Comencé esta
nueva entrada del blog el pasado lunes (y la termino dos días después), cuando
había leído pocas horas antes uno de los varios artículos deleznables salidos
de la mente de alguien que se pregona como “experto en ocio y cultura” y en
cada texto demuestra sus muchas carencias en infinidad de materias, alguien que
menosprecia e incluso insulta al público que no siga sus indicaciones (en
realidad, imposiciones, dogmas, ocurrencias rotundas que rehúyen el debate,
entre otras razones porque no tiene argumentos que exponer y con los que
apuntalar su tesis, lo que vende como tal y no pasa de ser un amago de chiste,
un refrito de algo escuchado aquí o allá, una supuesta reflexión que puede dar
un giro de 180 grados en cuestión de horas si así le viene bien para intentar
granjearse la amistad de alguien -ella no concede ningún valor al término, cree
que todo el mundo es igual y se va a derretir por las zalamerías de una palmera
profesional, deja de interesarse e ignora a aquel que tiene criterio propio, lo
expresa y deja al descubierto su eterna farsa, no escribe en Twitter lo que realmente
piensa sobre un título a punto de estrenarse porque tiene como contacto a uno
de los actores protagonistas “y no quiero que se enfade”-); es una personita
fatua que necesita reafirmarse continuamente a costa de considerar borregos a
todos los que acuden a las salas para ver el éxito del momento (pero luego
entre sus películas favoritas coloca El
cuaderno de Noah o canta las excelencias de alguna de la saga Fast & Furious, lo que no es
censurable en sí mismo, pero expresa a las claras su constante contradicción
-en realidad, desubicación, falta de personalidad, desorientación intelectual y
vital- y es reprobable en la que ha convertido en su mantra la presentación
“hola, soy fan de Lars von Trier, ahora ya hablamos de cine”), la que se
indigna porque no hay entradas en el Real para ver el Così fan tuttte en que Michael Haneke ejerce como director de
escena al grito de “¿qué pasa: ahora todo el mundo quiere ver una de Mozart?”
-en los varios años que la traté, fue la única vez que expresó su deseo por ir
a una ópera, tal vez por la misma razón por la que reprochaba al resto del público
su asistencia-. En realidad, y esto enlaza muy bien con algo sobre lo que
despotrica en ese último pasquín, entradas lo que se dice entradas sí quedaban
en taquilla, si bien es cierto que sólo algunas de esas prohibitivas que tiene
el Real, lo que indica que ella no estaba dispuesta a pagar mucho por “ver una
de Mozart” (tiene su aquel -lo que sigue es reflexión de un servidor- que un
estreno del English National Ballet en el Royal Albert Hall cueste la tercera
parte de lo que hay que desembolsar por un espectáculo en el Teatro Real -hablo
estrictamente del precio de la localidad, luego, por desgracia, hay que sumar
el avión, el hotel y demás gastos londinenses-), por lo que aún resulta más
repugnante su modo de burlarse de aquellos que demandan precios más bajos para
las entradas de cine, el abstruso y torticero argumento que maneja (porque
claridad expositiva no es que posea mucha y para colmo plantea unos silogismos
insostenibles o que no pueden ser considerados como tales porque mezcla churras
con merinas y le sale un gazpacho muy pasado de pepino -en una ocasión me dijo
que en España no teníamos una democracia tan sólida como en EEUU porque aquí nunca
habían asesinado a un presidente, ya me dirán por dónde le hincamos el diente a
semejante absurdo, al margen de que hace patente su ignorancia, puesto que a ella
lo de Prim, Dato, Cánovas, Canalejas e incluso Carrero Blanco, quien era
Presidente del Gobierno cuando ETA atentó contra él, le sonaba más bien poco-) viniendo
a decir que la Fiesta del Cine no sirve para nada porque al final la gente va a
ver las películas que, da igual el precio, siempre van a estar en lo más alto
de las cifras de recaudación y no entiende entonces por qué tanto exigir
rebajas en los precios habituales (claro, dicho por alguien que ve todo el cine
que quiere por la cara es cuando menos indignante que trate al público como lo
hace, con altivez y soberbia, con condescendencia, dejándole por imposible
-¿Qué vería ella si tuviese que pagar?-).
Debo reconocer
que topé con el articulito de marras de puro rebote, esos azares del destino
que te llevan hacia un lugar que no buscabas pero en el que encuentras un buen
trampolín para algo que andabas fraguando, confieso que había pensado en ella mientras
armaba mentalmente la estructura del presente escrito, ya que me pareció una
buena manera de comenzar (aunque en mi línea habitual haya dado un rodeo bien
largo para llegar a lo que imaginé un mero punto de partida) la de recordar,
con toda la retranca e ironía de que soy posible, a aquellos que acuden a un
espectáculo sólo para darse fuste, para alardear de ello, poseídos por el
síndrome del turista, ese mal endémico agudizado por los avances tecnológicos y
las redes sociales que Oriol Nolis hacía planear con inteligencia sobre el
personaje principal de su primera novela (llevándolo hasta el extremo e incluso
algún paso más y retorciéndolo con acierto para hacer más patente la miseria
moral, el rencor acumulado por su protagonista) y sobre el que nos detuvimos
cuando conversamos en torno a La extraña
historia de Maurice Lyon, esa fiebre que nos lleva a atesorar de manera
compulsiva, a querer figurar a toda costa, a perdernos la auténtica
experiencia, a no disfrutar el momento, sólo buscando satisfacer el ansia de
poseer la instantánea que demuestre que estuvimos allí, que nos permita hacer
una muesca en la culata del revólver (o en el dispositivo utilizado para
inmortalizar el hecho) y, como suele decirse, continuar el juego para bingo, ir
en busca en una nueva presa, enfermos del síndrome de Diógenes aunque creamos
que no, aunque lo asociemos (porque así está sancionado y descrito, aunque
acepte múltiples variantes) a personas que recogen basura y viven entre ella.
No será la primera vez que uno asuma dejarse llevar, incluso propiciar ese
impulso cuando se trata de libros, películas en los diferentes formatos
domésticos que se han ido comercializando, no importa que no haya espacio, ya
se buscará, el caso es tener más de lo que uno puede leer y visionar, aunque se
tenga la eximente de que se busca placer, se hace por experimentar, por dar rienda a la pasión, porque se siente uno mejor,
y hoy me dio por pensar en esos que, a los tres minutos de haber conseguido
su trofeo, poco más pueden contar, esas hordas de asiáticos (en su mayoría
procedentes de China) que se apiñan, empujan, pisotean, muerden alrededor de La Gioconda o el David con tal de encuadrar bien, en lugar de vivir el torbellino de
sensaciones que la obra de arte convoca y provoca. Y todo esto viene a cuento
porque Glenn Close ha ofrecido unas representaciones que con toda justicia
deben ser calificadas como históricas: durante cinco semanas ha recuperado su
rol de Norma Desmond en el musical Sunset
Boulevard y ha agotado las localidades en la English National Opera, un
acontecimiento que ha movilizado a fans de todo el mundo (no tengo datos para
afirmarlo, más, visto lo visto y vivido lo vivido, se diría que los españoles
hemos sido mayoría) para vibrar con la partitura más esplendorosa de Andrew
Lloyd Webber y con lo que ya en su día quedó como una interpretación colosal e
irrepetible, esa que tantos anhelábamos que, al menos, fuese inmortalizada en
la gran pantalla como premio de consolación (y que este loco
privilegiado rogó a Hugh Jackamn protagonizase con ella -a lo que el
australiano respondió con velocidad “esa película sólo puede hacerse con Glenn
Close”- y que, ya puestos a soñar, la dirigiese Barbra Streisand), esa que ahora se ha materializado
ante nuestros ojos y ha provocado unas cuantas ovaciones estruendosas,
interminables, gozosas, mágicas.
Tener a pocos palmos (butacas en la fila 3:
fue el regalo de Navidad que Pablo me hizo y buscó un lugar privilegiado) a una
de las actrices que uno empezó a venerar en aquellos tiempos en que cada
película, gustase más o menos, se vivía con toda la intensidad de que uno era
capaz, verle hasta el gesto más mínimo, imbuirse de su dominio de la escena,
sentir todas esas emociones tan vívidas mientras las rememoro y ser consciente
de que nunca van a perder esa frescura e inmediatez, hace que me estremezca e
incluso niegue la evidencia por momentos, pensando que sólo ha sido un sueño
del que podría despertar bruscamente. Más no: la Close estaba ahí, encontrando
nuevos matices, confiriendo intención a cada frase, adecuando su voz actual a
ese prodigio musical, interpretando, viviendo, siendo Norma, dando rienda
suelta al patetismo desolador de quien no quiere reconocer lo evidente, de
quien ha sido utilizada hasta que dejó de producir réditos, de quien ha sido
descabalgada sin contemplaciones de un pedestal que otros erigieron pero que
ella supo ganarse y cimentar, equilibrando tonos para que su figura ridícula no
resulte risible y transmita vulnerabilidad, provocando rechazo y comprensión a
partes iguales. Y la obra se detuvo dos veces, digamos que entraba dentro de lo
pactado, se notaba en el ambiente que, a la que se pudiese, aquello tenía que
estallar, era obvio que With One Look abriría
fuego, fue impresionante cómo la actriz llegó a algunos agudos que podrían
pensarse imposibles, cómo desgranó frases desplegando embrujo, cómo masticaba
algunas sílabas, cómo pronunciaba las finales con golpes secos, cómo rompió
nuestros corazones, cómo nos hizo estallar en un delirio que supo multiplicar
cuando llegó el ansiado momento titulado As
If We Never Say Goodbye, cuando nos envolvió con esa atmósfera emocionante,
cuando nos hizo temblar con ella, cuando esa mujer (¿Norma? ¿Glenn? ¿Hay alguna
diferencia?) recupera su hábitat, su lugar natural, ese en el que sentirse
útil, en el que saberse alguien, en el que no estar sola, su hogar, el que
cualquiera que estuviese contemplando sintió como tal (la butaca era como un
trono y la mano que se entrelazaba con la mía era el cetro que me concedía
poder). Y, perdónenme si tal vez me pongo pedante o arrogante, pero eso no hay
fotografía que pueda preservarlo, no importa si los demás no van a creer que
estuviste allí porque tu corazón lo sabe, y uno lo vive para sí (y para el
cómplice imprescindible que está al lado) no para lucir medallas, claro que nos
hicimos fotos en la puerta del teatro, por supuesto que tenemos ese alma de
fetichista, de adorador, de fanático, en el momento de los saludos, del
acabose, del clamor, pasó muy rápido por mi mente sacar el móvil y hacer una
fotografía a la diva o grabar un pequeño vídeo, pero preferí seguir aplaudiendo
y aullando (como lo cuento), era una oportunidad única y no podía
desperdiciarla, las palmas echaron humo, lo de menos era la instantánea, lo
importante era vivir el instante, llenarlo de contenido, darle dimensión. Las fotografías
amarillearán, se borrarán del disco duro, las perderemos al cambiar de
dispositivo, no contarán una historia porque no la hay (esos que te dicen “mira,
fui a ver a Glenn Close”, pero cuando quieres que se explayen sólo saben
balbucear “bien” porque no hay más tela que cortar, porque ni sienten ni
padecen, no aman eso que aseguran es parte de su vida, sólo les vale como pose,
como trofeo, como presunción), pero lo que nuestro corazón ha recogido se queda
con nosotros, incluso aunque la memoria sufra los estragos del deterioro,
aunque se nos olvide cómo se llamaba ese sentimiento, aunque seamos incapaces
de expresarlo, aunque quede sepultado por el olvido inmisericorde que arrasa
con vidas enteras, algún latido seguirá provocando aunque respirar se haya convertido
en un acto reflejo.