sábado, 27 de septiembre de 2014

...Y EL VERANO NOS UNIÓ



  



 Tengo un contacto en Facebook (uno de esos que aparecen de repente, que aceptas por aquello de compartir profesión, porque crees que es amigo de amigos y luego descubres que sólo es conocido, en realidad un estorbo, un entrometido, un parásito que se pega a quien sea, uno de esos que no borras porque te da hasta pereza, porque esperas que se vaya solito) que afirma que este verano ha sido poco generoso, tal vez olvidando que, cuando se supone que aún estábamos en primavera, en esos días gloriosos de la proclamación del nuevo monarca (sobre todo el día concreto de la misma, 19 de junio), sufrimos unas temperaturas absolutamente infernales (no puedo olvidarlo porque sufrí un atisbo de lipotimia, un mareo súbito del que me repuse agarrándome a un expositor de libros, mientras hacía tiempo para encontrarme con mi querida Pilar García, quien me acompañaba al teatro Alcázar para aplaudir a la gran Edith Salazar); si bien es cierto que, con esa inconstancia que siempre ha caracterizado al tiempo en Madrid, con ese no plegarse a lo que determina el calendario, los termómetros bajaron más de lo debido/esperado precisamente cuando el verano era una realidad decretada por un solsticio, al igual que suben cuando se les antoja por mucho que estemos en diciembre, nadie podrá negar que, una vez se aposentó el calor, éste dio poca tregua durante demasiados días (al menos, para alguien que lo lleva tan mal como el que suscribe), aunque ese alguien que acusaba de mísero al periodo estival es uno que gusta de decir frasecitas tontas como supuesta muestra de ingenio (y la mayoría las copia de dosieres, eslóganes, declaraciones de otros, sin reconocer la procedencia, sin molestarse en, al menos, darles un toque personal, ese que no tiene por más que el pobre se empeñe –bueno, sí hace un aporte: pone al final de cada oración dos admiraciones, al principio ninguna). Al margen de que cada uno cuenta la feria (el verano) como le va en ella (aunque éste anduvo de acá para allá, entre festejos y procesiones, a su bola, incluso hubo varias jornadas consecutivas en las que no escribió –pero, haciendo bueno el refrán regresó sin que nadie lo llamase-, debió enterarse de bastante poco), para que septiembre siga teniendo su propio e imprescindible carácter, el de mes gris, tristón, corta rollos, el de la vuelta al cole, el que te hace dar de bruces con la triste realidad, el que pone brusco final (jamás llegaba con anestesia, se imponía por mucho que pensases que estabas preparado) a ese mundo ideal en que no hay profesores ni deberes, un mes así como anodino y desganado, es necesario que, del mismo modo que se percibe claramente que los días se van haciendo más cortos, no apetezca tanto pasear, estar en la playa, montar en bicicleta, cualquier actividad al aire libre porque empieza a refrescar, el sol se asoma con timidez, llueve con mansedumbre y persistencia (a veces, todavía descarga una buena tormenta como aquella que inspirase a García Hortelano), en definitiva, como estas últimas jornadas en las que se agudiza la querencia por quedarse en casita, buscar un todavía tenue pero ya indispensable abrigo, ir buscando en el armario las prendas de invierno (sí, no es para tanto todavía, pero no conviene andar desprevenidos; en Madrid, al menos, hay que tomar precauciones porque hoy te sientes un pollo dando vueltas en el asador y mañana el esquimal de Los dientes del diablo), preparar el ánimo para la inevitable melancolía que septiembre despliega. En mi caso, el inicio del colegio coincidía con las vacaciones de los tíos, durante muchos años se marchaban en la segunda quincena de septiembre, eran jornadas un tanto convulsas para mi espíritu, mis rutinas se alteraban considerablemente (las del estío y las del resto del año), pero antes de esa separación habíamos pasado unos días en Morata de Tajuña, coincidiendo con sus fiestas, el pueblo en el que los Cela, un matrimonio amigo, había comprado una casa (lo de esta familia daría para mucho; por un lado, siempre he pensado que merece una entrada propia aunque, en realidad, me apetece poco recordar su ingratitud –la que recibió la tía Carmen tras la muerte del tío Miguel, la que duele de verdad-, las tediosas horas dominicales pasadas en su compañía, sus reglas carpetovetónicas, su estampa tradicional, su asunción de modelo a seguir, sus palmarias contradicciones, su irritante perfección -en apariencia, claro-, pero creo que no me resistiré, aunque sólo sea por plasmar negro sobre blanco que Emilio, Emilito, el fuerte, el varonil, el atlético, el deportista, todo lo que no era yo –tampoco se parecía a mí en lo demás, es decir, en las inquietudes, la curiosidad, los estudios, la sensibilidad (hecho que, las cosas como son, envidiaba bastante su padre, Paco, el mejor, el más leal, un señor con afán de cultura, tal vez por eso se marchó demasiado pronto)-, fue mi primera experiencia sexual y no se quedó en un ensayo, un repente, una prueba, una noche loca –pensar cómo se le puede quedar la cara, el pelo, el alma a Luci, la matriarca, hace que merezca la pena, algún otro día, recordar a los Cela-, un juego de niños –aunque sabiendo lo que nos apetecía-, en realidad de chavales, ya no tan pequeños e inocentes, que se prolongó unos dos años).   

   Aunque comienza su historia en el máximo esplendor del breve pero caluroso verano que se vive en la isla sueca de Öland, puesto que supone el cierre de su tetralogía sobre el que fuese escenario fundamental de su infancia, Johan Theorin destila esa melancolía, ese regusto amargo ante la certeza de que la libertad, las horas por ocupar con diversiones, la ausencia de obligaciones, el tiempo que invita a la actividad o a todo lo contrario, esa añoranza precoz de lo que todavía es una realidad en la mayoría de las páginas de su estupenda novela El último verano en la isla (publicada, al igual que los volúmenes que la preceden en la colección Roja y Negra de Random House); aunque transcurre en 1999, al establecer nexos de unión con hechos sucedidos hace muchos años, en realidad con algo que no ha terminado desde que diese comienzo en 1930, al hacer continuas referencias al pasado, al alternar flashbacks que explican el mismo con lo que está sucediendo en el presente de la novela, al dar suma importancia al punto de vista de Jonas (un chaval de quince años, el único que tiene una tarea, un trabajo que llevar a cabo lo que impide que pueda formar parte del grupo vacacional que componen su hermano y sus primos, rechazado además por ser el más pequeño), al centrarse en lo que Gerlof Davidsson vive como su último momento (de ahí el título en castellano, puesto que el original es un escueto Rörgast, haciendo referencia a unos túmulos prehistóricos que, como siempre hace Thoerin con el entorno, con la naturaleza, con el escenario, tienen un papel fundamental), esta mezcla de perspectivas en que unos se despiden, otros echan de menos, el propio autor evoca y cierra un ciclo, provoca que el libro contenga mucha emoción, un velo de nostalgia que impregna cada palabra y llega a sobrecoger, apelando directamente a los recuerdos de cada lector, no importa que Öland esté tan lejos y sea tan diferente a Morata, lo trascendente, lo que se pone en juego, lo que otorga interés y verdad, lo que dota de intriga e inquietud al texto es eso tan inaprensible y esencial que el maestro Grahan Greene llamó “el factor humano”, ese que saben convocar, utilizar, rediseñar, ampliar, escarbar, sacar a la luz autores de la maestría de Johan Theorin.

   El cuarteto de Öland puede leerse desordenado, cada título se explica por sí mismo aunque posee vasos comunicantes con los otros al modo en que genios como Galdós, Balzac o Zola concibieron sus creaciones (en realidad, podría decirse que es una sola, parcelada en las novelas que consideraron necesarias –o que, como en el caso del autor de Eugenia Grandet, les dio tiempo a terminar-), hay personajes que pasan de unos a otros (el ya citado Gerlof podría ser considerado el protagonista del conjunto, aunque tal vez sea más preciso referirse a él como la columna vertebral, el tronco del que brotan ramificaciones que, a su vez, se bifurcan), sucesos que se repiten o se narran desde una perspectiva diferente, el peso del pasado que es tan notorio y decisivo en El último verano en la isla: las cuentas pendientes, las heridas que cicatrizaron mal, el rencor acumulado que ha devenido en verdadero tumor, en cáncer que corroe los ánimos, que ciega voluntades, que anula el raciocinio, un malestar que influye a todos más allá del conocimiento que tengan sobre el origen del mismo, una atmósfera que, a fuerza de gozar de un sol brillante, de música y fiesta, de relajación y asueto, resulta opresiva, atenaza sin remisión, torna en inaccesible, impide la escapada, retiene y enjaula. Theorin maneja con absoluto dominio el lugar, ese que conoce a las mil maravillas (aunque confiesa que, en aras de una mayor verosimilitud o de las propias necesidades de cada narración, ha reinventado, recreado, alterado la toponimia del lugar, aunque siempre inspirándose y tomando como referencia lo real), imprimiéndole carácter y haciéndolo influir en el de sus personajes, barrenándolo para mostrarlo sin tapujos, buscando en los recovecos, dando más importancia a sus ambigüedades, miedos, preocupaciones, sospechas, secretos, intuiciones, veleidades que al misterio clásico, al juego detectivesco, a la pregunta “¿quién lo hizo?”, en este caso no hay cadáver, no hay un crimen que resolver, el lector tiene más datos que los protagonistas, va estableciendo/conociendo las conexiones antes de salgan a la luz, lo que atrapa, lo que inquieta, lo que nos obliga a seguir devorando páginas, la exigencia que nos espolea es la de saber cuál será la conclusión, cuál será el destino de los implicados, quién se saldrá con la suya, si habrá más veranos. Theorin pone broche de oro a su tetralogía, siendo uno de los mejores ejemplos de por qué la ficción escandinava goza de tanto prestigio y tantos seguidores, huyendo de los esquemas, poniendo en primer plano lo personal, aportando hallazgos (Gerlof es una verdadera creación, un personaje sin parangón), dejando fuera lo fantástico (presente en los otros títulos), centrándose en lo cotidiano, en lo aparentemente convencional, demostrando que lo básico para el género es escribir con eficacia, adecuándose a la historia, sin que eso suponga una merma de la calidad (todo lo contrario: hay momentos de un lirismo estremecedor, otros de una belleza arrebatadora, algunos de un laconismo perturbador).   

miércoles, 24 de septiembre de 2014

NUEVA SALA EN LA CIUDAD







  La aventura comienza antes de acceder a la sala, puesto que para llegar a la misma hay que recorrer parte del enorme edificio que alberga el conjunto conocido como Teatros del Canal; siguiendo las amables y atentas indicaciones del personal, uno se siente protagonista de una caza del tesoro al tomar un ascensor, llegar casi a lo más alto de la construcción, abrir alguna puerta, doblar algunas esquinas y, de pronto, aparecer en la impresionante e impactante Sala Negra, el nuevo espacio que acaba de inaugurarse en el inicio de la temporada 2014-2015 (http://www.teatroscanal.com/teatros-del-canal/espacios-escenicos/); en una época en la que, en ocasiones, lo que se destaca, lo que es noticia, lo que llama la atención, lo que convoca público es más el lugar en que tiene lugar la representación que el espectáculo que se ofrece allí, en que se ha democratizado en exceso el nombre de “teatro”, en que incluso llega a tomarse en vano el mismo llamando/considerando como tal manifestaciones artísticas que no lo son (y a las que nadie niega su ingenio, su importancia, su afán creativo, sus logros, precisamente por ello deberíamos buscar su propio nombre –por mucho que el teatro sea su matriz, su impulso, su inspiración… cuando lo es-), en que se pone en valor lo que es tan sólo un aditamento, en que se da por buena cualquier iniciativa en nombre de la taquilla (cuando no se da un verdadero trasvase de público, bien por simple gesto, por altivez, por asunción de un mal entendido talante minoritario, por cuatro etiquetas displicentes dichas con tono peyorativo que se asumen como propias, bien porque se acostumbra al sucedáneo –en el sentido de lo pequeño- y rechaza el gran formato en sí mismo, negando independencia, riesgo, innovación, entrega o revolución), es una grandísima noticia que un teatro público haya reconvertido una sala de ensayo (eso pone en la entrada) en un lugar con tantas posibilidades, amplio, diáfano, con excelente acústica, que huele a mundo del espectáculo desde el primer vistazo (pudiera pensarse un a modo de plató –de estudio 1, jejejeje- que se hace necesario llenar).

   Es Albert Boadella, director de los Teatros del Canal, quien mediante un correo electrónico habla sobre la gestación y puesta en marcha de esta ya conocida como Sala Negra: “Nuestros teatros necesitaban un espacio más reducido para mostrar obras de pequeño formato que exigieran una proximidad con el espectador. Al mismo tiempo, también como teatro público, era obligado dar oportunidades a iniciativas de interés y que aún no tuvieran un prestigio suficiente para atraer al gran público. Llenar la Sala Roja y la Sala Verde requiere, por parte de los artistas, una cierta dimensión mediática. Colocar allí nuevas iniciativas es un riesgo para todos pero especialmente para los propios artistas que se pueden sentir fracasados sino no tienen suficiente audiencia. En definitiva, 100 personas en la Sala Roja es una hecatombe. Las mismas en la Sala negra es medio teatro”. Son, en efecto, 180 las localidades a ocupar (ya vemos que los conceptos “grande” y “pequeño” se diluyen cuando se insertan en el mundillo teatral, no pueden utilizarse con menosprecio ni como arma arrojadiza, son los efectos mágicos de este maravilloso veneno, no hay que dar nada por sabido ni por hecho, hay que seguir avanzando, estimulando al público, repitiendo la bendita ceremonia de alzar el telón –o apagar las luces de la sala e iluminar la escena-), asientos que, con la lógica distancia para que el espacio escénico tenga la amplitud debida y pueda abarcarse con la mirada, al no estar éste elevado, parecen una prolongación natural de lo que se utiliza como escenario: “El espectador agradece la proximidad. El teatro no es un arte al que la distancia le beneficie y en la Sala Negra el público se encuentra dentro de la obra”. Es muy pronto, obviamente, para hacer balance, hay que dar tiempo, el sueño se va materializando, apenas se cumple el primer mes de representaciones, pero Albert Boadella explica con emoción (al menos, uno la percibe leyendo entre líneas, viniendo éstas de un nombre que ama el teatro como pocos) y con las ideas muy claras por qué caminos le gustaría que transitase, con qué intención ha nacido la Sala Negra: “Los contenidos serán diversos como en las otras salas pero la variación más sustancial es en la forma. Todas aquellas obras que buscan nuevas formas de comunicación y posean una factura técnica impecable tendrán la posibilidad de ser programadas en la sala Negra. También es un espacio en el que las residencias que albergamos en el Centro Danza Canal podrán mostrar el resultado de su trabajo. No obstante, como los temas artísticos no son muy previsibles, resulta obvio que de momento consideramos esta primera fase como un tiempo de prueba y ese mismo tiempo ayudará a modificar lo que no hayamos previsto. Un espacio nuevo es algo tan complejo que necesita un rodaje para solventar la cantidad de imprevistos que surgen”.

   La obra escogida para abrir las puertas ha sido True West (El auténtico Oeste) que podrá verse hasta el próximo sábado 27 de septiembre (http://www.teatroscanal.com/espectaculo/true-west-autentico-oeste-teatro/); aunque uno no es demasiado fan de Sam Shepard, creo que es un autor con más prestigio del que merece (y muy alejado por mucho que lo intente y que algunos se empeñen en considerarle heredero de Faulkner o Steinbeck, sin la fuerza sincera e incontenible de Albee o el laconismo mordaz de Cormac McCarthy, por citar sólo algunos nombres factibles de integrarse en una tradición, en una manera de contar), lo cierto es que la desnudez que propicia el lugar, la negrura que lo rodea todo, la soledad y aislamiento que potencia la sala (a pesar de la cercanía del público), ayuda a que el texto sea algo más digerible (hecho que, sin duda, tampoco es ajeno a la mano maestra de José Carlos Plaza en la dirección), al margen de que siempre es una alegría ver en escena a la estupenda Inma Cuevas (aún resuenan los ecos de su prodigiosa interpretación en la espléndida Cerda de Juan Mairena –función que, por cierto, tras mantenerse un año en cartel en La Casa de la Portera, merecería encontrar un mejor albergue para continuar su éxito-) aunque su participación sea tan breve. Pero, como siempre sucede, es cuestión de gustos aunque lo importante es que la Sala Negra ha venido para quedarse (y para llenar a la vista de lo vivido el lunes pasado) y que el próximo 13 de octubre dará cobijo a uno de los espectáculos más recomendados del off madrileño en los últimos meses: Las niñas no deberían jugar al fútbol (http://www.teatroscanal.com/espectaculo/las-ninas-no-deberian-jugar-al-futbol-teatro/) y que Albert Boadella, inquieto, creativo, hombre de teatro hasta la médula, no quiere frenar, ya que considera que el proyecto Teatros del Canal no se cierra con la creación de la Sala Negra: “Sólo lo completa en parte porque significan tres formas distintas de ver el teatro. Sin embargo, no estaremos satisfechos hasta que en los 35000 metros cuadrados de que disponemos no quepa ni una aguja”.

martes, 9 de septiembre de 2014

UN FUNAMBULISMO QUE TAL VEZ SE LLAME VIVIR



     




 Suele destacarse que los españoles somos maestros en reírnos de nuestras tragedias, en convertirlas en la base fundamental de bromas, chistes, ironías, críticas descarnadas que buscan provocar la carcajada, una tradición que se pierde en la noche de los tiempos, ahí tenemos al pobre Lázaro de Tormes desfallecido, famélico, buscando algo que llevarse a la boca, pasando mil tormentos y vicisitudes, por ahí anda don Pablos, ese Buscón salido del magín, de la rebaba, del vitriólico talento de Quevedo, incluso podría hablarse de Celestina y su cohorte, de Sempronio, Pármeno, Areusa y Elicia, hay muchos momentos para la explosión festiva en la magna obra atribuida a Fernando de Rojas, incluso podríamos buscar los vasos comunicantes con páginas de Galdós, con el esperpento acuñado y fijado por Valle-Inclán (al final y al cabo copiado del natural), con múltiples ejemplos de cómo, no sólo grandes creadores sino gente de a pie, ha hecho de la necesidad virtud buscando un escape, una solución, comprender la situación, poner parches, no dejarse doblegar. Si bien encontramos ejemplos de esta actitud en muchos lugares, es cierto que en España tenemos una predisposición muy acusada a sacar a la luz nuestras miserias, nuestras derrotas, nuestras carencias, nuestras vergüenzas, igual que nos acomplejamos por nimiedades, y así nos va, no tenemos ningún reparo en mostrarnos tal cual, sin disfraces ni matices, a las bravas, aunque siempre haya el inoportuno (por no utilizar un término más grueso) que recurre a un humor sin sentido o que maldita la gracia que tiene y escudado en un supuesto talante políticamente incorrecto que en realidad está lleno de veneno o no atiende a determinadas barreras que no deben superarse (ese vicio, ese lastre que supone hacer guasa con defectos físicos, preferencias sexuales, estereotipos usados como arma arrojadiza, hechos luctuosos); así, a pesar de tener que seguir ciertos dictados, imposiciones, pleitesías, consignas, enfrentarse a la censura más feroz y pacata (por otro lado, la más ciega, la más torpe, la más inculta –todas lo son, la sufrida durante el franquismo especialmente- y sus muchos resquicios fueron bien aprovechados por el ingenio de las gentes a continuación citadas y otras tantas), títulos como Un millón en la basura, Mi calle, La gran familia, joyas como Plácido, Los palomos o Atraco a las tres, señores como Berlanga, Forqué, Bardem, Fernán Gómez, Lazaga, otros tan denostados como los Ozores, Martínez Soria, incluso alguien tan apegado y beneficiado por el Régimen como Sáenz de Heredia no pudo evitar que (recuérdese -¡en reclinatorio!- esa maravilla que conocemos como Historias de la radio) se le colase por las rendijas de un sistema inflexible en que todo se pretendía atado y bien atado el hálito de la realidad del momento, tantas personas humildes con escasez de recursos que, como luego glosaría Jarcha, eran “obedientes hasta en la cama” pero que en su ánimo imbatible, en su irredenta fe en sí mismos (incluso aunque no lo creyeran), en la amarga sonrisa que terminaba por dibujarse en su rostro, en su capacidad para sacar las castañas del fuego y llevar un plato de sopa caliente a casa (aunque a veces no fuese más que agua “enriquecida” con un hueso alquilado por tres o cuatro zambullidas), en su dignidad imperturbable, en su mansedumbre condicionada, en su grandeza de espíritu eran el mejor revulsivo, los mayores revolucionarios, los supervivientes (aunque tantos se quedasen en la cuneta –dicho con toda la intención-), el españolito que, aun con el corazón helado, planta cara y saca pecho.

   Y en todo eso me dio pensar mientras veía (y sobre todo después, porque es de esas funciones que dejan poso, que te siguen rondando, de la que vuelven fogonazos) la muy interesante Jugadores de Pau Miró en los Teatros del Canal (estará en cartel hasta el 5 de octubre: http://www.teatroscanal.com/espectaculo/jugadores-teatro/), obra en que sólo hacen falta cuatro personajes, una cocina, una baraja, unas magdalenas, algo de ginebra, para trenzar un homenaje a tantas personas a las que la sociedad, el ritmo vertiginoso que se hace necesario imprimir incluso al mero hecho de ir a comprar el pan (o los cereales que garanticen un buen tránsito intestinal), ese difuso concepto de “modernidad” que se queda antiguo en sí mismo de un día al siguiente, ellas mismas afectadas, alienadas, convencidas por los estímulos reinantes, por la publicidad imperante, por la propaganda grosera que impregna el acto más inocente (todo se politiza, todo se manipula, todo se utiliza como forma de exclusión), personas que quedan al margen, a las que se dota de invisibilidad, a las que se arrincona, a las que se expulsa, a las que se hace pensar son inservibles, perdieron el paso, no han sabido adaptarse, ya no tienen hueco. O puede que me acordase de lo citado anteriormente al tener la oportunidad de charlar con Jesús Castejón (uno de sus intérpretes, junto a Miguel Rellán, Luis Bermejo y Ginés García Millán), heredero de esa noble tradición de cómicos (en el sentido más amplio y prestigioso del término) poseedores de una enorme gama de recursos, dúctiles, enormemente naturales, actores a los que no siempre prestamos la atención y el cariño debidos; se hace inevitable (uno diría necesario) hablar del gran Rafael Castejón, el patriarca, en realidad Jesús le cita muy pronto, casi al inicio de la conversación (y es cuando le digo que jamás podré escuchar/atreverme a entonar el chispeante Chotis del higo sin pensar/imitar el modo insuperable en que su padre decía lo de “fui siempre partidario del fruto de la higuera: a mí me dan el higo y yo dejo la pera” en aquel espectáculo irrepetible conocido como Por la calle de Alcalá), puesto que le menciono la facilidad, la ausencia de aspavientos con que sirven la función, destaco su manera de colocar las frases, su modo de dar el tono preciso para provocar risas y, sobre todo, baza fundamental de Jugadores, complicidad, reconocimiento, veracidad: “Eso, las cosas como son, es la herencia paterna, es cuestión de genes, se tiene o no se tiene; hombre, uno se ha preparado, ha trabajado, no se ha descuidado, pero sin esa vis cómica que era el modo de expresarse de mi padre, que era su característica más acusada, sin haber tenido ese magisterio todos los días no sería posible o, al menos, no sería igual porque no se puede aprender”.

   Aunque todos caemos en ello porque es el convencionalismo, el modo de expresarse consensuado, la categoría literaria, en realidad la condena, el estigma, el dedo acusador de los otros, le digo que no me gusta emplear la palabra “perdedores” para hablar de estos personajes porque, aunque lo parezcan, aunque así se sientan, en su desesperación, en su aceptación, en su búsqueda de nuevas oportunidades, salen de su abatimiento, aportan soluciones aunque sea desde el disparate, no se conforman: “Ya sabes que las etiquetas vienen del miedo, del no querer ser como aquellos a los que tildas de tal o cual, del intentar marcar diferencias; esa es una de las mayores y mejores facultades del teatro: quitar máscaras, desnudar desde la ficción, o no tanta en ocasiones. Hay que ser flexible, no recurrir tanto a los juicios de valor o las críticas, especialmente cuando son sentencias: se trata de mejorar lo que está mal, lo que no nos gusta, no de echar por tierra y punto. Digamos que estos cuatro tipos son perdedores, vale, ¿por qué no?, pero son valientes, asumen su patetismo, lo enfrentan, hay uno que decide seguir jugando, practican el mejor y más difícil ejercicio: reírse de uno mismo, a eso es a lo que invitamos”. Por eso Jesús afirma que Jugadores no es una función de cuatro personajes, sino de cinco: “En realidad, el público marca el ritmo; siempre se dice que cada día es diferente, que no hay dos representaciones iguales, que la energía cambia según lo que recibes del patio de butacas, y en este caso creo que eso se nota mucho más, fue algo que percibimos desde el primer ensayo: reconozco que acepté más por intuición que por otra cosa porque la obra es teatro puro y, aunque encontré el texto interesante, leída apenas dice nada, lo importante es cómo esas palabras suenan, cómo se pronuncian, los gestos que las acompañan”; y lo cierto es que sus movimientos, sus cruces de miradas, sus silencios son tremendamente elocuentes porque hablan de nosotros mismos: “Una partitura es excelente cuando tiene las silencios bien administrados, cuando se les concede la importancia debida; aquí sucede eso porque se da tiempo para la reflexión, no se puede cansar al público, no se trata de que las gracias se sucedan sin orden ni concierto: hay que parar, respirar, asumir”. Es todo un placer ver a cuatro intérpretes que saben hablar en escena, proyectar la voz sin engolamientos, que no la alzan sin ton ni son, capaces de masticar palabras, rumiarlas, reprimirlas, y comunicar el drama que ocultan mediante sus cuerpos, por la empatía que provocan desde los primeros minutos, por una comedia vivida en serio, porque, como tantas veces se ha dicho, el público, aunque diga lo contrario, quiere que sufran los demás, como si en su butaca estuviese a salvo de todo: “La platea es impune, te ríes de las tragedias de los demás en la oscuridad y luego sales tan ricamente y vuelves a casa”. Pues no conviene olvidar que, si nos abandonamos, podríamos resultar tan patéticos como ellos, unos perdedores, unos pobres hombres, unos parias (con esas y otras lindezas del mismo jaez los denominaban algunos espectadores con los que coincidí), que no hay que tolerar que nadie nos coloque en esa situación (especialmente muy notorio en el rol encarnado por Jesús, un barbero sin oficio que no se atreve a contarlo en su hogar, “a raíz de preparar el personaje, me he dado cuenta de la de gente que vaga por las calles sin ocupación, sin rutinas, perdida en el tiempo vacío, algo terrible”) y no se trata de placebos ni moralinas sino de una necesidad perentoria (además, como empezase a cundir ejemplo de estos jugadores más de un pretendidamente poderoso vería que su pedestal es muy frágil; es decir, también a ellos, especialmente a ellos, les interesa que las aguas regresen a un cauce sereno, aflojar la presión o, al final, la onda expansiva los lanzará muy lejos –por un lado, ojalá pasase pronto sin necesidad de llegar a ciertos extremos-. ¿No se dan cuenta que si nos lo quitan todo no tenemos nada que perder? Piensen, piensen y, de paso, vean algo de teatro, hombre, que oxigena el alma).