lunes, 26 de octubre de 2020

«¿DÓNDE ANDARÁN MI CASA Y SU LUGAR?»


 

   Es uno de los momentos más estremecedores y desoladores que guardo en mi memoria, en realidad no ocurrió hace tanto (en unos días se cumplirán seis años), pero trae ecos tenebrosos de la infancia, terrores y dolores que no se han acallado, negruras que aún me inundan, sensaciones que no he superado del todo y en las que vuelvo a quedar atrapado, latigazos crueles que yo mismo me inflijo con un cierto sadismo autodestructivo, recuerdos que mantengo vívidos y en los que a veces me refocilo no tengo muy claro con qué intención, enfrentarlos me provoca un alivio momentáneo, pero su martilleo permanece, cargado de reproches hacia otros y hacia mí mismo (y estos son los que tienen las puntas más afiladas). El 1 de noviembre de 2014 mi padre fue ingresado en lo que, durante unos días, parecía una recaída, un empeoramiento momentáneo provocado por la quimioterapia que había empezado a recibir en septiembre, estuvo más o menos bien (consciente, hablaba, entendía todo, leía el periódico, incluso caminaba algo a pesar de su delgadez y debilidad, a pesar de precisar ayuda/apoyo para mantenerse erguido, de parecer a punto de ser fagocitado por el colchón) hasta que, una vez pasó a planta (estuvo en la UCI cuatro días porque en la planta de oncología no había camas disponibles), su deterioro fue veloz, se consumió en horas, no pudimos hacer otra cosa más que asistir impotentes a su muerte, acompañándole en su largo delirio agónico. El caso es que, al pasar aquellas primeras jornadas en la UCI, las visitas estaban muy restringidas y yo no fui a verle hasta la tarde del día 2, teniendo que recoger el pase en la casa familiar y, así, acompañar a mi madre. Cuando salí del metro en mi antiguo barrio la oscuridad ya era total (y eso que debían ser poco más de las seis y media de la tarde, pero ya habíamos cumplido con el ritual del cambio de hora -al igual que el pasado fin de semana-), llovía (siendo honesto, creo que en ese momento no lo hacía), el suelo estaba empapado, soplaba un viento que se me antojó huracán desapacible, se sentía un frío que aumentaba el que yo tenía en corazón y alma, parecía un domingo de los de antes, había muchos comercios cerrados, las farolas de las calles pequeñas y estrechas (como la que fue mía, la que lo será siempre) iluminaban de un modo mortecino por no decir tétrico, en una de las más cortas antes de acceder a aquella en que aún viven mi madre, mi hermano y la tía Carmen encontré a un crío de poco más de diez años que jugaba con una peonza, que la arrojaba contra el suelo con la rabia que convocan la soledad, el aburrimiento, el rencor, qué fácil me fue identificarme con él y dejarme abducir por el agujero negro de tantos domingos amargos, desilusionantes, ominosos, crueles que me contrariaron, arañaron, pesaron y pesan.

 

   Ha sido por ese lado (de los varios posibles) por donde más me he sentido concernido, por donde más me ha hecho vibrar la muy emocionante Al atardecer, novela de Hwang Sok-yong que, con traducción de Laura Hernández Ramos y Lee Eun Kim, publicó Alianza Editorial el pasado mes de junio. Porque, al margen de lo evocado (de lo que tengo presente casi cada día) en el párrafo anterior, regresar al barrio de tantos años (lo que sucede como poco una vez a la semana -y cruzando los dedos para que la situación actual no lo complique/impida-) supone asistir a su continua degradación, a la continuada desaparición de gentes y lugares, a las ruinas de lo que fui y lo que hice: por más que la sigamos llamando así (forma parte de la finca en que viví), hace mucho que la tienda de Gonzalo ya no es tal cosa, lo mismo sucede con el Tinte Bellas Vistas donde los viernes consultaba el TP junto a Clemente para saber qué íbamos a ver en televisión la próxima semana, qué decir de la librería y papelería de Pedro y Conchi donde tantos sueños hice realidad, tanto descubrí, tanto aprendí, tanto vibré. Queda la esencia, queda la atmósfera, queda flotando en el ambiente eso que nunca muere mientras uno lo recuerda, lo lleva grabado, pero a pesar de todo es inevitable sentirse como uno de los personajes de la novela (y, aunque como digo suceda muy a menudo, el impacto nunca mengua, tan sólo pierde intensidad -y no siempre-): “(…) volví a nuestro barrio después de mucho tiempo. No quedaba ni rastro de nuestras vidas allí. Todo había desaparecido: la tienda de pasteles de pescado de tus padres, nuestro restaurante de fideos, la fuente pública, el puesto de Jaemyeong, el cine, el paso elevado… Todo estaba tan cambiado que incluso llegué a plantearme si aquello había existido realmente. ¿Cómo podían haber pasado tan rápido cuarenta años?”. Pablo Milanés, a quien he robado la frase que da título a este texto, lo expresó a las mil maravillas en Cuánto gané, cuánto perdí (y a pesar de la nostalgia y de la sensación de orfandad -en cualquier sentido- conseguía terminar el tema con una sonrisa, con la satisfacción de lo vivido y su permanencia), de una manera u otra siempre estamos haciendo memoria (o, permítanme que añada, deberíamos), es un ejercicio conveniente sobre todo porque, por más que lo pretendamos/creamos no resulta tan sencillo olvidar y, en el momento menos pensado, una vez hay que volver a Proust, cualquier estímulo nos puede sumergir en una catarata de evocaciones, puede que placenteras, puede que gozosas, puede que reconfortantes, pero también lacerantes, no sólo por lo que son, sino por el reproche nacido de haberlas arrinconado.

 

   Algo así ha hecho Minwoo Park, el director de un gran estudio de arquitectura de Seúl, ha prosperado, ha triunfado, ha sido partícipe de la modernización de su país, ha optado por mirar al frente, por no hacer(se) preguntas, por no volver la vista atrás, por no querer ver lo a veces evidente (la sutileza con que el autor introduce la crítica política es admirable, sin perder por ello acidez, pertinencia ni firmeza), hasta que una nota recibida al terminar una conferencia le introducirá en una vorágine de recuerdos, en una revisión completa de sus esquemas, en la confrontación con las injusticias que ha podido cometer, en un replanteamiento de sí mismo: “Todo el mundo tiene un pasado duro y sufre adversidades que forman parte de una historia llena de sudor y lágrimas, pero no es algo de lo que se pueda alardear ante los demás”. Tal vez fue cobarde, tal vez fue mendaz, tal vez fue insensible, indudablemente fue débil, imperfecto, se equivocó, pero no quiso verlo de ese modo, no hizo nada por rectificar, se dejó llevar, se convenció de que era lo correcto, puso sus ambiciones por encima de sus pasiones, lo económico y el prestigio social por encima de las personas, Hwang Sok-yong da voz a un personaje que a ratos intenta justificarse/reafirmarse, pero cuyas palabras se van tiñendo con suma delicadeza de amargura, de nostalgia, rescatando del pasado afectos dormidos y hasta extirpados pero sólo en parte tal y como comprueba tras leer la nota entregada por la otra narradora de la historia, Woohee Jong, una joven directora de teatro.

 

   Dos historias en apariencia distintas y sin posibilidades de cruzarse (Woohee es simplemente la emisaria, nada tiene que ver con lo que resucita en el interior de Minwoo) van conformando un conjunto sólido que el autor teje con elegancia, una prosa delicada que, sin perder su exquisitez, adquiere fiereza cuando es necesario, se erige en conciencia, se implica y toma partido (su compromiso político le ha costado la cárcel y el exilio), de manera solapada pero indudable cuando toma la palabra Woohee, sin ambages cuando lo hace Minwoo: “Cuando era joven, no veía el mundo de manera cínica. Comprendía a los que luchaban contra lo que no era correcto, pero al mismo tiempo, gracias a mi autocontrol para convencerme de que debía aguantar, me perdonaba el no involucrarme. Con el paso del tiempo, se convirtió en una especie de resignación habitual y adquirí la costumbre de mirar a mi alrededor de forma fría e indiferente, sin mostrar mis sentimientos. Pensé que eso era madurez”. Téngase en cuenta, además, que el personaje es arquitecto, diseña el país o da cauce a lo que otros quieren, participa en la imagen que se desea transmitir, erige edificios destinados a permanecer, a perpetuar, levantados muchas veces sobre los cimientos de otros: “Hacía mucho había llegado a la conclusión de que no puedo confiar ni en la gente ni el mundo. Después de un tiempo, las ambiciones nos obligan a filtrar algunos de los valores que nos quedan; la mayoría los transformamos para que encajen con nosotros y otros los desechamos. Los pocos valores que conservamos los dejamos olvidados en el desván de la memoria como si fueran algo viejo y manido. ¿De qué están hechos los edificios? En definitiva, eso lo deciden el dinero y el poder. Ellos son quienes deciden qué recuerdos cobran forma y perduran en el tiempo”. Con un tono elegíaco, por lo que supone y por cómo afronta la remembranza, el narrador masculino va recreando su peripecia personal, muy ligada al devenir de su país, mientras que la narradora femenina incorpora lo actual (la novela se publicó en coreano en 2015), lo cotidiano, lo particular, logrando momentos de enorme compunción que se cuentan casi en off, a través de elipsis, sacudiendo aún más precisamente por el tono diríase imperturbable que mantiene, son las corrientes subterráneas las que van haciendo crecer en nuestro interior lágrimas, indignación, dolor, comprensión por unos personajes asomados al mayor abismo que podamos encontrar: el corazón de cada uno.

sábado, 24 de octubre de 2020

PERTINENTES JUEGOS DE PALABRAS

 



   Será por mi verborragia, será por, como tantas veces he reconocido y agradecido, haber crecido escuchando la radio, viendo la televisión, aprendiendo de los más grandes, el caso es que, como algo natural, ya antes de pensar en ejercer la profesión, siempre he tenido querencia por las entrevistas, por la conversación, por la oportunidad y privilegio de poder preguntar a gentes a las que admiras y respetas, a quienes te interesan/importan, a quienes tienen algo que contar; soy una ametralladora hablando, sí, no logro el sosiego, pero, al mismo tiempo, sobre todo en las lides periodísticas, soy un magnífico oyente (y así, permítanme la medalla, me lo han reconocido durante mucho tiempo los que cumplían con esa función al otro lado del micrófono). Hace mucho tiempo, cuando coincidíamos en tantas cosas, Juan Mairena me propuso hacer una serie para el periódico vecinal que dirigía inspirada en la durante mucho tiempo imprescindible entrevista que el gran Feliciano Fidalgo hacía los domingos en la última de El País, es decir, preguntas cortas, respuestas rápidas, pasando de lo lógico y/o noticioso del personaje a la frase de una canción, a un refrán, a una ironía, así nació la entrevista In fraganti de la que hablé precisamente en la segunda entrega de este blog ya que el primero en someterse a ella fue Bigas Luna, cuyo fallecimiento hubo que lamentar en ese momento. Años después recuperé la idea, un tanto retocada/mejorada (en el sentido de contar con más tiempo/espacio), para los últimos meses de Cita a las dos y Miguel Ángel Yáñez la tituló La entrevista pertinente (aunque fui desarrollando, digámoslo así, algo de impertinencia porque convertí en un clásico empezar alguna pregunta especialmente jocosa con la muletilla “sin acritud…”). Cuando el invitado era un escritor, solía recurrir a frases del libro que viniese a presentar, frases que me hubieran llamado la atención por diferentes razones y que le devolvía, a veces sin más comentario, para que partiese de ellas y contase algo más. Así, con el tiempo, ya en RNE, primero con Miguel Ángel y después con Beatriz Pécker, nació Juego de palabras.

   A la hora de plantearme una entrevista a Xacobe Pato sobre su divertidísimo Seré feliz mañana, su debut literario, la ópera prima publicada recientemente por Espasa, pensé que era hora de recuperar ese formato porque, al tratarse de un diario, de los textos que semanalmente publica en Instagram, al ser algo tan directo, personal, íntimo, cotidiano y, al mismo tiempo, tan universal, permitía como pocas obras el hecho de poder trocearla, quedarse con unas palabras, tomar esta sentencia aquí y esta allá, reaccionar como lector y que él mismo, tal y como hiciera en su momento, se pronunciase de manera espontánea sobre aquello. Por lo tanto, poco más, hoy les castigo poco; decir simplemente que Xacobe trabaja como librero en Cronopios, un lugar de Santiago de Compostela que espero poder visitar pronto, lo demás, con alguna intervención mía, lo dice/escribe él, vamos ya con la primera cita:

 

   P.- “(…) pienso que la vida es sobre todo lo que no enseñamos, lo que más nos interesaría saber de los demás y nunca sabremos, es decir, lo que pasa entre story y story”. Coincido con ello, pero no deja de resultarme curioso alguien que ha llegado aquí gracias precisamente a lo que enseña, a lo que publica en las redes, aunque no sea todo lo que hagas, desde luego…

   R.- Laura Ferrero lo menciona en el prólogo cuando habla de la teoría del iceberg de Hemingway, es decir, que todo relato debe enseñar una parte y dejar cosas por debajo. Me parece que eso se aplica a lo que hacemos en las redes sociales: por mucho que alguien se exponga, lo más importante siempre va a ir por debajo. Me gusta pensar que en este diario pasa algo de eso y, al mismo tiempo, soy lo que cuento pero también lo que no y es el lector quien puede llegar a interpretar mi estado de ánimo a partir del relato que hago no porque lo diga directamente.

   P.- Y así, tal vez de algún modo relacionado con esto, escribes en otro momento una frase que, confieso, estoy tentado de colgar en la nevera: “No soy mejor persona que Donald Trump: construiría un muro altísimo entre el mundo físico y el digital”.

   R.- Es algo que me pasa mucho porque, como trabajo de cara al público, no se trata de que tienes una red social, tienes cierto número de seguidores, cierta relevancia, pero luego estás en tu casa y te olvidas. A la librería viene gente que me dice “te sigo en Instagram”, que está muy bien, pero en Instagram sientes que estás protegido por una pantalla y la cosa cambia cara a cara: me hace cierta gracia desvirtualizar a las personas que conoces en redes, pero tiene ocurre lo contrario porque, claro, de repente eres consciente de que tu familia, si está en redes, puede ver todas las maldades que haces en Twitter, jajaja. He pensado a veces abrir una cuenta anónima para que no se mezclen los dos mundos, pero ya es tarde para eso. Llevemos los años que llevemos en ellas, con las redes sociales siempre vamos a ser conejillos de indias, seguimos siendo un tanto inconscientes en lo que a su uso se refiere.

   P.- Y, sin abandonar este asunto, afirmas algo que rubrico: “Al final, Twitter no es más que un desagüe social perfecto, una alcantarilla de opiniones chungas imprescindible”. Totalmente de acuerdo: por más que reneguemos, lo necesitamos…

   R.- Sí, sí, nos hace falta porque así las tenemos controladas en Twitter y no las vamos soltando en otros foros. Además, esto lo escribí en una época en que me salí de la red y fui consciente de que esa cadencia de ir opinando sobre lo que pasa se necesita y, si no lo pones en Twitter, se lo vas diciendo a la gente, “¿Has visto lo último del Gobierno?”, “¿Y la última película de este o aquel?”, sin importarte que nadie quiera escucharlo. Por eso está bien que exista un sitio donde podamos desahogarnos.

   P.- Twitter es la red que menos uso, pero en alguna ocasión he sentido la tentación de reciclar mi cuenta y publicar en ella todo lo que no publico en Instagram o sobre lo que no escribo en el blog, es decir, las películas que no me gustan, los libros que me aburren, pero al final me quedo como estoy que no me va mal…

   R.- Sí, es cierto que en Twitter, a diferencia de las otras redes, prima más lo que no nos gusta, vamos a quejarnos, ponemos el pantallazo de una página descontextualizada, se ridiculiza a este o a aquel, me parece que al final eso no tiene mucho recorrido…

   P.- Por eso, precisamente, centrémonos ahora en esto: “Yo creo que habría que desdramatizar las opiniones que los demás tienen sobre nosotros y sobre lo que hacemos. Y, por supuesto y por encima, habría que quitarle trascendencia a nuestras propias opiniones”.

   R.- Creo que las personas más interesantes son las que saben reírse de ellas mismas, aunque el otro día leía una entrevista de Iñaki Uriarte, que le cito bastante en el diario, donde decía que nadie se ríe realmente de sí mismo o se hace sólo hasta cierto punto. Yo intento no tomarme muy en serio y creo que lo consigo bastante. Lo que me cuesta más es lo de las opiniones de los otros, es algo más aspiracional que real: me sigue afectando, para bien o para mal, lo que dicen los demás.

   P.- Me parece que nos pasa a la mayoría: por mucho que digas o muy bien que lo lleves, al final es lo que opinan los demás sobre ti y te afecta…

   R.- También lo digo: no se trata tanto de la opinión de la gente a la que queremos porque tiene cierto sentido que nos importe como de aquella gente a lo que no queremos o ni siquiera conocemos, un comentario que te pilla así como a traspié te puede herir muchísimo. Hay gente más acostumbrada a recibir críticas y sabe hacerse un escudo, pero en general, como digo, es una aspiración más que otra cosa.

   P.- Das un consejo que me encanta y que reconozco haber dicho en la radio o haberlo escrito aquí y allá: “Si en la faja de un libro comparan al autor con algún clásico, lee directamente al clásico y eso que te ahorras”.

   P.- Nunca he entendido las fajas en que se habla de que es igual que no sé quién o el nuevo no sé cuántos, si le consideran, por ejemplo, “el nuevo Raymond Chandler”, creo que será mejor leer al original. Espero que esto no se vuelva contra mí, me coloquen una faja en que me comparen con algún autor clásico y verás lo que dejo de vender, jajaja. ¡Intentaré pedir que no lo hagan! Las cosas como son, creo que las editoriales abusan muchísimo de las comparaciones.

   P.- Es algo que me saca de quicio, te reconozco: hay quien para alabar a alguien no sabe hacer otra cosa que afirmar lo que decías, “el nuevo tal”, “la nueva cual”, o sea, como si no tuviera valor por sí mismo…

   R.- Eso es y además creo que la mayoría de las veces no se le hace ningún favor, sea a un actor, un futbolista, un escritor, lo que sea. Entiendo que puedes poner en contexto, se tocan ciertos temas, se aborda tal género, pero eso suele irse de madre y al final el halago termina siendo más una cruz que un favor.

   P.- Y dices algo que uno ha vivido en muchas ocasiones sobre todo cuando hacía radio: “De todas formas, recomendar libros es como jugar al fútbol de portero. Puedes acertar tres, cinco, diez veces, que siempre vas a ser más recordado por tus errores”. ¡Madre mía, como le recomiendes a alguien una película, un libro, una serie y no le guste!

   R.- Uso bastante Instagram para recomendar libros más que otras cosas, por supuesto lo hago en mi trabajo a diario, y tengo comprobado que si recomiendas un libro que gusta no importa mucho, “oye, me ha gustado, dame otro como este”, no te llevas ningún mérito y encima te provoca presión. Pero como falles una vez todo el rato están recordándolo “no me des uno como aquel de esa vez, que tuve que dejarlo” y se enfadan muchísimo.

   P.- Yo tuve una compañera que, a la que podía, meses y meses después del estreno, si hablábamos de cine en la redacción siempre decía: “Anda, anda, que pusiste muy bien “El perfume” y me pareció espantosa”. ¡Como si la hubiese rodado yo!

   R.- Y es aún peor cuando llegan todo indignados y te dicen que esa película es para idiotas, no saben criticarla de otro modo y te lo llaman a la cara sin cortarse, oye…

   P.- De esas hay tantas… No nos desviemos y recordemos a Borges como haces tú: “Lo que más disfruto de trabajar en una librería es poder ejercer una censura sutil pero efectiva, inclusiva y a veces hasta cruel. ¡Nunca gratuita! Lo decía Borges en una cita bien conocida: «Ordenar bibliotecas es ejercer, de un modo modesto y silencioso, el arte de la crítica». Hacerlo en una librería es la variante comercial y ruidosa”.

   R.- Los autores harían bien en llevarse bien con los libreros porque al final son los que te colocan, te ponen o no en el escaparate, te destacan, es algo que debería tenerse más en cuenta. Nunca vas a ser deshonesto porque tu trabajo es recomendar libros que puedan gustar a los clientes, pero lo otro lo hago, jajaja. Se ejerce la crítica de un modo sutil, pero muy venenoso.

   P.- “(…) cualquier cosa que busques en Internet te acaba llevando tarde o temprano al porno o a diagnosticar tu propia muerte”, yo diría que sobre todo lo segundo, ¿no?

   R.- Sí, sobre todo lo segundo y lo primero cada vez menos, jajaja. Te pones a buscar, vas pinchando y llegas a algo que pone “síntomas” o “peligro de muerte”, yo siempre acabo ahí aunque esté buscando un dato de un actor, de verdad.

   P.- Hablando de cine, esto que viene ahora lo he subrayado varias veces: “Me recordó a las películas de superhéroes modernas, en las que, con tanto traumita, ya no sabes si estás viendo “Batman” o una de Haneke”.

   R.- Cuando éramos chavales, las películas de superhéroes eran eso, sin más: solucionaban cosas a los demás no para superar sus traumas de infancia. Sí, ellos también tienen derecho a tenerlos, claro, pero hay películas que olvidan lo de salvar a la humanidad, las rutinas de los superhéroes, y yo creo que podrían compatibilizarlo: un par de días al psicólogo, pero luego en el fin de semana darle caña a eso de salvar el mundo.

   P.- Y aquí volvemos a lo de antes: reivindicas esto y te llaman tonto o, por lo menos, superficial…

   R.- Ahí también aparece el tema de “no te gusta porque no lo entiendes” y eso me repatea. Reconozco que tiendo a lo frívolo, sí, pero lo profundo también me puede interesar, no es cuestión de entenderlo o no.

   P.- Otra con la que das en el clavo: “Me causa verdadera amargura que un artículo con el que estoy de acuerdo esté mal escrito”. Aunque yo añadiría, o pondría por delante, un tuit con faltas de ortografía: por más que me parezca genial, si las hay paso…

   R.- También pasa con los tuyos, ¿no? Te das cuenta de que hay una errata, pero tiene likes y retuits y no lo quitas para no perderlos, jajaja. Entonces, recurres a lo de “ni un tuit sin errata” pero lo mantienes… Con lo de los artículos lo paso muy mal porque hay gente con la que nunca estoy de acuerdo y me encanta cómo escribe, pero que pase al revés es terrible: no puedo compartir un artículo que me parezca mal escrito porque mucho que coincida con lo que dice.

   P.- “Yo no sé en otros lados, pero en Galicia la mejor cosa que hay es las abuelas”. En otros también, ya te lo digo yo, jajaja…

   R.- Son esas dudas que tenemos todos, pero es así, jajaja. Es de esas opiniones que no caducan: así como otras las voy cambiando o adaptando, pero esto lo mantengo. Y es cierto que he conocido a abuelas madrileñas fantásticas, lo son todas, seguro, las abuelas no tienen comparación.

   P.- Son mundo y personas aparte…

   R.- Además, en mi caso me influyeron mucho en mi forma de escribir: una porque perdió la memoria y creo que por eso escribo diarios, para no perder lo vivido; la otra era muy fantasiosa, pero era muy divertida.

   P.- De su abuela sacó García Márquez Macondo…

   R.- Y yo hablo del mío en el libro: el pueblo de mi abuela.

   P.- Exacto. Con esta frase he llegado a conmoverme porque te he visto como un alma gemela: “Lo grave no es tanto actuar como un señor mayor, que ya venía pasando, como que me guste”.

   R.- Y eso aparece al principio, pero eso ha ido a más: prefiero el vermut que las copas de noche, la sobremesa que la discoteca, estoy muy metido en ese mundo ni tengo melancolía por mis veinte años, jajaja.

   P.- Hay algunas cosas que no son citas concretas, pero quiero comentar contigo: la primera, Luisito Rey.

   R.- ¡Qué malvado en la serie!

   P.- Como te llevo unos años, para mí fue conocido antes de ser “el padre de Luis Miguel”, antes de que el niño empezase a cantar…

   R.- Yo lo conocí por la serie de Netflix, claro, serie que nos marcó tanto que mi novia y yo investigamos sobre Luis Miguel, sólo escuchábamos su música y, claro, descubrimos a su padre, personaje fascinante.

   P.- Asunto Murakami, más aún con lo del Nobel tan reciente [mantuvimos la entrevista al día siguiente de su concesión]: “El hombre que todo lo hace bien, el tipo sereno, el típico majo”. Me ocurre como a ti: no le soporto.

   R.- Me sabe mal, pero soy hater, que abundan, aunque también tiene muchos fans, desde luego. Es alguien que genera odios y amores extremos, pero yo deserté.

   P.- Aquí sí vuelvo a citarte: “Todo aquel que se pare a pensarlo tendrá una opinión sobre cuál es la frase más mítica de la historia del cine. Da igual: «A Rizzo le han hecho un bombo» no será superada nunca”. ¡Y eso que no viviste el estreno, lo que fue entonces!

   R.- Claro, yo la vi en televisión de pequeño, la ponían y ponen mucho, y creo que hizo mucho en favor de los anticonceptivos, jajaja. Es una secuencia genial y flipé con esa frase. Soy muy fan de “Grease”.

   P.- Me gusta que pidas “un respetito” para Boyero, hace poco escribí sobre el asunto en Instagram: lo fácil es decir que si está gagá, que si no interesa su opinión, pero hay que analizar por qué dice lo que dice, lo que argumenta, sin olvidar que los tuits después del pase para la prensa de la película que terminó ganando la Concha de Oro y casi todo el palmarés fueron demoledores en su mayoría. Pero sólo nos quedamos con que él reconoce haberse salido de la proyección…

   R.- Hay figuras a las que resulta fácil atacar de un modo tramposo y tirarlas abajo con lo mismo de lo que critican, “qué crítica fácil”, tal y cual, vamos, lo suyo está muy elaborado, sí, jajaja. Es alguien que polariza, desde luego, pero gracias a lo que él ha escrito he visto “Mad Men” o “Los Soprano”, he leído “Suave es la noche”, uno de los libros de mi vida, por eso pido un respetito, tiene una trayectoria que le respalda.

   P.- Y, además, es honesto porque reconoce que se salió de la sala, no vende la moto, no finge haber visto lo que no, como hacen muchos en la crítica en general…

   R.- Él se moja siempre y sabes que está opinando lo que piensa, te puedes fiar, no se pliega a nada, no se corta, se la pela, jajaja…

   P.- Por último, una frase que veremos si sigues estando de acuerdo con ella: “Hoy me hicieron otra entrevista para la tele. No he aprendido a contestar sin hacer el ridículo, pero sí a no contar a nadie dónde ni cuándo sale”.

   R.- Sí, no me has sacado ninguna frase de la que me avergüence, jajaja. Y, sí, aún me pasa: nunca sé muy bien lo que digo cuando me preguntan cosas hasta que lo leo después o me veo en la tele o me escucho en la radio y no me gusta nada hacerlo, pero hago ese ejercicio por si puedo mejorar para la siguiente. Pero lo que ya no hago es avisar sin haberme visto o espero a leerla para compartirla en redes, depende de cómo me vea, jajaja. También me pasa con las fotos: si utilizan unas que no me gustan, no comparto la entrevista.

   P.- Yo creo que esta la compartirás, pero ya la leerás y me dirás…

   Y espero su respuesta, otra más, la última, también puede que la primera, según lo miremos, puesto que en la despedida me lanza un guante cómplice que recojo: dice que en otra ocasión debo decirle aquellas frases con las que no estoy de acuerdo, de las que discrepo o matizo, y me parece una idea sensacional, eso sí, puede que entonces haya que hablar de una entrevista impertinente, ya lo veremos dentro de un tiempo (eso si, tras leer esta, queda contento con lo que ha dicho -algo de lo que no puedo responsabilizarme-).

jueves, 22 de octubre de 2020

CUANDO EL RÍO AÚN NO TENÍA SU NOMBRE

 



   Lamento decepcionar a quienes esperasen algo especial/diferente, cambios más o menos notorios a en este ángulo oscuro que hoy, a pesar de no querer/ prescindir de fanfarrias, pirotecnia ni foco de luz directamente al rostro, inaugura un nuevo ciclo; en realidad, como ya se apuntó en el último escrito, es algo que sucede en mi interior, en mi ánimo, en mi modo de encarar las publicaciones, de no haberlo hecho público sólo se hubieran enterado de ello los directamente afectados (en cualquier sentido y bien que siento el negativo, el que implica daño, el que podría haber evitado), al fin y al cabo voy a seguir en las mías, a mi aire, con párrafos largos (por no decir inacabables/inagotables), compartiendo el entusiasmo lector, la experiencia de sumergirme en los libros, mi alimento, mi refugio, mi forma de vida. Mientras tanto, las piezas siguen colocándose en su sitio de manera natural: amenacé con clausurar este rincón, con ponerle punto final, algo que en realidad no quería y sin embargo estuve a punto de llevar a cabo, cuando, en esas horas un tanto cruciales en que tantas cosas pasaron por mi cabeza y corazón, vino al rescate, sin saberlo, mi cada vez más admirado no sólo por motivos literarios José Zoilo Hernández, cerrando un círculo y abriendo el siguiente, invitándome a continuar, ayudándome a atemperar la borrasca y procurar desfacer el entuerto (he empezado a releer a Cervantes y es tan fácil empaparse de su prosa). Conocí al escritor canario gracias a mi Pepa Muñoz, fue uno de los invitados del año pasado en el Certamen Internacional de Novela Histórica “Ciudad de Úbeda”, del que dimos buena cuenta por aquí (la IX edición arrancará el próximo 10 de noviembre pero, a pesar de haber recibido de nuevo la amistosa invitación del director del evento, no podré acudir y bien que lo lamento, más después de saber que él sí lo hará para presentar la novela de que hoy nos ocupamos aquí), fue uno de los escogidos para las entrevistas que tanto me gustaba mantener para el canal que Locura de Libros tiene en YouTube (y aquí pueden verla completa: https://www.youtube.com/watch?v=EWSCYd1_4kc&t=20s) y que ojalá pudiéramos retomar pronto (incluyendo abrazos, besos, manos estrechadas, rostros al aire), pero como apenas hubo tiempo para demasiadas lecturas antes del certamen me senté frente a Zoilo (permítanme que le llame así, con la familiaridad que nos concedió desde los primeros minutos) con el dosier de prensa muy estudiado, con la información que él había proporcionado (y lo que habíamos hablado) durante la presentación que tuvo lugar la tarde anterior, con el rápido vistazo que pude echar en Madrid a algunas páginas de El alano, primer volumen de su trilogía Las cenizas de Hispania, la obra que, tras ser un éxito en Amazon, publicó con todos los (merecidos) honores Ediciones B y, así, con los tres tomos bajo el brazo, llegaba a Úbeda el ya consolidado autor (por más que afirmaba sentirse extraño cuando alguien se refería a él de ese modo). Le confesé la circunstancia, nunca he fingido haber leído lo que no (otra cosa es que eso no se note durante la entrevista, ahí entra la pericia del profesional tanto en lo periodístico como en lo lector -permítanme la inmodestia-), pero le prometí que me pondría al día, a pesar de que El alano, Niebla y acero y El dux del fin del mundo, los tres títulos que conforman el tríptico, suponen un total de más de 1.700 páginas (cantidad a la que este lector no tiene miedo, el único problema es el indicado antes, es decir, un día sólo tiene veinticuatro horas y, por desgracia, no pueden dedicarse todas a leer). Hace unos meses se anunció la edición en formato de bolsillo del primer tomo, qué mejor ocasión para cumplir con la palabra dada, pero la pandemia que aún nos asola y desuela dio al traste con ello (aunque, ya saben que me gusta ser lo más honesto posible, tanto Zoilo como yo nos enteramos bastante después de que los ejemplares no habían llegado a las librerías -lo que sucederá, crucemos los dedos, durante la próxima Navidad-), entre dimes y diretes y mientras no sabía ni qué hacer conmigo mismo llegó, como decía, el mensaje salvador, el que tiró de mí, al que me así con mis entonces mermadas fuerzas, no porque me obligase a nada, sino porque supuso el aliento, el apoyo, el empujón, la bofetada que me hizo despertar y, ya lo ven, seguir aquí, volver por unos fueros que aún no había abandonado más que de boquilla (o de bocaza).

 

   Ediciones B lanzó en septiembre la muy esperada nueva novela de José Zoilo Hernández y él mismo me anunciaba que iba a pedir a la editorial que me hiciese llegar un ejemplar, no me decía más, no me pedía que escribiese sobre ella, ni siquiera que la leyese, se limitaba a decirme que quería que la tuviese y más después del chasco vivido con lo de El alano (que queda pendiente, faltaría más: tendrá su espacio aquí cuando vuelva a ser novedad); le respondí inmediatamente, poniéndome a su disposición, invitándole a que hiciera sonar alguna tonada con el arpa, reactivando lo que no llegó a pararse/morir, entendiendo que debía seguir, que lo necesitaba, organizando una entrevista telefónica que mantuvimos a principios de mes, es decir, se convirtió en el primer cómplice de este viraje de timón que, repito, lo es al modo lampedusiano, al menos en lo externo (en lo más recóndito de un servidor los cambios son muy perceptibles). Y, colmando/superando cualquier expectativa, no podía recomenzar/continuar de mejor manera puesto que El nombre de Dios confirma todos los parabienes recibidos, todas las esperanzas depositadas, supone la consolidación de una voz fresca, alejada de esquematismos, la voz de alguien que ama la Historia, que huye de lo trillado para buscar asuntos/personajes/épocas poco, mal o nada tratados tanto en los libros como, sobre todo (¡Ay, dolor!), en las aulas, sobre los que se pasa muy rápido o ni se mencionan, que se reducen a fechas, a unos cuantos datos la mayoría de las veces cargados de ideología y precisamente escogidos por/para ello, que se tergiversan, que se pintan con un maniqueísmo atroz (e incluso completamente falso, sin base histórica por muy superficial/somera que sea). En el caso de que se ocupa ahora, además, existen muchas lagunas, datos que no están confirmados, leyendas tomadas por hechos probados, los historiadores no se ponen de acuerdo (dimes y diretes que quedan perfectamente explicados en la magnífica e imprescindible nota histórica -hay que leerla, entre otras cosas por la pasión con que está escrita-), lo que alienta la curiosidad de quien siempre ha gustado de la Historia aunque decidió estudiar Biología e inspira la imaginación de quien se descubrió como novelista gracias al impulso y la fe de su mujer, la maravillosa Esther (con quien fue igualmente un placer coincidir en Úbeda), narrador de historias vocacional y natural que, estoy totalmente de acuerdo, era una pena que quedara como tal sólo para su círculo cercano.

 

   Dentro de ese batiburrillo de fechas, nombres, gestas, momentos a memorizar al menos el tiempo suficiente para aprobar el examen, hay algunos que permanecen indelebles, si bien prendidos con alfileres, descontextualizados, sin verdadero contenido, una mera enumeración, una somera descripción, el niño de entonces, el que empezó la EGB en octubre de 1976, no olvida que “los moros llegaron a la península en el 711 y empezaron la conquista tras ganar la batalla de Guadalete, derrotando al rey visigodo don Rodrigo” y para de contar porque en aquel entonces ya no era obligatorio/imprescindible saberse del tirón la lista de los reyes godos en España (por cierto, en realidad son visigodos, pero tampoco esa diferencia la explicaban convenientemente). Y ese es el punto de partida de El nombre de Dios: “La época siempre me ha gustado mucho, por poco tratada, por desconocida; siempre me ha dejado boquiabierto que en apenas diez años, tras la llegada de 10.000 bereberes, la España visigoda no existiese. Por lo tanto, quería aprender, indagar, saber algo más, pero lo que me llevó a escribir sin posible vuelta atrás fue la leyenda de la Mesa de Salomón, me di cuenta de que ahí tenía un hilo conductor y el puzle encajaba”. Y ahí comienza el trabajo del novelista, tomando partido por una de las posibilidades, por una de las corrientes historiográficas, procurando reconstruir una época con el mayor detalle posible, con verosimilitud cimentada en el rigor, con minuciosidad, pero dejando volar la imaginación, rellenando los huecos, rastreando los hechos, completando lo que aún hoy es desconocido/no se tiene claro, armando su historia, es decir, creando (y dejándonos con la boca abierta): “Es una época muy difícil por muchos aspectos y los historiadores no se ponen de acuerdo en algunos que son sustanciales. Además, hay fuentes árabes y fuentes cristianas, resulta complicado poder contrastarlas porque cada una tira para su lado y lo cuenta de una manera. Hay, por otro lado, una dificultad añadida y es que ninguna de esas fuentes es contemporánea de lo que cuentan, son fiables hasta cierto punto; lo cierto es que no planificaba redactar una nota histórica tan extensa como ha resultado, pero no quería dejar cabos sueltos en ese sentido y mostrar que hay varios caminos posibles, que tuve que elegir, algo a lo que también he aprendido escribiendo esta novela: no hay una única verdad, hay verdades interesadas, por eso quise mostrar qué opción he escogido a la hora de tejer mi ficción”. Este es un reflejo más de la pulcritud, honestidad y humildad con que Zoilo acomete su tarea, por eso priman la acción y el desarrollo de personajes (incluso de los históricos) sobre el aparataje histórico, magníficamente integrado en las descripciones, en los pensamientos, en los actos, en la trama general en la que nada es accesorio ni supone un exhibicionismo desmesurado de la erudición del autor que detiene (o abandona) el discurrir de la narración (sí, Victor Hugo lo hacía, también Tolstói, no digamos Melville en Moby Dick -clásico con el que mantengo una particular relación de amor/odio-, pero su prosa poseía un virtuosismo sublime y difícil de alcanzar que, al menos, enciende el ánimo del lector aunque, dicho un poco a las bravas, todas esas páginas aporten poco o nada a lo que -se supone al menos- se está contando).

 

   Las cenizas de Hispania, a pesar de los tres volúmenes, nació como una sola novela (“me salió un poco larga, es verdad, jajaja”); por lo tanto, José Zoilo Hernández se ha enfrentado aquí al reto de la segunda novela, ese que muchos autores confiesan más complicado e incluso ingrato que el de la primera puesto que, si se ha tenido cierta repercusión, supone escribir con las expectativas del público sobre la cabeza, uno se siente (aunque sea de un modo inconsciente) menos libre, hay una presión añadida, se es consciente de que se escribe para otros: “Aunque sea la cuarta novela, yo la siento como la segunda, ya que “Las cenizas de Hispania” es una aventura única y así la escribí: al día siguiente de terminar el primer libro empecé con el segundo y lo mismo pasó al terminar este y empezar directamente el tercero, no hubo discontinuidad. Quise cambiar y hacer algo diferente, por más que confieso que la novela escrita en primera persona es algo que me ha llamado siempre, me gusta muchísimo, pero corres el riesgo de repetir siempre el mismo personaje, aunque sea en épocas distintas. Además, ya tenía en mente esta idea y era imposible narrarla desde un único punto de vista, por lo que no me fue difícil tomar la decisión de tirar por otro camino: la historia lo pedía”. Y él cumple con creces con lo que esta necesita, manejándose/llevándonos con infinita soltura por diferentes escenarios, distintos personajes, es una obra un tanto coral en la que el lector jamás se siente perdido por el modo en que se caracteriza a los varios (y variados) protagonistas, por cómo se mantienen vivos y abiertos los frentes (nunca mejor dichos) necesarios para que se comprenda de un rápido vistazo la complejidad geográfica, política y social de la época, por la abracadabrante sencillez con que se hacen las elipsis, por contar sólo lo imprescindible y, al mismo tiempo, suministrar muchísima información, saber priorizar los datos, demostrar sin alardear las indudables horas y horas de documentación e investigación, la precisión en los detalles, en el uso de los topónimos del 711 (para cualquier duda hay un estupendo glosario al final -también de términos y de personajes donde se detalla cuáles son históricos y cuáles debidos a la fértil inventiva del autor-). Así, por ejemplo, nunca existen referencias a la conocida como batalla de Guadalete (que, hagamos hincapié en ello, es tan sólo una parte jugosa y espléndida pero si me apuran pequeña en el desarrollo de la novela) porque en ese momento no se conocía al río con tal nombre (de hecho, guada  es como se dice en árabe río, difícilmente podía utilizarse el término en el 711), que alguien lo llamase de esa manera resultaría, entre otras cosas, una falsedad innecesaria porque, además, no hay duda de a qué se refiere: “Como lector, me chirría encontrar un topónimo actual en una novela histórica, me saca de la historia. Por eso aquí, igual que en Las cenizas de Hispania, que transcurre en el siglo V, escribí “Baética” opto por escribir “Betica”, un nombre algo menos latino, soy muy puntilloso en ese aspecto. Por eso nunca hablo de Guadalete, el nombre al río se le puso posteriormente. Si la novela engancha, el lector lo va a entender, sabe de qué se habla sin necesidad de caer en el anacronismo”.

 

   Uno se detendría a comentar aquellos aspectos de algunos de los personajes principales que más le han marcado, pero eso sería anticipar demasiado, conviene irlos conociendo según el autor nos los presenta, dejar que cada uno ocupe el lugar que le corresponde, intuir algunas cosas, temer que sucedan otras, sorprenderse como el propio Zoilo que, aunque tenía las ideas muy claras (sobre todo en lo relativo a que lo que ahora conocemos como Guadalete fuese un mero episodio sobre el que construir el resto y en dónde, cómo y en qué punto poner el final), consintió en que sus criaturas tomasen las riendas (en la acción en sí y en el proceso creativo): “Cuáles son los personajes principales es algo que, en realidad, se descubre al final: hay que dejarlos evolucionar, ver dónde llegan, qué importancia adquieren en el relato y en el conjunto”. Conjunto repleto, no puede ser de otro modo, de luchas, de escaramuzas, de batallas, algo que suele agotar a quien suscribe porque se pierde entre la jerga bélica del momento, los tipos de armas, la impedimenta, las formaciones, las banderas pero que aquí resulta muy accesible porque están narradas en función de lo que los personajes sienten, de lo que la trama precisa para avanzar, sin poder dejar de destacar la viveza con que Zoilo las narra: “Lo de las batallas es algo que me ha gustado siempre y cuando investigo pongo mucha atención en cómo se usaban las armas, cómo se disponían los ejércitos, todo eso me parece algo básico. Además, creo que ayudan a que se comprenda mucho mejor lo que cuenta la novela: la brutalidad con que se acometen, el horror que suponen sirve para describir a los personajes y acercarlos más al lector”. De este modo, uno la ha vibrado como las novelas/películas de aventuras de la infancia y adolescencia, esas que aunque destilasen/dejasen un poso histórico (a veces ciertamente débil, por no decir fantasioso -o algo peor-) se vivían con la misma emoción (o más viendo a donde hemos llegado) que los protagonizadas por los superhéroes de Marvel, esas que jamás perdían de vista la diversión, el entretenimiento, la evasión (en el sentido más amplio y reivindicado de los términos), esas que plantaban semillas en nuestro interés, esas que, bien se ve aquí, a veces despertaban vocaciones: “La novela histórica no puede pretender sustituir a los libros ni a la asignatura de Historia, pero al ser más amena llega a más público y puede que se despierte la curiosidad y cada uno busque información académica para ampliar los conocimientos. Ojalá en muchos casos, sin salirse del necesario rigor, se supiera transmitirla de una manera divertida, hablar más de las vivencias y no dar una mera sucesión de datos; que gracias a lo que se enseña se comprendan mejor tanto cosas que sucedieron inmediatamente después como cosas de ahora mismo”. Aunque sea, en mi caso como en el de tantos, con muchos años de retraso, gracias a José Zoilo Hernández he (re)descubierto que no todo es como lo recordaba, que no todo es como me hicieron aprenderlo, que hay realidades que apenas se esbozaron, que muchos datos quedaron fuera, que la Historia está muy viva, que por obras como El nombre de Dios es por lo que uno aprecia y gusta de la novela que hunde sus raíces en lo sucedido hace siglos (o en lo que pudo suceder).

viernes, 16 de octubre de 2020

LA LABOR DE INQUIETAR PRÓJIMOS

 




   A pesar de tener la sensación de vivir sobre puntos suspensivos (o si se quiere -y ya saben lo dado que soy a ellos, no en vano acabo de abrir uno- entre paréntesis, una digresión que la mayoría de las veces no aclara demasiado o, por el contrario, oculta/camufla en ese aparte lo que debería ser sustancial, lo que convendría destacar, aquello por lo que merecería la pena alzar la voz), un tanto incompletos, como a medio hacer, inmersos en una eterna zozobra, sin sentirnos/vernos capaces de concretar, de rubricar, de concluir, de determinar; por más que la mayoría de las veces sintamos que tenemos asignaturas pendientes, aunque no nos las reprochemos, aunque hayamos abandonado el empeño, aunque estemos a otras cosas y ya no nos preocupe demasiado poder poner el punto final, sin esperarlo, de repente, el azaroso destino que tanto me gusta invocar actúa (tal vez le dimos un empujoncito hace tiempo, tal vez, caprichoso y juguetón -por no llamarlo injusto, cruel o algo aún peor- como es, ha esperado a pillarnos desprevenidos para hacerse notar), sin llegar a comprender del todo cómo ha sido posible o reconstruyendo a posteriori y a nuestra conveniencia (a nuestro mejor conformar) las carambolas que nos han colocado en esa posición, armando así el relato, como tanto se dice ahora. El caso es que, el día que menos se espera, las piezas empiezan a encajar de modo natural, los círculos se cierran sin esfuerzo, se coronan con suma facilidad cimas hasta entonces inalcanzables, se traspasan metas que, incluso, se ignoraban, todo cobra sentido o, mejor dicho, le encontramos un sentido (y si, como ahora me está sucediendo, coincide con algo de lo soñado, colma anhelos, pone en acción, mejor que mejor).

 

   Este es el texto que marca el final de un ciclo, al menos así lo tenía previsto aunque, en realidad y por seguir con las metáforas relacionadas con los signos de puntuación, tan sólo va a suponer un punto y seguido, si bien es cierto que variando un tanto el ánimo, las intenciones, algunos latidos. Los visitantes leales de este ángulo oscuro del salón, aquellos que tienen a bien seguir lo que publico en las redes, recordarán que hace algo menos de dos meses anuncié, de un modo precipitado y desproporcionado, mi intención de clausurar este rincón, si bien es cierto que ya en ese momento decía que podía ser que el arpa volviese a sonar al día siguiente, me arrepentía inmediatamente de la decisión, pero la gritaba para no volverme atrás puesto que sentía que así lo necesitaba, necesitaba alejarme (al menos por un tiempo -matiz importante, por eso va entre paréntesis: actuaba de manera radical sin querer serlo, no supe hacerlo mejor, ya intenté explicarlo en otro texto-) de una rigurosa disciplina que yo mismo me había impuesto, de unas obligaciones excesivas que sentía como tales por dar tratamiento profesional a lo que ha de ser otra cosa (así lo pretendí desde el principio y no debí olvidarlo), el espíritu/la intención con que nació este blog por más que fuese la llama periodística (denominarla “escritora” me sigue resultando excesivo) la que lo avivase y nunca pueda dejar de hacerlo (el oficio se lleva en el corazón, no se puede contener, mucho menos extirpar -ahí estuvo desde antes de ser consciente de ello, hasta que Luis Landero le puso nombre y me hizo tomar conciencia-). Así fue como, a las bravas y sin justificación, haciendo daño (y haciéndomelo, sé que eso no es un eximente pero me gustaría dejarlo claro porque, aunque va cicatrizando lentamente, la herida que me infligí sangra todos los días, recuerdo de mi estupidez), me marché con cajas destempladas del club de lectura de mi Pepa Muñoz, solté más lastre del debido, consideré como tal lo que no lo era, si lo hubiese hablado primero (por más que me diese miedo hacerlo) hubiese tenido su ayuda para desenrejar la madeja del mejor modo posible. Pero hay que asumir las acciones de cada uno por más que equivocadas y sus consecuencias, aprender de los errores, de los tropiezos en la misma piedra (mis arrebatos furiosos que tantas lágrimas me provocan a pesar de no evitarlos o atenuarlos), consentir que con renglones muy torcidos la historia particular parezca más o menos recta, puesto que, retomando lo que empecé a decir hace no sé cuántas líneas, en esas horas tormentosas y atormentadas en que puse el móvil en modo avión, me escondí, me insulté, me reafirmé, me di ánimos, dudé de todo, lloré como pocas veces, no pude ni quise evitar la tristeza, empecé a escuchar la melodía propicia, el arpa no podía morir, así lo estaba reclamando, ¿cómo iba a acabar si no es otra cosa que yo mismo?, se trataba y trata de dejarla sonar por placer, sin sentirme condicionado (algo que, repito, nadie me ha hecho sentir, la culpa es sólo mía por vivirlo así), a impulsos, cuando apetezca, ocupándome de lo que quiera y cuando quiera, regresando a sus orígenes (pero, y eso es algo que decidí días después cuando fui capaz de empezar a verbalizar las cosas, cuando Pepa aceptó mi mano tendida desde Instagram con un “me gusta” y un icono que me emocionaron hasta la médula, sin dejar de apoyar a mi amiga, su trabajo, sus propuestas, su actividad, eso no cuesta nada, todo lo contrario).

 

   Las piezas comenzaron a encajar porque muchas de ellas ya estaban dispersas, porque este rincón ha sido el banco de pruebas donde se ha ido fraguando lo que de pronto empezó a fluir y se abrió paso entre mi desánimo, mi dolor, mi reconcome, mi desasosiego, lo que dio un sentido a mi golpe sobre la mesa (aunque, repito, no sea disculpa), una idea/necesidad que tomó forma en pocos minutos, que se impuso y empezó a crecer, que me devolvió al teclado que no pretendía abandonar aunque así lo hubiera manifestado, una ilusión a la que aferrarme, un hilo del que tirar, un proyecto dizque literario (por más que me sonroje denominarlo así -y los que me conocen saben que no es falsa modestia-): reconstruir mi rompecabezas emocional y vital a través de los libros, de las lecturas que me han marcado, de los autores que me forjaron, de los que me siguen acompañando, de los que fueron llegando, de las personas que me ayudaron/enseñaron a vivir entre sus páginas, en definitiva, ampliar y profundizar en mucho de lo que he ido dejando asomar por aquí en las que me dio por llamar “memorias de lector” y que ahora he empezado a recopilar y redactar bajo el título Autobiografía de lector, releyendo, saldando alguna deuda, echando la vista atrás, escribiendo sin filtros, desde el corazón, desde las heridas, desde los sentimientos que siguen vivos y nunca morirán, sin duda lo hago por mí, fue lo que me brotó, pero, fundamentalmente, para dar las gracias a aquellas gentes que lo merecen, las del día a día y las de la literatura. Y, curiosamente, he sido consciente de ello justo cuando me ponía a escribir y pensaba cómo empezar, el previsto como texto de cierre de una etapa se convierte en el mejor eslabón posible con lo que va a venir, podría ser un capítulo de lo que he empezado a construir, pero no lo será por razones que quedarán expuestas y porque, aunque tire de algunos cabos ya dispuestos, por más que regrese a lugares que he visitado aquí, no voy a reproducir tal cual publicaciones del blog, piezas sueltas y autónomas aunque tengan vasos comunicantes entre sí, lo que no es óbice para reconocer que, sin saberlo (los círculos se cierran cuando ellos quieren), muchas páginas que están en curso (y algunas que de momento he dado por buenas) se gestaron en el mismo lugar en que sigo, donde siempre me he sentido resguardado y pleno, en el ángulo oscuro del salón.

 

   Tardé en leer a Unamuno y lo hice del peor modo posible: por imposición y, para colmo, teniendo que dejar a un lado un libro que me apetecía mucho más. Su San Manuel Bueno, mártir era el primer título obligatorio el año que estudié COU, la primera lectura de cara a la temida Selectividad, escogerla suponía renunciar a Pío Baroja y El árbol de la ciencia (autor, por cierto, al que también debería regresar, leer más y mejor que entonces, al igual que ahora voy a contar con don Miguel no sé bien por qué lo he desterrado desde hace demasiado y no me ha remordido la conciencia), de cada periodo a estudiar se ofrecían dos lecturas posibles y cada docente optaba por una (aunque nuestra tutora lo sometía a votación). Con la visceralidad de aquellos años (diecisiete), con los prejuicios a flor de piel, con tanto pendiente, con mil posibilidades, con el afán por demostrar vaya usted a saber qué, me negué en rotundo a que la novela corta/el relato de Unamuno fuese la elección, era el primer curso en que la religión no era una asignatura obligatoria (por más que estudiarla con Fernando, el añorado profesor del bachillerato, fuese mucho más -y muy diferente- a tener que cacarear dogmas, reproducir respuestas memorizadas del Catecismo hasta en la puntuación, dejarse alienar/catequizar y que eso constase y contase en el expediente académico), no me veía yo con ánimo para leer sobre un mártir, no me interesaba, me daba la risa, me jactaba de mi desprecio por lo que no conocía. Pero el hecho de su brevedad (todo hay que decirlo) pesó mucho a la hora de que los votos fuesen en aplastante mayoría para el texto de Unamuno, aquel que me apeó de mi endeble atalaya moral en apenas unas líneas, aquel que me dio la vuelta como un calcetín, que me reventó el cerebro, que me abdujo, que se convirtió en el auténtico descubrimiento de aquel curso junto a Entre visillos de Carmen Martín Gaite, aunque ese fue extraescolar (y aparecerá convenientemente glosado, recordado y agradecido en lo que les he avanzado anteriormente). Unamuno nos hizo reflexionar, lo discutimos, lo peleamos, lo interpretamos (y reinterpretamos), nos dio muchísimo juego, le extrajimos todo el jugo posible, dialogamos con él y sobre él, nos llevó a posiciones encontradas y extremas, le defendí con denuedo, con el (no se puede negar) fanatismo del converso, me hizo replantearme muchas cosas, me mostró otras, me convenció de aquellas, me afianzó en estas, lo vivimos con la misma intensidad y enconamiento con que fueron recibidas sus obras en el momento en que las publicaba, fuimos más allá de su biografía, puede decirse que la pusimos en práctica, la ejemplificamos antes incluso de conocerla, partiendo de que lo leído había despertado en cada uno de nosotros. Sin embargo, por esas cosas que tiene el lector omnívoro (más aún cuando se dedica a ello profesionalmente), la experiencia unamuniana se quedó ahí, tan sólo leí La tía Tula un tiempo después (la literatura española estudiada en la carrera arrancaba en 1942 con La familia de Pascual Duarte y por culpa de la infame Arizmendi fue un suplicio, generó odios sin sentido, me llevó por otros derroteros para huir en lo posible de cualquier cosa que me la recordase), la releí cuando Pablo y yo escribimos Madres de película (y volvió a dejarme con la boca abierta), pero no ha sido hasta hace unos meses cuando he regresado al lugar que no debí abandonar y sí frecuentar más.

 

   Aunque no cabe duda de que la estupenda Mientras dure la guerra de Alejandro Amenábar reavivó mi interés y mi juvenil devoción por el autor (de hecho, compré la edición de Niebla de la colección Austral poco después), fue el anuncio de la publicación por parte de Espasa del ensayo inédito de Arturo Barea titulado simplemente Unamuno lo que, sin remisión ni vuelta atrás, me hizo despertar del letargo lector y buscar tanto este pequeño y fabuloso volumen (que Pepa, una vez más, me consiguió) como el viejo Amor y pedagogía de mi madre y rescatar Niebla del montón (de uno de ellos) de libros pendientes y ponerme a la tarea. El trabajo de Barea es breve pero sustancioso, abre vías, despierta/aviva el interés, habla sin academicismos ni prejuicios, con gran conocimiento y pasión, hace un análisis preciso, heterodoxo, particular, poliédrico, muestra y demuestra esa personalidad para algunos tornadiza/traidora, en realidad enormemente humana, en constante evolución, en cambio permanente, más construyendo una (o muchas) línea de pensamiento que, recuperada ahora, siguiendo su cronología, leída dejando de lado el fervor del signo que sea, se muestra sólida, coherente y, sobre todo, con mucho que aportar, con mucho por descubrir, con mucho a lo que atender. Unamuno es un escritor/pensador/poeta/filósofo plenamente actual, sus audacias lingüísticas no han perdido frescura, mezcla géneros, los inventa y reinventa, se desdobla, participa en sus novelas, deja que sus personajes las prologuen, implica al lector, le obliga a participar, a tomar partido, a implicarse, resulta imposible permanecer al margen, él mismo lo reconoció sin tapujos en Mi religión, título de 1907, y así lo recupera Barea: “Lo más de mi labor ha sido siempre inquietar a mis prójimos, removerles el poso del corazón, angustiarlos”. El autor de La forja de un rebelde considera que la mayor ansia de Unamuno fue la de lograr “una síntesis de las dos Españas dentro de su propio espíritu torturado por conflictos”, el mismo que heredan la mayoría de sus personajes, atormentados por lo que sienten, por lo que dejan de sentir, por su propia (y dudosa) condición de entes de ficción, por lo inconcreto de su creador en el sentido de, como también señala Barea, lanzar “ataques en todas direcciones, repitiéndose a menudo, contradiciéndose, pero volviendo siempre a su posición central y estimulando siempre a los demás a seguir y desarrollar los temas que él había dado por terminados”.

 

   Una de las mayores podríamos decir revelaciones del ensayo que nos ocupa, sin duda una de sus máximas conclusiones (y, permítanme que así lo considere, uno de sus grandísimos aciertos) es la de poner el foco en la faceta poética de alguien que se ha ganado como pocos el título de intelectual, algo que al propio don Miguel le gustaba recordar/reivindicar: “-“(…) Unamuno no se equivocaba al calificarse de poeta. Era un poeta que tenía la necesidad de crear un mundo a su propia imagen y semejanza para asegurarse a sí mismo de su «yo». Desde este punto de vista, la verdadera creación poética de Unamuno es la personalidad que proyecta en todas sus obras. Su «agonía», esa incesante lucha consigo mismo y con el universo, constituye el núcleo central de cada una de sus novelas y cuentos, de sus poemas y ensayos”. Ese hálito puede decirse inasible, etéreo, ese algo que no sabemos definir (pero que algunos han sabido concretar/expresar en versos inolvidables) es el que le lleva a hablar de nivolas, esas que en el prólogo de Amor y pedagogía define como “relatos dramáticos acezantes, de realidades íntimas, entrañadas, sin bambalinas ni realismos en que suele faltar la verdadera, la eterna realidad, la realidad de la personalidad”, la niebla que le sirve para titular una de sus cimas creativas, la difusa y confusa historia (en su ánimo, en su sentir, en su corazón y su mente) de Augusto Pérez, el joven de familia acomodada licenciado en Derecho a quien hace reflexionar que “todo es fantasía y no hay más que fantasía. El hombre en cuanto habla miente, y en cuanto se habla a sí mismo, es decir, en cuanto piensa sabiendo que piensa, se miente. No hay más verdad que la vida fisiológica. La palabra, este producto social, se ha hecho para mentir”. Es el mismo personaje que llega a dudar de su propia existencia, que se ve como si fuese otro cuando contempla su reflejo en el espejo, que toma conciencia de que es “un sueño, un ente de ficción…”. Sin duda, Unamuno nos lleva al límite, lo traspasa, nos mete en la pelea, nos enmaraña, nos desasosiega, no nos da tregua, así lo practica consigo mismo: “A través de interpelaciones y repeticiones, exageraciones y contradicciones, Unamuno perseguía con apasionada y egocéntrica energía unos pocos problemas fundamentales a lo largo de esa [su] obra. La busca, y no los resultados, era lo más importante para él y para sus exasperados, sus fascinados lectores”. Así fue como un servidor polarizó sus sentimientos (sus prejuicios) incluso antes de leerle, diríase que el espíritu unamuniano me poseyó desde el principio, eso es lo que le hace tan grande, lo que Barea consigue transmitir, aquello por lo que, por encima de modas y obligaciones, no se puede/debe dejar de leer a quien tiene tanto que decir sobre nosotros (los de entonces, los de ahora, los de después): “(…) siempre es la perfecta unidad del hombre y su obra, del hombre y su vida, lo que surge con fuerza irresistible. A través de sus fracasos y sus éxitos, sus errores y actos de creación, a través de su insistencia en la duda que da vida, logró lo que quería lograr: no hay español pensante que no hay sentido, voluntaria o involuntariamente, la influencia del pensamiento aguijoneante, estimulante, irritante y humillante de Miguel de Unamuno. (…) Un pensador que enseña cómo convertir el conflicto, la contradicción y la desesperación en fuente de energía tiene algo grande que ofrecer a los hombres de nuestra época” (a los de 1952 cuando Barea firma el ensayo escrito en inglés y traducido siete años después por Emir Rodríguez Monegal y, como se ha dicho, a los de cualquier tiempo por venir).

viernes, 2 de octubre de 2020

LA VIDA DE LOS OTROS

 


   Hasta hace un par de días pensaba llamar a este texto Esta historia es una historia, título de una de las primeras canciones de Raphael que recuerdo junto a Es verdad, mi favorita de la infancia que tenía el honor de compartir con Yo soy aquel la cara A del EP editado con motivo del Festival de Eurovisión de 1966 y que es uno de los tesoros discográficos que aún se conservan en casa de la tía Carmen (y de los que no me veo capaz de desprenderme aunque me pagasen buenos dineros, el valor sentimental es incalculable, son y serán los discos del tío Miguel), donde también se encuentra el LP Le llaman Jesús! (miren qué moderno que ya entonces se merendaba la admiración de inicio, como en los SMS y el WhatsApp) donde el de Linares interpretaba la que les digo: “Esta historia es una historia / que ni yo mismo recuerdo: / él se llamaba Rosendo, / ella tenía ojos lentos”. Lo cierto es que, aunque es pegadiza por sus rimas facilonas y una melodía si se quiere básica pero bien jugada y aprovechada por Raphael para, con la facilidad de que hacía gala en aquellos años (el disco se lanzó en 1973), darle ciertas entidad y hondura, la canción no merece demasiada atención dentro de una discografía tan amplia y abundante en lo que él mismo denomina “joyas de la Corona”, pero a mí se me quedó dentro, no en vano como digo supuso una de las primeras atenciones que presté al artista, y ahora, con la lectura de la novela de que hoy quiero ocuparme, me vino a la boca y no he dejado de tararearla incluso aunque haya terminado por escoger otro título (robado a una famosa película, no voy a ocultar lo evidente) que define mucho mejor aquello que más me ha llamado la atención de La mujer de la falda violeta de Natsuko Imamura que, con traducción de Juan Francisco González Sánchez, publicó Duomo el pasado 31 de agosto (que es, por cierto, cuando hubiese debido publicar lo que ahora están leyendo, pero un error en la dirección a la que debía llegar el ejemplar esperado -habían confundido el número del portal- provocó que el paquete estuviese unas dos o tres semanas dando vueltas hasta que una coordinadora del servicio de mensajería se tomó unas cuantas molestias y logró desfacer el entuerto; cuando lo tuve en mi poder ya había empezado septiembre).

 

   La canción de Raphael resurgió de las brumas infantiles (llevaba muchos años sin escucharla) porque esa historia a la que se hace referencia es la que alguien cuenta, la que alguien ha imaginado, porque los dos protagonistas “eran vecinos de calle, / pero no, no se conocieron: / él se llamaba Rosendo, / ella ni llegó a saberlo. / Tenían un mismo rumbo / y por distintos se fueron: / esta historia es una historia / que ni yo mismo recuerdo”, en realidad el testigo no es tal, más allá de ver pasar “a distintas horas bajo de los mismos sueños al tal Rosendo y a la mujer a la que no nombra (puede que ni supiera cómo se llamaba), puesto que se limita a especular: “Pudieron haber tenido / una casa y un velero, / una canción ignorada / y dos hijos junto al fuego”. Y ese punto de vista tan particular fue lo que inmediatamente me capturó de la novela de Imamura: la narradora parece omnisciente o, mejor dicho, omnipresente, escribe en primera persona, hace pequeñas apariciones como personaje secundario, la mayoría de las veces se limita a escuchar y ver, a escudriñar, a espiar, a registrar (en todos los sentidos), a vigilar, a ser (o pretenderlo) protagonista desde una posición pasiva, asume su condición de espectadora (o eso parece porque no oculta que querría ser algo más), en ocasiones sobrevuela, uno llega a olvidarla para centrarse en la peripecia de los demás (la vida de los otros, la que se nos cuenta, la que está en primer plano) casi resulta fantasmagórica, no parece que se esté inventando nada, no se duda de sus palabras, pero es inevitable preguntarse cómo sabe tanto, cómo es posible que lo vea todo, dónde se ubica, hay momentos en que se llega a pensar que su identidad (en realidad sólo esbozada) sea la que creemos, la que damos por buena, es de ese modo cómo la propia narración en sí dota a La mujer de la falda violeta de una atmósfera misteriosa más allá de los interrogantes que la narradora se/nos plantea desde las primeras líneas.

 

   Poseedora de una prosa escueta y precisa, delicada y etérea (al modo en que nos tienen acostumbrados los escritores y los cineastas orientales), Natsuko Imamura juega con la ambigüedad, con lo ambivalente, con lo sugerente, combinándolo con una enorme claridad expositiva, no pretende confundirnos, simplemente nos zambulle en las muchas incógnitas con que tropezamos a diario, con lo más íntimo de cada uno, lo que nunca desentrañaremos/conoceremos si no es porque nos lo desvelan quienes lo viven. Al mismo tiempo, deja al descubierto (y reprueba sin necesidad de expresarlo) la permanente intromisión que suponemos en, volvemos a ello, la vida de los demás, de aquellos que no tienen por qué hacernos un hueco en la suya o, cuando menos, dejar al descubierto los aspectos más personales (o, sencillamente, lo que no se quiere compartir con nadie), con enorme elegancia pero sin titubeos ni correcciones absurdas (para eso no se escribe una novela así y punto), la autora consiente que sea su personaje quien (se) delate lo que, a todas luces, puede calificarse de acoso (aunque sea a distancia), le da cuerda para que ella sola se ahorque o, al menos, quede como lo que es, algo por cierto que la mayoría hemos sido/somos para otros -lo que, por cierto, me llevó a evocar otra canción de Raphael del LP citado: La cotilla-. Ese ojo público implacable, inquisitivo, que sospecha continuamente, que censura, que dictamina, que castiga, que tan pronto alaba como transforma los méritos en deméritos, que no quiere ser rebaño pero no perdona a quien se sale de lo pautado: “(…) si uno prestaba la atención suficiente, percibía un singular detalle diferenciador que se cernía sobre la superficie de toda aquella homogeneidad, una distintiva particularidad que separaba a la mujer del resto de las empleadas, que no era otra cosa que su auténtica y genuina motivación para estar allí. Aunque su boca se abriera y una carcajada se escapara de ella, sus ojos no reían; en el fondo de su corazón no disfrutaba de aquel ambiente. Desde algún insondable lugar de su interior se desprendía un cierto aire de pesadumbre y aflicción que contrastaba con la expresión jovial y vivaz de otras empleadas”. Los rituales como prisión, por más que celebrados en momentos de crisis (de un modo, permítanme que lo diga, absurdo y hasta estúpido: una cosa es no dejarse vencer por el pánico por ser capaz de domeñar ese impulso, salida fácil para algunos, y otra muy distinta anularse, obedecer sin preguntar, estar alienado/sometido), uno de los temas clásicos de la narrativa que nos llega de Oriente en cualquiera de sus expresiones, otro de los asuntos que late al fondo (pero con presencia) de esta fábula sutil e inteligente, de este estimulante descubrimiento que, una vez más, Duomo ha puesto a nuestro alcance.