miércoles, 20 de febrero de 2019

"ASIA A UN LADO, AL OTRO EUROPA..."




   Parte de la fascinación que se despierta automáticamente al escuchar ciertos nombres de personas y/o lugares, la emoción experimentada al tener noticia de algo que espolea la imaginación y la curiosidad a partes iguales, el placer anticipado al encontrar un nuevo hilo del que tirar en forma de lectura (o cualquier otra actividad relacionada con el arte), más allá de la querencia natural (casi me atrevería a llamarla instintiva, así lo acreditan en mi casa) por las historias en el sentido más amplio posible y en cualquier formato/versión/posibilidad (cuento, fábula, chiste, canción, tebeo), afirmo sin recato que viene de la manera genial en que la programación infantil de TVE (con Los Chiripitifláuticos, las aventuras de Gaby, Fofó, Miliki y los que fueron llegando, tantos dibujos animados inspirados en novelas, los contenidos de Un globo, dos globos, tres globos, La mansión de los Plaff o La cometa blanca, gags y actuaciones musicales en los matinales sabatinos) fue dejando miguitas de pan para que las siguiésemos, alimentó nuestra diversión y, de ese modo, hizo lo propio con nuestros conocimientos (ahora también pienso en Petete, por ejemplo). El mejor material didáctico y educativo se encontraba al alcance de la mano y se compartía con los amigos y la familia, no cabe duda de que uno de los mejores libros de Historia que soñarse pudieran fue Érase una vez… el hombre, la gran creación de André Barillé, así era mucho más sencillo (y entretenido, algo que escaseaba en las aulas -en el profesorado sería más ajustado a la realidad-) familiarizarse, reconocer y comprender (y memorizar, claro, que es lo que solían reclamar para aprobar) los hechos del pasado e incluso anticiparse (en más de un curso) a las explicaciones (o a la lectura del libro de texto en voz alta, que muchos no pasaban de ahí) de los en muchos casos más dicentes que docentes. Por todo ello, cuando mi Pepa Muñoz me avisó de que estaba organizando un encuentro para conocer y hablar con el autor de una novela titulada Constantinopla, no lo dudé dos veces, sentí el mismo calambrazo de excitación que, por ejemplo (no me extenderé, tranquilos, aunque podría estar horas enumerando), me provocó escuchar, en medio de la famosísima Sonatina de Rubén Darío dedicada a una princesa triste lo de “el dueño orgulloso de las perlas de Ormuz”, el mismo arrebato lector vivido ante La rosa de Alejandría de Vázquez Montalbán, ya sólo el título me hizo salivar, me aceleró las pulsaciones, paladeé la palabra con deleite (porque, además, qué topónimo tan sonoro y hasta musical), me lancé a sus páginas en cuanto tuve oportunidad y las expectativas se vieron pronto ampliamente superadas.

   Constantinopla (novela publicada en España por Grijalbo con traducción de José Antonio Soriano Marco) supone el debut en la ficción del periodista francés Baptiste Touverey, una ópera prima llena de sorpresas que revitaliza y oxigena el en demasiadas ocasiones mortecino, repetitivo y pretencioso género de la novela histórica (por más que en España gocemos de algunos de los autores más vibrantes y poderosos). Y, como digo, algunos de los concurrentes habituales a estos encuentros tuvimos grata y divertida ocasión de conversar un buen rato con el autor a finales del mes pasado en un ambiente distendido que, como es habitual, celebraba la literatura, la pasión por narrar/leer historias, algo (lo primero, aunque deberían ser ambas cosas) que es la base de nuestra profesión, de ahí que una de mis primeras cuestiones sea cómo ha conseguido “matar” al periodista que es cada día para no caer en la tentación de enumerar hechos, dar datos hasta la extenuación, adoptar un tono distante, neutro/neutral, es decir, olvidar (como les pasa a tantos -y no es necesario que pertenezcan al gremio-) que está escribiendo una novela y entregar otra cosa bien distinta (que no siempre, por cierto, resulta interesante, lo que al menos sería un consuelo) y, si bien es cierto que no responde verdaderamente a mi pregunta, cuenta algo muy interesante sobre el proceso de escritura que ha seguido: “El hecho de ser periodista me ha ayudado mucho, al fin y al cabo tengo hábito de escribir y eso me ha servido para no tenerle miedo a la página en blanco. Como periodista has de ser pragmático, tienes que ajustarte a un número de caracteres o de palabras al día y eso fue lo que hice con la novela: me ponía objetivos que cumplir, exigentes pero realistas, y así logré ir avanzando”. Mi comentario iba dirigido sobre todo al sorprendente hecho de que Constantinopla es un prodigio de síntesis y de claridad expositiva (imprescindibles cuando has de ceñirte a un espacio/tiempo concreto que no suele ser extenso, ahí sí se nota su labor periodística) y un continuo alarde en lo que al uso de elipsis se refiere, yendo a la médula de los acontecimientos, centrándose en los personajes, dando una información muy precisa sobre el momento histórico, no confundiendo jamás al lector pero sin entretenerse en disquisiciones o en demostrar en cada página lo mucho que ha investigado, algo que indudablemente ha hecho, de ahí que haya sabido eliminar todo lo que para la novela sería superfluo, un lastre de falsa erudición, como en tantos posibles (y lastimosos) ejemplos que mejor (por ellos) obviaremos. La rompedora, ágil y fabulosa estructura de Constantinopla, básica en el modo en que el lector queda atrapado desde el arranque, llegó como solemos decir que lo hace la inspiración, o sea, cuando se está trabajando: “Asumo que la novela tiene muchos fallos, pero creo que la estructura ayuda a que se noten menos, ya que es lo que la hace distinta. No nació de manera espontánea, no la estaba escribiendo de ese modo: fue al reescribirla cuando caí en la cuenta de que la historia sólo podía funcionar si la narraba a base de capítulos cortos, algo inusual en la novela histórica. Fue todo un trabajo porque tuve que coger capítulos, e incluso partes enteras, e irlas descomponiendo en pequeñas unidades, al margen de escribir algunas nuevas para que funcionaran como nexo”.

   La novela se centra en unos cuantos días de septiembre y octubre del 610 para dar después un salto hasta el 627, un momento crucial que Tourverey rescató de unas pocas páginas de la imprescindible Historia de la decadencia y caída del Imperio romano de Gibbons (“Me sorprendió que fuese un periodo tan poco o nada conocido y ningún novelista lo hubiese aprovechado antes”), un momento en que todo podía suceder, en que nada era seguro, en que el poder, la gloria y la propia vida eran muy frágiles, todos los personajes son conscientes de ello, esa inestabilidad anida en su alma, la fortuna es caprichosa y en aquel tiempo daba constantes bandazos y lo que antaño se veía firme e imperecedero ya no lo parecía tanto: “Hablamos de un periodo de la historia muy volátil en el que todo podía ocurrir cuando, hasta ese momento, todo había estado relativamente estable: el Imperio romano sigue ahí después de 1.300 años, más pequeño pero se mantiene; el Imperio persa, su máximo enemigo desde siempre, también; hay un elemento relativamente nuevo que son los bárbaros del norte, los ávaros, aunque anteriormente estuvieron los hunos. Pero esa estabilidad ya no es tal porque estos grandes imperios entran en crisis y hasta podrían llegar a desaparecer, lo inimaginable se hace realidad. Todos son conscientes de que lo que han dado por hecho podría dejar de suceder de un día para otro. De este momento de incertidumbre surge un nuevo mundo, pensad que hablamos de una zona geográfica muy extensa: Europa, Oriente Medio, también África. El mundo antiguo se está desmoronando y el nuevo cristaliza en una decena de años, poco más, dando paso a una situación que permanecerá largo tiempo e incluso afecta a lo que somos hoy en día”. Ese asunto sale en la conversación, por supuesto, la traslación que pueda hacerse de lo que narra a la actualidad, poniendo el acento en un personaje capital en la novela (y en la Historia), la masa, el pueblo, el público que abarrota las gradas del hipódromo, el que hoy glorifica y aúpa y mañana defenestra: “La masa sigue existiendo, aunque es muy diferente a la de la época que se cuenta en la novela: ahora se sabe leer y escribir de manera general, antes se restringía la educación. Por supuesto que hay similitudes, es lógico que nos veamos reconocidos en algunas cosas, pero, y esto lo digo sin hablar como escritor, creo en el progreso y pienso que ahora estamos más formados, más educados, somos menos manipulables, si quieres menos viles, no hay la plebe que existía antes, ahora todo el mundo tiene derecho al voto, hay cambios sustanciales”.

   Depende del género que debamos escribir, hablo de periodismo, no es lo mismo redactar noticias (de ahí lo expuesto más arriba) que reportajes, crónicas, no digamos entrevistas, géneros más personales que permiten y aceptan determinadas licencias que personalicen el texto, que incorporen recursos estilísticos más propios (sólo en parte) de la literatura, hay que implicarse (lo que no significa ser partidista) para captar y transmitir con ecuanimidad atmósferas, circunstancias, hechos, diálogos, esa deseada viveza (y veracidad) es la que logra admirablemente Baptiste en las escenas de acción, en las carreras de cuadrigas, en las peleas, en las batallas, en la violencia descrita sin medias tintas pero sin recrearse, algo que, reconoce, ha heredado de lo audiovisual: “Me gustan muchísimo las películas de romanos, he visto muchas veces “Gladiator”, por ejemplo; adoro “Ben-Hur”, es una obra maestra, la escena en que sólo se ve a Cristo de espaldas me parece algo muy emocionante y pocas veces conseguido; también seguí la serie “Roma” con mucho interés. Para colmo, me enganché a “Juego de tronos” durante la escritura de “Constantinopla” y todo eso se fue trasladando al texto. Y, sin duda, hay que hacer un paralelismo entre las carreras de cuadrigas y los partidos de fútbol, sobre todo en las luchas de las diferentes facciones. De todos modos, no quería hacer una recreación detallada de la historia ni que hubiese descripciones largas porque ese no era mi cometido”. En el modo de abordar los personajes también cree detectar un servidor la experiencia (y la ética) periodística, puesto que se eluden los posibles rasgos maniqueístas, se les permite que expongan quiénes son, el autor no escoge bando, eso queda al albur y la libertad del lector, no se habla de “buenos” y “malos”: “Yo no creo que exista EL mal, poniendo el acento en el artículo: hay manifestaciones del mal, por supuesto, pero decirlo en plan rotundo no me parece creíble. Por ejemplo, al comenzar a escribir pensé que Focas sería el malo sin paliativos, con mayúscula, pero me ha sido imposible retratarle así, tiene su parte de grandeza, de humanidad, de nobleza, no diría que me cae simpático, aunque sí más que Heraclio, le siento más cerca: Focas viene del pueblo, vive lo que toca en cada momento, busca sobrevivir. Cada personaje tiene sus razones, o cree tenerlas, para actuar como lo hace, es el principio de las tragedias: las razones legítimas opuestas”. Y, aunque no quiere contar nada, más allá de que es “una falsa continuación de “Constantinopla”, no es una segunda parte aunque entronque con ella”, ya anda embarcado en su nuevo proyecto como novelista, lo que vuelve a alimentar esos anhelos de que hablábamos al principio y provoca un cosquilleo muy agradable en el ánimo del lector siempre con ganas de más.

viernes, 15 de febrero de 2019

LOS FORRENTA AÑOS





   Hace poco (por motivos que ahora no vienen al caso, en breve sonarán como música de arpa), me vi frente a una Mafalda de tamaño natural (en realidad, más grande de lo que sería si la maravillosa y necesaria criatura de Quino saliese de las viñetas -ojalá sucediera, cuánta falta nos hacen personas con su clarividencia y manera de (no) entender el mundo-) y me dio por pensar (y comentar con la gente que me acompañaba, tan entusiasta y seguidora como un servidor de quien mayor y mejor uso ha sacado al globo terráqueo, con permiso de Chaplin) que empezamos a leer (y a morirnos de risa) las historietas que ella y el resto de personajes que conforman su universo mucho antes de comprender la ironía, la rebaba, la retranca, el auténtico significado de frases y comportamientos, antes de tener la capacidad de discernir el doble sentido, las metáforas, los paralelismos, la carga crítica con que la mayor odiadora de sopa contempla y sojuzga todo (y a todos) lo que le rodea (aunque algo pillábamos, en parte porque Quino es capaz de hablar en varios niveles, en parte porque teníamos más o menos la edad de Mafalda y reconocíamos como propia su manera de pensar y actuar, ese extrañamiento ante lo que se zanja con un “son cosas de mayores”, precisamente para no entrar en ellas, para no asumirlas, para no analizarlas, para enredar más la madeja). No es desdeñable a la hora de comprender el porqué de mi inmediata y casi completa conexión con Mafalda, el hecho de que, por así decirlo, me formaron el espíritu revolucionario desde el principio, ya he contado que la diferencia de edad con mi hermana hizo que los cantautores de los 70 formasen parte de mi banda sonora cotidiana de un modo natural, el hecho de compartir tantas horas con el tío Miguel me acercó a Quilapayún, Víctor Jara, Mercedes Sosa, Jorge Cafrune, Jarcha, los poemas de Machado cantados por Serrat, Nacha Guevara, música con contenido y activismo, incluso alguna censurada y hasta prohibida (“No digas que tenemos este disco en casa”, me advertía la tía en más de una ocasión antes de ir al colegio), me he forjado con canciones que no me correspondían ni por época ni por edad pero, en contra de lo que las madres de algunos amigos parecían temer (y hasta se espantaban por ello), eso no me hizo ni más libertino (libertario sí, que es en realidad lo que a tantos escocía) ni más depravado ni nada por el estilo y, sin embargo, creo que tener acceso a todas esas cosas (y a muchas otras) me confirió un talante abierto, progresista, liberal y, aunque en mis modos y decires no siempre lo parezca, tolerante (por eso en gran medida voy desapareciendo de las redes sociales, publicando menos que antes, participo en pocos debates, no invado los muros ajenos con mis opiniones, intento fundamentar la crítica más acerva, me alejo de polémicas y, sobre todo, del ruido que tantos generan). Del mismo modo, Forges estuvo siempre ahí antes de que pudiera captar todo lo que decía o quería decir y dejaba intuir (su sutileza, su capacidad de concreción e igualmente de abstracción, su fineza, su hablar claro sin necesidad de discursos, su manera de dejarse caer con un mero monosílabo, era un maestro de la elegancia sin que se le pudiera acusar jamás de tibieza), sus personajes llamaban la atención de aquel crío que leía todo lo que caía en sus manos, aún más (hablamos de los primeros años) si tenía dibujos, sus muñecos me resultaban simpáticos y, además, también la música le hizo muy presente en casa.

   Un buen día, como tantas veces, el tío se fue de paseo/compras y volvió con un LP que, sin saberlo, iba a cambiar muchas cosas y, tanto en lo más personal como en general, se iba a convertir en histórico (de hecho, puede decirse que nació así aunque sus artífices no fueran conscientes de ellos), hablo, por supuesto, de Forgesound (ya lo anticipaba en el último escrito publicado antes que el presente, lamento si repito algunos datos para quien no lo leyese -algo que no es obligatorio en sí ni mucho menos para comprender lo que sigue-), el homenaje que Luis Eduardo Aute y Jesús Munárriz tributaron al genial dibujante componiendo canciones sobre sus personajes y/o asuntos más recurrentes entonces (y después, la vigencia de lo ahí cantado como de tantas viñetas de Forges demuestran lo poco que hemos cambiado), hablo de 1977, contando con la complicidad de Rosa León y su hermana Julia y Teddy Bautista para darles jocosa vida. Mientras contemplaba aquella portada azul en que Blasillo y su compañero (me atrevería a asegurar que también tiene nombre, no estoy seguro, Google no me ayuda -o es que estoy equivocado-, perdón por la omisión si la hubiere) anunciaban en un enorme bocadillo el título del disco con la clásica grafía de la firma ya convertida en seña de identidad para rematar con un “me lo temía” típicamente forgesiano, lamento que un caracol que seguía a la pareja de andariegos rubricaba en sus pensamientos con un elocuente “la jibamos, tía María”, es decir, Forges en estado puro, como digo, mientras reconocía esos dibujos que tanto me gustaba encontrar en el periódico el tío Miguel se dispuso a estrenar el disco y, así, la voz de Aute, aflautada como pocas veces (al fin y al cabo se trataba de la canción Los Cabras Locas, no sé cuántas denuncias pondrían hoy más de cinco llamados progresistas -no hay que confundir la guasa con el insulto o la ridiculización, por favor, no queramos ser más papistas que el Papa y, al final, lo que imitamos son los modos inquisitoriales-), resonó en el salón con su “¡Ay, Flanagan, la que se nos viene encima!” para comenzar la primera, pegadiza y desopilante composición en que formaba pareja con Jesús Munárriz. Durante un tiempo (al igual que, por ejemplo, con los cuplés que escuchábamos la tía Carmen y yo una y otra vez en boca de Lilian de Celis y Lina Morgan) no captaba ninguno de los dobles sentidos, me hacía gracia la canción en sí, la situación descrita, la contagiosa melodía, canturreaba con inocencia mientras los mayores se morían de la risa aquello de “Los Cabras Locas son así, fuman la pipa de la paz y yo, por una buena pipa, acabaría en Alcatraz”, ni siquiera sabía lo que era esta hasta que me lo explicaron (la película de Don Siegel es posterior), del mismo modo fue entendiendo (y asumiendo como propias) las letras de Carselero, carselero, ¡Ay, Suiza, patria querida!, La ventanilla y la que sigue siendo mi preferida, el tangazo Sillón de mis entretelas (y qué emoción la de poder abrazar en su día al gran Jesús Munárriz y darle las gracias por ella, también por su poesía y su labor editorial, sacando, además, de foco y de juego al poeta huero que, como de habitual, pretendía apropiarse de laureles inmerecidos). Imaginen lo que esas letras suponían para un chaval de siete años que pensaba que Tía mollar era el nombre de la maciza (con la voz de una sorprendente Rosa León en un registro muy diferente al habitual) a la que acosaba (¡Cómo se recibiría hoy en día este tema, en realidad qué dirían -o dicen- muchos -tal vez aquí sería correcto utilizar el femenino- sobre los epítetos que Mariano o similares dedican a sus Conchas!) un derretido Teddy Bautista, es decir, yo ponía la mayúscula para hablar de “tía Mollar”, esa con una “molecular forma explosiva de moverte al andar”, frase en la que yo introducía dos puntos porque pensaba que lo que seguía después de “molecular” era la definición del término y, más o menos similares, ni les cuento los disparates o, por así decirlo, mi propia versión o distinta comprensión de frases como el “parece mentira lo poco que te gusta el movimiento” con que arranca otra pieza antológica, Mariano (el nombre típico, premonitorio podría decirse), en que una desatada, coñona y muy castiza Rosa León le canta las cuarenta a ese que cuenta sus guerras cada dos por tres “pero aquí no atacas ni una vez al mes”.

   Y aunque nunca bajó la guardia, siguió alumbrando viñetas imprescindibles hasta el último momento, no hizo sino aumentar sin tregua su gloria (que, por cierto, reconocían y engrosaban gentes muy alejadas de sus ideales y opiniones, lo mismo puede decirse de otro grande como Antonio Mingote, lo de menos era a quién se dirigiese en concreto su puyazo en forma de dibujo, lo grande y genial era lo que conseguían con cada uno: por más que no se estuviera de acuerdo o no se pensase de un modo parecido, no se podía negar que el retrato -la caricatura- era acertado y bastante fiel a la realidad, de ahí su permanencia), es un absoluto placer reencontrarse con el Forges más puro, con el soberbio cronista que siempre fue (y no sólo de la actualidad, ahora iremos con ello), reconocer a las criaturas citadas (y cantadas) y a otras recurrentes en el fabuloso trabajo que supuso/supone La Constitución que Espasa tuvo el acierto de reeditar el pasado diciembre como homenaje al sublime humorista gráfico fallecido hace un año (se cumple tan fatídica fecha el próximo 22) y aprovechando los fastos (y nefastos, ¡ay, qué maravillosa coda hubiese hecho de haber visto y oído lo que corre por ahí!) en torno al cuadragésimo aniversario de nuestra Carta Magna, si ya lo dijo él también (como todo), esos “forrenta” años que parecen no caer bien nunca. Lo explica con enormes precisión y acierto José Álvarez Junco en el prólogo: “Esta genial serie de viñetas sobre la Constitución de 1978 no es un comentario ni una versión divulgativa de su articulado. Es un burlón contraste entre el sistema político que se está construyendo para reemplazar a la dictadura y la realidad social del momento. La Constitución es tratada con respeto, como moderna y democrática, y la realidad en cambio se ve dibujada en términos caricaturescos, porque las cosas habían cambiado mucho ya por entonces. De lo que Forges se reía, y con lo que nos hacía reír, era del español antiguo, convencional, mediano tanto de edad como de clase social: el funcionario calvo y regordete, la pareja casada madura, con sus rutinas diarias, su aburrimiento vital, su escepticismo político, sus penurias económicas. ¿A qué les podía sonar el nuevo lenguaje constitucional a aquellos personajes?”. Ahí los tienen, los mismos del disco, los que tantas horas me acompañaron (y lo siguen haciendo, renuevo carcajadas y emociones gracias a este libro -al margen de aprovechar la más mínima oportunidad, así lo hice muchas veces en la radio, para colar alguna canción de Forgesound), la tía mollar (ya sin mayúscula) aparece en el artículo 14 (¿Ven como Forges sabía lo que hacía, ridiculizaba y denunciaba pero no perpetuaba malas actitudes ni peores modos, ponía el dedo en la llaga de lo que se consideraba “tolerable” e incluso “normal”?), ese que reza que somos iguales ante la ley sin posible discriminación “por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”; aquí, y lo hace para que un propio pierda la dentadura al querer vociferar lo que queda a medias (“¡Tía bu…!”) mientras que el Mariano de turno se queja porque “vas contra la Constitución, Concha: no eres igual que aquello airoso” para seguir con el habitual juego de bocadillos que van puntualizando el texto principal hasta concluir en una palabra (dos en este caso: “País” -un clásico entre los clásicos- y “Coñe”).

   Hay ocasión para rememorar el Carselero, carselero (artículo 25), el Yo me voy rumbero que interpretaba Teddy Bautista para homenajear a la pareja de náufragos que tantas alegrías (y reflexiones) ha dado a los lectores habituales de Forges (artículo 38), hay despachos y sillones de entretelas varias (artículo 101), por supuesto aparece el Blasillo que también tenía su canción, una jota interpretada por Julia León (artículo 48, por poner un ejemplo significativo) y la sempiterna ventanilla que se reservaban Aute y Munárriz en el LP (artículo 103.2). Opto por no reproducir el texto de las viñetas porque, a pesar del gracejo de Forges, de sus insuperables muletillas, de sus colofones descacharrantes, nada como tener el original delante, ni siquiera dichos en voz alta por alguien que sepa dar las entonaciones e intenciones precisas tienen la misma garra, parecida fuerza, provocan tanta hilaridad como en su hábitat, como fueron imaginadas, como Forges las creó, aunque pocas veces (o nunca) hará reír tanto un “bueno”, “jopé”, “rayos”, “afirmo, con perdón”, el “gensanta” a veces completo, otras muletillas ya reseñadas, ese lenguaje forgesiano que se ha filtrado al del día a día. Es, sin duda, de celebrar, agradecer y aplaudir la iniciativa de la editorial Espasa que, ojalá, tenga continuidad con otras creaciones de Forges con las que, además, tanto aprendimos, es decir, Historia de aquí e Historia forgesporánea (esta la coleccioné a medias con mi hermana y en su casa están encuadernados los tres volúmenes, nada como tener los propios) porque, como ya se ha dicho, fue un cronista imprescindible para (intentar) comprender quiénes fuimos, quiénes somos y quiénes seremos (o no, si no tomamos nota y aprendemos la lección). Es imposible hablar de él en pasado, en realidad tendríamos que hacerlo en futuro porque cuando lleguemos a él Forges estará allí, como lo ha estado siempre.