sábado, 27 de marzo de 2021

DESEOS DE SER NUEVAMENTE UN CHIQUILLO

 

Sábado 20:

 

CUANDO LAS CANCIONES HABLAN DE TI

 

   Aunque no niego (en parte me enorgullezco de ello) que siempre ando con la nostalgia a cuestas, con el recuerdo vivo de aquellos años en que, aunque me he tomado las cosas desde pequeño un poco (o un mucho) a la tremenda, soy lo que se llama un intensito (me desbordo, me desparramo, me paso de frenada, peco de expansivo/expresivo), añorando, decía, aquel tiempo en que todo parecía más fácil, en que lo era, puesto que los verdaderos problemas, las angustias más terribles quedaban para la gente mayor, hay momentos en que intensifico la evocación, la procuro, la alimento, me lo pide el cuerpo, la necesito, incluso sabiendo (o precisamente por ello) que soltaré más de una lágrima triste (no es una redundancia: las hay muy alegres y gratas -no es un oxímoron-), que llegaré a un punto en que los agujeros de mi corazón se agrandarán, en que echaré de menos con intensidad lacerante a las gentes que me forjaron, que hicieron mi vida más interesante, rica y enriquecedora, que alimentaron mis pasiones, mi vocación, que la tuvieron clara antes que yo mismo, que me nutrieron de libros, de películas, de música. Y hoy no quise evitar hacer lo que tantas mañanas de sábado (por supuesto, tras haber disfrutado de la programación matinal con la que TVE proporcionó tantas alegrías a los niños y jóvenes de entonces), es decir, dejar sonar la música, ahora que es tan sencillo gracias a los llamados altavoces inteligentes.

 

   No tengo listas en ninguna plataforma (o como se llamen, es posible que no me esté refiriendo con propiedad a cosas que, de alguna manera, me superan), me limito a decir el nombre de algún intérprete y dejo que Alexa me sorprenda reproduciendo “de forma aleatoria” lo que encuentra por ahí, hoy pedí que buscase canciones de Ana Belén, alguien que es banda sonora imprescindible de mi vida, y el viaje ha sido impresionante, ni escogido por mí tema a tema, ha dibujado con fidelidad y viveza capítulos de mi niñez y adolescencia, he regresado a tantas tardes en las que, gracias a mi hermana y sus amigas, descubrí a los cantautores, a la variadísima colección de discos y casetes que el tío Miguel reunió (así me apropié de coplas, cuplés, zarzuelas, palos flamencos, boleros, igualmente de, por ejemplo Jesucristo Superstar, Quilapayún, Barbra Streisand, Frank Sinatra, Patxi Andión -por sí solo e interpretando Evita-), colección de la que no me desprendido en lo que a los vinilos se refiere. Me he dejado embrujar una vez más por ese Agapimú que, bien demostrado quedó en lo más oscuro del confinamiento hace precisamente cosa de un año (¡Gracias, Ojete Calor, por la inyección de vitalidad y jocosidad, por dibujarnos sonrisas en el rostro y en el alma!), conserva intacta su frescura, su cascabeleo, su estallido; me he sentido transportado con De qué callada manera, esa joya de Nicolás Guillén a la que Pablo Milanés puso música y que Ana hizo suya para siempre en el primer corte del, por tantos motivos, decisivo e idolatrado doble LP Querido Pablo (que con los años adquirí en CD); me he dejado arrollar (literalmente: el corazón ha botado, rebotado y redoblado) por El trenecito, glorioso dúo dirigido al público infantil entre mi adorada y Miguel Bosé (lo de ahora no quita lo de antes, una cosa -¿cuántas veces habrá que decirlo?- es el artista y otra bien diferente el civil-), ha sido toda una catarsis, a pesar de esa pena negra que, de tantas formas, llevo sobre los hombros (soy exagerado, ya lo dije, pero el caso es que así lo siento desde hace mucho, antes incluso de que Víctor Manuel lo escribiese en una de las canciones que nos ha regalado a través de la voz de Ana), me he sentido reconfortado, han resonado en mi alma los ecos de aquellas voces que tanto necesito escuchar, la mano amorosa se ha posado en mi hombro y me ha transmitido su confianza, su apoyo, su convicción (que es la mía) de que las cosas van a salir mejor, que estoy dando buenos pasos, que no me impaciente, que sigo siendo su pequeño.

 

Domingo 21:

 

«LA ESCONDIDA SENDA POR DONDE HAN IDO…»




 

   Ese temblor del descubrimiento constante, del asombro cotidiano, de la emoción de ir encadenando lecturas, de hacerlo del modo más anárquico posible, a pura pulsión, a puro enamoramiento, ese sentir como familiares y propios los nombres de Antonio Machado, Miguel Hernández, Federico García Lorca, Pablo Neruda, de tantos poetas que llegaron y se quedaron en forma de canciones, de adaptaciones/versiones populares y de otras que no lo eran tanto, ese rápido enganche con aquellos que aparecían en los libros de texto, ese disfrute previo que eliminaba de un plumazo la aridez de las lecturas obligatorias (tan mal escogidas y peor o nada explicadas, sin hacerlas atractivas, sin consentirlas fluir -salvo excepciones-), esa pasión bien nutrida y mejor alimentada que uno traía de casa, esa tensión estimulante de lo que se presiente o se espera (aunque me centre en los libros, sirve lo mismo para otras disciplinas/manifestaciones artísticas) no ha perdido un ápice de intensidad, no la he dejado menguar, pero lógicamente no es tan prístina e instintiva como lo fue en los años de estudiante, cuando tenía (casi) todo por leer (ahora también, pero de otra manera, a otro ritmo, con otro sentir), cuando buscaba conexiones, cuando vivía la literatura casi como una cuestión de resistencia/supervivencia ante la manifiesta hostilidad de quienes consideraba mis amigos, a los que quise como tales (y no siempre lo demostré, es cierto, no siempre estuve a la altura -lo uno no quita que reconozca lo otro-). Y ese cosquilleo, ese placer, esa plenitud es la que implosiona con suma complacencia cuando uno es seducido desde las primeras líneas (no puede ser de otro modo) por El manuscrito de barro, la nueva novela de Luis García Jambrina con Fernando de Rojas como protagonista, publicada por Espasa en enero.

 

   Aunque en lo que se refiere a la asignatura en sí la cosa no fuese para tirar cohetes, tuve la fortuna de topar en el instituto con profesores que amaban la lectura y sabían transmitir ese entusiasmo (curiosamente, fueron algunos de la rama de Ciencias los más influyentes y cómplices), que procuraban que los libros cobrasen vida, que durante un gozoso viaje a Salamanca nos llevaban al lugar (sí, creámoslo, entremos en el juego, hagamos real la ficción) donde se conocieron Calixto y Melibea o donde se ponía sonoro y doloroso punto final a la aventura de Lázaro de Tormes con el ciego. Todo sin olvidar que una serie de televisión como Las pícaras (otra de tantas que devorar en las inolvidables noches de viernes de aquellos primeros años) me había puesto en la senda correcta, en la misma que ya recorría desde la histórica adaptación en dibujos animados de Don Quijote de La Mancha (que no me cansaré de reivindicar, de demandar su inclusión en los programas de estudio, esos tan devaluados -por no decir algo peor- en lo que a las Humanidades se refiere), en la que nunca he abandonado pero he vuelto a ver despejada y bien señalizada gracias a la sabiduría narrativa y docente de mi tan y bien admirado Luis García Jambrina, autor por el que sentimos especial predilección los del club de lectura (mi Pepa Muñoz le sigue desde siempre, igual que yo) y con quien mantuvimos un apasionante encuentro para celebrar la que ya es quinta entrega de una lograda serie de manuscritos en las qwue se recogen las pesquisas llevadas a cabo por el autor de La Celestina (pueden verlo completo si pinchan en el siguiente enlace:  https://www.youtube.com/watch?v=tyq5hokOGqI&t=2366s). Estamos, tal vez, ante el título más quijotesco de la saga, es fácil percibir la sombra del ingenioso hidalgo y su escudero (también la de Holmes y Watson), no en vano la magna obra transcurre casi en su totalidad en el camino, mientras los personajes se desplazan, encuentran a otros, conocen sus historias, dialogan, conversan, disputan, discrepan, la información necesaria para el lector así como la psicología de ambos se transmite fundamentalmente a través de lo que les cuentan y se cuentan, con esa naturalidad (ya practicada en las anteriores entregas) es con la que Jambrina recrea una época, unas gentes, reproduce lo que era cotidiano entonces (la acción tiene lugar en 1525), demuestra sus conocimientos sin alardear, sin sobrecargar el texto, sin perderse en disquisiciones/exposiciones, ¡qué envidia de profesor (y de maestro, que no es lo mismo)! No voy a contarles más, ya lo saben, tan sólo indicar que, como sucede con sus predecesores, el volumen puede leerse con completa autonomía y que el escenario escogido (a través del cual queda fielmente reflejado el momento que se vivía no sólo en España sino en Europa), un escenario al que se da tratamiento (y verdad) de personaje es el Camino de Santiago.

 

Lunes 22:

 

QUÉ NO DARÍA YO…

 

   No se habla de otra cosa desde anoche, yo también estuve pegado al televisor, en parte porque se habló de unos años en que de alguna manera yo estaba cerca de muchos de los involucrados, no es una justificación, es decir, lo vi porque así lo quise (y pienso hacer lo mismo con las próximas entregas), pero poco voy a escribir sobre el testimonio televisado de Rocío Carrasco, al menos hasta que no se emita íntegro (o todo lo íntegro -dicho sea sin segundas- que la cadena estime pertinente -alguna pieza guardarán, seguro, para que el negocio les siga siendo tan rentable como la audiencia alcanzada indica). Lo cierto, por otro lado, es que algunas circunstancias que conozco relacionadas con este espinoso asunto me llegaron en forma de confidencias de gente muy cercana, testimonios que sé verídicos, pero si ellos no lo cuentan no seré yo quien rompa el secreto profesional, digamos tan sólo que tengo una opinión bastante bien (in)formada sobre determinados episodios, que, ya que se han puesto, confío en que se aborde la historia desde todos los puntos de vista, que me gustaría se hiciese justicia con el que me parece (antes y ahora) uno de los mayores damnificados, sino el más, me refiero a Pedro Carrasco.

 

   Y, mientras tanto, me he vuelto a ver debutando en televisión, en agosto de 1992, en la sección de Cultura de los informativos de Telemadrid, más allá de escarceos previos en la radio (que no oculto y que agradezco, que me dieron seguridad y algo de experiencia, que me pusieron en contacto con quien durante muchos años fue maestro, compañero y amigo), ese fue, nunca mejor dicho, mi verdadero punto de partida, ahí empecé una trayectoria sin apenas interrupciones hasta 2012, pronto llegaría mi etapa en la prensa del corazón (donde aprendí a hacer periodismo de investigación, el que merece ser loado de esa manera), todo lo demás, el caso es que por ese motivo no pude conocer la Expo de Sevilla, iba a ir con los tíos en septiembre, pero al menos gocé de la grabación de Azabache con esa Rocío Jurado pletórica, excesiva y excelsa, señora, paloma brava, diva sin consideraciones, artista de una pieza (o de muchas, no en vano ha sido una de las más largas en lo que a cantes se refiere), en este huracán nostálgico en que me hallo sumido, cómo no desear empezar de nuevo para que me cuenten un cuento bonito y me hagan dormir.

 

Martes 23:

 

…È BEN TROVATO




 

   Cuando por fin conocí, pisé y recorrí entusiasmado el Coliseo de Roma (junto a Pablo), me situé en el que me pareció lugar más apropiado y preciso para decir “aquí estoy como Nerón… que nunca estuvo”, en el imaginario colectivo tenemos al icónico y legendario Peter Ustinov de Quo vadis? protagonizando un anacronismo que se ha dado por bueno (y habrá quien lo siga haciendo), en realidad el monumental anfiteatro empezó a construirse pocos años después de su muerte, pero resulta irresistible lo de sentirse como el emperador (y más teniendo en cuenta que canto bastante mal) cuando tienes el decorado natural tan a mano, cuando puedes vivir por unos momentos en un fotograma. Quien sí cuenta la historia (en mayúscula y en minúscula) siguiendo lo más posible lo que hay documentado, lo escrito, quien fabula con acierto pero con gran conocimiento (y por eso inventa lo justo) es Juan Tranche en su primera novela, una ópera prima espléndida, de gran calibre, una de esas lecturas que nos devuelve (una vez más) el gusto y placer adolescente por un género, por una asignatura que no debe ser un ejercicio memorístico, que no puede limitarse a una recopilación de datos, fechas, nombres, una asignatura que debe transmitirse como lo que es, una constante aventura, tal y como nos deja sin aliento en las páginas de Spiculus, publicada por Suma de Letras.

 

   Gracias a los buenos oficios de mi Pepa Muñoz (y, como dice ella, al bendito Zoom), pudimos conversar con Juan Tranche en un encuentro repleto de sorpresas y alegrías (que pueden descubrir y compartir pinchando en el enlace https://www.youtube.com/watch?v=mqD2rp3sab4&t=24s), una charla emocionada sobre pasiones que, sin que doliesen, sin que pesaran, sin sentirlo, nos inocularon desde pequeños el cine, la televisión, los cuentos, los dibujos animados, la Historia como diversión (incluso lo resultaba aquello que no teníamos edad para entender, pero nos atrapaba con una cabecera sencilla e impactante, una música que inquietaba, seducía y obligaba a no despegar la mirada de la pantalla -me refiero a Yo, Claudio-). Con ese entusiasmo, con ese arrebato, con esa admiración ha forjado su prosa el autor consiguiendo una obra digna de encomio que se paladea, con la que se vibra, con infinita capacidad sensorial, la arena en que la pelean a muerte los gladiadores se mastica, se queda entre los dientes, nos subyugan perfumes, fragancias, las papilas gustativas anticipan exquisiteces culinarias, banquetes de infinitos sabores, los hedores nos ahogan, los fluidos se entremezclan, Spiculus es un continuo regalo y cuenta con una impresionante nómina de personajes reales, entre los que uno se rinde a Agripina y a Séneca, en lo bueno y en lo malo, en lo noble y en lo conspiratorio, en el estudio y en la ambición. No será la última vez que esta arpa suene con melodías inspiradas por tan magnífica novela, tengan un poco de paciencia.

 

Miércoles 24:

 

UNA REVOLUCIÓN EN TODA REGLA

 

   No me gusta escoger como título el mismo de aquello sobre lo que voy a hablar, pero en esta ocasión no se me ocurre nada más apropiado, es de esas veces en que la traducción (que no es tal, ya que el original se llama Period. End of Sentence) me resulta plausible, pone el dedo en la llaga, hace un fantástico juego de palabras sin traicionar ni tergiversar el contenido, todo lo contrario. Una revolución en toda regla ganó hace dos años el Oscar al mejor corto documental y constituye uno de los más emocionantes y ejemplares manifiestos feministas, esos de los que tan necesitados estamos en un tiempo en que hay quien se ha apropiado del término/movimiento, lo ha manipulado, lo ha vulnerado, convirtiéndolo en el arma más letal contra sus más puras esencias, su idoneidad, su necesidad, su valor, su espíritu, su corazón, contra la labor de tantas pioneras, tantas valientes, tantas honestas, tantas víctimas (y no hay más que encender la televisión). La directora Rayka Zehtabchi refleja una verdad sin adulterar, a través de la explosión casi constante de alegría que mostró al mundo Dominique Lapierre y que tan cara es a los habitantes más humildes de la India, sin hacer discursos, sin rencor ni rabia, consciente de que las imágenes, los hechos, las mujeres y los hombres que se muestran tal cual son y explican lo que hacen (o no tienen reparos en reconocer lo que ignoran) son la mejor herramienta para seguir construyendo futuro, para continuar dando pasos hacia la plena igualdad sin enfrentamientos ni odios. Sólo se puede asentir (y desear que todas puedan decirlo algún día) cuando una de ellas afirma que le sienta bien que su marido la respete o morirse de risa (algo, por cierto, que contagia el corto en no pocas ocasiones) cuando otra reconoce que las compresas que ellas fabrican no se ven tan bonitas como las que se venden en las farmacias, pero las prefiere porque es como “cuando conoces un hombre feo, pero eficiente”, ¿con cuál se queda una a la larga (y a la corta)? ¡Lo suscribo!

 

JUEVES 25:

 

CONSUMACIÓN Y CONSUMICIÓN




 

   He leído con total deleite María Blanchard. Como una sombra, la bellísima novela editada por Alianza Editorial en que Baltasar Magro reproduce con enorme y muy plausible plasticidad (no en vano es licenciado en Historia del Arte), no sólo en lo pictórico sino en lo humano, los últimos meses de vida la de (¡Oh, dolor!) olvidada por no decir desconocida/desaparecida/borrada (y que cada palo aguante su vela) pintora que le da título, la grandísima artista cubista (y no sólo eso), aquella a la que Picasso elogió en vida, mujer con nombre propio que, para algunos, ha quedado en las notas a pie de página (si acaso) de las biografías del malagueño, Juan Gris o Diego Rivera. Con una prodigiosa capacidad de síntesis, dividiendo la narración en pequeños cuadros (nunca mejor dicho), recogiendo algunos testimonios (de la propia biografiada y de quienes estuvieron cerca), Baltasar Magro hace justicia, da un lugar, rescata de las sombras a quien llegó a decir: “Yo no estoy hecha para otra cosa, creo, que no sea dar brochazos a las telas, aunque no he probado otras lides; vete a saber dónde habría terminado si me hubiera cruzado con un altruista y buen mozo; tal vez habría abandonado este oficio porque mi pequeña inteligencia habría sido consumida por la descendencia”.

 

   María se abandona, literalmente, anhela pintar todo lo que le sea posible, sabe que el final está cerca y no hace nada por evitarlo, incluso acorta su tiempo, se tortura sin misericordia, trabaja sin descanso, taladrada por el dolor, sin querer ajustar cuentas con nadie salvo consigo misma, con su obra, viviendo (malviviendo, sobreviviendo, infraviviendo) por y para el arte: “El arte es una mentira (…), una hermosa y fantástica mentira que nos permite todo. Por eso nos gusta tanto, porque nos traslada a otra realidad, porque nos faculta para ver la vida, los objetos, las personas desde una óptica diferente y abierta a cualquier pensamiento e interpretación. Eso es lo que lo hace tan sugerente y seductor. El arte es emoción en sí mismo. Y peligroso para quien se considere superior porque disponga de la capacidad de crear algo que le haga destacar por encima de los demás”. Ojalá la meritoria labor didáctica que Baltasar Magro ha acometido con esta novela a la que cuadra como a pocas el adjetivo “imprescindible” (también el de “necesaria”) dé sus frutos y puedan contemplarse los resultados donde deberían verse desde hace mucho: en las paredes de los museos.

sábado, 20 de marzo de 2021

ES NECESARIO (O NO) QUE TODO CAMBIE

 

Sábado 13:

ACORDES COTIDIANOS

 

   Así pensé llamar a este blog cuando empecé a soñarlo, cuando Pablo me animó a ello, cuando me rescató del pozo en que consentí me metieran un poeta huero y algunos otros ingratos, falaces, déspotas, arribistas y otras especies (guiño a mi adorada Carmen Posadas), esos que sólo buscan vasallos complacientes, esos que no reconocen méritos (ni los tienen -la mayoría, al menos-), los que hacen favores o así te los recuerdan para poder cobrárselos más pronto que tarde. El caso es que el periodista seguía aquí, es algo que nunca se deja de ser si lo llevas en las venas y el corazón (aunque tantos que pueden ser llamados así dejan de serlo a diario, sobre todo en los despachos, aunque otros se atribuyan un oficio al que nunca podrán pertenecer -no por estudios, sino por vocación, por alma de la que carecen-), ¿por qué no buscar un rincón (o una trinchera, el símil bélico no es nada exagerado en este mundillo, más aún si nos ceñimos a Internet, no digamos a las redes sociales) en el que dar rienda suelta a mis inquietudes? Un espacio en el que ser (o seguir siendo) yo mismo, sin perder de vista el cariz, el marchamo, el instinto periodístico (procurándolo al menos). Y quise homenajear a mi poeta de cabecera, don Mario Benedetti, pero la frase ya había sido escogida, no podía repetir nombre, dando vueltas a diferentes opciones encontré/regresé a uno de mis lugares favoritos, el ángulo oscuro de mi alma, el repliegue del corazón en que me he cobijado desde niño, mi soledad buscada/deseada/conseguida, un refugio iluminado por las historias creadas/vividas por otros, por aquellas que voy haciendo mías, por los libros que han alimentado, alimentan y alimentarán mi pasión más primigenia y definitoria.

 

   Era lo que tocaba (nunca mejor dicho): si quería que los acordes sonasen, nada como transformarme en arpa, me sentía olvidado, arrinconado, apartado (por no decir extirpado o anulado, así me hirió lo sucedido), pero aquellos que lo propiciaron/llevaron a cabo no merecían mis lágrimas, mi dolor, mi parálisis, mi dejación de funciones, mi impotencia, nada como devolverles melodías muy sonoras, nada como dar la cara, nada como soltar lastre, nada como continuar. Así fue cobrando vida este blog, así me fui fundiendo con el instrumento inmortalizado por Bécquer, así fui reajustando piezas, eliminando las obsoletas, las dañadas y dañinas, incorporando nuevas, así encontrando a aquel que empecé a ser hace mucho tiempo, aquel que soy desde antes de tener auténtica conciencia de ello, aquel lector voraz que dialoga con los libros, que se sumerge en ellos, que se deja arrastrar por lo que encuentra/vive en sus páginas, que vive por y para ellos, que los ama sin fisuras ni extenuación, aquel alimentado desde niño por gentes que nunca dejan de abrigarme el corazón (y de los que sigo hablando en presente), aquel formado por maestros de vida (también de oficio), aquel que renueva su entusiasmo con camaradas indispensables envenenados igualmente por este bendito veneno, por esta locura libresca, aquel consentido por quien más combustible literario y humano me inyecta en cada jornada, por quien me alienta para leer, escribir, vivir y amar.

 

   Sobre todos ellos, libros y personas, en gran parte para darles las gracias, empecé a escribir recientemente, empecé a reordenar recuerdos, a trenzar mi biografía de lector (autobiografía es más preciso, la tía Agatha me inspira una vez más), proyecto que va avanzando muy lentamente, en parte porque así he sido siempre a pesar de lo que gozo aporreando el teclado (y antes emborronando hojas), también por algunos trabajillos que, por fortuna, van saliendo, en parte porque (bien lo saben y padecen los leales) me tomo mi tiempo en cada texto, dejo que la verborragia fluya sin tregua, me involucro hasta las trancas, tiendo de un modo u otro a la confesión general (como diría mi admirada y queridísima María Fernanda D´Ocón), no sé (ni quiero) hacerlo de otra manera. Pero no puedo prescindir del arpa, soy yo mismo, necesito que siga sonando, he de encontrar el modo, creo que tengo la solución pero aún es pronto para contarlo.

 

Domingo 14:

 

DURA JUSTICIA… ¿PERO ES JUSTICIA?




 

   Por el momento, puedo ir terminando el texto que empecé hace unos días e interrumpí por atender otras cosas, el texto que casi hago arrancar en el último párrafo del que dediqué recientemente a Los ausentes, la novela de Juana Cortés Amunarriz, no en vano existen algunos puntos en común entre aquella lectura y esta, en ambas se plantean espinosos interrogantes morales con la contundencia del mejor thriller (el que es digno de tal nombre, no tanto sucedáneo o ni siquiera que se promociona con excesiva -y equívoca, por no decir otra cosa- fanfarria), aunque su desarrollo e incluso naturaleza más profunda sea muy distinta (y eso que sale ganando el lector porque no se invalidan entre sí, porque no son lo mismo, porque cada una es una vibrante novela que se defiende por sí sola, pero leídas de manera casi consecutiva -como me ha sucedido- establecen un apasionante, encendido y enriquecedor diálogo que se hace extensivo a quien navega por sus páginas).

 

   Sin embargo, en primer lugar, me contuve para no ahondar más en aquello que, aunque su conocimiento no rebaje la sorpresa ni el impacto, prefiero sea descubierto por cada cual cuando se sumerja en Los ausentes (o que, al menos, no lo sepa por mí), recomendación en la que vuelvo a insistir (lo demás lo tienen en la entrada del blog que pueden encontrar debajo de esta); por otro lado, es de ley, es de justicia (términos que escojo con toda la intención), es lo suyo que El buen padre, la esperadísima y magnífica segunda novela de Santiago Díaz que ha publicado recientemente Reservoir Books, tenga su momento digamos en exclusiva en este ángulo oscuro del salón, haga su aparición con todos los honores, se apodere con todo derecho (aplíquese lo señalado en el paréntesis anterior) del foco de atención, la misma que absorbe a quien se adentra en su lectura y, literalmente, no puede soltarla hasta llegar al final entre taquicardias de deleite y emoción, también de angustia, no se puede negar, tal es la identificación o rechazo (implicación en todo caso) que experimentamos con respecto a los personajes, ambivalencia sobre la que el autor construye su obra y que maneja con absoluta maestría para conseguir, por encima de todo, entretener, arrebatar, hacer olvidar la hora, el lugar y la vida en que uno andaba hasta que se cruza en su camino este thriller irresistible.

 

   El experimentado guionista que es Santiago Díaz utiliza los mejores recursos de esa profesión (él mismo la considera “una especie de curso de guion”) para construir una novela que, aunque tenga la velocidad, el brío, la potencia de sus libretos, incluso la fácil traslación a imágenes de lo que se lee (describe hechos y personalidades, acciones y reflexiones con habilidad, con precisión, con viveza, con plasticidad), no cae en ninguno de los vicios (por no decir trucos, por no decir trampas, por no decir algo aún peor y demasiado recurrente) de los que adolecen tantos títulos publicados (e incluso prestigiados), algunos promocionados precisamente como “cinematográficos” (teniendo que dar la razón en este aspecto al maestro Scorsese cuando se lamenta de lo que se ha devaluado el concepto, el arte de narrar en/con imágenes). Santiago Díaz consigue plenamente su objetivo de “un equilibrio entre una premisa que se mantiene y unos personajes trabajados”, nos mete en la mente de sus personajes, nos hace sufrir con ellos, los utiliza como espejo en el que interrogarnos, maneja la intriga psicológica con absoluta maestría, se mueve con plena soltura en las aguas turbias y pantanosas de las ambigüedades morales, de las contradicciones éticas en que incurrimos o podemos incurrir, a veces sin ser conscientes de ello, de lo maleable e inconsistente (por no decir corrompible) que es nuestra escala de valores.

 

   Si el personaje que sirve para dar título a la  novela es todo un hallazgo, nos lleva a cuestionarnos nuestras certezas (o las que tenemos por tales) más arraigadas, nos hace utilizar otro prisma (o varios) para mirarnos y mirar/juzgar a los demás, la creación de la protagonista, Indira Ramos, hay que celebrarla con algarabía, no sólo porque se anuncie su continuidad (queda mucha tela que rascar), sino por lo que aporta al género, por la revolución que supone, por un alma atormentada y sufriente alejada de los clichés (“Quería que se enfrentase a un enemigo que la aislase del mundo y nada mejor que un enemigo invisible para conseguirlo”), por el modo en que a través de ella se aborda el TOC, trastorno tantas veces utilizado como sinónimo de manía risible con la que ridiculizar a alguien, enfermedad terrible para quien la padece, para su entorno, reflejo en este caso (y en muchos) de un trauma espantoso, de una escena que, a pesar de lo angustiosa, Santiago Díaz narra de forma inolvidable y digna de encomio (y que, sin destripar nada -basta decir que me refiero a cierta zambullida en una piscina-, coloco al lado de uno de mis momentos favoritos de la novela que, ya lo conté en su día, cambió todo para aquel lector de doce años: Los renglones torcidos de Dios). En realidad, cada página de esta adictiva novela, el tempo medido e implacable, el juego caleidoscópico en que el lector se ve envuelto tanto en el desarrollo y ramificación de la trama como en lo fieramente humano, todo en El buen padre resulta memorable.

 

   P.D.: Los del club de lectura mantuvimos un jocoso (con él es imposible otra cosa) encuentro con Santiago Díaz que, como siempre, pueden ver completo porque mi Pepa Muñoz lo difunde en su canal de YouTube: https://www.youtube.com/watch?v=-rizBGKAQq0&t=9s).

 

Lunes 15:

 

ASÍ COMO TODO CAMBIA (O VARÍA)…

 

   El anuncio de las nominaciones al Oscar de este año casi me pilla por sorpresa, no será por no estar atento, por no esperarlo con emoción, por no llevar unos meses viendo la mayor parte de las películas que suenen como posibles candidatas, pero uno da por hecho que el acto se va a celebrar un martes (así ocurría tradicionalmente) y si no es porque Pablo me lo preguntó y volví a mirar la fecha me lo hubiese perdido. Sí, me encanta vivirlo en directo, igual que la ceremonia de entrega (cruzo los dedos, además, para que Pablo libre ese día y podamos verla juntos), es una ilusión de chaval que, por fin, pudo hacerse realidad cuando en aquel ya lejano 1988 TVE la retransmitió completa (y yo me levanté bastante antes de tener que ir a clase para ser testigo del para mí desmesurado triunfo de El último emperador). Para colmo, tampoco la hora habitual (que fue la que apareció en los medios) es la de siempre puesto que, al haberse retrasado todo, en EEUU ya han cambiado al horario de verano, resulta que la señal sólo puede seguirse por Internet (no es que se eche de menos a los que suelen retransmitir -o lo que hagan- estos eventos, pero es más sencillo verlo por televisión), vamos, un desbarajuste en toda regla, aunque consigo mi objetivo y, ahí sí se cumple la tradición, me llevo alguna decepción que otra, me cabreo con los votantes, vivo intensamente la carrera de los Oscar, hay cosas que no cambian (antes bien, se intensifican) con los años.

 

Martes 16:

 

…QUE YO CAMBIE (O ME ALTERE) NO ES EXTRAÑO

 

   No sé muy bien por qué, de repente, empecé a escribir un diario, estaba en proceso de transformación, quería alterar algunas rutinas para, como dije, dedicar el mayor tiempo posible a mi proyecto, hoy llegó la confirmación definitiva de algo que varía sensiblemente el panorama, el día a día, que me devuelve al ejercicio activo de mi profesión (y que, perdón, por el momento no quiero desvelar, lo contaré cuando sea una realidad, cuando pueda verse el fruto del trabajo), acerté en dar este nuevo rumbo al ángulo oscuro del salón que ahora va a estar muy bien iluminado, ya lo verán (nunca mejor dicho).

 

   La pulsión de escribir un diario siempre estuvo ahí, le di curso a rachas, sentí la fiebre adolescente, la última vez que mantuve uno activo fue en la época universitaria, lo escribía en segunda persona, como si alguien me hablase/reprobase, sacándome los colores, intentando comprenderme, se lo conté al maestro Luis Landero en una inolvidable conversación en la cafetería de mi antiguo instituto donde él aún daba clases, fui con mi ejemplar de Juegos de la edad tardía, me empujó (con su delicadeza habitual) a William Faulkner, me hizo regresar a Thomas Mann, me dijo que era estupendo escribir todos los días (algo que no he dejado de hacer) y aún más textos que no estaban dirigidos a nadie, que nadie más que uno mismo iba a leer (esa regla la estoy incumpliendo, perdón, pero puedes estar seguro, Luis, de que lo hago con suma honestidad, que no me reprimo, que junto palabras sin tener en cuenta que otros, los demás, los que me importan, van a tener acceso a ellas).

 

Miércoles 17:

 

UNA DE ROMANOS (Y ALGO MÁS)




 

   Ayer tuvimos otro encuentro literario (que en breve mi Pepa Muñoz subirá a su canal de YouTube, si se suscriben recibirán la notificación en el mismo momento en que eso sucede y se ahorrarán tener que estar pendientes de que yo se lo comunique), otra de esas charlas apasionadas y apasionantes entre lectores, en esta ocasión sobre una novela sorprendente que mezcla con suma audacia dos (y hasta tres) géneros, que nunca toma el camino fácil pero que respeta en fondo y forma (y en magnífica documentación) el modo en que se presenta: novela histórica de impecable factura que reconstruye una época poco conocida/tratada (finales del siglo III) y nos permite conocer una de las caras más decadente, tenebrosa y menos imaginada de lo que podría pensarse del Imperio Romano. Con Nocturnalia, publicada recientemente por Espasa, Joel Santamaría nos entrega una historia que, llámenme morboso o masoquista (y en lo que se refiere a estas lides acertarán: tengo miedo hasta de mi sombra, por eso me chifla lo terrorífico), he querido leer por las noches (pocas porque, al margen de su meritoria brevedad, de su impagable capacidad de síntesis, de su plausible concisión -sobre todo teniendo en cuenta la muchísima información que proporciona-, posee un ritmo interno implacable -con los estallidos necesarios-), no sólo porque ya el título impele a ello, lo demanda, sino porque así he experimentado con mayor virulencia (y gozo lector), he sentido y de qué modo cómo la atmósfera se iba enrareciendo, cómo el mínimo ruido, no digamos el silencio, resultaba como poco sospechoso, cómo se cernía sobre mí la amenaza del inframundo (y otras que, por supuesto, no voy a desvelar). ¡Qué gustazo!

 

Jueves 18:

 

A VECES (AÚN) LLEGAN CARTAS

 

   Hace tiempo que abrir el buzón es casi un acto reflejo, un trámite, ya no es como antes, sólo encuentras publicidad y facturas (o ni eso porque llegan vía e-mail), alguna notificación de Correos para recogerlas, estoy generalizando, sí, pero lo cierto es que poco más, salvo alguna que otra sorpresa (y no siempre agradable, las cosas como son). Por eso me he quedado ojiplático cuando hoy me he encontrado con un sobre manuscrito, con la dirección correcta (la nuestra, piso y puerta incluidos), pero sin destinatario, del mismo modo que en el remite (puesto, por cierto, en la parte delantera, en el ángulo superior izquierdo) tampoco aparecía ningún nombre. Lo primero que he hecho ha sido consultar en Google dónde estaba la calle desde la que lo enviaban por si eso me refrescaba la memoria, después le he mandado a Pablo por WhatsApp una foto por si él reconocía quién podía estar detrás del envío, como la incógnita seguía abierta, no puedo negar que con cierta aprensión, al final he abierto el sobre y me encontrado con una carta escrita en un ordenador y con un código QR con firma.

 

   Sin embargo, el remitente se identificaba, Saúl Reyes, “un vecino de Madrid”, que escribía “por la imposibilidad de visitarlo personalmente, debido a la pandemia que nos está afectando a todos”. En seguida recordé aquellas cartas escritas a máquina en las que al final se encontraba una peseta pegada con celo, aquellas misivas que cuando era niño aparecían cada cierto tiempo en el buzón y me parecían de lo más inquietantes, a las que la abuela o la tía no daban ninguna importancia y en las que se arengaba a enviar una decena similar para evitar la propagación de no sé cuántos males, para conjurar la amenaza que se haría realidad de no atenerse a las instrucciones. Esta no es de ese tipo, se limita a invitar “a la conmemoración de la muerte de Jesús”, puesto que “una vez al año, los testigos de Jehová de todas partes del mundo nos reunimos para conmemorar el aniversario de la muerte de Cristo”. El código QR proporciona detalles sobre la reunión “que cumple el mandato de Jesús” y que este año tendrá lugar vía Zoom. Mira, eso que hemos salido ganando con la pandemia, me refiero al hecho de que venga gente a tocar el timbre de la puerta y/o el portero automático (otro de esos recuerdos de la infancia y de muchos años más).

 

Viernes 19:

 

A LAS HORAS PRECISAS, RENACERÉ




 

   Preparo una foto que en estos días subiré a Instagram, la voy a utilizar para ilustrar mi comentario sobre el encuentro que mantuvimos ayer (suscríbanse al canal de YouTube de mi Pepa Muñoz, a su/nuestra Locura de Libros y recibirán la notificación en cuanto pueda verse el vídeo: https://www.youtube.com/channel/UC8e6pWCMrca5GDKsvDM1-Ww), no es nada especial, no soy tan artístico como mis compañeros, siempre he sido torpe en las manualidades, pero como la novela se titula Con esto y un bizcocho, he comprado uno (con la intención de tomarlo en los desayunos, no sólo por la obviedad) y lo he colocado junto al libro que acaba de publicar Maeva, recuperando la ópera prima de Amara Castro Cid (la misma editorial publicó en octubre su segunda obra, El tiempo suficiente).

 

   Se trata de una novela acogedora, familiar, rebosante de humanidad, de camaradería, de apoyos sinceros, de sentimientos nobles, reales y puestos en práctica día a día, una novela que, sin estridencias ni dramatismos, invita a reflexionar, a querer y querernos, a levantar el vuelo las veces que haga falta, a no sentirnos débiles por necesitar ayuda, empuje, cariño. Amara sabe tocarnos el corazón con la sensibilidad justa, sin forzar la maquinaria, con una ternura a flor de piel que debería presidir nuestras relaciones, todas, de las más íntimas a las episódicas. Y, además, pone a Raphael como banda sonora, qué más se puede pedir, su protagonista, Mariana, aunque no la cite, hace suya aquella gran canción que compusiera el inmenso Alberto Cortez para el de Linares, Ave fénix, casi como me siento yo y en breve compartiré con ustedes, faltaría más, en realidad siendo el mismo, el de (casi) siempre, el que Pablo rescató de las cenizas para que el arpa comenzase a sonar, con letra de Raphael se lo digo, “a pesar de las dudas y mi eterna locura, yo sigo siendo aquel”.

martes, 2 de marzo de 2021

MATERIAL SENSIBLE

 





   Las palabras en sí mismas son, la mayoría de las veces, inocentes, una mera convención, sólo buscan designar/identificar algo, ni las cuestionamos ni las analizamos, podría decirse que recurrimos a ellas por hábito, así las aprendimos, así nos han llegado y así las utilizamos; más allá de las que tienen de partida un significado negativo de mayor o menor calado (son lo que son), el idioma nos ofrece infinitas posibilidades (cuando no existe un término idóneo o preciso lo inventa, se adecúa a las novedades, al transcurrir, a la evolución -y a la  involución-), pone a nuestro alcance todos los términos posibles (y alguno imposible) para describir, definir, calificar, descalificar, alabar, denostar. Como digo, las palabras son inocentes en cuanto herramientas de comunicación (al menos así es como las contemplo hablando en términos generales), pero el uso que se hace de ellas, el tono con que se emplean, el contexto que las rodea, el matiz, la intención que se imprime al pronunciarlas, el (ahora que se emplea tanto el término) escenario en que se utilizan (a veces el desconocimiento, otras un error, también una inspiración brillante), alguno de estos factores o varios de ellos combinados las manipula, las emponzoña, las altera, incluso les da completamente la vuelta llegando a significar lo opuesto que en su origen, aquello por/para lo que nacieron. Por lo tanto, la perversión de que tantas veces se les acusa está en quien se las apropia, las malea, contamina, mancilla, pisotea, les hace perder su neutralidad o su polisemia, empobreciendo aún más nuestra deteriorada lengua, ideologizando todo de un modo u otro, imposibilitando que la carretera tenga más de una dirección, no digamos nada de bifurcaciones o ramificaciones. Eso es algo que, por ejemplo, viene pasando con la palabra “revisar” y algunos de sus derivados, el revisionismo puede ser (y en muchas ocasiones lo es) necesario pero siempre que se haga bajo unos parámetros éticos, metódicos, estudiando nuevos documentos, analizando nuevas informaciones, escuchando/dejando hablar a quienes fueron actores o testigos de los hechos, no tergiversando, manipulando, mintiendo, volviendo a mentir, reinterpretando a gusto del consumidor; al fin y al cabo, la primera acepción de la palabra en el DLE dice que “revisar” es “ver con atención y cuidado”, y ese es el modo en que debería afrontarse una tarea que, hecha así, no precisaría tantas veces aplicar la segunda, o sea, “someter algo a nuevo examen para corregirlo, enmendarlo o repararlo” (porque, más allá de intencionalidades arteras, hay demasiadas historias/realidades que precisan de esa labor de poda/puesta en limpio).

 

   Puesto que tantos relatos (recurriendo de nuevo a uno de esos términos de los que tanto se abusa, pero que me parece muy apropiado si lo tomamos en toda su amplitud, en su variada gama de posibilidades) se han hecho incompletos, titubeantes, de modo precipitado, prisioneros del miedo y el dolor, en caliente, o, directamente, no se han hecho o se han silenciado, se ha optado por ignorarlos, por darlos por finiquitados, se impone una revisión que cuente y nos cuente (o así lo procure) la historia como sucedió, como quedó registrada, dando voz a los que en su momento no la tuvieron, contrastando, investigando, atendiendo a todas las caras del poliedro que inevitablemente es cualquier suceso de mayor o menor extensión en el tiempo (como aprendimos en las primeras clases en la facultad gracias al llorado e inolvidable maestro Bernardino M. Hernando). Y da igual si nos duele, en realidad se trata de eso, entiéndaseme lo que quiero decir: hay que reparar la tragedia todo lo posible y, aunque su recuerdo (el que ninguna víctima necesita que le aviven: está siempre ahí) incomode o algo peor, el único medio a nuestro alcance es interesarnos por ella, escuchar a quienes la vivieron/sobrevivieron, compartirla (a veces de nuevo), conocerla, no es reabrir heridas, todo lo contrario, es permitirlas que sangren y comprender que nunca van a dejar de hacerlo por más que nos acostumbremos a vivir con un flujo cuyo caudal (¡Ojalá!) ha de ir menguando de manera natural con el paso del tiempo (para eso hay que haberlo dejado derramarse primero). En esa tarea que aún tenemos a medias andamos inmersos en lo que se refiere al terrorismo de ETA, no es algo a lo que pueda ponerse fin de forma tan rápida e insensible como algunos pretenden, no se pueden diluir sus estragos, la sangre derramada, los cadáveres reventados, los años de plomo (que de un modo u otro fueron todos) en aras de una falsa concordia y mucho menos de “un buen final que es lo que importa” o frasecitas similares que, a la larga y a la corta, son tan letales como lo sufrido, hablan a las claras de la connivencia de tantos, es otro modo de ejercer terrorismo o, cuando menos, de (ahí sí) reavivar sus efectos destructivos, su violencia inmisericorde, su capacidad para generar dolor.

 

   La mejor baza de Los ausentes, novela de Juana Cortés Amunarriz publicada en enero por Espasa, es entrar de lleno en el tema integrándolo en una absorbente, frenética y espléndida trama de thriller, abordarlo desde el punto de vista social y humano, como lacra real con la que tantos se vieron obligados a convivir/malvivir mucho tiempo, poner el foco en aquellas víctimas que o bien se olvidan (se olvidaban ya en su momento) o se difuminan bajo la para mí muy perversa consideración (¡Qué poca ídem!) de “daños colaterales” a los que no se atiende ni mucho menos auxilia, que no se previenen, que se llegan a dar por necesarios (por todas las partes) en aras de una resolución, del anhelado punto final. Hace algo más de un mes tuve el inmenso placer (como lo es cualquier iniciativa encabezada por mi Pepa Muñoz) de participar en el encuentro que los del club de lectura mantuvimos con la autora (pueden visionarlo en el siguiente link: https://www.youtube.com/watch?v=nNFmXiCXAQk&t=11s), tal vez uno de los más encendidos (en el sentido positivo) que hemos celebrado porque, indudablemente, Los ausentes escarba en la llaga, te enfrenta a tus peores pesadillas, te lleva a cuestionar los principios más sólidos y arraigados que podías tener, te hace temblar en sus diferentes facetas, es una magnífica exploración del miedo y el dolor y de las reacciones que ambos pueden provocar. Como es patrimonio de las grandes novelas negras/de misterio, la obra de Juana Cortés Amunarriz plantea preguntas complejas/íntimas de difícil respuesta, horada en los sentimientos más puros y honestos, nos pone frente al espejo de nuestras entrañas, nos hace dudar de nosotros mismos, de hasta dónde seríamos capaces de llegar, de lo que nos atreveríamos a hacer por proteger a las gentes que queremos. Además, como valor añadido que la distingue y dota de músculo narrativo y social/personal propio, la novela transcurre en Irún y arranca el miércoles 7 de noviembre de 2007, unos meses después de que ETA anunciase oficialmente el final de la tregua decretada en marzo de 2006, lo que dota a la narración de una atmósfera, de unos personajes, de una realidad inmersa en el terror, sometida al mismo, abatida y al mismo tiempo muy cansada de sufrir, de llorar, de temer, de sumar víctimas.

 

   Al comenzar la charla, Juana nos contó que el origen de Los ausentes se remonta a un relato de 2009, La mujer partida, donde ya planteaba la idea central, el corazón (dicho sea en su sentido más amplio) de la novela, “cómo gente pacífica puede saltarse sus propios límites cuando se la lleva al límite”, algo que, de un modo u otro, han explorado otros thrillers, se trata de poner en primero término ese factor humano que dota al género de vida, esa vuelta de tuerca al imprescindible “¿quién lo hizo?”, un terreno en el que Patricia Highsmith sigue siendo la maestra, anegando e incluso abandonando a sus personajes (y a los lectores) en terrenos muy pantanosos, en ambigüedades morales de las que no nos creíamos capaces, en decisiones que se nos presentan como instintivas y dinamitan nuestra (tal vez sólo aparente) fortaleza ética. Como se señaló, el máximo acierto de Los ausentes es que la autora jamás olvida que está escribiendo un thriller, maneja con soltura, osadía y vigor los resortes del género, lo mantiene siempre en primer término, construye una maquinaria infernal (en todos los aspectos) en la que cada página descuenta tiempo, no concede descanso en el aspecto más básico (que, lamentablemente, tantas veces olvidan muchos de los considerados grandes nombres atendiendo tan sólo al número de ejemplares vendidos) y regocijante para el lector (a pesar del sudor frío en la espalda, de los temblores, de la boca seca, del corazón desbocado): el dicho de un modo coloquial rompecabezas a resolver. Pero donde la autora encuentra su personalidad, su propia voz, donde se nos clava hasta lo más profundo, donde nos hace estremecer y acongojar (y, si no soltar, al menos asomar alguna lágrima) es en el retrato y relato descarnado que hace de las zozobrantes, mutiladas y llevadas al límite emociones de aquellos que sufren la barbarie terrorista, porque consiente que sus personajes las expresen, porque las refleja con delicadeza y al mismo tiempo con contundencia, porque no las finge o imita, porque las toma de nosotros mismos, porque las ha hecho vivir un proceso que no les ha quitado ni un ápice de verdad (todo lo contrario): “Pasé del dolor a la contención y de la contención a la literatura”.

 

   En estos tiempos en que tanto se ha abusado del término “equidistante”, en que tanto se ha utilizado como sinónimo de “cobardía” cuando no de “complicidad”, ahora que las redes sociales (sus usuarios) parecen imposibilitar la mesura, el sincretismo, la ecuanimidad, el diálogo, cuando se ignora la amplia gama de grises, cuando se polariza hasta lo más trivial, cuando no se buscan matices, una novela como Los ausentes es muy de agradecer y celebrar porque no pretende imponer respuestas, no sentencia ni proclama, porque toma partido sin decirlo (sé que habrá quien no lo vea así, pero son los mismos -o parecidos- que aquellos miraron el dedo en lugar de la luna cuando se estrenó Días contados -lo de leer la novela de Juan Madrid en que se inspiraba como que no, igual que ahora, que siempre, se conforman con un titular, con una frase, con un esquema, con una reinterpretación torticera y a sabiendas mendaz-), porque da al lector margen de maniobra, porque saca a la luz a muchas víctimas a las que se niega semejante condición, en parte porque ni nos fijamos en ellas, porque en mi ánimo resonó durante la lectura aquella frase de La mamma de Mario Puzo que llevo grabada desde mi adolescencia: “Los hijos pagan los pecados de los padres”. Y, por supuesto, no me siento concernido ni mínimamente conmovido por el dolor de quien lo siembra, de quien asesina, de quien ejecuta, ¿eso incluye a quien busca resarcirse, a quien actúa de manera claramente inhumana pero lo que pretende es recuperar a la persona amada? ¿Hay fines que justifican medios? ¿Alguien se ha parado a pensar en las familias, en los hijos de los criminales o de los cómplices de estos, en aquellos que no saben, no han escogido, pero sufren las consecuencias de los actos de sus mayores? Ojalá estos y otros estremecedores interrogantes fuesen sólo el argumento de novelas (es decir, naciesen dentro de una ficción) tan poderosas y explosivas (dicho en el mejor sentido literario) como Los ausentes.