Aprendí lo que era el Sindeticón (y otras muchas cosas más) gracias al
por derecho propio mítico LP Forgesound,
aquel en que se celebraba el universo del grandísimo y no menos histórico dibujante
(al que, por cierto, tengo intención de regresar muy en breve) que daba título
al disco gracias al ingenio de unos descacharrantes Luis Eduardo Aute y Jesús
Munárriz como autores de letras de músicas que ellos mismos interpretaban con
la jocosa colaboración de Teddy Bautista, Julia León y Rosa León (para los de
mi generación fue la de Al alba y
demás canciones -casi himnos- cargadas de intencionalidad, ironía, rebeldía y
libertad al mismo tiempo que la que conectaba magníficamente con los niños a través
de las canciones de María Elena Walsh); supe que era un pegamento como el
Imedio con que yo pringaba los álbumes de cromos (y las yemas de los dedos y lo
que pillase, nunca mejor dicho, a mano -las manualidades nunca han sido mi
fuerte-), así me lo explicaron, antes de comprender al cien al cien lo que
significaban aquellas letras que, sin embargo, tanto me divertían y canturreaba
aquí y allá, dejando pasmados a compañeros de clase (los había con más malicia
o más conocimientos, otros simplemente eran conscientes de la osadía, de que
eran cosas para mayores) y, sobre todo, algunos profesores (no tanto por la
procacidad o doble sentido -sexual, claro, que era el que más les inquietaba-
como por el contenido político o las lecturas que de ciertas frases/canciones
pudieran hacerse -y eso que aún era “inocente” lo que la Concha le decía al
Mariano en la canción homónima porque éste no dejaba de ser un personaje de las
viñetas, pero ya volveremos sobre ello cuando corresponda, tal y como anuncio-).
Al margen de lo que estoy preparando en torno a Forges, me dio por pensar en
esas palabras descubiertas en los tebeos al andar enfrascado (y, por supuesto,
maravillado, feliz, también emocionado) en el disfrute otro de esos volúmenes con
los que Bruguera Clásica va recuperando aquellos personajes y autores que
iluminaron y alegraron tantas horas a los chavales (y no tanto) de entonces, de
después, de ahora, de siempre: Lo mejor
de Vázquez.
Ignoro quién lo dijo primero (me refiero al universo Bruguera), el caso es que vinculo a Anacleto con esa fantástica palabra que es “sapristi”, siempre entre exclamaciones porque no otra cosa es (una interjección, siendo precisos), expresión francesa que tanto se encuentra en Simenon como en Hergé y Peyo (belgas los tres, por cierto) y que pasó a nuestro vocabulario sin que supiéramos (ni nos preocupase) su origen o auténtico significado. Y no podía empezar de otro modo, es decir con, tal vez, su creación más popular (no gracias a aquella olvidable -por no decir algo peor- película que utilizaba su nombre y presencia en vano -aunque no tanto como las dos infamias, que no adaptaciones ni versiones ni nada, en torno a Zipi y Zape-) comienza el viaje, es Anacleto, agente secreto quien abre el tomo con todos los honores, con su primera historieta, aparecida en 1964 en Pulgarcito, en la que ya viste su habitual traje negro pero todavía no luce su clásico tupé -de hecho es completamente calvo- ni lleva su sempiterno cigarrillo pegado a los labios -ese que ahora sería impensable y que, por fortuna, nadie parece haber pensado en borrar, espero no estar dando ideas peregrinas al pensamiento políticamente correcto o, mejor dicho, a la inquisición y censura camufladas de buenas costumbres y demás moralina (miren, señores, no piensen por los demás, no nos consideren tan influenciables -o tontos- porque un servidor apenas ha probado el tabaco en su vida más allá de los típicos escarceos de adolescente a pesar de que Filemón, Anacleto, no digamos don Pantuflo con sus puros, lo hiciesen en una viñeta sí y en la siguiente también). La indudable (y nada oculta, no sólo en su atuendo o físico) parodia de James Bond adquirió muy pronto personalidad propia y el vuelo alto que tomó se ve claro en la selección de historietas aquí reunidas en las que, por supuesto, no podía faltar alguna con su enemigo más recurrente: el malvado Vázquez.
El dibujante se caricaturizó y convirtió en todo un personaje, el tío
Vázquez (tal vez por ahí hubiesen debido ir los tiros en la bastante fallida
película que le dedicaron, por más que tuviese algunos aciertos -no, desde
luego, la elección del actor protagonista, que tal vez marcaba demasiado el
tono de lo grotesco y exagerado, una mala o cuando menos torpe interpretación
de lo que destilan las viñetas-) y gustaba de aparecer aquí y allá (si la
memoria no me falla, también asomó en alguna aventura de la abuelita Paz y/o
Angelito -quienes, por cierto, justificarían una segunda antología del autor o
su propio recopilatorio-), al margen de reírse de sí mismo (o de sus
acreedores, sobre todo de estos) en la serie Los cuentos de tío Vázquez que también recuperamos en el presente
volumen, ese prodigio de imaginación con que se trenzaban excusas absurdas y
alambicadas -chispeantes y jocosas para el lector- para no satisfacer una deuda
(ya lo ven: los tebeos eran un arma de subversión e incorrección y no nos ha
pasado nada -bueno, puede que sí, pero sólo a algunos, tal vez a demasiados, pero
sería injusto e irreal achacar a las lecturas infantiles tanto latrocinio,
tanto indeseable, tanta corrupción, lacras que se han combatido (y se sigue
haciendo) desde el cómic-). La primera vez que estos peculiares cuentos pudieron
ser leídos (tal vez devorados sería más preciso) por los lectores fue en un Din Dan de 1968, momento que se recoge
aquí, al igual que una amplia muestra de los subterfugios de Vázquez para no pagar
(o al menos demorarlo lo más posible), contando con la abuelita Paz como invitada
especial (pero sabe a poco, sigue teniendo validez lo dicho un poco más arriba)
y cerrando con una vuelta de tuerca genial, al más puro estilo “alguacil
alguacilado”.
Los variados cambios sufridos por La
familia Cebolleta a lo largo del tiempo (aunque las bases y los roles
estaban bastante definidos ya en 1951 cuando llegaron para quedarse), sobre
todo en lo visual, en los físicos, en ese padre de familia que fue Rosendo
desde el primer día (aunque en al menos una ocasión tal y como aquí se comprueba
es llamado Leoncio), en esa hija mayor que es como el Guadiana (pero en la que
Vázquez se recrea al principio, dibujándole un rostro más realista que a los
demás, no así una participación activa ni especialmente reseñable en las tramas
ni en los chistes), en ese Diógenes (el hijo menor) que tan pronto llevaba
gafas como no, que igual tenía tres pelos como ninguno como lucía una abundante
cabellera rubia, en ese abuelo que engordó, tuvo distintas barbas, perdió con
el tiempo un fez o similar que lució al comienzo y durante varios años, en ese
loro, Jeremías, que a partir de determinado momento comenzó a fumar y, de hecho,
es con un puro en el pico como más se le recuerda. Historietas que dinamitaban
la armonía familiar que se pregonaba y exigía desde las más altas instancias,
del mismo que lo hacían Las hermanas
Gilda, Hermenegilda y Leovigilda, su apellido fue al principio Pérez y
otras hierbas, por más que a veces se toma por tal el final común de sus
nombres (que es como se hicieron popularísimas y queridas), por momentos
también fueron López, Ramírez o por ahí. Desde aquella primera página de un Pulgarcito (“cuaderno humorístico” según
rezaba en la misma) de 1949, muchas historietas y cambios físicos de lo más
notorio hasta llegar a la imagen icónica de ambas, a la que ha perdurado, a
como todos las imaginamos y adoramos. Y cerrando los núcleos familiares, no podía
faltar La familia Churumbel, otra de
esas series que hoy en día se antojan imposibles o sin recibir mil críticas,
peticiones de cancelación y hasta denuncias, imaginen que en la primera viñeta
de la primera historieta publicada allá por 1960 aparece un gitano saludable,
fuerte y juvenil que porta una gigantesca llave inglesa y dice “me voy a currelá, que he encontrao un
trabajo de mecánico. ¡Viva er trabajo!” y el patriarca quiere estrangularlo
o algo peor al grito de “¡Renegao!”,
lo que consigue porque su mujer le sujeta. Este gag se repetirá muchas
historietas, si bien es cierto que el hijo mayor irá desapareciendo progresivamente,
mientras el padre (y en ocasiones también el abuelo) busca burros que afanar
allí donde se presente la ocasión, al margen de reproducir otros tantos
estereotipos en nada malintencionados, todo lo contrario, porque vistos hoy en
día siguen provocando carcajadas (que ese y no otro es su principal objetivo) por
el modo en que Vázquez los utiliza con ingenio y rebaba, en realidad, la acidez,
la crítica, la ironía se vierte sobre aquellos que pueden pensar (y arrojar
como insulto) que lo que ahí se dibuja está tomado del natural (si alguien se
ofende por estas viñetas y, sin embargo, aplaude cosas como Los Gipsy Kings -especialmente los
involucrados/afectados-, tiene un serio problema de perspectiva).
Y hay que cerrar el volumen, no sin pena, pero aprendamos de lo reído a
ver la botella medio llena: esto es sólo “lo mejor”, es decir, aún queda mucho
de Vázquez y de un genio como él todo es susceptible de ser considerado así.
¿Para cuándo el segundo tomo? Además, bien lo dice otro de los grandes, el
maestro Ibáñez, en el prólogo: “¡Lo que
nos ahorramos en farmacia! Que sí, que sí, que leyendo a Vázquez resultaban
superfluos, innecesarios, tontos, todos los medicamentos, píldoras,
cataplasmas, emplastos y demás cochinaditas del mundo. Porque, ¿llegaba el
arrechucho? Pues nada, a ventilarse unas páginas de “Las Hermanas Gilda”, a
reír como descosidos, y nuevecitos, mire. ¿Que subía la fiebre? ¡Siete páginas
de “La Familia Cebolleta” al canto, carcajadas a mansalva y frescachones como
una lechuga!”. En estos tiempos de gripes, fríos polares, destemples, para
prevenir la astenia primaveral, los sofocos del verano, en definitiva, para
tener el botiquín bien repleto de preventivos del dolor (de lo que sea),
necesitamos más páginas de Vázquez, no importa que no lo cubra el seguro, creo
que pocas medicinas se pagan con tanto placer y es que, también es palabra de
Ibáñez, “no se sabe de ningún lector asiduo
de “La Familia Churumbel”, de “Los cuentos de Tío Vázquez” o de cualquier otra
creación del tío Vázquez ese, que padeciese destemple, congoja o angustia
alguna a lo largo de su existencia”. Mañana le digo al farmacéutico del
barrio que ponga un quiosco con tebeos y verás cómo aumenta la clientela y
mejora la salud de todo el mundo.