lunes, 24 de febrero de 2014

LA CASTA QUE APORTA EL GALGO





   
   Es lógico que, con la edad, uno tienda a contar batallitas y se convierta en un trasunto del abuelo Cebolleta, historias interminables que a nadie interesan porque sólo sirven para cantar las supuestas glorias del narrador, quien normalmente exagera, inventa, maquilla, retoca los hechos o miente sin recato al no poder llevarle nadie la contraria; en mi caso, tengo la fortuna de que estos avatares despierten la curiosidad de personas muy generosas y pacientes que llegan a reclamármelas (¡Benditas sean!), aunque tengo claro que, más allá de lo que puedan decir sobre mí o de los valores de un servidor que puedan quedar al descubierto, en realidad gustan por los verdaderos protagonistas, por los otros implicados, del mismo modo que me encanta narrarlas por el orgullo, la oportunidad, la buena suerte de haberme topado con gentes admirables en su oficio, a las que he podido atisbar o conocer en su cotidianidad, en lo que son cuando no están cantando, escribiendo o actuando, a las que he podido contemplar desde butaca de orquesta, en un primerísimo plano, privilegio de la vieja profesión periodística, de la curiosidad convertida en categoría. Aunque en esta ocasión he de hablar de alguien a quien puedo y me precio de considerar amigo, porque ya son muchos los años que hace que nos tropezamos por primera vez y porque siempre sabemos por dónde anda el otro aunque pase bastante tiempo entre una comunicación y la siguiente, porque me ha tratado antes y ahora con la misma consideración, con el mismo cariño, y no como tantos que sólo te valoran por la promoción que puedes hacerles o por lo que puedan sacar de ti, de la posición que ocupes en determinado medio de comunicación (no es algo que me haya pillado de nuevas porque mi experiencia en este oficio es un grado – y también he visto pelar unas cuantas barbas a vecinos de escritorio para así escarmentar en cabeza ajena-, pero en este último tiempo he podido confirmar cómo las cosas no cambian y las ratas abandonan muy pronto un barco que piensan va a hundirse, sobre todo aquellas que te advertían sobre la fragilidad de la amistad de los demás –por cierto, esos que vaticinabas serían buitres continúan cerca y, sin embargo, tú te alejaste buscando alguien que te aportase algo, precisamente lo que tú no das-). Por lo tanto, sin que la pasión me ciegue el entendimiento, hablaremos del actor Jacobo Dicenta, mi amigo.

   La versión que Denis Rafter dirigió de No hay burlas con el amor para la Compañía Nacional de Teatro Clásico en 1998 será uno de los Calderón de la Barca que jamás podré olvidar haber visto representado: fue la confirmación, el verdadero descubrimiento de lo que podía hacer sobre las tablas una señora llamada Blanca Portillo, disfruté con el buen hacer de Antonio Vico, Fernando Conde, Carmen del Valle, José Caride y Paula Soldevila y, sobre todo, conocí a Jacobo. Como en aquella época todo era fácil porque la añorada Pura Roy se encargaba de los asuntos de prensa de la Compañía, mujer siempre jacarandosa, activa, amante del teatro (después llegó una funcionaria, María Jesús Barroso, que allí sigue sentada por mucho que los actores y la prensa se quejen las veces que haga falta de su nulidad profesional y humana), uno podía sentirse libre para abordar cada montaje como le apeteciese (¡Esos años en que todo lo que salía de aquel lugar era vibrante, te dejaba ojiplático, provocaba ovaciones cerradas e inacabables! –no sé si habrá sido contagio de la grisura de la antes mencionada, pero hay que ver lo bajo que ha caído la CNTC, da igual quien la dirija o quien venga a ponerse al frente de la función, ahí está ahora mismo en cartel esa nadería que Lluis Pasqual se ha atrevido a titular El caballero de Olmedo, pasándose a Lope de Vega por el arco del triunfo, permitiendo a Carmen Machi volver a recurrir a sus trucos más facilones y obvios-). Y fue así como, tras gozar en el patio de butacas del Teatro de la Comedia -¿Lo recuperaremos algún siglo de estos o será una de tantas obras inacabadas, uno de tantos coliseos que se deja morir?-, le dije a Pura que me apetecía entrevistar a Fernando Conde, porque me parecía que no se le estaba haciendo justicia, uno de los actores que mejor dice el verso para muchos seguía siendo “ese que se marchó de Martes y 13”, y a Jacobo Dicenta, porque el apellido estaba reverdeciendo laureles a pasos agigantados y había que celebrarlo (de hecho, antes de ver la función no sabía qué lugar ocupaba en la dinastía, fue luego cuando me enteré que era el hijo pequeño de don Manuel, aquel señor del que la profesión y el público que había tenido la fortuna de verle u oírle cantaba tantas excelencias). No creí exagerar ni un ápice cuando, con la aquiescencia y beneplácito del estupendo Fernando Conde, dije durante la entrevista que, obviamente, el apellido otorgaba una impronta, llamaba la atención, confería un prestigio, pero que Jacobo le daba más lustre, lo hacía brillar por sí mismo, era un orgullo para su estirpe: su manera de plantarse en escena, de paladear los versos de Calderón, el impresionante dúo que conformaba con la no menos valiosa Carmen del Valle, todo me hizo recordar a esos intérpretes que uno admira desde crío y que, como en el caso del gran José Bódalo o el propio Manuel Dicenta, siempre va a lamentar no haber podido disfrutar en directo. El caso es que Jacobo ha dejado pequeño mi panegírico de aquel momento porque su crecimiento como actor ha sido imparable, primando la calidad sobre la cantidad, buscando personajes y proyectos que le enriqueciesen, dejando que la sangre, los genes, su herencia, su patrimonio vital, fuesen expresándose hasta tomar cuerpo definitivo en un animal escénico que parece haber nacido para decir el verso, para hablar al modo del Siglo de Oro como si eso fuese lo que hace a diario, para entregarnos espectáculos tan mágicos y prodigiosos (no en balde elegimos estos dos adjetivos, en seguida lo explicamos), tan dignos de agradecimiento como El Buscón que ahora ofrece todos los martes en el Infanta Isabel de Madrid, al margen de ir cumpliendo con otros bolos que, por suerte, van surgiendo.

   Como tantas veces, Jacobo y un servidor nos sentamos a una mesa para hablar de teatro, es decir, para no mirar el reloj y olvidarnos de todo lo demás y aunque se supone que voy a entrevistare para el blog, en realidad estoy ahí para escuchar, para reír, para compartir un lenguaje común, una manera de enfrentarse a la vida, para convocar a nuestros ídolos, para conocer un poco más a este chaval que perdió a su padre muy pronto (apenas tenía tres años cuando don Manuel falleció) pero con cuya presencia ha vivido siempre gracias al cuidado que puso su madre en que lo conociese, en que lo respetase, en que el teatro se manifestara y fuese parte de su vida; he tenido el privilegio de conocer la casa familiar y Jacobo me ha enseñado los libretos de su padre, los guiones radiofónicos, sus libros, la vida del actor a través de las palabras que pronunció, a las que dotó de vida, incluso me hizo trabajar un poco con alguno de ellos: resulta que vino a la radio en la época en que Ángeles Martín colaboraba en el programa y representábamos cada noche algunas escenas de teatro (mi pasión y sobre todo mi osadía nunca han tenido límites) y, puesto que en el archivo de la emisora estaba la versión de Cyrano de Bergerac de su padre, preparó uno de los monólogos para darle la réplica, es decir, lo repartió entre los dos y fue un momento emocionante e inolvidable cuando las voces de padre e hijo se mezclaron en las ondas (y para que la escena se comprendiese, un servidor hubo de decir dos frases breves… ¡siendo interpelado por don Manuel! ¡Ay, Jacobo, siempre me lías! –pero qué momentazo, claro, sólo igualado porque mi Dicenta se empeñó en ser don Juan Tenorio y para ello necesitaba un don Luis Mejía, o sea, aquí yo mismo, el que estaba más a mano (aunque ensayarlo con él, rodeados por los recuerdos de su padre, va a ser para siempre una de las experiencias más increíbles que podré vivir relacionadas con el teatro)-). Aún con mis oídos, ojos, con todos los sentidos empapados e inundados por la portentosa recreación que Jacobo hace en escena del texto de Quevedo, le digo que pude imaginarme a don Manuel asintiendo orgulloso y diciendo “así se hace”, y él sonríe satisfecho y reconoce que “a veces, los genes me asombran: por mucho que haya oído a mi padre, por mucho que le haya estudiado, no comprendo cómo a veces encuentro tonos, incluso gestos según me dicen los que le conocieron, que le traen conmigo al escenario… ¡Es cierto eso de la fuerza de la sangre, sin duda!”. Para contar cómo Jacobo ha llegado a ser don Pablos, la criatura quevediana, hay que remontarse al momento en que estaba inmerso en la gira de El mágico prodigioso de Calderón de la Barca (ahí tienen los dos adjetivos de antes) y regresó a Zamora (ya la habían representado antes), hecho que coincidió con una sustitución en el reparto: “Habíamos quedado para ensayar con el nuevo actor, pero me levanté con cuarenta de fiebre, hecho un guiñapo, sin voz; no sé ni cómo llegué al Teatro Principal, me tumbé en una butaca, en realidad me dejé caer, todo lo veía como entre las brumas de la fiebre, y de repente oigo al director del teatro, Daniel Pérez, decir que viéndome ahí doliente, hecho polvo, sin energía, se le ocurre que sería un Buscón como pocos”. No era, lógicamente, un momento para reaccionar, pero la semilla ya estaba plantada y así fue cómo, años después, Daniel le envió un tratamiento de la celebérrima novela (“esa que, al leer obligados en el colegio, al no ser bien explicada, en realidad nadie ha leído hasta que lo hace de adulto, hasta que, como yo, me puse a cotejar el original con el texto de Daniel”), una versión actualizada, “en la que incluso había un botellón”, que Jacobo rechaza, “sobre todo una vez me pongo al día con Quevedo y compruebo que poco hay que enmendarle la plana”; es entonces cuando contacta con el autor y éste le confiesa que lo primero que escribió seguía la prosa original, variando sólo lo que podría ser ininteligible y recortando algunos episodios, “y entonces lo tuve claro: ¿por qué me no envías ésa y nos ponemos a la tarea?”.

   Obviamente, en un monólogo de algo más de una hora no puede condensarse la novela, pero uno de los mayores aciertos del montaje es no intentarlo; puesto que la estructura de este tipo de historias se construye a través de episodios independientes, se han seleccionado los más significativos, “los que permiten dar unas pinceladas certeras sobre el personaje, sobre la época, los que permiten que el espectáculo avance, los que tienen mejor traducción dramática, los que más parecen escritos ahora mismo”. Y es que, quitando aquí y añadiendo allá, estando mínimamente atento e informado, resulta muy sencillo para un espectador del siglo XXI empatizar con don Pablos y trasladar la crítica de aquella época a personajes de la actual, he ahí la vigencia de lo que es clásico con toda justicia; porque siempre se habla de la picaresca española, pero malentendiéndola, utilizándola para rebajar la condena que deben recibir los así considerados, nunca falta el que, en medio del debate sobre Bárcenas, los ERE andaluces, el caso Nóos, hace mención a nuestra idiosincrasia y compara a los implicados en estas tramas con Rinconete y Cortadillo, Lázaro de Tormes, el propio don Pablos y otros personajes de aquel momento, olvidando que todos ellos sólo querían comer, que agudizaban el ingenio para llevarse algo a la boca, ese es el auténtico pícaro: “El Buscón es honesto, es buena persona, sólo quiere prosperar y tener una educación, salir de la miseria, como él mismo afirma, profesar honra y virtud, que no le estigmaticen porque su padre fue ladrón y su madre alcahueta”.

   Es un placer (y un lujo) contemplar a Jacobo mientras habla de teatro, de este proyecto que tantas satisfacciones le está dando, de esta reivindicación del hecho teatral en estado puro (un actor, la palabra, caja negra –aunque en el Infanta Isabel se ha aprovechado algo de la escenografía de la función con la que comparte escenario-, los aportes musicales de Dulcinea Juárez como vehículo para recrear la época -¿Para cuándo los musicales en España estarán en manos de personas que los merezcan, los amen, estén preparados y capacitados para ello en el escenario y en los despachos? Mientras que nos siguen dando gato por león, intérpretes del calibre de Dulcinea, quien salvaba por sí sola aquel despropósito que se quiso hacer pasar por Los productores, pudiera pensarse que ven desperdiciados sus mejores años aunque a ratos puedan marcarse un Forever Young, un Buscón y lo que haya de venir-), es un orgullo sentirme parte de lo que Jacobo va desgranando, de que imite (asombrosamente) al gran José Tamayo –“al que tanto debo, sobre todo que me mandase a prepararme cuando con diecisiete años le dije a mi madre que quería ser actor”- o a Pepe Sacristán en El hombre de la Mancha –“uno de esos momentos que nunca olvidaré como espectador y como actor”-, de que desgrane recuerdos, repase su recorrido hasta el momento actual –“nunca fui niño de camerino, no tuve tiempo, perdí a mi padre con apenas tres años, pero lo fui de patio de butacas gracias a mi madre, que se empeñó y logró que supiese quién fue él, qué hizo, de dónde venía yo”-, me conceda su intimidad, su complicidad, para referirme sucesos que quedan entre nosotros, que si salen a la luz lo harán por indiscreciones de otros, me enseñe el vestuario de la función que él mismo lava en casa y prepara para la siguiente (más Juan Palomo que nunca), evoque a aquel chaval que jugaba en su casa a reproducir las funciones que veía con su madre o las que habitaban entre los libros y legajos de don Manuel, me cuente un sueño recurrente: “Llevo una temporada que, más que soñar como tantas veces y tantos compañeros, que olvido texto, que no ensayé lo suficiente, que no sé qué debo decir, me veo en escena, diciendo la letra sin problemas, pero en un momento concreto empiezo a ser consciente de que según digo una frase voy perdiendo las del final, es decir, que según avanzo llegaré a un punto en que no podré seguir porque habré perdido lo que queda… ¡Una de esas paranoias de actor, jajajaja!”. Su grandeza en escena, su concienzuda preparación, sus condiciones y facultades como intérprete son tales que, si de repente la mente se le quedara en blanco, como ya le sucedió en una ocasión en que sólo fue consciente a posteriori y porque se lo señalaron desde fuera (varió ocho versos pero los endecasílabos sonaron y rimaron como los originales), sería capaz de reinventar a Quevedo sonando como él, pareciéndose a él, siendo, como lo es cada martes en el Infanta Isabel, el Buscón don Pablos al modo en que lo soñó el grandísimo escritor (y algunos otros personajes a los que también presta voz y movimientos en un despliegue de cualidades, en un alarde de gran actor).     

sábado, 8 de febrero de 2014

NOSOTROS, LOS RENGLONES RECTOS







   No hace mucho, con motivo de algo que escribía Juan Pando, publiqué una entrada en Facebook (aunque es algo que he comentado/escrito en diferentes ocasiones) relativa a cómo hay palabras y expresiones que se vacían de contenido, que pierden su capacidad para distinguir y señalar la excelencia, por el continuado y muy desafortunado uso que se hace de las mismas; la historia venía porque Juan se preguntaba por qué se recurría con suma facilidad al calificativo de “obra maestra”, sin dejar que el tiempo actúe como juez (él es el que otorga trascendencia o sepulta en el olvido), reduciendo el lenguaje a cuatro frases hechas que, como en ese caso, dejan de significar lo que antaño para sonar a cantinela (vicio que a uno le molesta especialmente cuando sucede en algún festival de cine empeñado en encontrar cada año al nuevo maestro -¡A veces llamado así por una ópera prima!-, al nuevo pope, a la gran esperanza blanca, y en cada edición hay artículos similares en los que abundan calificativos encomiásticos que se repiten más que el ajo y que, como señalaba Pando con tanto tino, ya no son sinónimos de lo que sobresale puesto que la mayoría los recibe y terminan por ser lo habitual). El caso es que, reflexionando y mirándome la viga en el ojo, yo también he pecado en ocasiones de recurrir a una palabra que he convertido en una muletilla, a veces conscientemente como en el caso de escuchar/contemplar/leer/admirar a alguien “en reclinatorio”, otras muchas por no encontrar un término más preciso o adecuado, o también, por qué negarlo, por limitación de vocabulario; y en este examen de conciencia, caí en la cuenta de lo que me gusta repetir que “viví una epifanía” al hablar de mis sensaciones frente a determinada obra de arte cuando siendo honesto y, por así decirlo, yendo a los orígenes, aunque por fortuna siempre está uno dispuesto a seguir deslumbrándose, incorporar ídolos a su particular santuario, experimentar las veces que sea posible ese estremecimiento tan agradable de tener en las manos un libro que, de alguna manera, te cambia la vida, si a alguien le debo ser el lector que soy, sentir sin dudas que jamás iba a abandonar ese placer que me acompaña desde muy pronto, el salto de chaval que lee con fruición a adulto que lee con avidez (aunque apenas tenía doce años, pero con lo que mis ojos habían devorado había quemado etapas en poco tiempo –en ese sentido maduré muy pronto-), sí, la epifanía, la conmoción definitiva, el futuro que se manifestó ante mis ojos (o sea, lo que hacía en ese preciso momento: sostener un libro en las manos), si continúo en esta dinámica es gracias a Torcuato Luca de Tena y Los renglones torcidos de Dios.

   Ya sé que quedaría mejor diciendo que fue Cervantes (leí temprano Don Quijote de la Mancha gracias a la serie de dibujos con la que nos alegraron tantas sobremesas), Joyce, Hesse u otro autor, pero uno empezó leyendo a Enid Blyton, Gloria Fuertes, Esopo, los Grimm, vamos, lo lógico (aunque siempre te topes con ese que parece haber leído en la cuna a Calderón de la Barca, que de todo hay) y no siento que deba renegar de aquello; como ya he contado en alguna ocasión (soy muy reiterativo y cansino, lo asumo), siempre tuve querencia, fomentada por lo que era habitual en aquel momento (los Cinco, los Tres Investigadores, los Hollister, los Siete Secretos), por el misterio, la intriga, los interrogantes, así di el paso natural hacia Agatha Christie y fue por eso por lo que me llamó la atención un libro que andaba leyendo mi hermana, ya que en su contraportada anunciaba que una detective entraba en un manicomio para resolver un crimen. Cuando le pregunté a Pilar por ese volumen cuyo título fue como una llamada, me dijo que era muy interesante y que me lo pasaría cuando lo terminase porque me iba a gustar seguro, sin ser consciente de que acababa de echar a rodar por la pendiente un copo de nieve que iba a provocar un alud; puede decirse que, literalmente, fui abducido (cuando esa palabra no era de uso común) por Los renglones torcidos de Dios: no pude soltarlo hasta que me lo bebí casi de una sentada y rápidamente comprendí que, aun interesándome mucho y estando magníficamente tejida, la trama detectivesca era una mera excusa, un punto de partida para narrar otras cosas, subtramas que terminaban por ser lo importante, historias que ampliaron mi foco de interés, impulsos que me hicieron buscar libros en los que no era necesario que alguien muriese, que un tesoro no fuera encontrado, que un testamento fuese un acertijo, para hipnotizarme, emocionarme, hacerme la lectura placentera. No exagero si digo que lo leí al menos seis o siete veces en pocos años (y llevo demasiados prometiendo que lo releeré, pero sé que cumpliré con sumo gusto algún día), fue objeto de un trabajo para el instituto, lo he regalado no sé cuántas veces (una de ellas a Pablo, quien también lo devoró), lo he recomendado hasta la saciedad, me viene a los labios a las primeras de cambio, me siento muy apegado a él y agradecido a Luca de Tena por haberme llevado por esta senda tan grata del amor por las historias escritas.

   Y el caso es que su recuerdo se ha hecho muy presente durante mi lectura de Rostros en el agua, la novela con la que Janet Frame demostró que lo que muchos consideraban “locura”, el diagnóstico de esquizofrenia que se cernió sobre ella y que la llevó por diferentes instituciones mentales durante los años 50 del siglo XX al margen de ser erróneo era una prueba lacerante de cómo (práctica que tal vez haya dejado de ser común pero no ha sido desterrada y sobrevuela en muchas páginas de Los renglones torcidos de Dios –escrita veinte años después del texto de la autora neozelandesa-) la sociedad busca cauces legales para erigirse en represora, estigmatizadora, cruel con aquel al que considera diferente, al que no quiere comprender, al que no pretende tranquilizar, acoger, sanar si es que tiene una dolencia susceptible de ello (tampoco diremos que se internaba a cualquiera, aunque por desgracia se han documentado muchos casos en los que la familia se quitaba de encima lo que constituía una lacra, un estigma, y se compinchaba con médicos y abogados para declarar demente al que, dicho sin paños calientes, estorbaba). Y Janet Frame hubo de soportar un trato infame, vejatorio, represivo, a punto de sufrir una lobotomía que la hubiese transformado en poco más que un vegetal, siendo castigada con continuas sesiones de electroshock cuyo único objeto era el de adormecerla, agotarla, hundirla en un estado de continuo sopor, todo en aras de una supuesta curación que en realidad no importaba lo más mínimo a los que tenían una posición de poder en los lugares en que fue internada (su excelente trilogía autobiográfica se tradujo en una estupenda película que supuso para muchos, yo entre ellos, el descubrimiento de la maravillosa Jane Campion: Un ángel en mi mesa (1990), título del segundo volumen por el que se conoce a todo el conjunto después de la adaptación fílmica).

   En una de nuestras charlas de Facebook, Ovidio (no hace falta el apellido, ¿verdad?, los lectores habituales ya saben que es el querido escritor Ovidio Parades, el de Vivir en los cafés –si aún no lo han leído, no sé a qué esperan-), con ese alma de librero que jamás perderá porque ama el oficio y el propio objeto, nos preguntó por esos libros que echamos de menos, que nos gustaría ver reeditados, bien porque los perdimos, bien porque nos los prestaron, bien porque no pudimos leerlos en su día, bien porque no han sido traducidos; no estoy muy convencido de cuál fue mi respuesta, sé que la de Pablo fue Margaret Laurence (de quien me regaló Una burla de Dios, la novela que Paul Newman adaptó al cine en su debut como director –Raquel, Raquel (1968)-, una absoluta maravilla casi desconocida), pero en estos momentos añadiría el nombre de Janet Frame, a la que sólo ha sido posible acceder gracias a que Pablo y un servidor nos pirramos por las librerías de lance y cada cierto tiempo visitamos alguna (en Coruña es imprescindible, necesario, oxigenante, pasarse por El Baúl de los Recuerdos), explorando, escudriñando, lanzando un brazo por aquí, los ojos por allá, recorriendo estanterías sin un objetivo definido, dejándonos sorprender por lo que va apareciendo. Y lo más curioso es que la edición que Pablo encontró de Rostros en el agua es de pocos años después de su publicación en inglés (es decir, mediados de los años 60), en cartoné, a cargo de un sello generalista, título que se cayó de catálogo y hasta hoy (no haré un canto a las bonanzas del pasado, pero si uno repasa los volúmenes que ahora ocupan las listas de los más vendidos, las novedades que los puntos de venta destacan, las apuestas editoriales, es como para llorar); y es un texto al que el tiempo ha tratado como merece por sus múltiples cualidades: Frame habla de sí misma pero se distancia desde la nota explicativa con la que abre la narración, escudándose en un lenguaje descriptivo, frío por momentos, diríase ecuánime, aséptico, sin rencor, sin furia, como si estuviese escribiendo un reportaje, minando el ánimo del lector por su precisión, utilizado como un afilado bisturí que deja al aire las entrañas, las vísceras, sin caer en lo obvio, sólo quitando capas de ignorancia, desconocimiento, la cómoda anestesia mental y moral en la que vive el resto de la sociedad que se considera “normal”, dentro de los parámetros consensuados y/o tolerados, esa gente que recibe con displicencia o escándalo un libro como éste porque “esas cosas no se cuentan” o porque lo consideran una sarta de mentiras o porque dicen que es una novela (qué bien les viene esa denominación en ocasiones para afirmar que todo es imaginado –como si no fuese una mezcla-, pero cómo saltan como fieras, cómo entran al trapo que algunos les ponen delante para garantizar ventas si la novela así presentada y cuya denominación ignoran en ese momento habla de códigos, de ángeles, de apócrifos). Y es que aún hoy en día sólo aceptamos al diferente si nos sirve para hacer mofa o para vender nuestro falso talante democrático, nuestra supuesta amplitud de miras, sólo queremos al que nos resulta extravagante, excéntrico, alocado, si aplaudirle se traduce en prestigio social, en estar en la onda, concedemos al que calificamos de genio un punto de locura, pero sólo la autorizada, la valorada, con el resto, de ser posible, más de uno subiría a la cumbre del Taigeto para deshacerse de ellos; por fortuna para nuestra higiene mental (por mucho que haya quien lo encuentre contradictorio), Janet Frame sobrevivió al infierno y lo contó sin dejarse ni una coma, con una capacidad de comprensión, penetración, lucidez que dice muy poco de los que la sentenciaron, con sensibilidad, sin dar importancia a lo que cuenta, sacando los colores a todos los que, de una manera u otra, han sido y son cómplices de este tipo de comportamientos.