Hablamos mucho, así en general, de la voz del autor, confundiéndola más
de la cuenta con la voz narrativa, cuando no son necesariamente lo mismo: todo
creador que se precie (nos centramos en la literatura, como tantas veces, como
casi siempre, pero muchas de las cosas sobre las que desvariamos pueden
aplicarse a cualquier rama artística, con matices y concreciones para cada una)
aspira a poseer una voz, es decir, ese algo que lo distingue de los demás, esa
mezcla de estilo, intenciones, modo de contar, características que pueden darse
en gran mayoría de sus obras técnicamente hablando por más que existan
diferencias notorias entre unas y otras en lo que a desarrollo, resultados,
género y demás variables se refiere, pero hay un aliento, un espíritu, una
personalidad que se impone, destaca y reconoce (y, por otro lado, también está
su propia evolución a lo largo del tiempo, sobre todo cuando se trata de una
trayectoria larga y/o prolífica, el modo en que ha ido buscando/encontrando su manera
de ser artística, cómo se ha ido alejando de sus inicios o ha ido enriqueciendo
y limando lo que podía rastrearse/intuirse desde el principio, construyendo
permanentemente ese sello particular, ese pellizco en el lector, ese enganche,
esa complicidad, esas sensaciones que a veces no se concretan en palabras en
sí, sino en lo que estas provocan/despiertan). Y luego, además, está la voz
narrativa, la de cada obra en concreto, cómo y de qué manera se nos hace llegar
una historia, decisión nada baladí ni arbitraria (o no debería serlo, por más
que eso que llamamos inspiración a veces parezca tal o no se sepa verbalizar cómo
brotó la idea) porque su efectividad, el hecho de que sus bondades resalten y
puedan ser convenientemente apreciadas, el mejor de los edificios literarios se
viene abajo si quien lo construye no acierta con los cimientos, si pierde credibilidad
u honestidad (o ambas, lo que ya es el acabose) o no las tiene de base, si
trata de ponerse por encima del lector con argucias que devienen en trampas, si
no nos creemos a quien nos cuenta la historia(sea en la persona que sea), si
nos chirría o nos aleja de la misma, si no, por así decirlo, confiamos en quien
narra (en cómo se narra), apaga y vámonos (salvo que seas Barry Lyndon, porque
se nos pone en guardia/aviso casi en las primeras líneas o como mucho pocas
páginas después, no tengo el libro a mano para consultarlo -y ahí, en ese
narrador bribón y embustero, radica uno de los mayores aciertos de esa joya de
Thackeray-).
Fátima Casaseca ha resuelto con enorme sencillez (en el sentido de lo fácil
y gozosamente que se lee, pero se percibe el trabajo que hay detrás para que,
precisamente, no se note) ambas cuestiones en su segunda novela, Afectos secundarios, que Espasa publicó
en los primeros días de 2019. Por un lado, conserva intacta la frescura que fue
seña de identidad de su exitoso blog (transformado en libro) Una mamá española en Alemania, sigue
resultando espontánea sin imposturas ni artificios, impregna su escritura de
jocosidad, de una ironía no exenta de ternura que me parece, si me apuran, su
máxima virtud (ese difícil pero logrado equilibrio entre reírse de los defectos
-o lo que así consideramos- ajenos y propios sin hacer sangre, sin excesos, empatizando
en lo posible con quien nos provoca risa, irritación pero una cierta empatía
-por no decir reconocimiento, que también-), aunque aborde asuntos diferentes y
de lo más diversos (ahora iremos con ello) se reconoce a aquella bloguera (ya
escritora por modos, intenciones y resultados) en una narración ágil y que, sin
abusar de lo coloquial, fluye como si fuese oral. Y es ahí, precisamente, donde
radica la fuerza de esta novela, donde Fátima Casaseca demuestra que tiene bien
desarrollado el músculo narrativo, donde el reto que es Afectos secundarios se supera con nota muy alta, donde se da en la
diana con el asunto de la voz narrativa, voces en realidad, puesto que estamos
ante una obra polifónica al más puro estilo Wilkie Collins en el sentido de ir
alternando diferentes narradores, un a modo de Rashomon en el que cada quien cuenta su historia (o la parte que
puede contar) a alguien, no se sabe a quién, ese es el misterio de fondo
(grandísimo hallazgo), Fátima identifica a sus personajes por cómo hablan, cómo
se explican, muletillas del lenguaje que las identifican, multiplica las voces
en un alarde que en sus manos adquiere una naturalidad que no muchos consiguen.
Tuve la fortuna (gracias de nuevo a mi Pepa Muñoz y sus buenísimos
oficios y a la excelente disposición de Laura del departamento de prensa de Espasa)
de poder conversar con la autora junto al resto de blogueras habituales (Pedro
Santos y un servidor nos llamamos así también, encantados de la vida) un rato
antes de que tuviese lugar la presentación de Afectos secundarios en la librería Rafael Alberti de Madrid hace
algo menos de un mes y de poder felicitarla por el modo en que ha salido muy airosa
de lo que, aunque pueda no parecerlo al leer la novela por, no me cansaré de
repetirlo, el modo natural en que fluye, casi como si fuese una conversación
más que una sucesión de monólogos (que se rompen para reproducir diálogos sin
que resulte forzado), ha salido airosa, decía, del desafío que supone parcelar la
historia en diferentes voces, caracterizando cada una, definiendo a los
personajes de ese modo: “Lo que mejor
manejo, en lo que me siento más cómoda es la primera persona, por eso el libro
salió polifónico, como dices, al margen de que tenía claro que quería partir de
unas desconocidas que se encuentran reunidas en un momento íntimo y
desagradable, nada de la parada del tren o en una consulta convencional de
cualquier médico. Fue viendo “House of cards” como encontré el lugar propicio
para que mis personajes establecieran contacto y, aunque eso me limitaba un
tanto porque sólo podían ser mujeres y con una edad máxima, me pareció un buen
modo de arrancar”. Y aunque se sepa desde el principio, dejemos que cada
lector descubra por sí mismo cuál es ese lugar (tan sólo diré que, puesto que
lo toma de la realidad y lo sitúa al hablar de calles cercanas, vivimos durante
un tiempo a no muchos metros del mismo y veíamos “manifestaciones” de tres o
cuatro personas que, se supone, intentaban avergonzar/disuadir/catequizar a las
mujeres que allí acudían), para que así no empiece a especular (y hasta
prejuzgar) antes de tiempo (por más a favor de obra que se hagan, la mayoría de
las sinopsis, resúmenes y recomendaciones particulares, por una cuestión de
economía de palabras y hasta de lugares comunes publicitarios, a pesar de que
quien las elabora tenga la mejor de las intenciones, para facilitar la
comprensión de lo que se quiere transmitir, al margen de reventar el argumento
de un modo excesivo, más parecen invitar a ello que a despertar ganas de leer).
Porque, entre otras cosas, esta es una novela que abate estereotipos, en gran
medida porque confirma cuántas veces caemos en ellos o los ejemplificamos más o
menos conscientemente, los llevamos impresos en los instintos, están anclados
en costumbres, en acordes cotidianos (como diría el poeta), hábitos, asunciones
propias de que eso es en gran medida lo que somos y lo aceptamos (o no),
también porque la autora siempre quiso que, de una manera u otra, ese fuese el
asunto central: “En mi anterior novela
había tocado un tanto tangencialmente el asunto de los prejuicios, las ideas
rápidas que nos hacemos cuando coincidimos con alguien desconocido por el
primer vistazo, por cómo visten, cómo hablan, lo que sea. Y ese fue mi punto de
partida: confrontar a los personajes con sus prejuicios y también al lector,
por supuesto”.
Fátima Casaseca toma apuntes del natural, como tiene que hacer la ironía
bien trenzada (como convirtió en categoría literaria Valle-Inclán: deformando
la realidad aparece el esperpento), sólo de ese modo funciona, y lo hace con
viveza, con ojo y oído atentísimos, reproduciendo modos y modismos con, si se
me permite la cacofonía, sorna sorda, con elegancia, con cariño, sin
jerarquías, tratando a sus criaturas con mimo y comprensión (lo que no quiere
decir compartir todos sus comportamientos, al menos en el punto de partida,
como les ocurre a las unas con las otras), pero sin ocultar sus carencias (todo
lo contrario, en esas fallas, en esas imperfecciones se cimentan las relaciones,
los afectos que las cuatro protagonistas van tejiendo): “Me gustó ir un poco a los extremos porque no quería el típico grupo de
amigas que quedan para cenar todas las semanas y así, no quise una afinidad
desde el principio pero sí que se viesen obligadas a desarrollar una relación
muy íntima”. Y la novela está magníficamente armada con esas voces que se
van alternando y no es que vayan contando su versión de la historia y haya que
desentrañar la verdad, sino que cada una cuenta la suya, a veces coincidente
con la de las demás, a veces personal e intransferible: “Fue todo un reto lo de ir alternando y diferenciando las voces porque
todos tenemos muletillas que tuve que ir quitando de algunos sitios: Begoña,
por ejemplo, es una mujer muy inteligente pero no tiene la cultura suficiente
para utilizar determinadas palabras, puede que las entienda pero no las usa;
Sonia dice muchas palabrotas, pude desinhibirme, jajaja, un personaje que
además da muchas sorpresas al resto, precisamente por el estereotipo que tienen
formado”. Y aquí llegamos a otro de los estimulantes hallazgos y gratas
sorpresas de Afectos secundarios,
puesto que, para poder proporcionar los datos precisos al lector, Fátima
necesita de otros personajes que completen lo que las cuatro mujeres narran,
apariciones estelares e inesperadas que, además, ayudan a que la estructura no
resulte monótona (por más que no lo es, ya que no se basa en el esquema A-B-C-D
repetido hasta la saciedad): “Tuve que ir
planteándome en cada momento qué podía describir cada personaje, que fuese
siempre creíble. Al hablar en primera persona, ellas sólo cuentan su parte, lo
que ven, por eso necesité contar el otro lado y recurrir a veces a sus parejas
o a otros personajes episódicos”. No podía ser de otro modo, lo dice el propio
título y nos da la risa cuando se lo señalo, Fátima confiesa que, en general,
le gustan mucho los personajes secundarios (“y los afectos”, apostillo) porque,
me salgo un segundo del tema, son los que lo son, no los actores que los
interpretan (por más que lo hayamos dicho impropiamente muchos años y haya
quien insiste en ello sin recato, aunque no lo diga con intención peyorativa, el
actor nunca es secundario sino que ejerce como tal).
Las complejidades de la estructura están solventadas con oficio y
pericia, no echándose de menos una voz meramente descriptiva, todo lo necesario
para comprender y vivir la historia se encuentra en la prosa vivaz y penetrante
(por lo detallista y detallada en lo que es preciso) de Fátima: “Quise estructurarlo como una especie de
documental, ellas hablan a alguien inconcreto, e incluso a veces paso a
momentos de diálogo del momento que evocan, al principio pensé en no identificar
nunca a quién se dirigen, lo que me dificultó el modo de hablar en muchos
momentos porque no podía utilizar ni masculino ni femenino, nada concreto por si
acaso”. Como ya se señaló, ese
detalle (la identidad del interlocutor o interlocutora -o si son más de uno-
así como las circunstancias y/o el lugar en que los personajes hablan) aporta
un interrogante que añade interés y un cierto misterio, aunque ni estorba ni
distorsiona en el verdadero relato, esa polifonía en que la autora confiesa haber
tenido a Svetlana Alexiévich como referente y es cierto que logra una melodía
muy cercana (con, por supuesto, tono y finalidad absolutamente diferentes) a la
de la premio Nobel bielorrusa, en lo que a resultados se refiere, dando una
visión lo más panorámica posible de lo que cuenta, confiando en la fuerza de la
palabra dicha (y escrita), algo que Fátima Casaseca sabe reflejar como si
estuviese transcribiendo un testimonio, consiguiendo que algo de estas cuatro
mujeres (y de los demás) se quede con nosotros, incluso aquello que no nos
gusta (tal vez precisamente por eso).