martes, 29 de abril de 2014

CICATRICES IMPOSIBLES DE BORRAR





   Uno, que tantas veces se ha reconocido aficionado al género policiaco, que tantas horas ha empleado (en contra de lo que le aconsejaban a veces “porque resulta indigno de un lector como tú perder el tiempo en esas novelas” -¡Ay, cuántos aupados a pedestales que no les corresponden y lo que se pierden allí subidos!-) en beberse todo lo que caía en sus manos si prometía asesinato, misterio, robo, rompecabezas (y, así, sentí que me hacía adulto en mi afición al interesarme por un libro que rezaba algo así como “una detective se hace internar en un manicomio para resolver un crimen”, es decir, Los renglones torcidos de Dios), del mismo modo ha sido (y es) fiel seguidor de las series (no de todas, tarea titánica por su modo de proliferar, pero sí de unas cuantas cada temporada) y películas que se articulan en torno a este tipo de tramas, vive con especial emoción el momento (por fortuna, muy prolongado en el tiempo) en que la crítica no es reacia a alabar las bondades de los autores (antaño sólo los más grandes, los indiscutibles, los que se consideraba que ejecutaban obras que, aunque camufladas bajo determinada etiqueta, poseían un fuste, una ambición, una altura literaria que se negaba a lo que era mirado con desdén por su carácter ínfimo –e incluso a escritores que hoy casi nadie discute se les ninguneaba o aplaudía lo justo o, en ocasiones, no se quería reconocer que eran los más ortodoxos para no rebajar el nivel de los que se congratulaban de sus hallazgos y por eso inventaban acepciones, eufemismos, otra categorización que eludiese el adjetivo maldito-), en que la oferta es muy abundante (incluso excesiva, siempre sucede así), en que este tipo de narraciones ha recuperado una de sus principales características (el análisis de la sociedad, sus taras, sus miserias tangibles y las que se intentan sepultar bajo una gruesa alfombra de apariencias, las corrupciones de cualquier poder, actualizando los esquemas, incorporando si conviene las novedades tecnológicas, en definitiva, utilizando las convenciones del género para preguntarse, sacar a la luz, diseccionar el aquí y el ahora –no olvidemos que ese era el interés primordial de señores como Raymond Chandler, Chester Himes, Horace McCoy o Ross Macdonald, lo que no era óbice para que diseñasen tramas apasionantes, historias entretenidísimas, búsquedas de criminales llenas de giros, sorpresas y pistas esquivas-). Y, por otro lado (o abundando en lo mismo: en la ausencia de complejos), podemos divertirnos enormemente con novelas que sólo buscan la evasión, la adicción, el juego de lógica, el que sigue funcionando (y deleitando, asombrando y complaciendo) si lo plantean Agatha Christie, Arthur Conan Doyle, Rex Stout o tantos otros, el que heredaron y engrandecieron Patricia Highsmith, Ruth Rendell, Donna Leon, P. D. James, Anne Perry (se me permitirá que, con toda la intención, sólo seleccione mujeres), el mismo que en España ha gozado y goza de muy buena salud gracias a la aportación y particularización llevada a cabo por Manuel Vázquez Montalbán, Francisco González Ledesma, Alicia Giménez Bartlett, Jerónimo Tristante y tantos otros que harían esta lista interminable (y no se me diga que mezclo churras con merinas, que uno escritores de muy diverso aliento, con intencionalidades muy distintas e incluso antagónicas, puesto que el propio género lo propicia al no aceptar una única denominación y todos los nombrados asumen, aceptan, reivindican el escapismo, la emoción, la turbación, alejándose de engolamientos o intelectualizaciones innecesarias, llamando a las cosas por su nombre y escribiendo maravillosamente bien–y cuando alguien sea capaz de no engañar al lector al modo en que lo consigue la autora de El asesinato de Rogelio Ackroyd con lo que podría quedarse en un pie forzado pero es una de las resoluciones más brillantes (y copiadas, aunque sin rozar el mismo resultado) y transgresoras jamás llevadas a cabo, aceptaré algunos de los epítetos que le dedican los que, en su mayoría, no se han molestado en abrir uno de sus libros-), sin olvidar la espléndida y sorprendente revisión llevada a cabo por lo que se engloba bajo el epígrafe de “novela negra escandinava”, otro ritmo, otro tono, una atmósfera ominosa y opresiva, narraciones psicológicas en las que importa tanto o más a dónde llevarán o cómo influirán las investigaciones en los que las llevan a cabo que el propio embrollo en sí (y ahí están Henning Mankell, Johan Theorin, Anne Holt, por no mencionar el fenómeno mundial que rompe moldes conocido como Millenium, aprovechando la ocasión para recomendar encarecidamente la serie Bron, la original, la producida entre Suecia y Dinamarca –igual que une a los dos países el puente que le da título-, con un personaje que, por derecho propio –y por la interpretación de Sofia Helin-, ya figura en los anales del género: Saga Norén).

   Y el caso es que Pablo acaba de terminar su acercamiento al universo de Patricia Cornwell al leer la primera novela protagonizada por la doctora Scarpetta (y está entusiasmado porque está muy bien escrita y porque, dice, es de esas historias que tanto nos gustan “en las que aparentemente no pasan nada”, esas ante las que más de uno que luego se las da de intelectual arruga el hocico porque en el fondo sólo quieren lo más elemental, esas que se paladean, que envuelven, que dosifican, esas que van dejando un poso y un peso, esas que no precisan de golpes de efecto, esas que trabajan por acumulación, es decir, y perdón por repetirme pero conviene hacer hincapié en ello, esas muy bien escritas) y que un servidor estuvo leyendo estos días una muestra más del inagotable y prodigioso talento de Georges Simenon, nombre fundamental a la hora de comprender el modo en que, por así decirlo, la novela policiaca se hizo mayor y varió los cánones; un magnífico creador de tipos, de ambientes, estudiando la influencia que ejercen en los caracteres, en las rutinas, en las acciones, en los impulsos criminales, el lugar en que uno reside, los locales que frecuenta, quiénes son sus vecinos, primando lo íntimo, lo anecdótico, los sucesos históricos, lo cotidiano, por encima del misterio al uso, aunque sabe trenzarlo y desarrollarlo con maestría cuando lo precisa, en cuyo epicentro encontramos con una de las creaciones más apabullantes que ha dado la literatura mundial: el comisario Maigret, huraño, bronco, con una furia interna que no siempre controla, comprensivo con el que piensa que lo merece sin importarle de que esté acusado, desconfiado, incluso rencoroso, ante cualquier privilegiado, enorme sabueso que olfatea el mal, que lo identifica por una variación en el aire, tremendamente sensible a los fenómenos climatológicos, terrible pero irresistible. Precisamente he terminado La muerte del señor Gallet, uno de los títulos en que a Simenon menos le importa ir diseminando pistas, ya que no busca la complicidad del lector desde esa perspectiva (aunque sabe crear unas cuantas incógnitas que nos obliguen a mover la materia gris) sino implicarlo emocional, social, personalmente (si bien es cierto que se dirige a personas que vivían en Francia en 1930, el asunto principal aún resulta relevante), y ha sido la mejor manera para poner colofón a una lectura que me ha satisfecho enormemente y que me hizo rememorar al escritor belga y a su criatura (por eso necesité zambullirme en algunas de las páginas a él debidas en las que el comisario fuese protagonista): me refiero a Clavos en el corazón de Danielle Thiery que ha publicado hace poco en España La Esfera de los Libros con traducción de Julia Alquézar.

   Desde sus primeros compases, hay un eco en sus páginas que lleva a pensar en Maigret, sin que eso suponga un mero ejercicio de imitación o sin que el neófito quede excluido por el uso de un código restringido: es una comunicación interlineal que apuntala la narración, un referente que sobrevuela, un guiño cómplice que aporta seguridad, un reconocimiento que resulta confortable al iniciado, puesto que el comandante Revel tiene un aire familiar, una personalidad pareja a la de su antecesor, aunque no se queda en el mero remedo y muy pronto comienza a desarrollar la suya propia. Daniele Thiery posee una escritura muy rápida, muy efectiva, lo que no le impide fijarse en los detalles, ilustrar perfectamente escenarios y sobre todo temperamentos, idiosincrasias, hacer reconocibles a sus criaturas, humanizarlas para que, más allá del necesario artificio que debe mover una historia de este tipo, establezcamos comunicación con ellas, las comprendamos o rechazamos a conveniencia del tono, de la situación, de la progresión, pero jamás nos resulten ajenas; Revel llega a nuestras vidas con un equipaje demasiado pesado, con un interrogante grabado a fuego en su corazón, con la autodestrucción como forma de vida (todo un oxímoron filosófico, para que se compruebe el alcance de la narración, sin que eso suponga parrafadas abstrusas o meandros prescindibles), una manera de encarar su profesión, las relaciones con los demás, que se convierte en el elemento central en torno al cual pivotan el resto de subtramas y, por supuesto, las incógnitas, los crímenes que deben resolverse. Que el comandante posea estos rasgos tan poderosos, que a veces nos mueva a la piedad, otras al dolor, algunas a la admiración y muchas a la incomprensión, enriquece enormemente una clásica trama jugada en dos tiempos (al modo de lo que ha conseguido con mano maestra Toni Hill en sus dos primeras novelas, El verano de los juguetes muertos y Los buenos suicidas, de las que esperamos impacientes la continuación), ese eterno retorno a los casos no resueltos, a los que continúan abiertos, a los que impiden que las heridas emocionales restañen, más agudizado aquí, puesto que Revel querría poner punto y final a lo que desde hace diez años es su obsesión, un martilleo constante en su conciencia, un barrenar constante que le horada el alma, que le incapacita para las relaciones de ningún tipo, que le lleva a obsesionarse hasta la extenuación y la aniquilación física y mental con lo que debe resolver como policía, que le hace involucrarse más allá de cualquier límite lógico, dar vueltas a lo sucedido cierta noche de diciembre de hace diez años en que su mujer desapareció sin dejar rastro, momento en que el mundo pareció detenerse, culpabilidad que arrastra y con la que se hiere con saña, la misma que arroja sobre los demás, víctima y verdugo en una ambivalencia peligrosa que toma una deriva hacia el abismo, sin remisión y con una onda expansiva de amplio diámetro.

   Clavos en el corazón sabe escarbar, profundizar, llevarnos a extremos desasosegantes (¿Cómo reaccionaríamos nosotros en circunstancias parecidas? –sí, ya sé que no son deseables ni susceptibles de ocurrir, aunque están narradas con tal verismo que, qué quieren que les diga, la experiencia demuestra que la realidad siempre termina por superar a la ficción-), pero, por encima de todo, es una novela que cumple la función fundamental del género en que se inscribe (tal vez sólo pueda achacársele que la resolución, creíble, honesta, plausible, lógica, se haga mediante informes policiales, fríos, solemnes, profesionales, que rompen un tanto con la humanidad del resto de la narración) y que, al tiempo que nos obliga a leer compulsivamente, hace que pensemos en esas llagas que, aunque creamos sanadas, están más a flor de piel de lo que desearíamos, demasiado cerca del corazón, acumulando sangre y pus, latiendo frenéticamente, a punto de estallar en cualquier momento y supurar torrentes incontenibles de humores que envenenen nuestra existencia.               

miércoles, 23 de abril de 2014

LA SABIDURÍA DE LA SIMPLICIDAD






Hoy pudiera parecer un día para escribir, y sin duda lo es, pero quiero hacer hincapié en la celebración del Día del Libro (el único de este tipo que espero, anhelo, venero, respeto, cumplo, aunque en realidad lo hago todos y cada uno de los 365 que tiene un año -366 si toca bisiesto-) y, por lo tanto, aún mejor que dar forma a algo que pueda ser leído es colocarme en la posición que más me ha gustado desde que tengo memoria, compartir el placer siempre satisfecho que no se agota, el disfrute buscado en cualquier momento y lugar, la aventura de asomarme a unas páginas, la irresistible atracción que ejercen sobre mí las palabras de los demás (con ciertas excepciones que ahora no vienen al caso –ni nunca lo harán, ¿para qué?-), la satisfacción del lector, el deleite de dejarse arrastrar por los vientos, por los huracanes convocados por la imaginación, el talento, la entrega de personas que se preguntan, indagan, escarban, profundizan, se divierten, sufren, asesinan, descubren, aman, lloran, olvidan, recuerdan, denuncian, ocultan, persiguen, evocan, fabulan, suponen, creen, inventan a través de sus personajes y nos regalan el billete que no conoce fronteras, que no pierde vigencia ni posibilidades de uso, que encuentra nuevos itinerarios con suma facilidad; por eso, hoy más que nunca me reivindico como lector y me encanta compartir ese nirvana, ese estado de flotación, esa sensación tan difícil de explicar pero tan maravillosa de vivir, con tantos que así se sienten, con los que convertimos en un acontecimiento cada nueva incorporación a esa biblioteca que por muy abarrotada que esté, por mucho que los volúmenes se hacinen, a pesar de que nos vemos obligados a guardarlos en cajas, en triples filas, en un lugar más insólito, jamás consideramos completa o bien surtida. Y con toda la intención del mundo guardé para hoy una recomendación que, en realidad, no he dejado de hacer desde que tuve noticia de su existencia, aunque gracias a Alianza Editorial podamos disfrutar de uno de sus mejores títulos, de una de sus obras más aplaudidas y deslumbrantes, de una novela que ya no hay que buscar desesperada e infructuosamente, puesto que ahora mismo puede encontrarse en las mesas de novedades de cualquier librería: mi permanente devoción es para Elena Poniatowska, centrándome en esta grata sorpresa que es la reedición de Hasta no verte Jesús mío.

   Algún día que venga ya no me va a encontrar; se topará nomás con el puro viento. Llegará ese día y cuando llegue, no habrá ni quien le dé una razón. Y pensará que todo ha sido mentira. Es verdad, estamos aquí de a mentiras; lo que cuentan en la radio son mentiras, mentiras las que dicen los vecinos y mentira que me va a sentir. Si ya no le sirvo para nada, ¿qué carajos va a extrañar? Y en el taller tampoco. ¿Quién quiere usted que me extrañe si ni adioses voy a mandar?”, así se presenta Jesusa Palancares, una de las creaciones más deslumbrantes de esta escritora y periodista, de este referente ético y profesional, de una de las mujeres (y hombres) más lúcidas, humildes, generosas, entregadas, trabajadoras e inteligentes que he tenido la fortuna de conocer, de tratar, de abrazar, una franca sonrisa, unos ojos vivaces y poderosos, una capacidad apabullante para plasmar en pocas palabras el sentir, el dolor, las reivindicaciones, las emociones, los pensamientos de los arrinconados, de los explotados, de los olvidados (nunca mejor el guiño al maestro Buñuel a la hora de agasajar a esta gran dama de las letras mexicanas, de las letras universales), una lucha permanente que supera los dogmatismos, los discursos fáciles y huecos, lo aparatoso, el afán por figurar, un compromiso que destila por cada poro, en cada escrito, sin ínfulas, sin darse importancia, escribiendo quedito pero sin doblegarse, acariciando con su voz que arrulla (así lo hace igualmente su prosa), pero llamando a las cosas por su nombre y presentando batalla sin amedrentarse, clamando en todas direcciones, fiel a sí misma y por encima de todo a cualquiera que sufra, que pase calamidades, que sufra injusticias vengan de donde vengan. Así, por ejemplo, resume la revolución mexicana en un momento de su obra maestra, ésta que nos ocupa: “Allí fue donde los mariscaleños, la gente de Mariscal, comenzaron a balacear a Julián Blanco que era carrancista. Había sido zapatista lo mismo que Mariscal, pero cuando los carrancistas se hicieron del puerto, todos se voltearon a ser carrancistas. Se olvidaron que eran zapatistas. Así fue la revolución, que ahora soy de éstos, pero mañana seré de los otros, a chaquetazo limpio, el caso es estar con el más fuerte, el que tiene más parque… También ahora es así. Le caravanean al que está allá arriba encaramado. Pero adoran el puesto, no al hombre. La prueba es que de cuando se acaba su tiempo, ya ni quien lo horque”; ésta es Elena Poniatowska: clara, directa, sencilla, asombrando en cada frase por su limpieza de estilo, por su continua innovación, por su enriquecimiento del lenguaje, por beber de todas las fuentes, por no ponerse límites, por aprovechar todas las posibilidades del riquísimo español de América, por expresarse con aplastante mundanidad, con lo que para tantos imbuidos de autoridad que hiede a naftalina serían barbarismos o incorrecciones o jergas o coloquialismos, por encontrar el punto en que, con las particularidades de cada uno, todos nos comprendemos porque poseemos un mismo idioma.

   Y con esa facilidad para encontrar la palabra justa, con ese despojamiento de artificio, Poniatowska no se entretiene en lo accesorio, en lo decorativo, desaparece en el texto (y ese es su mayor virtuosismo, su mejor característica: que se note su mano, su tono, su sabiduría, sin enrocarse en culteranismos ni parrafadas abstrusas, en saber suprimir) para que sea su personaje el que se explique, el que nos provoque más de una carcajada, muchas reflexiones, nos emocione, nos indigne (no todo lo que dice ha de ser compartido), nos deje con la boca abierta, sea la más autocrítica, la más mordaz, la más inmisericorde consigo misma: “Soy como los húngaros: de ninguna parte. No me siento mexicana ni reconozco a los mexicanos. Aquí no existe más que pura conveniencia y puro interés. Si yo tuviera dinero y bienes, sería mexicana, pero como soy peor que la basura, pues no soy nada. Soy basura a la que el perro le echa una miada y sigue adelante. Viene el aire y se la lleva y se acabó todo… Soy basura porque no puedo ser otra cosa. Yo nunca he servido para nada. Toda mi vida he sido el mismo microbio que ve… (…) Pero no estoy triste, no. Al contrario, vivo alegre. Así es la vida, vivir alegre. Y ya. Vive uno. A pasar. Porque no puede uno correr. ¡Ojalá y pudiera uno correr para que se acabara más pronto la caminata! Pero tiene uno que ir al paso como Dios disponga, siguiendo a la procesión”. Y golpea con su verbo a todo aquel que lo merece, explicando por qué, incluso cuando se deja llevar por lo irracional, por esos arrebatos que nadie sabe explicar pero no pueden refrenarse: “Las monjas me caen todavía más gordas [que los curas] aunque no estén embarazadas. Yo las he visto, y por eso les digo con toda la boca: mustias hijitas de Eva, no se hagan guajes y denle por el derecho a la luz del día. Además, curas y monjas ¡qué feo!, unos y otros tras de sus naguas. Porque hay mujeres amantes de las naguas negras y del olor a cura. Las he visto. Las he oído rechinar. Si no, no les echaba la viga. No le hace que vaya yo a asarme en los infiernos pero es la mera verdad. Todos los curas comen y tienen mujer y están gordos como ratas de troje. Antes, las monjas eran sus queridas. (…) Y eso no es justo. Al pueblo lo engañan vilmente. No creo que haiga buenos. No lo creo. Ése es el único defecto que he tenido: que no creo. No hay bueno, ni buenas. Todos somos malos sobre el haz de la tierra”. Y no tiene reparos en decir que “estuve en varios sindicatos pero cuando vi que todos eran puros convenencieros les dije: -Allí les dejo su arpa, ya no toco” y abundar en el asunto: “Con el sindicato fregaron tanto al que puede como al que no puede. ¡No es chiste! ¡Ni siquiera le ayudan a uno! Al contrario, lo arruinan. Y no nomás arruinan a dos o tres; arruinan a todos los que se dejan, a todos los necesitados que no tienen más remedio que apechugar. ¡Al que no está sindicalizado no le dan trabajo, hágame favor! Así es de que ése se aguanta el hambre y si está sindicalizado, le sacan sus centavos: que cuota para esto y cuota para lo otro. Total: un desmadre. Y luego los discursos: “Compañero, en el acuerdo de la junta del pasado mes de octubre…”, total otro desmadre. A mí que no me anden compañereando”. ¡Quién diría que escribió Hasta no verte Jesús mío en 1968 y que está narrando sucesos de la primera mitad del siglo XX! Estoy convencido de que no se arrepentirán si leen a Elena Poniatowska, es una verdadera intelectual, una periodista infatigable y honesta, una escritora brillante y una mujer necesaria.

   P.D.: No me resisto a copiar el regocijante discurso con el que ha agradecido el Premio Cervantes 2013 que hace unas horas le fue entregado en la Universidad de Alcalá de Henares:


«Soy la cuarta mujer en recibir el Premio Cervantes, creado en 1976. (Los hombres son treinta y cinco.) María Zambrano fue la primera y los mexicanos la consideramos nuestra porque debido a la Guerra Civil Española vivió en México y enseñó en la Universidad Nicolaíta en Morelia, Michoacán.

   >>Simone Weil, la filósofa francesa, escribió que echar raíces es quizá la necesidad más apremiante del alma humana. En María Zambrano, el exilio fue una herida sin cura, pero ella fue una exiliada de todo menos de su escritura.

   >>La más joven de todas las poetas de América Latina en la primera mitad del siglo XX, la cubana Dulce María Loynaz, segunda en recibir el Cervantes, fue amiga de García Lorca y hospedó en su finca de La Habana a Gabriela Mistral y a Juan Ramón Jiménez. Años más tarde, cuando le sugirieron que abandonara la Cuba revolucionaria respondió que cómo iba a marcharse si Cuba era invención de su familia.

   >>A Ana María Matute, la conocí en El Escorial en 2003. Hermosa y descreída, sentí afinidad con su obsesión por la infancia y su imaginario riquísimo y feroz.

   >>María, Dulce María y Ana María, las tres Marías, zarandeadas por sus circunstancias, no tuvieron santo a quién encomendarse y sin embargo, hoy por hoy, son las mujeres de Cervantes, al igual que Dulcinea del Toboso, Luscinda, Zoraida y Constanza. A diferencia de ellas, muchos dioses me han protegido porque en México hay un dios bajo cada piedra, un dios para la lluvia, otro para la fertilidad, otro para la muerte. Contamos con un dios para cada cosa y no con uno solo que de tan ocupado puede equivocarse.

   >>Del otro lado del océano, en el siglo XVII la monja jerónima Sor Juana Inés de la Cruz supo desde el primer momento que la única batalla que vale la pena es la del conocimiento. Con mucha razón José Emilio Pacheco la definió: «Sor Juana/ es la llama trémula/ en la noche de piedra del virreinato».

   >>Su respuesta a Sor Filotea de la Cruz es una defensa liberadora, el primer alegato de una intelectual sobre quien se ejerce la censura. En la literatura no existe otra mujer que al observar el eclipse lunar del 22 de diciembre de 1684 haya ensayado una explicación del origen del universo. Ella lo hizo en los 975 versos de su poema «Primero sueño». Dante tuvo la mano de Virgilio para bajar al infierno, pero nuestra Sor Juana descendió sola y al igual que Galileo y Giordano Bruno fue castigada por amar la ciencia y reprendida por prelados que le eran harto inferiores.

   >>Sor Juana contaba con telescopios, astrolabios y compases para su búsqueda científica. También dentro de la cultura de la pobreza se atesoran bienes inesperados. Jesusa Palancares, la protagonista de mi novela-testimonio «Hasta no verte Jesús mío», no tuvo más que su intuición para asomarse por la única apertura de su vivienda a observar el cielo nocturno como una gracia sin precio y sin explicación posible. Jesusa vivía a la orilla del precipicio, por lo tanto el cielo estrellado en su ventana era un milagro que intentaba descifrar. Quería comprender por qué había venido a la Tierra, para qué era todo eso que la rodeaba y cuál podría ser el sentido último de lo que veía. Al creer en la reencarnación estaba segura de que muchos años antes había nacido como un hombre malo que desgració a muchas mujeres y ahora tenía que pagar sus culpas entre abrojos y espinas.

   >>Mi madre nunca supo qué país me había regalado cuando llegamos a México, en 1942, en el «Marqués de Comillas», el barco con el que Gilberto Bosques salvó la vida de tantos republicanos que se refugiaron en México durante el gobierno del general Lázaro Cárdenas. Mi familia siempre fue de pasajeros en tren: italianos que terminan en Polonia, mexicanos que viven en Francia, norteamericanas que se mudan a Europa. Mi hermana Kitzia y yo fuimos niñas francesas con un apellido polaco. Llegamos «a la inmensa vida de México» —como diría José Emilio Pacheco—, al pueblo del sol. Desde entonces vivimos transfiguradas y nos envuelve entre otras encantaciones, la ilusión de convertir fondas en castillos con rejas doradas.

   >>Las certezas de Francia y su afán por tener siempre la razón palidecieron al lado de la humildad de los mexicanos más pobres. Descalzos, caminaban bajo su sombrero o su rebozo. Se escondían para que no se les viera la vergüenza en los ojos. Al servicio de los blancos, sus voces eran dulces y cantaban al preguntar: «¿No le molestaría enseñarme cómo quiere que le sirva?»

   >>Aprendí el español en la calle, con los gritos de los pregoneros y con unas rondas que siempre se referían a la muerte. «Naranja dulce,/ limón celeste,/ dile a María/ que no se acueste./ María, María/ ya se acostó,/ vino la muerte/y se la llevó». O esta que es aún más aterradora: «Cuchito, cuchito/ mató a su mujer/ con un cuchillito/ del tamaño de él./ Le sacó las tripas/ y las fue a vender./ —¡Mercarán tripitas/ de mala mujer!»

   >>Todavía hoy se mercan las tripas femeninas. El pasado 13 de abril, dos mujeres fueron asesinadas de varios tiros en la cabeza en Ciudad Juárez, una de 15 años y otra de 20, embarazada. El cuerpo de la primera fue encontrado en un basurero.

   >>Recuerdo mi asombro cuando oí por primera vez la palabra «gracias» y pensé que su sonido era más profundo que el «merci» francés. También me intrigó ver en un mapa de México varios espacios pintados de amarillo marcados con el letrero: «Zona por descubrir». En Francia, los jardines son un pañuelo, todo está cultivado y al alcance de la mano. Este enorme país temible y secreto llamado México, en el que Francia cabía tres veces, se extendía moreno y descalzo frente a mi hermana y a mí y nos desafiaba: «Descúbranme». El idioma era la llave para entrar al mundo indio, el mismo mundo del que habló Octavio Paz, aquí en Alcalá de Henares en 1981, cuando dijo que sin el mundo indio no seríamos lo que somos.

   >>¿Cómo iba yo a transitar de la palabra París a la palabra Parangaricutirimicuaro? Me gustó poder pronunciar Xochitlquetzal, Nezahualcóyotl o Cuauhtémoc y me pregunté si los conquistadores se habían dado cuenta quiénes eran sus conquistados.

   >>Quienes me dieron la llave para abrir a México fueron los mexicanos que andan en la calle. Desde 1953, aparecieron en la ciudad muchos personajes de a pie semejantes a los que don Quijote y su fiel escudero encuentran en su camino, un barbero, un cuidador de cabras, Maritornes la ventera. Antes, en México, el cartero traía uniforme cepillado y gorra azul y ahora ya ni se anuncia con su silbato, solo avienta bajo la puerta la correspondencia que saca de su desvencijada mochila. Antes también el afilador de cuchillos aparecía empujando su gran piedra montada en un carrito producto del ingenio popular, sin beca del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, y la iba mojando con el agua de una cubeta. Al hacerla girar, el cuchillo sacaba chispas y partía en el aire los cabellos en dos; los cabellos de la ciudad que en realidad no es sino su mujer a la que le afila las uñas, le cepilla los dientes, le pule las mejillas, la contempla dormir y cuando la ve vieja y ajada le hace el gran favor de encajarle un cuchillo largo y afilado en su espalda de mujer confiada. Entonces la ciudad llora quedito, pero ningún llanto más sobrecogedor que el lamento del vendedor de camotes que dejó un rayón en el alma de los niños mexicanos porque el sonido de sus carritos se parece al silbato del tren que detiene el tiempo y hace que los que abren surcos en la milpa levanten la cabeza y dejen el azadón y la pala para señalarle a su hijo: «Mira el tren, está pasando el tren, allá va el tren; algún día, tú viajarás en tren».

   >>Tina Modotti llegó de Italia pero bien podría considerarse la primera fotógrafa mexicana moderna. En 1936, en España cambió de profesión y acompañó como enfermera al doctor Norman Bethune a hacer las primeras transfusiones de sangre en el campo de batalla. Treinta y ocho años más tarde, Rosario Ibarra de Piedra se levantó en contra de una nueva forma de tortura, la desaparición de personas. Su protesta antecede al levantamiento de las Madres de Plaza de Mayo con su pañuelo blanco en la cabeza por cada hijo desaparecido. «Vivos los llevaron, vivos los queremos».

   >>La última pintora surrealista, Leonora Carrington, pudo escoger vivir en Nueva York al lado de Max Ernst y el círculo de Peggy Guggenheim pero, sin saber español, prefirió venir a México con el poeta Renato Leduc, autor de un soneto sobre el tiempo que pienso decirles más tarde si me da la vida para tanto.

   >>Lo que se aprende de niña permanece indeleble en la conciencia y fui del castellano colonizador al mundo esplendoroso que encontraron los conquistadores. Antes de que los Estados Unidos pretendieran tragarse a todo el continente, la resistencia indígena alzó escudos de oro y penachos de plumas de quetzal y los levantó muy alto cuando las mujeres de Chiapas, antes humilladas y furtivas, declararon en 1994 que querían escoger ellas a su hombre, mirarlo a los ojos, tener los hijos que deseaban y no ser cambiadas por una garrafa de alcohol. Deseaban tener los mismos derechos que los hombres.

   >>«¿Quien anda ahí?» «Nadie», consignó Octavio Paz en «El laberinto de la soledad». Muchos mexicanos se ningunean. «No hay nadie» —contesta la sirvienta. «¿Y tú quién eres?» «No, pues nadie». No lo dicen para hacerse menos ni por esconderse sino porque es parte de su naturaleza. Tampoco la naturaleza dice lo que es ni se explica a sí misma, simplemente estalla. Durante el terremoto de 1985, muchos jóvenes punk de esos que se pintan los ojos de negro y el pelo de rojo, con chalecos y brazaletes cubiertos de estoperoles y clavos arribaban a los lugares siniestrados, edificios convertidos en sándwich, y pasaban la noche entera con picos y palas para sacar escombros que después acarreaban en cubetas y carretillas. A las cinco de la mañana, ya cuando se iban, les pregunté por su nombre y uno de ellos me respondió: «Pues póngame nomás Juan», no sólo porque no quería singularizarse o temiera el rechazo sino porque al igual que millones de pobres, su silencio es también un silencio de siglos de olvido y de marginación.

   >>Tenemos el dudoso privilegio de ser la ciudad más grande del mundo: casi 9 millones de habitantes. El campo se vacía, todos llegan a la capital que tizna a los pobres, los revuelca en la ceniza, les chamusca las alas aunque su resistencia no tiene límites y llegan desde la Patagonia para montarse en el tren de la muerte llamado «La Bestia» con el sólo fin de cruzar la frontera de Estados Unidos.

  >>En 1979, Marta Traba publicó en Colombia una «Homérica Latina» en la que los personajes son los perdedores de nuestro continente, los de a pie, los que hurgan en la basura, los recogedores de desechos de las ciudades perdidas, las multitudes que se pisotean para ver al Papa, los que viajan en autobuses atestados, los que se cubren la cabeza con sombreros de palma, los que aman a Dios en tierra de indios. He aquí a nuestros personajes, los que llevan a sus niños a fotografiar ya muertos para convertirlos en «angelitos santos», la multitud que rompe las vallas y desploma los templetes en los desfiles militares, la que de pronto y sin esfuerzo hace fracasar todas las mal intencionadas políticas de buena vecindad, esa masa anónima, oscura e imprevisible que va poblando lentamente la cuadrícula de nuestro continente; el pueblo de las chinches, las pulgas y las cucarachas, el miserable pueblo que ahora mismo deglute el planeta. Y es esa masa formidable la que crece y traspasa las fronteras, trabaja de cargador y de mocito, de achichincle y lustrador de zapatos —en México los llamamos boleros—. El novelista José Agustín declaró al regresar de una universidad norteamericana: «Allá, creen que soy un limpiabotas venido a más». Habría sido mejor que dijera «un limpiabotas venido a menos». Todos somos venidos a menos, todos menesterosos, en reconocerlo está nuestra fuerza. Muchas veces me he preguntado si esa gran masa que viene caminando lenta e inexorablemente desde la Patagonia a Alaska se pregunta hoy por hoy en qué grado depende de los Estados Unidos. Creo más bien que su grito es un grito de guerra y es avasallador, es un grito cuya primera batalla literaria ha sido ganada por los chicanos.

   >>Los mexicanos que me han precedido son cuatro: Octavio Paz en 1981, Carlos Fuentes en 1987, Sergio Pitol en 2005 y José Emilio Pacheco en 2009. Rosario Castellanos y María Luisa Puga no tuvieron la misma suerte y las invoco así como a José Revueltas. Sé que ahora los siete me acompañan, curiosos por lo que voy a decir, sobre todo Octavio Paz.

   >>Ya para terminar y porque me encuentro en España, entre amigos, quisiera contarles que tuve un gran amor «platónico» por Luis Buñuel porque juntos fuimos al Palacio Negro de Lecumberri —cárcel legendaria de la ciudad de México—, a ver a nuestro amigo Álvaro Mutis, el poeta y gaviero, compañero de batallas de nuestro indispensable Gabriel García Márquez. La cárcel, con sus presos reincidentes llamados «conejos», nos acercó a una realidad compartida: la de la vida y la muerte tras los barrotes.

  >>Ningún acontecimiento más importante en mi vida profesional que este premio que el jurado del Cervantes otorga a una Sancho Panza femenina que no es Teresa Panza ni Dulcinea del Toboso, ni Maritornes, ni la princesa Micomicona que tanto le gustaba a Carlos Fuentes, sino una escritora que no puede hablar de molinos porque ya no los hay y en cambio lo hace de los andariegos comunes y corrientes que cargan su bolsa del mandado, su pico o su pala, duermen a la buena ventura y confían en una cronista impulsiva que retiene lo que le cuentan.

   >>Niños, mujeres, ancianos, presos, dolientes y estudiantes caminan al lado de esta reportera que busca, como lo pedía María Zambrano, «ir más allá de la propia vida, estar en las otras vidas». Por todas estas razones, el premio resulta más sorprendente y por lo tanto es más grande la razón para agradecerlo.

   >>El poder financiero manda no sólo en México sino en el mundo. Los que lo resisten, montados en Rocinante y seguidos por Sancho Panza son cada vez menos. Me enorgullece caminar al lado de los ilusos, los destartalados, los candorosos.

   >>A mi hija Paula, su hija Luna, aquí presente, le preguntó:
—Oye mamá, ¿y tú cuántos años tienes?
Paula le dijo su edad y Luna insistió:
—¿Antes o después de Cristo?
Es justo aclararle hoy a mi nieta, que soy una evangelista después de Cristo, que pertenezco a México y a una vida nacional que se escribe todos los días y todos los días se borra porque las hojas de papel de un periódico duran un día. Se las lleva el viento, terminan en la basura o empolvadas en las hemerotecas. Mi padre las usaba para prender la chimenea. A pesar de esto, mi padre preguntaba temprano en la mañana si había llegado el «Excélsior», que entonces dirigía Julio Scherer García y leíamos en familia. Frida Kahlo, pintora, escritora e ícono mexicano dijo alguna vez: «Espero alegre la salida y espero no volver jamás».

   >>A diferencia de ella, espero volver, volver, volver y ese es el sentido que he querido darle a mis 82 años. Pretendo subir al cielo y regresar con Cervantes de la mano para ayudarlo a repartir, como un escudero femenino, premios a los jóvenes que como yo hoy, 23 de abril de 2014, día internacional del libro, lleguen a Alcalá de Henares.

   >>En los últimos años de su vida, el astrónomo Guillermo Haro repetía las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre. Observaba durante horas a una jacaranda florecida y me hacía notar «cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando». Esa certeza del estrellero también la he hecho mía, como siento mías las jacarandas que cada año cubren las aceras de México con una alfombra morada que es la de la cuaresma, la muerte y la resurrección».


domingo, 20 de abril de 2014

CUANDO EL TIEMPO PARECÍA MENOS IMPLACABLE



   





   Ya concluyen esos días que en mi infancia quedan asociados a largas jornadas en las que todo parecía caminar más despacio, en que el silencio se materializaba, casi podía tocarse, se aposentaba muy dentro, refrenaba mi habitual tono de voz tendente al griterío, en que el barrio apenas tenía locales abiertos, en que por las calles no se veía a casi nadie, en que el recogimiento parecía lo lógico, es decir, aquellas Semanas Santas aún embebidas de la tradición impuesta desde el poder durante casi cuarenta años (aunque a más de uno podrá sorprender cómo José María Gironella retrata estas mismas fechas durante la II República en su impresionante Los cipreses creen en Dios). Son momentos en que no te planteas nada, en que todo te lo dan hecho, en que así te lo cuentan (y exigen) en el colegio, en que incluso el tío Miguel (quien siempre fue muy ajeno a cualquier manifestación religiosa, pero respetuoso con las creencias de cada uno mientras no tratasen de imponérselas o le prohibiesen cosas absurdas en nombre de instancias a las que nadie tiene el gusto de conocer) dejaba de poner otra música que no fuese clásica, la seria, la que yo consideraba aburrida y con la que fue familiarizándome con tanta naturalidad gracias a estos momentos, en que disfrutaba como un loco (era uno de sus placeres y paladeaba incluso las acelgas u otras comidas a las que le obligaba su tan precaria salud –esa que era un puro oxímoron por delicada pero, al mismo tiempo, forjada en hierro porque resistía todos los embates, hasta el maldito que no le dio tregua en la orilla de la playa-, capaz de relamerse con cualquier plato aunque no pudiesen llevar ni una pizca de sal), en que llegaba a exigir que “el Viernes Santo, potaje, por supuesto”; uno no nace marxista ni católico ni nada de nada: me provocan risa, por no decir lástima –sobre todo porque sólo se engañan a ellos mismos-, esos que afirman sentirse tal o cual desde la cuna porque, en todo caso, somos herederos de los sentires familiares, aparecemos en el seno de un grupo del que tal vez discreparemos política, religiosa, ética, socialmente, pero para eso primero tendremos que crecer, ir madurando –o dejando de hacerlo-, aprendiendo, conociendo, sabiendo llamar a las cosas por su nombre, encontrar nuestras propias definiciones, y por eso no tengo ningún reparo en afirmar que esta semana tan particular (esa que, como hace poco recordaba, no aparecía en los libros de Enid Blyton, vacaciones que los Hollister no tenían, celebración muy diferente que allí llamaban Pascua y en la que buscaban huevos de chocolate con más impedimenta que algunos exploradores –sí, aquí también podías comprarlos en las tiendas, pero no resultaban ningún acontecimiento ni eran lo primordial-), este freno en la actividad escolar, este receso antes de los exámenes finales y de la desembocadura en el anhelado verano, era una de mis épocas favoritas del año.

   Para un niño que siempre tuvo gustos solitarios y tranquilos, que rehuía los juegos bruscos y con riesgo para la integridad física, mal deportista, que sólo en ocasiones concretas se animaba a participar en las carreras de chapas o en las competiciones de canicas en el recreo, que aunque lo pasaba bien reproduciendo las series de la televisión o las coreografías de Parchís con unos vecinos prefería mil veces estar en casa de la tía creando aventuras para los muñecos que recortaba de revistas, tebeos o cromos, la Semana Santa era todo un regalo, un absoluto relax, el momento en que cambiaba la programación televisiva atendiendo a que los chavales no tenían colegio (y se interrumpía el serial habitual de sobremesa para ofrecer series que durasen justo lo que las vacaciones, lo que ya en sí mismo era un hecho reseñable y que abría ganas de verlo –lo que también pasaba en Navidades, claro, y nos dejábamos contagiar de una alegría impostada y reglamentada, al igual que ahora, no nos engañemos-), la posibilidad de leer sin freno, de poder tener la luz más tiempo encendida por las noches ya que no había que madrugar, incluso acompañar a la abuela a los Oficios o a visitar los Monumentos era motivo de algarabía porque se salía de lo rutinario, de lo de cada día (sí, eran otras obligaciones impuestas, pero uno no las recibía como tales, sino como parte de la diversión, como costumbres con las que apetecía cumplir); y el caso es que he visto cómo Facebook se inundaba de fotos de procesiones, de tallas, de palios, de imágenes, cómo muchos que durante el año pregonan su agnosticismo, que hacen burla de señoras como mi tía Nieves que van cada viernes a escuchar una misa sin insultar ni criticar a nadie por no hacerlo, que se revuelven (y no digo que yo no lo haga) ante declaraciones de personas que se supone pregonan y predican la caridad, la comprensión, el cariño, pero zahieren, intentan (y consiguen) interferir, censurar, prohibir intimidades (lugar donde debería mantenerse lo que uno reza, a quien rinde culto), esos que ofenden con sus palabras y hechos (aunque lo que más es lo hace es que encuentren defensores, consentidores, estados que los amparen, demostrando un desconocimiento palmario de aquello que afirman sustenta su fe -¡Cuántos deberían ver La herencia del viento con unos magistrales Spencer Tracy y Fredric March!-), esos que olvidan las palabras y hechos de aquel cuyo sacrificio por los humanos conmemoran estos días, pues como decía he visto cómo los que se oponen frontalmente a éstos (o así gustan pensarse y dejarse ver cuando el auditorio es propicio) eran capaces de aguantar horas a pie firme para inmortalizar el paso de una procesión por un lugar u otro y luego dar cuenta de ello, cómo encendían su verbo para cantar las excelencias de su credo, cómo invadían las redes sociales de modo impúdico sin preguntar ni consultar a los demás si queríamos saber sobre el asunto, imponiendo su querencia a las bravas (y, sin embargo, por el contrario –uno tiene la suerte de conocer personas muy diferentes, respetuosas con los demás-, otras que viven un a modo de sacerdocio laico permanente, volcados en la solidaridad, con una espiritualidad muy a flor de piel, han continuado con su discreción habitual, yendo a la esencia de una conmemoración que invita –y exige, pero sólo para los creyentes- a la reflexión, al enclaustramiento, al silencio –exhibicionismos, penitencias, regodeo en el dolor, jactancia en el luto, todo eso son veleidades y soberbias tremendamente humanas, alardes de poder, de dominación, de ocupación, de catequización, de connivencias nada santas-).

   En realidad, la mayoría de estas Semanas Santas que evoco ya eran democráticas (piénsese que nací en 1970, o sea que, por fortuna, coincidí poco y con escaso uso de razón –por ambas partes- con el señor aquel que salía en las monedas hasta 1975), pero siguen muy dentro de mí esos paseos con la abuela de Iglesia a Iglesia para luego volver con cierta premura a casa, “antes de que se nos eche la noche”, porque había que estar tranquilitos viendo la película de romanos o con motivos religiosos (no quedaba otra) de la noche, única diversión posible (aunque para un aficionado al cine cualquier oferta era aceptable en aquel momento), hasta que poco a poco la parrilla fue variando, las temáticas ya no eran tan previsibles, incluso hubo un año en que se emitió Un, dos, tres (si bien creo que esto pasó allá por el 85 o algo más, es decir, costó ir cambiando), símbolo de que ya no había que retirarse a rezar, a penar, a hacer confesión general, no, al menos, por decreto. Y, lo que es la vida, en torno a estos días he podido ver dos películas que, en otro momento, hubiesen sido plato principal del menú televisivo (e incluso del cinematográfico, porque muchos locales cerraban o dejaban de proyectar los estrenos del momento para reponer La túnica sagrada o Quo Vadis? –¡Anda que no me gustaba el anuncio de ésta que decía que todo pasaba “a la sombra de dioses paganos”!-), una por su origen bíblico (daba igual que Jesús apareciese o no, no era obligatorio), otra por el tiempo histórico (ahí también había cierta manga ancha: con tal de que, por así decirlo, oliese, evocase, pareciese de lo que se entendía por “propio de Semana Santa” tenía asegurada su emisión): Noé y Pompeya. La primera es un despropósito, una memez que mezcla un estilo a lo El Señor de los anillos, que se centra en el conflicto moral del protagonista, que es oscura, que ni siquiera es un espectáculo en lo visual, en lo grandioso, en lo entretenido (con mayor o menor fortuna, con más o menos méritos artísticos, con grandes directores o nombres que no han dejado huella, con estrellas o desconocidos, con premios Oscar o buenas críticas, con ausencia de ambos, esos filmes que evocamos garantizaban en un porcentaje altísimo un buen rato), que se pierde en vericuetos anímicos, que no logra construir –en contra de lo que pretende- un personaje consistente y creíble, que no sabe qué carta jugar –bueno, se supone que opta por el drama existencial- y que nos deja con ganas de dejarnos inundar por un diluvio que ni siquiera salpica. Sin dejar de ser una cinta torpe, que no aprovecha sus posibilidades, que se nota corta de presupuesto, que cae en lo manido y ni siquiera tiene gracia para asumirlo, que hurta lo espectacular con tres dimensiones que a veces ni se perciben, sin saber dónde debe colocarse la cámara, con diálogos ridículos, Pompeya no esconde ni se avergüenza de lo quiere ser, no intenta recurrir a una pátina intelectual que no necesita, lo malo es que fracase estrepitosamente a la hora de plasmar en pantalla la catástrofe, que sea una pequeña estafa para los que esperan cuerpos sudorosos o arrasados por la lava, un Vesubio entrando en erupción y haciendo explotar la pantalla. Y, de ese modo, llegamos al verso suelto, a ese día un tanto extraño y desubicado, a ese lunes en que aún teníamos vacaciones escolares, a ese a modo de propina que se afrontaba con desgana, sin energía, porque ya asomaba la patita la verdadera y única penitencia: ¡El martes, de nuevo a clase!