viernes, 1 de febrero de 2019

HAMBRE DE SABER




   Hace cosa de un par de meses, Antonio Muñoz Molina publicaba uno de sus estimulantes artículos sabatinos en el que hablaba de cómo las lecturas coincidentes en el tiempo se entremezclan irremediablemente en el ánimo de quien las lleva a cabo, aunque los contenidos sean de lo más dispares (en ocasiones, sólo aparentemente); sea más o menos perceptible el trasvase, las emociones, sensaciones y experiencias vividas durante un viaje literario se mezclan con las provocadas por el que tiene lugar más o menos a la vez (algo que también se da -y no siempre por azar, esa carambola del destino disfrazada de espontaneidad, improvisación o casualidad- en los que ocurren modo consecutivo o muy cercanos entre sí), se trasladan de unas páginas a otras, algunas veces porque los autores las propician/convocan, la mayoría porque pertenecen al lector, son su equipaje moral, anímico y/o vital, es inevitable que la personalidad de quien está habitando una historia ajena (haciéndola propia, sintiéndola como tal, guardándola en su corazón -o queriendo olvidarla, aburriéndose con ella, el efecto es más o menos el mismo aunque sea más notorio y memorable cuando supone un placer-) vaya dejando una huella (y viceversa) que se rastrea en el nuevo territorio, da igual lo lejanos que parezcan o sean. En el caso que nos ocupa, los puntos de contacto son muchos y notorios, no es necesario que me ponga a desbarrar, pero la realidad más o menos descrita (por mí, Muñoz Molina lo hacía con brillantez, perspicacia y buen juicio -como suele ser habitual en sus escritos-) se amplía y confirma al darse el hecho de que he leído el citado artículo con retraso, justo mientras preparaba esto que ustedes están leyendo y pensaba en cómo, sin solución de continuidad (y disfrutando muchísimo en ambos casos), pasé de La melodía de la oscuridad de Daniel Fopiani a Los caminos de la luz de Coia Valls que Ediciones B publicó en castellano el pasado noviembre con traducción de Mercè Diago Esteva.



   Perteneciendo a géneros muy diferentes y escritos con intenciones dispares (aunque no tan lejanas como pueda pensarse, al menos en lo más hondo, en lo que alienta ambas narraciones), tanto aquella novela como la que ahora nos ocupa colocan la ceguera en su eje y articulan en torno a ella el relato, incluso el modo de contar, dando prioridad (e incluso exclusividad) a los olores, los sonidos, las sensaciones, relegando lo visual, poniéndose en la piel y el alma de personas invidentes, transmitiendo su realidad sin maquillajes ni conmiseraciones, si bien es cierto que con resultados distintos (aunque ambas hayan cautivado y absorbido al que suscribe de un modo parejo en lo que a experiencia lectora se refiere), respondiendo a los que cada uno se propuso, teniendo en cuenta que la de Fopiani es en gran parte (véase el texto anterior a este para comprender el porqué de este matiz, en nada negativo) un magnífico ejemplo de novela negra y la de Coia Valls es una apasionante y apasionada, reveladora, inspiradora y necesaria biografía de Louis Braille, el hombre que consiguió que los ciegos (empezando por él mismo) pudiesen leer y tener acceso al conocimiento, aquel que les devolvió la dignidad arrebatada, que los sacó de la miseria (literalmente), el que no se conformó con el ínfimo lugar (por no llamar rincón o agujero) reservado a los que el resto de la sociedad consideraba como poco un estorbo (y a partir de ahí vayan buscando términos despectivos) e incluso algo mucho peor (así lo demuestran el modo y los lugares insalubres en que los recluían/olvidaban sin ningún pudor ni remordimiento). Uno, que tiene la fortuna de conocer a Coia desde que debutó en las lides literarias (aunque sólo nos hayamos visto en una ocasión por aquello de la distancia -tampoco hay tantos kilómetros entre Madrid y Tarragona, las cosas como son- y, sobre todo, las rutinas vitales y profesionales -¡Ay!-, pero con quien mantengo un contacto fluido gracias a las redes sociales), presiente y siente con apenas unas cuantas páginas que estamos ante una obra muy personal, tal vez aquella en la que se encuentra más implicada personalmente, sensación que se va confirmando y aumentando según se avanza en la lectura, algo que ella misma me corrobora cuando conversamos telefónicamente: “Creo que durante mucho tiempo he estado viviendo y escribiendo para llegar a esta historia que tan cerca me queda, puesto que llevo 38 años trabajando con niños con discapacidad. El caso es que un día te planteas que los sordos pueden escuchar gracias al implante coclear, tienen una oportunidad real de estar integrados, pero ¿qué pasa con los ciegos? Sin duda, las cosas cambian y mejoran a partir de Louis Braille, pero nadie le había dedicado una novela, en realidad se sabía muy poco sobre él. El caso es que me pareció que era una gran oportunidad para poner en sintonía mis dos vocaciones, mis grandes pasiones: la educación especial y la escritura. En ese sentido, es posible que sea mi mejor novela porque es la que más ha fluido, la que menos esfuerzo me ha costado, me he dedicado a escuchar y buscar la materia prima con la que trabajo: las palabras”.



   Materia prima, habría que decir, muy bien tratada y aprovechada, puesto que Los caminos de la luz es, por encima de todo, una lectura sugerente tanto en y por lo que cuenta como por el modo en que lo hace: Coia evita con inmensa habilidad cualquier lugar común, cualquier estereotipo, cualquier argucia literaria que sobrecargue el texto e inocule una única reacción posible en el lector; aun, como se señaló, estando muy involucrada en lo que escribe, la autora sabe desaparecer en una tercera persona tan pletórica de sensibilidad que a veces parece hablar en primera, la misma a la que recurre en momentos muy concretos y estratégicamente diseminados para que el propio Braille transmita la amargura, la decepción, la soledad de sus últimos años, aunque su empuje, su lucha, su investigación, sus anhelos siguen pujando por hacerse realidad y conseguir los resultados previstos: “Aspiro a poder mostrar, sugerir, crear atmósferas en las que el lector se pueda mover como desee y que ponga de su parte en la narración. En este caso en concreto lo que más me costó fue encontrar el tono, la voz adecuada, pero ya he recibido mensajes de lectores ciegos que dicen que, a pesar de las diferencias por la época en que transcurre, se han sentido identificados con lo que narro porque, al fin y al cabo, ahí están las mismas inseguridades, los mismos medios, han pasado por situaciones similares de crueldad o han sentido la misma impotencia que Braille. Esto me ha animado muchísimo porque he procurado hacerlo sin condescendencia, sin compasión, acercándome honestamente al personaje”. Hay un aliento dickensiano capturado en su esencia más pura, queda fuera lo folletinesco (sublime en el caso del inglés, innecesario en el momento actual y, especialmente, en el modo en que Coia se compromete con la historia que está contando/recuperando/sacando a la luz -nunca mejor dicho-) para dibujar un soberbio retrato de una época, de unos escenarios, de unos comportamientos, de lo que entonces (primera mitad del XIX) se consideraba natural y/o normal, para denunciar actitudes en ocasiones amparadas por las leyes (muchas de las cuales, de un modo u otro, todavía se dan/consienten hoy en día), ya sean las negativas, las represoras, las que imposibilitan cualquier avance o mejora (“Todo aquello que no conocemos nos produce miedo y dejar volar es signo de generosidad y no hay tantas personas aptas para ello: si creamos relaciones de dependencia pensamos que tenemos el poder aunque en realidad sea al revés. Pero los profesores y demás autoridades pensaban “¿qué puede ocurrir si dejan de necesitarnos?”. Por desgracia, somos así de mezquinos”) como las nacidas en ocasiones de las mejores intenciones (“La compasión no ayuda y eso lo he aprendido hablando y trabajando con ellos. Se trata de mirar con los ojos de un niño que, ante la imagen de un hombre con un bastón, ve al hombre y no el bastón, al revés que hace un adulto: mirar sin prejuicios, viendo las habilidades o aquello a lo que haya que poner remedio, porque todos somos discapacitados en muchas ocasiones”).



   El amor por el conocimiento, por la cultura, la curiosidad, las ganas de aprender, el anhelo por poder acceder a los libros, el modo en que el pulso se acelera cuando los tenemos cerca, el hambre de saber tal y como se dice en la propia novela vertebra Los caminos de la luz con descripciones tan significativas como la que sigue: “(…) no podía imaginar [Louis] que aquel hechizo, la mezcla olfativa de ropa vieja, tintas y humedad con la que él identificaba los libros, no haría más que aumentar, que el embrujo de la lectura lo perseguiría para siempre” o cuando Coia hace decir a su personaje que “(…) sus páginas [las de los libros] son rendijas por donde se cuela la luz que me falta, pero yo necesito ventanas. Necesito abrirlas de par en par”, algo que un servidor, la propia Coia y estoy convencido que cualquiera que esté leyendo esto (o, aún mejor, lea la novela) rubricaría hasta con sangre si fuese preciso. Y con este asunto hemos llegado al verdadero corazón de la historia: “Supone la búsqueda de lo imposible: en el siglo XIX, los ciegos sólo eran eso, no tenían ninguna oportunidad, la discapacidad se comía todo lo demás, no podían acceder al conocimiento, quedaban a la sombra de todo, eran rechazados por la sociedad. Braille debió pensar que era la única posibilidad de salvar a los ciegos de morir asfixiados en la ignorancia. Afortunadamente, hay personas que, delante de una desgracia, ante una zancadilla de la vida, no se dejan vencer. Y Braille no se quedó en un rincón lamentándose, se rebeló contra el que parecía su único destino”. Destino que consiguió alterar sustancialmente, horizonte que amplió e hizo más accesible para las generaciones posteriores, y no sólo por aquello que, aunque en lo demás fuese un perfecto desconocido (injusticia que ha reparado Coia), le hizo ganar una merecida inmortalidad: “Además de inventar un alfabeto, consiguió desligar la música de la partitura, liberó la clave de sol, escribió anotación musical para que los ciegos pudieran hacer su propia interpretación, no tocaban sólo lo que escuchaban primero, podían leer la partitura, les concedió autonomía, consiguió un acceso al conocimiento en todas las artes, creo que él entendía que ahí estaba la base de la libertad”.



   La novela rebosa humanidad (y humanismo) y verdad porque la autora ha ido recabando datos, detalles, sensaciones, momentos que están en los libros de Historia, en una investigación pormenorizada, cuidadosa y, sobre todo, muy vitalista, vivida por ella misma en primera persona, así ha conseguido captar y capturar un momento íntimo muy convulso y contextualizarlo con su época, igualmente convulsa, indisociable aquel de esta (sólo conociendo lo que vivía entonces Francia se puede comprender -y valorar- en su totalidad, en su audacia, en su porqué vital, un personaje como Braille): “El trabajo de documentación, aunque sea arduo, me fascina, pero en esta ocasión visité los escenarios de la novela, lo que fue un auténtico placer porque tomé notas allí mismo y así también puede ir atrapando ese momento de la historia de Francia que en ese periodo del XIX tiene una mala salud de hierro y va en paralelo a lo que le sucede al protagonista: se levanta, cae, no se resigna, vuelve a intentarlo. Y en esa labor de documentación era fundamental preparar muy bien todo lo relacionado con la ceguera y mantuve decenas de entrevistas con personas ciegas de todo tipo, adultos, niños, personas que se quedaron ciegas, personas que nacieron así, porque no tiene nada que ver, también con psicólogos, pedagogos, terapeutas, cómo se educa la sensibilidad, cómo se facilita la lectura a través del tacto, un montón de cosas que he descubierto de mí misma gracias a ellos, ha sido muy enriquecedor”. Y todo ello ha nutrido la novela de pasajes que conmocionan y hacen reflexionar (y vivir) al lector, como también sucedía en la novela de Fopiani, fragmentos que estremecen y se agradecen, frases que siguen resonando tiempo después de haber cerrado el libro: “El silencio también debe de tener un peso específico, si uno se detiene el tiempo suficiente para sopesarlo, o quizá también se pueda percibir a través de la piel, como la densidad de la niebla o el olor del miedo que muchos animales husmean en sus víctimas”. Sería deseable que, además del mero deleite de la lectura (y no es poco el que produce), Los caminos de la luz sirviese, nunca mejor dicho, para abrir muchos ojos, para removernos en el asiento, para que fuésemos conscientes de que no hay nada concluido: “Aún queda mucho trabajo por hacer, a buen seguro que Braille seguiría enfadado: la fecha de caducidad de los medicamentos, por ejemplo, que ellos no pueden leer, lo mismo sucede con los briks, queda mucho para una integración total. Ojalá esta historia sirva para sacudir alguna conciencia o plantearnos cuánto hay pendiente”. Lo que uno puede afirmar (y creo que sin temor a equivocarme o a que se me contradiga) es que la lectura de Los caminos de la luz transforma algo en el interior del lector, lo endereza, lo recoloca, no se sale igual que se entró, motivo que ya sería suficiente para aplaudir a Coia Valls por el estupendo trabajo realizado.