martes, 31 de mayo de 2016

EN VEZ DE DECIRTE UN PIROPO






   En este oficio en el que, se supone, no hay espacio para los cínicos (lo siento, maestro Kapuscinski, pero no puedo compartir su frase al cien por cien, aunque es cierto que ese ingrediente jamás debería formar parte del equipaje de un periodista que quiera ser lo más ético posible, ecuánime y simple notario de lo que sucede -uno reclama su parcela de cinismo para poder sobrevivir en esta jungla en que hemos consentido que algunos transformen la profesión, para hacer la autocrítica necesaria, como escudo y defensa para el día a día-), existe desde vaya usted a saber cuándo una frase que, por desgracia, ha perdido su carácter irónico, su condición de broma más o menos vitriólica, porque hay quien la pone en práctica día a día sin que los cimientos que deberían sustentarnos se conmuevan (o haciéndolo lo justo, en parte porque se ha convertido en algo rutinario y asumido como normal porque lo insólito es lo contrario, en parte porque el de este lado que hoy acusa al contrario de manipulador, tendencioso, sectario, embustero, partidista, dogmático, vendido o cualquier otro epíteto que pueda cuadrar incurrirá mañana sin ningún tipo de rubor en tropelías semejantes, pondrá un poquito más en almoneda la dignidad del oficio). Hablamos de la sentencia (dicho con toda la intención por el modo en que se abusa y usa para seguir condenando aquello que debería poder ser llamado periodismo con orgullo y nobleza) que advierte de que la realidad no puede estropear lo que sería un magnífico titular, es decir, reescribimos, interpretamos, mentimos, tergiversamos, todo con tal de arrimar el ascua a nuestra sartén, de editorializar donde sólo deberíamos informar, de no reconocer la evidencia si interfiere con nuestro sentir político o moral, con nuestro parecer como ciudadano, con nuestros gustos y preferencias, con nuestras filias y fobias. El caso es que hoy un servidor va a hacer eso, ya que tenía previsto escribir sobre boleros al hilo de una entrevista que Pablo y yo íbamos a hacer para Destino: Wonderland, y aunque una de las convocadas no ha hecho acto de presencia dejando más que tirados al equipo de producción y prensa, a los medios de comunicación, a quien será su compañero en escena en un próximo concierto (que se supone debía promocionar), aunque una que se llama artista ha dado un plantón antológico a un montón de gente que ha perdido su tiempo, que ha visto cómo su trabajo no se tenía en cuenta, aunque la señorita Tamara (¡Eso que se la conocía como “la buena” para diferenciarla de aquella que convirtió en un hito lo de No cambié!) no ha dado explicaciones dejando el marrón a los convocantes, dejando a Rafael Basurto solo en la promoción (y puesto que lo que se vende es una reunión queda extraño hablar sólo con una parte, más cuando la otra vive a un golpe de AVE del teatro de Madrid en el que actuarán el próximo día 10), a pesar de que nos hemos dado un palizón para nada (pocas horas después Pablo cogía un avión, pero era, se supone, el único día en que los dos artistas estarían juntos para atender a la prensa), el cuerpo me pide dejarme llevar por un género que, como tantos, fue banda sonora de mi niñez porque la tía Carmen y mi abuela me nutrieron con Antonio Machín, Olga Guillot, Armando Manzanero, Los Panchos y tantos otros.
   Y por esa lealtad a los boleros quiso Pablo que hiciéramos la entrevista que no ha tenido lugar, porque sabe de mi debilidad por el mítico trío en el que durante tanto tiempo Rafael Basurto fue la voz principal, porque su timbre, su decir, su cadencia, porque el sonido que identificamos con apenas dos notas como propio de Los Panchos pasa por la garganta (y los dedos) de Rafael, pero no pudo ser porque Tamara no nos dejó, al no venir ella los horarios mutaron, el gabinete de prensa no pudo advertir a todo el mundo del inconveniente, había mucha gente con la que disculparse, no hubo mucho margen de maniobra, fuimos hasta el teatro para nada, pero el bolero siguió resonando en el corazón, por ese órgano y por el alma y la vida que pone en cada nota queríamos preguntar a Basurto (reconozcámoslo: lo de Tamara venía en la propuesta, nunca en todos estos años en que ella canta he tenido el más mínimo interés en su persona ni en su modo anodino de apropiarse de repertorio ajeno -sí, también tiene temas propios, igual de mortecinos porque su tono es el que es y transforma algo romántico y melodioso en un a modo de lamento muy cansino-), pero como ella no estaba nos quedamos con las ganas, aunque hablamos mucho de boleros, de canciones románticas, de esas baladas que Pablo dice que me gustan “porque son tristes, como te pasa con la copla que siempre te vas a las más dramáticas”. No negaré que tengo querencia por el desgarro en lo que a canciones se refiere, que tiendo con facilidad (que busco y propicio) a los temas de desamor, que casi siempre opto por aquellos que permiten el desbordamiento, las palabras encendidas, poder dejarlo todo en cada verso y, así, descargar tensiones, adrenalina, emociones y luego seguir camino. El tango es fabuloso pero para el tiempo que dura no para vivir en él, como la única realidad, lo mismo puede decirse de la copla, por supuesto, o de las rancheras, de las arias de ópera, claro que las hay de celebración, de enamoramiento, de triunfo, de alegría, pero lo que más nos tira (al menos a un servidor, aunque no me siento solo viendo la permanencia, la vigencia, la copia de tantas composiciones por las que no pasa el tiempo) es el poder desgranar la historia de un amor como no hay otro igual. Y no nos importa que el bolero mienta (lo lleva en su propia esencia, todo lo que se exacerba desde el corazón tiene un componente de falsedad, de exageración, de palabrería hueca que sólo tiene sentido en ese contexto -además, decimos que una “bola” es una mentira, ¿no?, luego algo de eso sobrevuela por ahí aunque nadie lo tuviera en cuenta a la hora de nombrar el género-) porque se trata de experimentarlo al límite, de desbordarnos, de no analizar la letra, de no aplicar el raciocinio, de dejarnos envenenar, de encontrar nuestro(s) himno(s), las palabras que se nos escapan, las que golpean en lo profundo cuando las canta Machín, no digamos nada si lo hace Chavela o si las mastica la Guillot, no estamos para nada más cuando eso sucede.
   Y se da el caso de que Toda una vida utiliza el condicional, no concreta, no se cansaría de decirle siempre, pero siempre, siempre, que es en su vida ansiedad, angustia, desesperación, y a pesar de todo nos parezca lo más romántico que podremos decir nunca, lo más pasional que queremos recibir de la persona que nos gusta, y si te paras a pensarlo es más una tortura que una declaración de amor, no es “toda una vida me estaré contigo” sino “me estaría”, pero María Dolores Pradera acaricia las palabras como no se puede aguantar ni resistir, ¡para comentarios de texto, para análisis -ni morfológicos ni sintácticos- está uno en esos momentos! Y Dos gardenias es muy realista, porque claro que son tu corazón y el mío y tienen todo el calor de un beso (esos besos que te di y que jamás encontrarás en el calor de otro querer, que te quede bien claro), pero Machín (bueno, Isolina Carrillo que es la autora) sabe que puede llegar, que llegará un atardecer en que las flores morirán al adivinar que el amor se ha terminado porque existe otro querer, pero no saben ustedes cómo me meco cada vez que la entono (y la destrozo), cómo me dejo envolver por su melodía, cómo recuerdo que era el bolero favorito del tío Miguel. Y ahí está Si tú me dices ven -subtitulada Lodo, como dice Pablo es cortar bastante el rollo-, que mira todo lo que te ofrezco, hasta mis secretos -que son pocos, las cosas como son-, pero parece que no te decides, que detienes el momento por las indecisiones, pero si llorar contigo será mi salvación (tiene su miga esta línea, piénselo), y al final se va a hacer tarde y te vas a encontrar en la calle perdida, sin rumbo y en el lodo (ahí lo tienen), por más que si tú me dices ven lo dejo todo (aunque diríase que la oferta tiene fecha de caducidad). O esa belleza con la que uno siempre llora si escucha la versión de Los Panchos (en realidad, debo decir que tampoco tengo muy claro quién más la ha cantado, para mí sólo existe esta), esa canción que lleva alma, corazón y vida, esas tres cositas que se ofrecen al no tener fortuna (como si no fuesen tres tesoros imprescindibles), ese recuerdo de aquella vez que yo te conocí, aunque suena raro que recuerde aquella parte pero no me acuerde ni cómo te vi. ¿Y qué decir de Caminemos? Pues que ya no debo pensar que te amé, que, por mucho que cueste, conviene asumir que es preferible olvidar que sufrir, pero dejando un resquicio a la esperanza porque si caminamos, tal vez la vida nos vuelva a juntar. O jurar amor eterno porque la distancia no es el olvido, porque lo principal es que no naufrague tu vivir y cuando tú, en tu barca, te sientas cansada de vagar, yo por ti estaré esperando hasta que tú decidas regresar. Mira, querida, si lo que menos importa (más allá del tiempo que perdimos, de tener que volver a topar con el menosprecio de alguien al trabajo de los demás, olvidado ya el -relativo- estupor y, sobre todo, el coraje porque era un día para haber descansado más, especialmente Pablo antes de su viaje), lo de menos es que tú estuvieses o dejases de estar, lo fundamental es que, cuando no haya nadie que recuerde tu nombre, allá por el siglo XXX (a pesar de los pesares, no creo que terminemos con la humanidad -ni como colectivo ni como sentimiento-) habrá alguien que rescatará una viejísima grabación de Los Panchos y le parecerá actual, es algo que no dudo.

viernes, 20 de mayo de 2016

CHUTE DE ADRENALINA






  Como uno es un rendido y reconocido admirador del género negro/policiaco/de misterio o cualquiera de las etiquetas o categorías en que pueda ser dividido o intentado englobar un tipo de novela que, como todos, se resiste al esquema (aunque haya ciertas características inevitables que le confieren su personalidad y diferenciación, aunque haya quien sepa acotarla y constreñirla a sus esencias -lo que no es negativo, en absoluto: algunos de esos autores capaces de construir una narración considerada “clásica” por su adecuación a lo que, así mismo, se tiene por “tradición” han sido los que le ayudaron a coger vuelo, los que le confirieron la categoría que ciertas voces quieren negarle-), no es la primera vez (ni será la última) que comienza un escrito lamentándose por el desprecio con que tanto experto pagado de sí mismo (y de ese título que vaya usted a saber quién le ha otorgado) maltrata todo aquello que no le parece con la altura intelectual suficiente como para ser sancionado con su beneplácito: Raymond Chandler, por ejemplo, tuvo que sufrir que le reprochasen desperdiciar su talento en las novelas que, precisamente, le proporcionarían inmortalidad y gloria, es decir, aquellas protagonizadas por Philip Marlowe, mucho más profundas y complejas de lo que algunos querían admitir y otros tantos molestarse en conocer (porque los hay que se quedan en la solapa o en el texto de contraportada, leen “detective” y a partir de ahí desarrollan); estoy seguro de haber contado en múltiples ocasiones como una de mis profesoras en EGB se escandalizaba porque leía con fruición a la querida tía Agatha (Christie) y alternaba Némesis o Un gato en el palomar con La colmena o Madame Bovary (todas las citadas fueron consumidas por este ratón de biblioteca en el último curso de lo que llamábamos Básica), consideraba esos hábitos impropios de alguien que había dado el salto a la literatura adulta, entre la que no incluía a la británica ni a otros de su calaña (¡Cómo fruncía el ceño cuando la nombraba!). Y no puedo dejar de acordarme de algunos comentarios/informes de lectura sobre la segunda novela de Pablo, esa que permanece inédita porque es “demasiado oscura”, “está demasiado bien escrita” (algo que, por cierto, también me dijo un editor sobre 24 horas de un periodista desesperado, viéndolo como una rémora a la hora de poder convertirla en un éxito -eso es lo que se piensa en tantos despachos sobre los lectores-, sugiriendo que rebajase el nivel para, así, hacerla más accesible y sencilla), “no es estrictamente policiaca” -porque no lo es, señores, como tampoco, por fortuna, lo son autores de los que hablaremos a continuación, porque el género está vivo, porque la narrativa de fórmulas es la que agota y satura, porque lo previsible provoca bostezos, porque la tía Agatha siempre sorprende incluso aunque sepas cómo termina Testigo de cargo-; lo cierto es que, conociendo un poco las entretelas del negocio y a muchos de los que tienen capacidad de decisión, sorprende que, a pesar de los pesares, se sigan publicando títulos que despierten el interés (y la admiración) de un lector impenitente que siempre tendrá a mano autores a los que regresar o descubrir en épocas pretéritas, millones de excusas para no detenerse en los estantes o mesas en las que se apilan las novedades (algunas de las cuales desaparecen antes de que puedas percatarte de su existencia).
   Y el asunto viene a cuento porque en estos últimos meses me he leído de casi una tacada los tres primeros títulos de la serie que Don Winslow dedicó a un personaje muy peculiar llamado Neal Carey, aprovechando que Reservoir Books lanzó a finales de 2015 En lo más profundo de la Meseta solitaria y que tenía pendientes los anteriores (Un soplo de aire fresco y Tras la pista del espejo de Buda), también disponibles en el catálogo de una colección cuyas excelencias nunca dejaré de cantar por el oxígeno y alimento que proporciona al fiel seguidor: Roja & Negra. Al margen de ser, como se dijo, las primeras aventuras de ese Oliver Twist de finales del siglo XX con un enorme talento natural para desenvolverse en el mundo criminal (si bien es cierto que con una asombrosa capacidad para el desastre y para complicarse la existencia), las novelas citadas (más dos que aún permanecen inéditas en castellano -confiemos en que por poco tiempo-) suponen el debut literario de Don Winslow, esa fue su carta de presentación hace algo más de veinte años (y llamó la atención desde el principio, puesto que Un soplo de aire fresco fue candidata al Premio Edgar que concede la Asociación de Escritores de Misterio de EEUU -quien premió en su día, por ejemplo, la adaptación teatral de la antes citada Testigo de cargo o El largo adiós del también nombrado Chandler, así como distinguió El ojo de la aguja de Ken Follett o El espía que surgió del frío de John Le Carré-). Hay quien, por este motivo y porque su tardía aparición en España ha coincidido con la publicación de obras que se consideran más elaboradas, más maduras (que lo son, claro, al fin y al cabo sólo es cuestión de cronología, de experiencia, aunque no siempre se demuestre -hay quien evoluciona, hay quien se estanca, hay quien involuciona-), obras que adquieren una mayor consideración porque “van más allá”, “rompen moldes”, “tienen pretensiones” (¡Con lo peligrosas que son!), “son ambiciosas” (aliento fantástico cuando el creador consigue sus objetivos e incluso los supera), mirándose con suficiencia y displicencia, cuando no con desdén y algo de burla, los primeros pasos de un escritor que ya dejaba clara su voz, que sabía lo que quería contar y cómo, que arrastraba al lector con una prosa frenética que en ese momento no era sincopada, telegráfica, de frases cortas lanzadas como andanadas de ametralladora (salvo en algunos tramos), pero que en su exuberancia y barroquismo, en sus descripciones detalladas, en su abigarramiento (el mismo que exhibe en los que se tienen por sus títulos mayores y se glosan con elogios encendidos porque tocan asuntos del alrededor, caldos espesos en los que vivimos anegados), una prosa a la que ya en su despertar como escritor sabía inyectar adrenalina y tensión, jugando con los tiempos, entrando en la mente de su personaje central para apostillar los sucesos narrados, olfateando los detritos sobre los que se asientan tantas fortunas, hablando de miserias que no pueden sernos ajenas porque son las que cimientan el llamado “estado de bienestar”, la “sociedad civilizada” en la que pregonamos y suponemos vivir, haciendo un retrato implacable pleno de ironía y de retranca, traspasando cualquier límite de corrección que suponga una venda en los ojos o un conformismo que, si se quiere, podría ser calificado de “criminal” al anular la capacidad de reacción, a la indiferencia con que se aceptan ciertos hechos “porque no se puede hacer nada para que la cosa cambie” (sí, se puede tomar conciencia y a partir de ahí hablamos).
   El género negro hunde sus raíces en la Depresión, en el desencanto, pone el foco en los desheredados, en los que quedan al margen, en los que malviven, en los que tienen que pagar peaje por cada inspiración, en los que sacan provecho de la situación, pero en ocasiones se pone más el acento sobre la denuncia y en otras, sencillamente, se proporciona un entretenimiento, un misterio que resolver (aunque las diferentes capas de sedimentos estén ahí para que cada lector horade hasta donde crea conveniente); Don Winslow es un maestro en pasar de un tono a otro sin perder de vista el continuo disfrute del lector e intentando responder a una pregunta fundamental que es el verdadero motor de estas historias, el epicentro del torbellino: ¿Conseguirá Neal Carey ser feliz, llevar una existencia tranquila, dedicarse a sus estudios? Y es que, mezclando datos, realidades y países al modo en que con los años James Ellroy asombraría en cada página (sobre todo Tras la pista del espejo de Buda emparenta directamente con lo que el llamado con toda justicia perro rabioso de las letras estadounidenses hará en la trilogía que conforman América, Seis de los grandes y Sangre vagabunda -se utiliza el futuro porque el primer tomo verá la luz en 1995, cuatro años después del alumbramiento de Neal Carey por parte de Winslow-), en estas novelas hay tiempo para todo sin que nada sobre: las cuitas amorosas del protagonista, sus años de aprendizaje (maravillosa creación la de Joe Graham, el único padre al que puede dar ese nombre, el hombre con una mano artificial, el camarada que siempre acude al rescate), su lúgubre historia familiar, su heterodoxia criminal que le convierte en un grandísimo activo y al mismo tiempo en una bomba de relojería para los suyos, un romántico que pone el corazón antes que el cerebro, que se deja llevar por la inspiración sin analizar las posibles consecuencias, que improvisa más que planifica, un letraherido que sólo anhela concluir su postergada tesis sobre Tobias Smollet, traductor de El Quijote en 1755, como puede comprobarse hay mucho donde rascar en lo que algunos liquidan (nunca mejor dicho) como “ensayos”, “tentativas”, “ejercicios de principiante” (no era un chaval cuando empezó a publicar: tenía casi cuarenta años, lo suyo no era sólo fruto de una pulsión, de una fiebre, de un capricho, y se nota para bien).

miércoles, 11 de mayo de 2016

LO(S) QUE NUNCA DIRÁ(N) ADIÓS







   Comencé esta nueva entrada del blog el pasado lunes (y la termino dos días después), cuando había leído pocas horas antes uno de los varios artículos deleznables salidos de la mente de alguien que se pregona como “experto en ocio y cultura” y en cada texto demuestra sus muchas carencias en infinidad de materias, alguien que menosprecia e incluso insulta al público que no siga sus indicaciones (en realidad, imposiciones, dogmas, ocurrencias rotundas que rehúyen el debate, entre otras razones porque no tiene argumentos que exponer y con los que apuntalar su tesis, lo que vende como tal y no pasa de ser un amago de chiste, un refrito de algo escuchado aquí o allá, una supuesta reflexión que puede dar un giro de 180 grados en cuestión de horas si así le viene bien para intentar granjearse la amistad de alguien -ella no concede ningún valor al término, cree que todo el mundo es igual y se va a derretir por las zalamerías de una palmera profesional, deja de interesarse e ignora a aquel que tiene criterio propio, lo expresa y deja al descubierto su eterna farsa, no escribe en Twitter lo que realmente piensa sobre un título a punto de estrenarse porque tiene como contacto a uno de los actores protagonistas “y no quiero que se enfade”-); es una personita fatua que necesita reafirmarse continuamente a costa de considerar borregos a todos los que acuden a las salas para ver el éxito del momento (pero luego entre sus películas favoritas coloca El cuaderno de Noah o canta las excelencias de alguna de la saga Fast & Furious, lo que no es censurable en sí mismo, pero expresa a las claras su constante contradicción -en realidad, desubicación, falta de personalidad, desorientación intelectual y vital- y es reprobable en la que ha convertido en su mantra la presentación “hola, soy fan de Lars von Trier, ahora ya hablamos de cine”), la que se indigna porque no hay entradas en el Real para ver el Così fan tuttte en que Michael Haneke ejerce como director de escena al grito de “¿qué pasa: ahora todo el mundo quiere ver una de Mozart?” -en los varios años que la traté, fue la única vez que expresó su deseo por ir a una ópera, tal vez por la misma razón por la que reprochaba al resto del público su asistencia-. En realidad, y esto enlaza muy bien con algo sobre lo que despotrica en ese último pasquín, entradas lo que se dice entradas sí quedaban en taquilla, si bien es cierto que sólo algunas de esas prohibitivas que tiene el Real, lo que indica que ella no estaba dispuesta a pagar mucho por “ver una de Mozart” (tiene su aquel -lo que sigue es reflexión de un servidor- que un estreno del English National Ballet en el Royal Albert Hall cueste la tercera parte de lo que hay que desembolsar por un espectáculo en el Teatro Real -hablo estrictamente del precio de la localidad, luego, por desgracia, hay que sumar el avión, el hotel y demás gastos londinenses-), por lo que aún resulta más repugnante su modo de burlarse de aquellos que demandan precios más bajos para las entradas de cine, el abstruso y torticero argumento que maneja (porque claridad expositiva no es que posea mucha y para colmo plantea unos silogismos insostenibles o que no pueden ser considerados como tales porque mezcla churras con merinas y le sale un gazpacho muy pasado de pepino -en una ocasión me dijo que en España no teníamos una democracia tan sólida como en EEUU porque aquí nunca habían asesinado a un presidente, ya me dirán por dónde le hincamos el diente a semejante absurdo, al margen de que hace patente su ignorancia, puesto que a ella lo de Prim, Dato, Cánovas, Canalejas e incluso Carrero Blanco, quien era Presidente del Gobierno cuando ETA atentó contra él, le sonaba más bien poco-) viniendo a decir que la Fiesta del Cine no sirve para nada porque al final la gente va a ver las películas que, da igual el precio, siempre van a estar en lo más alto de las cifras de recaudación y no entiende entonces por qué tanto exigir rebajas en los precios habituales (claro, dicho por alguien que ve todo el cine que quiere por la cara es cuando menos indignante que trate al público como lo hace, con altivez y soberbia, con condescendencia, dejándole por imposible -¿Qué vería ella si tuviese que pagar?-).
   Debo reconocer que topé con el articulito de marras de puro rebote, esos azares del destino que te llevan hacia un lugar que no buscabas pero en el que encuentras un buen trampolín para algo que andabas fraguando, confieso que había pensado en ella mientras armaba mentalmente la estructura del presente escrito, ya que me pareció una buena manera de comenzar (aunque en mi línea habitual haya dado un rodeo bien largo para llegar a lo que imaginé un mero punto de partida) la de recordar, con toda la retranca e ironía de que soy posible, a aquellos que acuden a un espectáculo sólo para darse fuste, para alardear de ello, poseídos por el síndrome del turista, ese mal endémico agudizado por los avances tecnológicos y las redes sociales que Oriol Nolis hacía planear con inteligencia sobre el personaje principal de su primera novela (llevándolo hasta el extremo e incluso algún paso más y retorciéndolo con acierto para hacer más patente la miseria moral, el rencor acumulado por su protagonista) y sobre el que nos detuvimos cuando conversamos en torno a La extraña historia de Maurice Lyon, esa fiebre que nos lleva a atesorar de manera compulsiva, a querer figurar a toda costa, a perdernos la auténtica experiencia, a no disfrutar el momento, sólo buscando satisfacer el ansia de poseer la instantánea que demuestre que estuvimos allí, que nos permita hacer una muesca en la culata del revólver (o en el dispositivo utilizado para inmortalizar el hecho) y, como suele decirse, continuar el juego para bingo, ir en busca en una nueva presa, enfermos del síndrome de Diógenes aunque creamos que no, aunque lo asociemos (porque así está sancionado y descrito, aunque acepte múltiples variantes) a personas que recogen basura y viven entre ella. No será la primera vez que uno asuma dejarse llevar, incluso propiciar ese impulso cuando se trata de libros, películas en los diferentes formatos domésticos que se han ido comercializando, no importa que no haya espacio, ya se buscará, el caso es tener más de lo que uno puede leer y visionar, aunque se tenga la eximente de que se busca placer, se hace por experimentar, por dar rienda a la pasión, porque se siente uno mejor, y hoy me dio por pensar en esos que, a los tres minutos de haber conseguido su trofeo, poco más pueden contar, esas hordas de asiáticos (en su mayoría procedentes de China) que se apiñan, empujan, pisotean, muerden alrededor de La Gioconda o el David con tal de encuadrar bien, en lugar de vivir el torbellino de sensaciones que la obra de arte convoca y provoca. Y todo esto viene a cuento porque Glenn Close ha ofrecido unas representaciones que con toda justicia deben ser calificadas como históricas: durante cinco semanas ha recuperado su rol de Norma Desmond en el musical Sunset Boulevard y ha agotado las localidades en la English National Opera, un acontecimiento que ha movilizado a fans de todo el mundo (no tengo datos para afirmarlo, más, visto lo visto y vivido lo vivido, se diría que los españoles hemos sido mayoría) para vibrar con la partitura más esplendorosa de Andrew Lloyd Webber y con lo que ya en su día quedó como una interpretación colosal e irrepetible, esa que tantos anhelábamos que, al menos, fuese inmortalizada en la gran pantalla como premio de consolación (y que este loco privilegiado rogó a Hugh Jackamn protagonizase con ella -a lo que el australiano respondió con velocidad “esa película sólo puede hacerse con Glenn Close”- y que, ya puestos a soñar, la dirigiese Barbra Streisand), esa que ahora se ha materializado ante nuestros ojos y ha provocado unas cuantas ovaciones estruendosas, interminables, gozosas, mágicas.


   Tener a pocos palmos (butacas en la fila 3: fue el regalo de Navidad que Pablo me hizo y buscó un lugar privilegiado) a una de las actrices que uno empezó a venerar en aquellos tiempos en que cada película, gustase más o menos, se vivía con toda la intensidad de que uno era capaz, verle hasta el gesto más mínimo, imbuirse de su dominio de la escena, sentir todas esas emociones tan vívidas mientras las rememoro y ser consciente de que nunca van a perder esa frescura e inmediatez, hace que me estremezca e incluso niegue la evidencia por momentos, pensando que sólo ha sido un sueño del que podría despertar bruscamente. Más no: la Close estaba ahí, encontrando nuevos matices, confiriendo intención a cada frase, adecuando su voz actual a ese prodigio musical, interpretando, viviendo, siendo Norma, dando rienda suelta al patetismo desolador de quien no quiere reconocer lo evidente, de quien ha sido utilizada hasta que dejó de producir réditos, de quien ha sido descabalgada sin contemplaciones de un pedestal que otros erigieron pero que ella supo ganarse y cimentar, equilibrando tonos para que su figura ridícula no resulte risible y transmita vulnerabilidad, provocando rechazo y comprensión a partes iguales. Y la obra se detuvo dos veces, digamos que entraba dentro de lo pactado, se notaba en el ambiente que, a la que se pudiese, aquello tenía que estallar, era obvio que With One Look abriría fuego, fue impresionante cómo la actriz llegó a algunos agudos que podrían pensarse imposibles, cómo desgranó frases desplegando embrujo, cómo masticaba algunas sílabas, cómo pronunciaba las finales con golpes secos, cómo rompió nuestros corazones, cómo nos hizo estallar en un delirio que supo multiplicar cuando llegó el ansiado momento titulado As If We Never Say Goodbye, cuando nos envolvió con esa atmósfera emocionante, cuando nos hizo temblar con ella, cuando esa mujer (¿Norma? ¿Glenn? ¿Hay alguna diferencia?) recupera su hábitat, su lugar natural, ese en el que sentirse útil, en el que saberse alguien, en el que no estar sola, su hogar, el que cualquiera que estuviese contemplando sintió como tal (la butaca era como un trono y la mano que se entrelazaba con la mía era el cetro que me concedía poder). Y, perdónenme si tal vez me pongo pedante o arrogante, pero eso no hay fotografía que pueda preservarlo, no importa si los demás no van a creer que estuviste allí porque tu corazón lo sabe, y uno lo vive para sí (y para el cómplice imprescindible que está al lado) no para lucir medallas, claro que nos hicimos fotos en la puerta del teatro, por supuesto que tenemos ese alma de fetichista, de adorador, de fanático, en el momento de los saludos, del acabose, del clamor, pasó muy rápido por mi mente sacar el móvil y hacer una fotografía a la diva o grabar un pequeño vídeo, pero preferí seguir aplaudiendo y aullando (como lo cuento), era una oportunidad única y no podía desperdiciarla, las palmas echaron humo, lo de menos era la instantánea, lo importante era vivir el instante, llenarlo de contenido, darle dimensión. Las fotografías amarillearán, se borrarán del disco duro, las perderemos al cambiar de dispositivo, no contarán una historia porque no la hay (esos que te dicen “mira, fui a ver a Glenn Close”, pero cuando quieres que se explayen sólo saben balbucear “bien” porque no hay más tela que cortar, porque ni sienten ni padecen, no aman eso que aseguran es parte de su vida, sólo les vale como pose, como trofeo, como presunción), pero lo que nuestro corazón ha recogido se queda con nosotros, incluso aunque la memoria sufra los estragos del deterioro, aunque se nos olvide cómo se llamaba ese sentimiento, aunque seamos incapaces de expresarlo, aunque quede sepultado por el olvido inmisericorde que arrasa con vidas enteras, algún latido seguirá provocando aunque respirar se haya convertido en un acto reflejo.