No hace mucho, con motivo de algo que escribía Juan Pando, publiqué una
entrada en Facebook (aunque es algo que he comentado/escrito en diferentes
ocasiones) relativa a cómo hay palabras y expresiones que se vacían de
contenido, que pierden su capacidad para distinguir y señalar la excelencia,
por el continuado y muy desafortunado uso que se hace de las mismas; la
historia venía porque Juan se preguntaba por qué se recurría con suma facilidad
al calificativo de “obra maestra”, sin dejar que el tiempo actúe como juez (él
es el que otorga trascendencia o sepulta en el olvido), reduciendo el lenguaje
a cuatro frases hechas que, como en ese caso, dejan de significar lo que antaño
para sonar a cantinela (vicio que a uno le molesta especialmente cuando sucede
en algún festival de cine empeñado en encontrar cada año al nuevo maestro -¡A
veces llamado así por una ópera prima!-, al nuevo pope, a la gran esperanza
blanca, y en cada edición hay artículos similares en los que abundan
calificativos encomiásticos que se repiten más que el ajo y que, como señalaba
Pando con tanto tino, ya no son sinónimos de lo que sobresale puesto que la
mayoría los recibe y terminan por ser lo habitual). El caso es que,
reflexionando y mirándome la viga en el ojo, yo también he pecado en ocasiones
de recurrir a una palabra que he convertido en una muletilla, a veces
conscientemente como en el caso de escuchar/contemplar/leer/admirar a alguien
“en reclinatorio”, otras muchas por no encontrar un término más preciso o
adecuado, o también, por qué negarlo, por limitación de vocabulario; y en este
examen de conciencia, caí en la cuenta de lo que me gusta repetir que “viví una
epifanía” al hablar de mis sensaciones frente a determinada obra de arte cuando
siendo honesto y, por así decirlo, yendo a los orígenes, aunque por fortuna
siempre está uno dispuesto a seguir deslumbrándose, incorporar ídolos a su
particular santuario, experimentar las veces que sea posible ese
estremecimiento tan agradable de tener en las manos un libro que, de alguna
manera, te cambia la vida, si a alguien le debo ser el lector que soy, sentir
sin dudas que jamás iba a abandonar ese placer que me acompaña desde muy
pronto, el salto de chaval que lee con fruición a adulto que lee con avidez
(aunque apenas tenía doce años, pero con lo que mis ojos habían devorado había
quemado etapas en poco tiempo –en ese sentido maduré muy pronto-), sí, la
epifanía, la conmoción definitiva, el futuro que se manifestó ante mis ojos (o
sea, lo que hacía en ese preciso momento: sostener un libro en las manos), si
continúo en esta dinámica es gracias a Torcuato Luca de Tena y Los renglones torcidos de Dios.
Ya sé que quedaría mejor diciendo que fue Cervantes (leí temprano Don Quijote de la Mancha gracias a la serie de dibujos con la que nos alegraron tantas sobremesas), Joyce, Hesse u otro autor, pero uno empezó leyendo a Enid Blyton, Gloria Fuertes, Esopo, los Grimm, vamos, lo lógico (aunque siempre te topes con ese que parece haber leído en la cuna a Calderón de la Barca, que de todo hay) y no siento que deba renegar de aquello; como ya he contado en alguna ocasión (soy muy reiterativo y cansino, lo asumo), siempre tuve querencia, fomentada por lo que era habitual en aquel momento (los Cinco, los Tres Investigadores, los Hollister, los Siete Secretos), por el misterio, la intriga, los interrogantes, así di el paso natural hacia Agatha Christie y fue por eso por lo que me llamó la atención un libro que andaba leyendo mi hermana, ya que en su contraportada anunciaba que una detective entraba en un manicomio para resolver un crimen. Cuando le pregunté a Pilar por ese volumen cuyo título fue como una llamada, me dijo que era muy interesante y que me lo pasaría cuando lo terminase porque me iba a gustar seguro, sin ser consciente de que acababa de echar a rodar por la pendiente un copo de nieve que iba a provocar un alud; puede decirse que, literalmente, fui abducido (cuando esa palabra no era de uso común) por Los renglones torcidos de Dios: no pude soltarlo hasta que me lo bebí casi de una sentada y rápidamente comprendí que, aun interesándome mucho y estando magníficamente tejida, la trama detectivesca era una mera excusa, un punto de partida para narrar otras cosas, subtramas que terminaban por ser lo importante, historias que ampliaron mi foco de interés, impulsos que me hicieron buscar libros en los que no era necesario que alguien muriese, que un tesoro no fuera encontrado, que un testamento fuese un acertijo, para hipnotizarme, emocionarme, hacerme la lectura placentera. No exagero si digo que lo leí al menos seis o siete veces en pocos años (y llevo demasiados prometiendo que lo releeré, pero sé que cumpliré con sumo gusto algún día), fue objeto de un trabajo para el instituto, lo he regalado no sé cuántas veces (una de ellas a Pablo, quien también lo devoró), lo he recomendado hasta la saciedad, me viene a los labios a las primeras de cambio, me siento muy apegado a él y agradecido a Luca de Tena por haberme llevado por esta senda tan grata del amor por las historias escritas.
Y el caso es que su recuerdo se ha hecho muy presente durante mi lectura de Rostros en el agua, la novela con la que Janet Frame demostró que lo que muchos consideraban “locura”, el diagnóstico de esquizofrenia que se cernió sobre ella y que la llevó por diferentes instituciones mentales durante los años 50 del siglo XX al margen de ser erróneo era una prueba lacerante de cómo (práctica que tal vez haya dejado de ser común pero no ha sido desterrada y sobrevuela en muchas páginas de Los renglones torcidos de Dios –escrita veinte años después del texto de la autora neozelandesa-) la sociedad busca cauces legales para erigirse en represora, estigmatizadora, cruel con aquel al que considera diferente, al que no quiere comprender, al que no pretende tranquilizar, acoger, sanar si es que tiene una dolencia susceptible de ello (tampoco diremos que se internaba a cualquiera, aunque por desgracia se han documentado muchos casos en los que la familia se quitaba de encima lo que constituía una lacra, un estigma, y se compinchaba con médicos y abogados para declarar demente al que, dicho sin paños calientes, estorbaba). Y Janet Frame hubo de soportar un trato infame, vejatorio, represivo, a punto de sufrir una lobotomía que la hubiese transformado en poco más que un vegetal, siendo castigada con continuas sesiones de electroshock cuyo único objeto era el de adormecerla, agotarla, hundirla en un estado de continuo sopor, todo en aras de una supuesta curación que en realidad no importaba lo más mínimo a los que tenían una posición de poder en los lugares en que fue internada (su excelente trilogía autobiográfica se tradujo en una estupenda película que supuso para muchos, yo entre ellos, el descubrimiento de la maravillosa Jane Campion: Un ángel en mi mesa (1990), título del segundo volumen por el que se conoce a todo el conjunto después de la adaptación fílmica).
En una de nuestras charlas de Facebook, Ovidio (no hace falta el apellido, ¿verdad?, los lectores habituales ya saben que es el querido escritor Ovidio Parades, el de Vivir en los cafés –si aún no lo han leído, no sé a qué esperan-), con ese alma de librero que jamás perderá porque ama el oficio y el propio objeto, nos preguntó por esos libros que echamos de menos, que nos gustaría ver reeditados, bien porque los perdimos, bien porque nos los prestaron, bien porque no pudimos leerlos en su día, bien porque no han sido traducidos; no estoy muy convencido de cuál fue mi respuesta, sé que la de Pablo fue Margaret Laurence (de quien me regaló Una burla de Dios, la novela que Paul Newman adaptó al cine en su debut como director –Raquel, Raquel (1968)-, una absoluta maravilla casi desconocida), pero en estos momentos añadiría el nombre de Janet Frame, a la que sólo ha sido posible acceder gracias a que Pablo y un servidor nos pirramos por las librerías de lance y cada cierto tiempo visitamos alguna (en Coruña es imprescindible, necesario, oxigenante, pasarse por El Baúl de los Recuerdos), explorando, escudriñando, lanzando un brazo por aquí, los ojos por allá, recorriendo estanterías sin un objetivo definido, dejándonos sorprender por lo que va apareciendo. Y lo más curioso es que la edición que Pablo encontró de Rostros en el agua es de pocos años después de su publicación en inglés (es decir, mediados de los años 60), en cartoné, a cargo de un sello generalista, título que se cayó de catálogo y hasta hoy (no haré un canto a las bonanzas del pasado, pero si uno repasa los volúmenes que ahora ocupan las listas de los más vendidos, las novedades que los puntos de venta destacan, las apuestas editoriales, es como para llorar); y es un texto al que el tiempo ha tratado como merece por sus múltiples cualidades: Frame habla de sí misma pero se distancia desde la nota explicativa con la que abre la narración, escudándose en un lenguaje descriptivo, frío por momentos, diríase ecuánime, aséptico, sin rencor, sin furia, como si estuviese escribiendo un reportaje, minando el ánimo del lector por su precisión, utilizado como un afilado bisturí que deja al aire las entrañas, las vísceras, sin caer en lo obvio, sólo quitando capas de ignorancia, desconocimiento, la cómoda anestesia mental y moral en la que vive el resto de la sociedad que se considera “normal”, dentro de los parámetros consensuados y/o tolerados, esa gente que recibe con displicencia o escándalo un libro como éste porque “esas cosas no se cuentan” o porque lo consideran una sarta de mentiras o porque dicen que es una novela (qué bien les viene esa denominación en ocasiones para afirmar que todo es imaginado –como si no fuese una mezcla-, pero cómo saltan como fieras, cómo entran al trapo que algunos les ponen delante para garantizar ventas si la novela así presentada y cuya denominación ignoran en ese momento habla de códigos, de ángeles, de apócrifos). Y es que aún hoy en día sólo aceptamos al diferente si nos sirve para hacer mofa o para vender nuestro falso talante democrático, nuestra supuesta amplitud de miras, sólo queremos al que nos resulta extravagante, excéntrico, alocado, si aplaudirle se traduce en prestigio social, en estar en la onda, concedemos al que calificamos de genio un punto de locura, pero sólo la autorizada, la valorada, con el resto, de ser posible, más de uno subiría a la cumbre del Taigeto para deshacerse de ellos; por fortuna para nuestra higiene mental (por mucho que haya quien lo encuentre contradictorio), Janet Frame sobrevivió al infierno y lo contó sin dejarse ni una coma, con una capacidad de comprensión, penetración, lucidez que dice muy poco de los que la sentenciaron, con sensibilidad, sin dar importancia a lo que cuenta, sacando los colores a todos los que, de una manera u otra, han sido y son cómplices de este tipo de comportamientos.