Como siempre ando con varios temas posibles
entre manos para este blog y con bastante menos asiduidad que antaño sigo
atendiendo a su hermano -Celuloide en vena-, al menos en lo que a obituarios de
artistas a las que uno quiere rendir tributo, puesto que en las últimas semanas
ha habido que despedir a algunos nombres que seguirán brillando en mi
particular galaxia de estrellas, como bien saben los leales que mi ritmo es un
tanto discontinuo, llevaba cosa de un mes queriendo escribir un texto como el
presente y resulta que, mientras me voy poniendo al día con Rosa Chacel para
centrarme en su figura y obra dentro de poco, leyendo Desde el amanecer, un peculiar y deslumbrante libro de memorias (sólo
abarca sus diez primeros años de vida y lo escribió con más de setenta) que ha
recuperado recientemente la editorial Lumen, encuentro un párrafo que, de
alguna manera, puede servir para entrar en materia: “Hay algo que nunca pude
perdonar, ser engañada. Hay algo que nunca pude comprender, que se engañe a
alguien con buena intención. Ante el engaño, no había intención que yo
admitiese como buena, ni aunque fuese de mi padre o de mi madre. Es cierto que
ellos no me engañaron jamás. Aquel día, no sé por qué, se plegaron a los
comentarios de mis tías, aunque era patente el error. Ellos me habían visto
primero en casa y luego ante el fotógrafo, violentísima, perdida toda
naturalidad: cuando mis tías dieron su opinión no podían hacerse ilusiones;
sabían que la máquina no engaña, pero no fueron capaces de poner las cosas en
su lugar. Yo creí que su testimonio expresaba lo que ellas habían visto,
realmente: confié en su visión, esperé que la fotografía la corroborase. Más aún;
la noticia que traían correspondía exactamente a lo que yo era dentro de mí. Por supuesto, yo me había mirado en el espejo,
pero el espejo no tiene lejanía, le ofrece a uno un punto de vista directo y
sin escorzo: no nos da la imagen de lo que uno resulta ante los otros, entre
las cosas, en movimiento. Uno tiene su visión interior, y lo que uno toca
dentro de sí mismo no es, en realidad, lo que es, sino lo que podría ser.
El devenir, el grado más alto de la posibilidad es presente, desde un
principio, a la visión interior; de modo que yo esperaba encontrar en la
fotografía la Scheherezada que yo era,
tendida en el tapiz del fotógrafo, apoyando el codo en el almohadón negro, con
brillantes flores bordadas. Pero llegó la foto, y la foto era una enorme cabeza
triste o, más bien, seria, con la seriedad que había de acompañarme toda la
vida, como repulsa a cualquier eventual histrionismo.” Y es que se daba el caso
de que la niña que ya era Rosa Chacel (qué mente privilegiada) había perdido
los dientes centrales mientras jugaba en casa (tropezó con una falda de una de
sus tías que se había puesto como disfraz), justo cuando la familia quiso
hacerle una “fotografía artística” (sic) en la que ella, para que no se viese
la mella, sonrió tapando el desperfecto con el labio inferior y, cuando fueron
a ver las pruebas para encargar las copias pertinentes, sus tías regresaron “diciendo
que la foto era magnífica y que yo estaba espléndida, parecía una verdadera
odalisca; se diría que tenía quince años” (es fácil imaginar el gesto un tanto
estrambótico que debía tener la criatura -hagan la prueba frente a un espejo-).
Imagino que las familiares se sintieron
mejor ante lo que considerarían una mentira piadosa (o, nunca se sabe, puede
que ellas encontrasen la instantánea perfecta, va en el criterio de cada uno y
en el grado de amor con que se contemplen los actos de otros -o en no querer
reconocer que habían escogido el peor momento para hacer un retrato a la
benjamina y, en realidad, se estaban engañando a sí mismas-), pero, como
acertadamente señala Chacel, de poco valía el disimulo ante la fotografía que
daba testimonio de la extraña colocación de la boca (y todo sin perder de vista
el duro escrutinio a que la propia interesada sometía cada uno de sus actos). Y
andaba pensando en este asunto en general (el de camuflar, hurtar, ignorar la
realidad para no amargar la existencia a los demás -e incluso a uno mismo-)
tanto como en el contrario (ese últimamente excesivo y casi generalizado canto
a la sinceridad) desde que vimos una función de gran éxito (de hecho, ha
regresado a Madrid tras haber girado por diferentes plazas) que estará en
cartel en el Teatro Maravillas hasta el próximo 10 de septiembre (tal vez
porque sus dos protagonistas, Carlos Hipólito y Natalia Millán, no podrán
compatibilizarla con los ensayos del proyecto con el que volverán a compartir
escenario, el anhelado estreno de la versión española de Billy Elliot, espectáculo que se lleva gestando más de un año,
mimándolo y atendiéndolo como se hace en el West End). La pieza de Florian
Zeller (de quien no hace demasiado pudimos aplaudir la muy superior El padre, con el regalo de una
interpretación sobrecogedora de Héctor Alterio) que dirige Claudio Tolcachir se
titula, precisamente, La mentira y la
aborda en diferentes aspectos (no todos pueden exponerse para no desvelar algunos
de los giros que se producen -que el espectador pueda preverlos es otra cosa-),
siendo el central, el punto de partida, el que desencadena el drama (aunque se
narra en tono de comedia para acentuar la complicidad del público, recuerda más
-salvando muchas distancias- a Neil Simon que a Edward Albee, cruce de palabras
a ratos envenenadas entre Hipólito y Millán, quienes en algunos momentos están
por encima del texto, ayudados por una dirección que no crispa ni acelera el
ritmo, olvidando para bien lo que es su sello característico, cifrándolo casi
todo a la elegancia interpretativa de ella y a la vis cómica -que sólo en dos o
momentos debería contenerse un poco- de él), decíamos que la función comienza
cuando un matrimonio espera a otro en su casa para cenar y la mujer intenta por
todos los medios cancelar la cita sin querer dar demasiadas explicaciones hasta
que confiesa a su marido que hace unas horas ha visto por la calle al amigo
besando a otra mujer. ¿Cómo reaccionar cuando, sin posibilidad de huida, suena
el timbre y éste y su esposa aparecen tan contentos y aparentemente enamorados?
Así fue, precisamente, cómo conocí Apueste por una, el formato radiofónico
que María Teresa Campos llevaba varios años haciendo (brevemente con María
Ostiz, después con una tal Purita O´Hara, en el momento que nos ocupa con
Patricia Ballestero), cuando se asomó al inolvidable programa matinal de Jesús
Hermida para, poco después, convertirse en sección fija (y que me hizo ser
oyente fiel hasta que desapareció de las ondas -ya lo había hecho antes de
televisión aunque la Campos permaneció junto a Hermida-); en aquella primera
toma de contacto (con Por la mañana y
con un servidor) el interrogante planteado era: ¿Le diría a una amiga que su
marido la engaña? Desde los primeros alegatos, estuve de acuerdo con María
Teresa, es decir, no me gustaría ser la persona portadora de malas noticias, intentaría
alguna argucia para que se percatase de lo que pasaba, puede que incluso
llegase a hablar con el infiel (o la infiel: la pregunta podía cambiar de sexo
-y ahora también podríamos preguntarnos si le diríamos a un amigo que su marido
le engaña o a una amiga que es su esposa la que hace eso-), intentaría atenuar
el golpe todo lo posible, es cierto que con los años tal vez lo veo de otra
manera, que empaticé muchísimo con el personaje de Natalia Millán (sobre todo
en lo de no querer fingir delante de su amiga, en no poder soportar el engaño,
en no ser capaz de mantener la calma y la cordura frente al engañador -más aún
cuando lo encarna el siempre sobrado y estomagante Armando del Río, aunque por
fortuna tiene una participación pequeña-), pero en algunos momentos comprendía
y compartía los argumentos que Pablo (al que da vida Carlos Hipólito) expone
para conseguir que su mujer mantenga la calma y no perturbe la convivencia
diríase idílica entre sus amigos, aunque me percaté de que antes ponía el foco
en no dañar (o hacerlo lo menos posible) a la persona engañada y ahora me
preocupa más descubrir la traición y terminar con ella, es un difícil
equilibrio, un dilema para el que nunca se encuentra solución plenamente
satisfactoria porque, sea como sea, tu amigo/-a va a pasarlo mal, pero con la
edad a uno le parece extremadamente cruel ser cómplice (porque en eso te
conviertes si lo callas) de una situación que, además, puede convertirse en
objeto de burla, de escarnio, como si fuese más culpable el/la engañado/-a por
no enterarse de algo que la gente conoce (aquello tan manido -y real- de que
el/la cornudo/-a se entera siempre el/la último/-a) que la pareja infiel.
Pero, por otro lado, extrapolando algunas
situaciones de la función y añadiendo cosecha propia (algo que no provocan
todas las obras que vemos aunque tengan miras más altas y muchas ínfulas: ya es
un punto a favor de La mentira), me
dio por regresar (es un tema que lleva demasiado tiempo siendo recurrente
-recuerdo varias tertulias nocturnas de mi última etapa en RNE en las que
llegamos a él, cuando no partíamos del mismo-) a la tan alabada, pregonada y
celebrada autenticidad, esa sinceridad que se basa en la brutalidad, en el
exceso, en tener que soportar las groserías de muchos que no miden ni piensan
sus palabras ni los efectos que pueden tener (esos, por cierto, que se
revuelven si les dices la verdad sin paliativos, el hecho inapelable, les
demuestras su error en lo que sea). Esa gente que no tiene recato en decirte
que no le gusta nada la bufanda que acaba de regalarte tu marido, que se toma
la libertad de opinar sobre un viaje que vas a hacer o los espectáculos para
los que has comprado entradas hablando por sí mismos -aunque luego terminen por
imitarte- (“No me merece la pena ir hasta allí por eso”, siempre son uvas
verdes aunque se mueran de ganas -y envidia-), esos que tienen palabras
negativas para cualquier cosa que hagas (“qué aburrimiento, ¿no?”), esos que no
se preocupan por conocerte (aunque ese es otro tema), esos que alardean de su
sinceridad y la venden como virtud mientras sueltan lo primero que les pasa por
la cabeza -o por el hueco en que deberían tener un cerebro- y podría poner
ejemplos aún más lapidarios y terribles (y con nombres y apellidos) de gente
que, para colmo, se escuda en una supuesta amistad para aplicarse con saña al
sistemático ejercicio del hundimiento (especialmente cuando uno es consciente
de la historia pero quiere andar caliente -todo depende de dónde tenga cada uno
el umbral del ridículo-). Y no se trata de asentir estúpidamente y de, digámoslo
así, malcriar a los demás consintiéndoles todo: hablamos de herir, molestar,
insultar sin necesidad, seguro que se pueden emplear otras palabras o, en
determinados momentos, ahogarlas, refrenarlas, no proferirlas, sólo pensarlas,
tampoco hace falta mentir (sobre todo si hay una fotografía -o una realidad- que
te deja con eso mismo al aire).