), como un derecho bien ganado, por eso me empeñaba en que, si el curso había terminado un viernes, no me dijesen que estaba de vacaciones hasta el lunes, el sábado y el domingo no contaban, esa era mi forma de darle la bienvenida (y las gracias por llegar), casi como Douglas.
   Fue Pablo, como tantas veces, quien me regaló El vino del estío (la edición de Minotauro de 1996 con traducción de Francisco Abelenda cuya portada puede verse en la foto que hay al inicio de este texto), en parte por ser su autor quien es, en parte porque de la lectura de la contraportada y de algunas páginas sueltas, comprendió que estábamos en un territorio propio, el del verano largo que aprendimos a mitificar gracias a Harper Lee, a Truman Capote (lo quieran o no, van de la mano en múltiples ocasiones), a Enid Blyton, a Stephen King, a muchos que llegarían con el tiempo, esos veranos que nos igualan, que se iniciaban con una agenda bien repleta de compromisos a los que no faltaríamos y de los que no nos cansaríamos, que siempre nos resultaban apetecibles y parecían nuevos, esos días con tantas horas por vivir que no terminaban nunca (salvo que al día siguiente hubiera alguna excursión que hacer, algún viaje que iniciar -y la excitación provocaba que aún durmiésemos menos-), escuchando la radio en la cama, leyendo hasta muy tarde (¡Con lo mal que llevo ahora lo de perder horas de sueño!), esperando que el calor diese tregua y se pudiese descansar, ese verano conformado por muchos con el que uno se reencuentra en las páginas de Bradbury, pareciéndose a alguno vivido incluso en las diferencias (porque sus anécdotas concretas ayudan a que rebroten las propias), ese verano que incluso echamos de menos en lo que nos disgustaba, en aquellas obligaciones que año tras año suponían cada vez más una carga que una diversión, al final en nuestro ánimo otorgamos primacía a lo positivo, por más que su reverso sea muy tenebroso y aún provoque alguna que otra arruga en el corazón (sobre todo en lo que a la tía Carmen hace referencia, tal vez acuso ahora con mayor intensidad el golpe cuando ella no es plenamente consciente de todo lo que sucedió). Bradbury, en tercera persona, transmite con fidelidad lo que un chaval imagina, aventura, anhela, su prosa es fresca, a ratos ingenua, responde con acierto a lo que alguien de doce años podría escribir, combinándolo a la perfección con pasajes evocadores, con la melancolía precisa, haciendo un retrato vívido, casi una instantánea que se tiñe de nostalgia en el mismo origen, ese regusto agridulce implícito en cada día de verano porque íbamos agotando posibilidades a demasiada velocidad, porque el tiempo era voraz, porque, incluso en aquella inconsciencia, en aquella Arcadia, sabíamos que aquello terminaría, que los veranos no volverían a ser lo mismo. Pero haberlos vivido, haberlos sublimado, tener tanto que agradecer y evocar (y tanto que llorar por irrepetible, tantas personas a las que echar de menos, tantos huecos que agrandar en estos momentos), eso no nos lo quitará nadie (sólo una maldita enfermedad que disfruta borrando vidas), ¡y es tan bonito que un escritor de la talla de Ray Bradbury nos refresque e inunde la memoria!