Como uno es un
rendido y reconocido admirador del género negro/policiaco/de misterio o
cualquiera de las etiquetas o categorías en que pueda ser dividido o intentado
englobar un tipo de novela que, como todos, se resiste al esquema (aunque haya
ciertas características inevitables que le confieren su personalidad y
diferenciación, aunque haya quien sepa acotarla y constreñirla a sus esencias
-lo que no es negativo, en absoluto: algunos de esos autores capaces de
construir una narración considerada “clásica” por su adecuación a lo que, así
mismo, se tiene por “tradición” han sido los que le ayudaron a coger vuelo, los
que le confirieron la categoría que ciertas voces quieren negarle-), no es la
primera vez (ni será la última) que comienza un escrito lamentándose por el
desprecio con que tanto experto pagado de sí mismo (y de ese título que vaya
usted a saber quién le ha otorgado) maltrata todo aquello que no le parece con
la altura intelectual suficiente como para ser sancionado con su beneplácito: Raymond
Chandler, por ejemplo, tuvo que sufrir que le reprochasen desperdiciar su
talento en las novelas que, precisamente, le proporcionarían inmortalidad y
gloria, es decir, aquellas protagonizadas por Philip Marlowe, mucho más
profundas y complejas de lo que algunos querían admitir y otros tantos molestarse
en conocer (porque los hay que se quedan en la solapa o en el texto de
contraportada, leen “detective” y a partir de ahí desarrollan); estoy seguro de
haber contado en múltiples ocasiones como una de mis profesoras en EGB se
escandalizaba porque leía con fruición a la querida tía Agatha (Christie) y
alternaba Némesis o Un gato en el palomar con La colmena o Madame Bovary (todas las citadas fueron consumidas por este ratón
de biblioteca en el último curso de lo que llamábamos Básica), consideraba esos
hábitos impropios de alguien que había dado el salto a la literatura adulta,
entre la que no incluía a la británica ni a otros de su calaña (¡Cómo fruncía
el ceño cuando la nombraba!). Y no puedo dejar de acordarme de algunos
comentarios/informes de lectura sobre la segunda novela de Pablo, esa que
permanece inédita porque es “demasiado oscura”, “está demasiado bien escrita”
(algo que, por cierto, también me dijo un editor sobre 24 horas de un periodista desesperado, viéndolo como una rémora a
la hora de poder convertirla en un éxito -eso es lo que se piensa en tantos
despachos sobre los lectores-, sugiriendo que rebajase el nivel para, así,
hacerla más accesible y sencilla), “no es estrictamente policiaca” -porque no
lo es, señores, como tampoco, por fortuna, lo son autores de los que hablaremos
a continuación, porque el género está vivo, porque la narrativa de fórmulas es
la que agota y satura, porque lo previsible provoca bostezos, porque la tía
Agatha siempre sorprende incluso aunque sepas cómo termina Testigo de cargo-; lo cierto es que, conociendo un poco las
entretelas del negocio y a muchos de los que tienen capacidad de decisión,
sorprende que, a pesar de los pesares, se sigan publicando títulos que despierten
el interés (y la admiración) de un lector impenitente que siempre tendrá a mano
autores a los que regresar o descubrir en épocas pretéritas, millones de
excusas para no detenerse en los estantes o mesas en las que se apilan las
novedades (algunas de las cuales desaparecen antes de que puedas percatarte de
su existencia).
Y el asunto viene
a cuento porque en estos últimos meses me he leído de casi una tacada los tres
primeros títulos de la serie que Don Winslow dedicó a un personaje muy peculiar
llamado Neal Carey, aprovechando que Reservoir Books lanzó a finales de 2015 En lo más profundo de la Meseta solitaria
y que tenía pendientes los anteriores (Un
soplo de aire fresco y Tras la pista
del espejo de Buda), también disponibles en el catálogo de una colección
cuyas excelencias nunca dejaré de cantar por el oxígeno y alimento que proporciona
al fiel seguidor: Roja & Negra. Al margen de ser, como se dijo, las
primeras aventuras de ese Oliver Twist de finales del siglo XX con un enorme
talento natural para desenvolverse en el mundo criminal (si bien es cierto que con
una asombrosa capacidad para el desastre y para complicarse la existencia), las
novelas citadas (más dos que aún permanecen inéditas en castellano -confiemos
en que por poco tiempo-) suponen el debut literario de Don Winslow, esa fue su
carta de presentación hace algo más de veinte años (y llamó la atención desde
el principio, puesto que Un soplo de aire
fresco fue candidata al Premio Edgar que concede la Asociación de
Escritores de Misterio de EEUU -quien premió en su día, por ejemplo, la adaptación
teatral de la antes citada Testigo de cargo
o El largo adiós del también nombrado
Chandler, así como distinguió El ojo de
la aguja de Ken Follett o El espía
que surgió del frío de John Le Carré-). Hay quien, por este motivo y porque
su tardía aparición en España ha coincidido con la publicación de obras que se
consideran más elaboradas, más maduras (que lo son, claro, al fin y al cabo
sólo es cuestión de cronología, de experiencia, aunque no siempre se demuestre
-hay quien evoluciona, hay quien se estanca, hay quien involuciona-), obras que
adquieren una mayor consideración porque “van más allá”, “rompen moldes”, “tienen
pretensiones” (¡Con lo peligrosas que son!), “son ambiciosas” (aliento
fantástico cuando el creador consigue sus objetivos e incluso los supera),
mirándose con suficiencia y displicencia, cuando no con desdén y algo de burla,
los primeros pasos de un escritor que ya dejaba clara su voz, que sabía lo que
quería contar y cómo, que arrastraba al lector con una prosa frenética que en
ese momento no era sincopada, telegráfica, de frases cortas lanzadas como
andanadas de ametralladora (salvo en algunos tramos), pero que en su
exuberancia y barroquismo, en sus descripciones detalladas, en su
abigarramiento (el mismo que exhibe en los que se tienen por sus títulos
mayores y se glosan con elogios encendidos porque tocan asuntos del alrededor,
caldos espesos en los que vivimos anegados), una prosa a la que ya en su
despertar como escritor sabía inyectar adrenalina y tensión, jugando con los
tiempos, entrando en la mente de su personaje central para apostillar los
sucesos narrados, olfateando los detritos sobre los que se asientan tantas
fortunas, hablando de miserias que no pueden sernos ajenas porque son las que
cimientan el llamado “estado de bienestar”, la “sociedad civilizada” en la que
pregonamos y suponemos vivir, haciendo un retrato implacable pleno de ironía y
de retranca, traspasando cualquier límite de corrección que suponga una venda
en los ojos o un conformismo que, si se quiere, podría ser calificado de “criminal”
al anular la capacidad de reacción, a la indiferencia con que se aceptan
ciertos hechos “porque no se puede hacer nada para que la cosa cambie” (sí, se
puede tomar conciencia y a partir de ahí hablamos).
El género negro
hunde sus raíces en la Depresión, en el desencanto, pone el foco en los
desheredados, en los que quedan al margen, en los que malviven, en los que
tienen que pagar peaje por cada inspiración, en los que sacan provecho de la
situación, pero en ocasiones se pone más el acento sobre la denuncia y en
otras, sencillamente, se proporciona un entretenimiento, un misterio que
resolver (aunque las diferentes capas de sedimentos estén ahí para que cada
lector horade hasta donde crea conveniente); Don Winslow es un maestro en pasar
de un tono a otro sin perder de vista el continuo disfrute del lector e intentando
responder a una pregunta fundamental que es el verdadero motor de estas
historias, el epicentro del torbellino: ¿Conseguirá Neal Carey ser feliz,
llevar una existencia tranquila, dedicarse a sus estudios? Y es que, mezclando
datos, realidades y países al modo en que con los años James Ellroy asombraría
en cada página (sobre todo Tras la pista
del espejo de Buda emparenta directamente con lo que el llamado con toda
justicia perro rabioso de las letras estadounidenses hará en la trilogía que
conforman América, Seis de los grandes y
Sangre vagabunda -se utiliza el
futuro porque el primer tomo verá la luz en 1995, cuatro años después del
alumbramiento de Neal Carey por parte de Winslow-), en estas novelas hay tiempo
para todo sin que nada sobre: las cuitas amorosas del protagonista, sus años de
aprendizaje (maravillosa creación la de Joe Graham, el único padre al que puede
dar ese nombre, el hombre con una mano artificial, el camarada que siempre
acude al rescate), su lúgubre historia familiar, su heterodoxia criminal que le
convierte en un grandísimo activo y al mismo tiempo en una bomba de relojería
para los suyos, un romántico que pone el corazón antes que el cerebro, que se
deja llevar por la inspiración sin analizar las posibles consecuencias, que
improvisa más que planifica, un letraherido que sólo anhela concluir su
postergada tesis sobre Tobias Smollet, traductor de El Quijote en 1755, como puede comprobarse hay mucho donde rascar
en lo que algunos liquidan (nunca mejor dicho) como “ensayos”, “tentativas”, “ejercicios
de principiante” (no era un chaval cuando empezó a publicar: tenía casi
cuarenta años, lo suyo no era sólo fruto de una pulsión, de una fiebre, de un
capricho, y se nota para bien).