Siempre es impactante y necesario (a pesar
de, como se la llamó aquí en su día, lo perturbadora que resulta -o
precisamente por ello-) regresar a sus palabras, a su obra, a su persona, a su
vida, llega un momento en que Virginia Woolf se impone, se abre paso, reclama
atención, bien sea porque no se puede resistir por más tiempo la llamada, poco
importa que aún queden cicatrices (cuando no heridas abiertas) tras la última
lectura, bien sea porque aparece antes de que seamos conscientes de ello,
porque somos muchos los benditamente golpeados por su prosa, los que deambulamos
por la vida bajo su influjo (a ratos consciente, la mayoría de las ocasiones
inconscientemente), porque hay que regresar a ella, porque uno no puede
alejarse demasiado una vez se ha dejado mecer (y alterar -y no en modo negativo
o no sólo negativo-) por su ritmo pausado pero implacable, por sus
prospecciones a lo más hondo de nosotros mismos, por sus dolores, dudas y
angustias, por su ambigüedad que no es
más que un reflejo de este ejercicio que hacemos sin libro de instrucciones al
que denominamos vivir; y, así, sin intuirlo, uno abre un libro y se topa con la
siguiente cita: “(…) a pesar de que tengo la característica de recibir esos
golpes bruscos, ahora son siempre bienvenidos; después de la primera sorpresa,
siempre siento al instante que (…) mi capacidad de recibir golpes es lo que me
hace escritora. (…) Siento que he recibido un golpe, pero no se trata, como
ocurría siendo niña, simplemente de un golpe asestado por un enemigo oculto
tras el algodón en rama de la vida cotidiana; es, o llegará a ser, una
revelación de un determinado orden; es una muestra de la existencia de algo
real que se encuentra detrás de las apariencias; y yo lo hago real al
expresarlo en palabras. Sólo expresándolo en palabras le doy el carácter de
algo íntegro, y esta integridad significa que ha perdido el poder de causarme
daño; me produce un gran placer juntar las partes separadas. Tal vez se deba a
que, al hacerlo, elimino el dolor”. Juan
Cruz Ruiz (como suele firmar sus libros, aunque todos le conozcamos en la
profesión sólo con el primer apellido) toma este fragmento de Momentos de vida para titular Un golpe de vida, su nueva entrega
memorística (es un maestro de la evocación, tanto cuando novela el relato como
cuando, y así sucede en el caso que nos ocupa, se expone sin ambages ni
disfraces ante el lector), publicada por Alfaguara hace un par de meses y uno
lo ha sentido en sus propias carnes a la hora de redactar el presente escrito;
me explico: empecé (y terminé) su lectura con objeto de, como en tantas
ocasiones, conversar con el sin duda querido y admirado periodista, escritor y
editor (aunque ya no lo sea, es como le conocí y como se sigue comportando con
aquellos escritores a los que respeta, apoya, anima, defiende, muchos de los
cuales deben su repercusión y actual posición a sus buenos oficios en los años
en que, lector impenitente y entusiasta, se volcaba con cada título publicado
como si fuese propio -en parte lo era porque rastreaba, perseguía, descubría,
conocía al dedillo lo que otros creaban y lo pregonaba con algarabía y pasión
nada fingidas-), pero un día antes del encuentro hubo que cancelar la cita
porque sus obligaciones en El País le reclamaban desde primera hora de la
mañana, se habló de la posibilidad de buscar otra ocasión pero ésta no llegó
(ni siquiera se barajaron opciones) y como uno tampoco es de insistir ni
agobiar ni forzar a nadie guardé las notas tomadas durante la lectura esperando
ocasión para recomendar Un golpe de vida
porque es y sigue siendo mi intención.
Bien conocen los leales mi habitual
dispersión, leyendo compulsivamente al menos dos libros a la vez, pensando
nuevos asuntos, preparando diferentes textos, dejando que duerman el sueño de
los justos intenciones, homenajes, descubrimientos, y en el camino hasta aquí
tuvo lugar el desafortunado (y patético, innecesario, insultante e incluso
criminal -en el sentido de cometer una “acción indebida o reprensible”, según
recoge el DRAE-) incidente, el artículo ponzoñoso -por nocivo- de Javier Marías
sobre Gloria Fuertes en el que la atacaba sin piedad, sin argumentar su tesis
(aunque no llegaba a eso porque hablaba de hechos exógenos a la obra de la
poeta), destilando un tufillo misógino y homófobo, dando rienda suelta a su
amargura, diríase que descontento con el modo en que se le recibe y celebrar por
resultarle insuficiente, hablando de conspiraciones, de tejemanejes, de modas,
de alienaciones, como si el público no tuviese un criterio, y eso venía de aquel
que tuvo un apellido tras el que cobijarse cuando empezó a publicar, el que muy
pronto fue puesto en los altares de la intelectualidad y modernidad, el
considerado clásico y magistral con apenas dos títulos publicados, el que
alardea sin freno de su pirotecnia verbal, de su culteranismo, de su afán
elitista, el que vende por encima de sus posibilidades (sobre todo teniendo en
cuenta que este es un país de malos lectores que sólo buscan evasión fácil y
rápida, que sólo aceptan novelones de un porrón de páginas si hay una mínima
base histórica -o ni eso-, amores con obstáculos, algún que otro asesinato,
cuadros o libros de los que extraer claves, códigos o llaves para abrir puertas
físicas o mentales y cambiar el curso de la Historia y el modo de contarla -y
esto es un resumen de cosas que el interfecto ha escrito en más de una
ocasión-), al que se coloca cada año en la carrera hacia el Nobel o demás
premios de relumbrón, al que sus talifanes (sí, no se me fue el dedo: lo
escribí con “f”) echan en cara a los demás con ese eterno reproche, con la
cantinela “ay, si hubiese nacido en otro país”. Pues, como digo o quería decir,
cuando colocaba en la parrilla de la salida mi comentario sobre Un golpe de vida, Juan Cruz salió en
defensa de su amigo, del autor al que acogió en Alfaguara con los brazos
abiertos tras su salida con portazo (y más) de Anagrama, el sello que le
encumbró y dio pátina de calidad, algo en parte comprensible aunque, para ello,
Juan parezca olvidar el periodista y, sobre todo, el lector que siempre
demuestra ser para, de alguna manera, atacar también a Gloria Fuertes a la que
sitúa entre “las nuevas santidades”, “las glorias intocables de este momento
histórico” y habla de los que reprobamos, censuramos, alzamos la voz ante
tamaña muestra de infamia como de un “renovado puritanismo, que apunta con
letras de oro lo que siempre estuvo en la división de bronce de la muy
vapuleada historia de la literatura menor española”. Querido Juan, puede
decirse que uno (y tantos de la misma generación, tanto los algo más mayores o
algo más pequeños) aprendió qué era poesía gracias a la impagable labor de
Gloria, que ya hace muchísimos años que su Historia
de Gloria corría por las aulas, deslumbrados porque la autora que nos hacía
reír con La gata Chundarata o nos
ponía a canturrear la letra de la sintonía de Un globo, dos globos, tres globos, la que escribía guiones para La mansión de los Plaff, era la misma
que escribía versos adultos que nos abrían puertas y suponían aire fresco en
medio de tanta lectura impuesta mal explicada y asimilada como obligación, casi
como castigo, como lastre, que Gloria (así, sin apellido) nunca ha dejado de
estar en los corazones de muchos lectores y eso a pesar de su desaparición a
nivel académico, de no ser nombrada ni de pasada al hablar (si es que se hacía)
del postismo, de ser menoscabada por escribir para niños (tal vez la tarea más
difícil e ingrata que puede acometer un creador), de serle negado el lugar que,
por fortuna, está recuperando, ha recuperado, gracias a infinidad de personas
que, puede estar seguro de ello Marías, apenas conocen su sexualidad, esa que
aparecía sin tapujos en algunos de sus versos y jamás inquietó a señoras como
mi madre (una de sus grandes admiradoras desde siempre, por eso me regaló La momia tiene catarro y El camello cojito hace no sé cuántas
Navidades). Y, sí, claro que cada uno tiene derecho a exponer sus juicios, sus
preferencias (así por ejemplo, y lo hemos hablado a veces, Juan, yo mismo llevo
mucho tiempo haciéndolo con Javier Marías, al que creo que más de uno -y de
diez- apoya porque si se sale del supuesto canon sería vilipendiado y
escarnecido por el resto -de hecho, alguno ha confesado sin oídos indiscretos
cerca que no se atrevería a publicar una crítica negativa, ni tan siquiera
tibia, sobre ciertos autores-), faltaría más, pero la libertad de expresión
tiene (debe tener) ciertos límites, sobre todo cuando la acusación no se
fundamenta más que en un “no veo esa grandeza”, que, por cierto, muchos tampoco
denominamos así, sino asombrosa facilidad para el ripio, para la musicalidad,
para el subtexto sin interferir en una lectura rápida y, si se quiere, liviana,
personalidad propia en el hacer, en el decir y en el ser, carisma inagotable,
hallazgos fabulosos, mil y una virtudes por las que seguimos leyéndola y, sobre
todo, queriéndola.
Y, como se ve, ese golpe de vida se impuso,
me resultaba imposible ponerme a escribir tal cual sobre el reciente libro de
Juan obviando esta polémica, especialmente, como digo, por lo mucho que hemos
compartido como lectores (fuese ocupando el cargo que fuese), por aquellos
desayunos de prensa en el Círculo de Bellas Artes o la Casa de América o
almuerzos en algún hotel o restaurante con José Saramago, Enriqueta Antolín, Vargas
Llosa, Carlos Fuentes, Maruja Torres, Manuel de Lope, Muñoz Molina, Pedro
Sorela, Josefina Aldecoa, Molina Temboury, hasta el propio Marías, tantas voces
que Juan ayudó a difundir y nos hizo descubrir o fijar, por promover el debate,
el coloquio, la controversia bien entendida, la argumentación, el
discernimiento, por lo mucho que me hubiese gustado preguntarle a partir de lo
que narra en Un golpe de vida, porque
es su memoria como periodista, porque hay mucha reflexión sobre este oficio
indomable (como él lo denomina), porque discrepo de cosas que afirma o de
acusaciones que lanza (y ahí hablo exclusivamente como lector de El País) pero
su tono no me resulta hiriente o injusto como el de su artículo, porque me
hubiese gustado hacerle alguna matización precisamente para que él hubiera
podido abundar un poco más en lo que, a pesar de bien cimentado y desarrollado,
puede ser un impulso, un exabrupto (aunque no haya insultos), el efecto de
escribir muy en caliente (o demasiado en frío, depende del momento), porque me
sigue resultando abracadabrante cómo, aunque demuestra que la obra está en
permanente progreso, que le va naciendo según las circunstancias, que hay
bandazos (golpes) que no puede tener previstos, que transmite mucha verdad (en
algunos párrafos demasiada -por lacerante-), consigue una estructura férrea,
coherente, cuidadosamente delineada, como si conociese la última frase desde la
primera. Pero no pudo ser, qué lástima, y entre medias apareció el dichoso Puritanismo, dame el nombre exacto de las
cosas y, claro, eso me ha llevado a ponerme a teclear alejándome de mi
objetivo, un libro que me ha hecho evocar, pensar, alterar ciertos esquemas,
reafirmar otros, disentir, asentir, asombrarme, enamorarme más del oficio sin
dejar de aplicar la autocrítica, apostillar algunos episodios que conozco de
primera mano, enterarme de los entresijos de otros, querer un poco más a Juan
porque resulta imposible no hacerlo, porque asume sus defectos, sus contradicciones,
porque deja espacio para el otro, porque me provocó lágrimas porque leí el
puñetazo que quiebra el libro y casi lo echa por tierra mientras yo vivía los
primeros efectos palpables en mi ánimo y en mi cotidianidad de la enfermedad
que estaba minando y borrando a la tía (y hoy precisamente hubo un episodio que
señala lo virulento de la misma, cómo no da tregua, cómo da zarpazos violentos
que destruyen sin piedad), porque comprendo que afirme que “este libro es lo
más verdadero que he escrito en mi vida. Lo que más me ha dolido escribir”,
porque duele leerlo (y, al mismo tiempo, alivia, ayuda a dejar escapar parte de
la inevitable presión que sufren el corazón y la mente), tal vez por eso, por venir
de la misma pluma, duele más que ofende (al revés que sucede con Marías) que
Juan Cruz no demuestre otros recursos para sacar la cara por un amigo que
soltar una andanada indigna de un lector y un periodista de su talla. Y, como
esto ya se hace largo, dejaremos todo lo directamente relacionado con Un golpe de vida para otra ocasión no
muy lejana (pero no hace falta que esperen a ello, si así lo desean, para
navegar por sus páginas).