miércoles, 3 de septiembre de 2014

SABER PONER EL ACENTO







   No puedo decir que haya sido víctima de esa sentencia lapidaria que tantos convirtieron (y aún lo hacen aunque no sea en el ámbito literario y/o educativo) en su lema, en su mantra, en su pedagogía, en su ley, esa frase estremecedora, esa sentencia sin posibilidad de recurso ni revisión que sanciona lo de “la letra con sangre entra”, pero lo cierto es que he sufrido las secuelas, la realidad, de un profesorado que venía de lo más profundo de aquel régimen que asoló este país (y al que me niego a poner en mayúscula, aunque creo que las normas ortográficas –precisamente- así lo indican –de todos modos, como las varían tanto, ya no sabe uno cómo acertar y de eso vamos a hablar ahora mismo-), de unos señores inferidos de una autoridad no por sus conocimientos o preparación sino por el mero hecho de tener la regla en la mano y haber sido capacitados por los organismos pertinentes para catequizar, alienar, imponer, moldear las mentes de los futuros ciudadanos (súbditos, monigotes, pueblo cohibido y reprimido) y llenarlas de lo considerado justo y necesario, esos principios fundamentales, esas consignas, esas historias torticeras y falsarias, ese pensamiento único defendido por los que se consideraban incluso más que ese señor (por decir algo) que dio su infame nombre al periodo, esos papistas paniaguados sabedores de su mediocridad que no se ven en otra cuando se aposentan en el sillón de sus entretelas; y, en ese sentido, muchos te obligaban a memorizar hasta las comas y el orden de los párrafos de los libros de texto, a repetir como un papagayo lo que allí se exponía como la única verdad posible y, quiérase o no, te convertían en un ortodoxo convencido para el que la más mínima alteración era rebelión. Por eso, cuando Ana, no recuerdo su apellido, nuestra tutora en sexto curso de EGB, una maestra vocacional, un oasis con su sonrisa y comprensión en medio de tanta esfinge y ceño fruncido, alguien que sabía transmitir el amor por la lectura con emoción, nos contó que Juan Ramón Jiménez (ese señor que, durante años, y creo que las cosas no han cambiado mucho en las aulas, sólo era el autor de Platero y yo, tratado como un mero divertimento para niños) jugaba a alterar la ortografía consensuada y poner una “j” en el lugar destinado a una “g”, nos hizo reír y rogar que nos dejase imitarle, contenido nuestro ímpetu aventurero y transgresor con un “pero es que él ganó un Nobel” que nos dejó ese regusto amargo similar al punto final que tantas veces ponían en casa cuando pretendías salirte con la tuya: “Cuando seas padre, comerás huevos”. Y recordé esta anécdota cuando, algunos años después, leí que Gabriel García Márquez, también ganador del Nobel (por cierto, el mismo año en que cursé sexto, qué caprichosa es la vida), afirmaba que él no sabía nada de acentos, que para eso tenía a sus correctores; en ese momento, ya estaba en el Instituto y seguía aferrado al libro de gramática con fruición, como si fuese el único cuaderno de bitácora, como si el idioma no evolucionase, cambiase, estuviese en constante transformación, fuese algo vivo que en ocasiones descuida y ni limpia ni fija ni da esplendor la RAE (ni siquiera revisa, modifica, adecúa definiciones a los tiempos actuales, menos mal que, como escritores, hay académicos más activos, osados, innovadores, creativos y creadores), y me pareció indignante (y tal vez sospechoso) que, en lugar de dar ejemplo, los distinguidos con ese galardón considerado el sumun se permitiesen declaraciones de este tipo y se quedaran tan panchos. Fue por este motivo (¿Se puede ser más imbécil a los quince años? No, no me vale que Serrat lo disculpe: en amor puede que tenga su razón, pero en mi actitud no hay disculpa posible) por el que me negué a leer al autor colombiano e incluso inicié una campaña de acoso y derribo, coincidiendo con la publicación de su nueva novela, la primera después de recibir los honores en Suecia, El amor en los tiempos del cólera, un libro que iba a cambiarme la vida aunque a punto estuvo de no hacerlo por mi cabezonería y enanez mental.

   Ese curso tuve la fortuna de que la tutora de mi grupo fuese María Ángeles Ortiz, profesora de Matemáticas e Informática, voraz lectora, empeñada en llevarme por el camino de las Ciencias porque, decía, era necesario que hubiese más gente como los de su generación, como podía ser yo, estudiante brillante (bueno, lo decía así, hay testigos, pero me abochorna un poco escribirlo) con los números, con excelentes notas (ahí están los expedientes académicos, perdón por la inmodestia) en asignaturas como la suya o la de Física y Química, alumno que rompía el estereotipo de que los que eligen esa rama sólo leen las letras de las fórmulas, logaritmos, ecuaciones y demás engendros (porque es lo que siempre he pensado: he tenido la fortuna de manejarme con soltura –y de haberme desesperado cuando no entendía la trigonometría, por poner un ejemplo-, pero jamás me han llamado la atención ni interesado más que como examen obligatorio); el caso es que, al margen de topar con mi negativa una y otra vez en este asunto concreto, me iba surtiendo de títulos que consideraba interesante que leyese: así, me regaló La dama de blanco de Wilkie Collins, me prestó Opus Nigrum de Marguerite Yourcenar o consiguió vencer mi resistencia con respecto a Gabo, primero muerta de la risa cuando le dije que no me interesaba un señor que no sabía poner los acentos, llegando pocos días después con El amor en los tiempos del cólera recién editado, aún vibrando por su reciente lectura, lanzándome algunos epítetos en broma pero con contundencia, diciéndome que leyese al menos unas páginas y luego le contase, yo muy seguro de mí mismo mirándola por encima de las gafas, alejándose para dejarme sin posibilidad de réplica mientras agitaba una mano en plan “adiós, querido, tú verás lo que haces”, llegando a casa, pensando en quitarme de encima la apuesta, posando mis ojos sobre una frase (¡Qué frase! ¡Esa frase!) que, literalmente, y sé que los lectores apasionados me comprenderán, paró el tiempo, se adueñó de mí, me transformó y fue el pórtico a uno de los universos literarios más fecundos, globales, inspiradores, magistrales, necesarios, ineludibles (excepto para imbéciles de mi calibre): “Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados”; efectivamente, fue inevitable: García Márquez se convirtió en uno de mis escritores de cabecera, empecé a buscarlo, a demandarlo, a devorarlo, y en este verano, ante su pérdida física, aunque nunca lo abandono, he regresado a él gracias a que Literatura Random House ha puesto a nuestro alcance casi toda su producción (no es que fuese difícil encontrarla, pero se han lanzado nuevas ediciones, se ha posibilitado que las mesas de novedades de las librerías se inundasen con vivos colores y que resultase imposible resistir su llamada –y digo casi porque, precisamente, como parte de esa Biblioteca García Márquez que estaba en marcha en vida del autor, aún quedan gratas sorpresas por llegar, habrá que ir buscando hueco en las atiborradas estanterías-).

   El revelador volumen Yo no vengo a decir un discurso me ha servido un poco de columna vertebral para esta tarea entre la relectura, el saldar viejas deudas, el hacer justicia, puesto que a través de los textos que pergeñó para ser dichos en voz alta (desde el pronunciado en diciembre de 1944 –donde dice la sentencia escogida por él mismo como título- para despedirse de los compañeros que terminaban bachillerato en Liceo Nacional de Varones de Zipaquirá hasta el que sirvió como apertura del IV Congreso Internacional de la Lengua en Cartagena de Indias en marzo de 2007, conmemorando sus ochenta años, los cuarenta de la publicación de Cien años de soledad y los veinticinco de la concesión del Nobel), a través de estas en general breves pero definitorias alocuciones, con ese uso magistral de las palabras, enriqueciéndolas, ampliándolas, ensanchando el idioma, iluminando recovecos, con una claridad expositiva que no merma su riqueza expresiva, un trabajo artesanal que exhala el enorme amor que hay detrás, el pundonor profesional por entregar un escrito meditado, irreprochable, sólido, bien armado, un lugar para que el lector conozca, añada, tome prestado, se enfrente a los sentimientos, las pasiones, los dolores, las dudas, las inquietudes, identifique, juzgue, comprenda, discrepe, en definitiva, se asome a la vida, se deje arrastrar por el vértigo de navegar por las siempre procelosas aguas que anegan corazones y mentes. Y es ahí donde reaparece el García Márquez provocador, el demiurgo, el que no se contenta con lo que hay, el que quiere ir más allá, el que no considera agotado el caudal de nuestro idioma, el que sabe que hay mucho tesoro por sacar a la luz, el incansable inventor (por mucho que agradezca a su abuela lo que le transmitió cuando era pequeño), el que inaugura en Zacatecas en abril de 1997 el I Congreso Internacional de la Lengua Española con un discurso al que titula Botella al mar para el dios de las palabras, donde dice cosas como “La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizada por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor”. Pero al margen de esa poesía que sólo él sabía imprimir a la frase más anodina o supuestamente convencional, Gabo se destapa arremetiendo contra los que encorsetan, se adueñan, obligan a una lengua, a un idioma (recordando que el idioma –por mucho que sea sinónimo del otro término- es la conversión de esa lengua, de ese habla, de ese modo de comunicarse, de esa verdad, en algo que puede estudiarse, a lo que imponer normas, en un consenso a veces castrador), a mantener cierto esquema, a constreñirse, a coartar su capacidad fabuladora: “La lengua española tiene que prepararse para un ciclo grande en ese porvenir sin fronteras. Es su derecho histórico. (…) por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, (…) Con razón un maestro de Letras Hispánicas en los Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el verbo pasar tenga cincuenta y cuatro significados, mientras que en la República del Ecuador tiene ciento cinco nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola y que tanta falta nos hace, aún no se haya inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero, dijo: “Parece un faro”. Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazó un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su puño y letra que el amarillo es el color de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una certeza que sabe a beso? Son pruebas al canto de una inteligencia de una lengua que desde hace tiempo no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo XXI como Pedro por su casa.
   >>En ese sentido, me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, con los ques endémicos, el dequeísmo parasitario, y devolvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en el vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haces rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y la jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima, ni confundirá revolver con revólver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?”.

   Sólo con esta libertad, pero con esta defensa, con estas ganas de sacar del ostracismo, del desconocimiento, de impedir que se pierdan como tantos vehículos de comunicación se perdieron, como tantas palabras se dejaron quedar obsoletas, como tantos idiomas fueron borrados de un plumazo en aras de un mejor entendimiento (como sinónimo de conquista, en realidad), sólo con este espíritu son posibles joyas del calibre de El otoño del patriarca, una de sus pocas obras que no había leído, rayo poderoso que me mantuvo en vilo hasta que lo concluí, admirado por la cadencia conseguida en esos bloques narrativos de unas cincuenta páginas cada uno (sólo hay cinco puntos y aparte), el modo de ponérselo fácil al lector sin renegar de la apuesta, del reto, de la hazaña de entrelazar frases con prosa torrencial, precisa, rica en matices, dando vueltas alrededor de una idea (como tantas veces a lo largo de su trayectoria), yendo y volviendo al punto de origen, amplificando la onda expansiva, el epicentro, reinterpretándolo, dosificando la información, marcando el tempo con precisión de metrónomo, terminando la lectura maravillado pero frustrado porque ¿quién se atreve a decir que escribe después de semejante monumento?. Y regresé a El general en su laberinto, la única de sus novelas que no había terminado, me lancé a ella a poco de editarse, pero de repente no reconocí al autor de La hojarasca, La mala hora, El amor en los tiempos del cólera o Cien años de soledad, sí es diferente, la historia se aleja de su escenario más habitual (narra el último viaje de Simón Bolívar cuando abandonó el poder y quería regresar a Europa, enfermo, tratado como un paria, esperando un pasaporte que no llegaba -¿les suena?-, huyendo de su mito y de sí mismo), pero en ese momento no aprecio la altura literaria, no me dejo mecer por su ritmo pausado, me quedo en la superficie, hay quien dice que hay que leerlo pensando en Fidel Castro al que su amigo quiere homenajear, error de juventud del que me arrepiento, primero porque la idea de novelar, investigar, especular, desentrañar el misterio de los últimos meses de vida de Bolívar llevaba mucho tiempo dando vueltas en el ánimo de García Márquez (y primero en el de Álvaro Mutis), segundo porque ahora me lanzo sin prejuicios (aunque con cierta prudencia rememorando aquel primer intento) y la seducción es inmediata: sí, no aparece Macondo, pero su modo de narrar, cómo entrelaza las diferentes anécdotas que jalonan el viaje y el sentir de su protagonista, su manera de regresar a un punto para tomar nuevo impulso, sus temas recurrentes están en este portentoso libro. Y si, además, vuelves a leer El coronel no tiene quien le escriba, ese prodigio de concisión, la segunda obra que entregó a la imprenta, donde ya está presente todo su universo, donde demuestra que la estructura principal ya estaba muy bien armada,  donde utiliza técnicas periodísticas que eclosionarán en ese mecanismo de relojería titulado Crónica de una muerte anunciada, donde da buena cuenta de su perfecto manejo del suspense, donde engrandece nuestro oficio, ese que consideró el mejor del mundo (discurso en el que, por cierto, abogó por olvidar la grabadora excepto para la radio y regresar a la libreta –prometo que antes de leerlo, lo conocía pero sólo de oídas, desde que empecé a hacer entrevistas para el blog utilizo algunos cuadernos que tenía por casa y mi amiga Pilar me regaló tres muy prácticos y manejables para que no me quede sin herramientas de trabajo-), si García Márquez está ahí como posibilidad, como regocijo, como aprendizaje, como referente, como meta, como lectura, comprenderán que, a pesar del calor infernal y de la ausencia de Pablo, agosto no ha sido un mal mes.