miércoles, 28 de octubre de 2015

DANDO CURSO A LA VOCACIÓN



  


 Ya he contado en otras ocasiones que lo mío con el periodismo fue un amor a primera vista pero no supe considerarlo como tal, tan sólo me parecía una afición, un disfrute como lector, oyente o espectador, algo que ni de lejos me planteaba como futuro profesional (dicho por lo de trabajar en ello, no que me esté llamando algo que, en realidad, siempre seré, es decir, “futuro profesional”, eterno aprendiz de un oficio en el que hay que estar reinventándose cada día, en el que siempre queda casi todo por aprender); fue un mundo que me cautivó mucho antes de elegir carrera universitaria (hasta que se cruzó en mi vida Luis Landero, a la recurrente pregunta de qué sería de mayor siempre respondía que abogado o catedrático –aunque no tuviese nada claro de qué ni en qué consistía, tan sólo era parte de mi sueño de estar rodeado de libros-), me sentía atrapado por él sin ser capaz de discernir que lo que ahí latía era mi auténtica vocación, todo lo relacionado con la radio y la televisión me resultaba enormemente atractivo, fingía intervenciones en los programas que escuchaba, fabulaba con estar en un estudio o en un plató, imaginaba programas (incluso “presenté” uno vinculado a la publicación semanal en la que nos divertíamos y aprendíamos con Petete, era mi manera de entretener la espera antes de comer para regresar después al colegio), quería formar parte del Un, dos, tres pero por ganas de participar en ese programa maravilloso no porque sintiese que ese mundillo me llamaba imperiosamente –o al menos no era consciente de ello- (por encima de todo, como expliqué cuando tuve la oportunidad de charlar con ella con motivo de la publicación de sus memorias, quería ser Mayra, es decir, vivir la experiencia de llevar el timón de un espectáculo de semejante calibre -recuerdo que, cuando glosaba sus para mí indudables méritos, cuando cantaba sus excelencias, siempre hacía hincapié en que era periodista, llave maestra que le permitía pasar de un programa infantil a un concurso que requería una amplia cultura para poder abordar el tema de cada semana más allá del guión o enfrentarse a cualquiera de las tareas que asumía con esos aplomo y efectividad que desplegaba como si no le costase-), me lancé a leer periódicos (bueno, en realidad cualquier cosa que caía en mis manos) compulsivamente, buscaba los artículos de opinión con fruición, leía cualquier tipo de reportaje sin discriminar, sin faro orientativo que me ayudase a discernir, aprendiendo intuitivamente, absorbiendo como una esponja, y es que lo mismo me daba que se tratase de alguna de las revistas políticas del momento –Cambio 16, Época, Tiempo, Tribuna (gracias a una compañera de trabajo del tío Miguel todas llegaban a casa)- como de otro tipo de publicaciones –Interviú, Pronto, Lecturas, nada estaba prohibido en casa aunque Hola no cayese demasiado bien porque era “la revista de los pudientes” (tampoco crean que las leía con siete años, ¿eh?, pónganle al menos diez, aunque es cierto que cualquier cosa que tenía letras despertaba mi curiosidad desde que tengo memoria y así lo confirma todo el mundo en casa –sí, puede parecer precoz e inadecuado, pero la mayoría de las cosas se escuchaban en el Telediario y nadie tapaba los oídos de los chavales-), teniendo así la primera toma de contacto con el entonces aún tibio y casi ingenuo circo mediático montado en torno al asesinato de los marqueses de Urquijo o a cómo se narró todo lo concerniente a la conocida como “dulce Neus”, por no hablar de la intoxicación por aceite de colza desnaturalizado, esa canallada que provocó centenares de muertos y demasiados miles de afectados (uno solo ya hubiese sido un crimen), o de la tragedia vivida en el camping de Los Alfaques, sucesos susceptibles todos ellos de ser teñidos de amarillismo y exacerbarse y recrearse en sus aspectos más escabrosos, no hemos cambiado tanto, pero sí es cierto que también en esas páginas se nota el descenso en la calidad, el descuido, el lenguaje desaseado, la escasa o nula ética periodística empleada, antes daba tiempo a recrearse con una prosa que enseñaba a contar, a plasmar atmósferas, a especular pero partiendo de hechos, de investigaciones, captando el color local, narrando con efectividad y oficio, en definitiva, un aprendizaje rudimentario pero lo más ecléctico posible acerca de los distintos géneros, tonos y secciones periodísticas.
   Y el caso es que, como también he contado por activa y por pasiva en cuanto he tenido oportunidad (soy muy redundante, incluso dentro de la misma frase: al modo de Escarlata O´Hara, a Dios pongo por testigo de que hago propósito de enmienda casi cada hora pero luego vuelvo a dejarme llevar y resulto incontenible e incluso incontinente), un buen día me crucé con Luis Landero en el instituto en que impartía clases de Literatura y creaba lectores apasionados antes de que sus propias novelas le facilitasen el trabajo (ya hablaremos dentro de poco de una obra que es un inmenso placer leer) y él supo sacar ese periodista que pugnaba por salir a la superficie y al que yo, absurda e irracionalmente, me había empeñado en acallar, en no poner en valor, en dejarle exponer sus razones para ver si me convencían. Y, echando la vista atrás, no fue difícil darme cuenta de lo cegato que estaba (sí, ya, soy miope desde que tenía diez años, pero se supone que de cerca veo fenomenal –de hecho, las gafas me estorban cuando manejo el móvil o leo letras muy pequeñas-), de cómo esquivaba los requiebros del oficio no sólo como consumidor de información sino en mi gusto por ficciones que, aunque no podía apreciar en su totalidad por mi inexperiencia y corta edad, me parecían irresistibles como Lou Grant (esa serie que debería formar parte del temario de cualquier lugar en que se pretenda enseñar periodismo), Todos los hombres del presidente (nunca olvidaré lo mucho que temblé la primera vez que la vi, en televisión, junto a los tíos, sin comprender muy bien por qué me interesaba tanto aquel embrollo que no terminaba de comprender, del que apenas conocía más que un nombre fácil de retener –Nixon-, pero del que no podía despegar la mirada) y una serie de TVE que, precisamente, se emitió un año antes de que Landero me preguntase “oye, ¿tú no has pensado en ser periodista”: Página de sucesos, la misma que he revisado recientemente (aunque sólo recordaba a su trío protagonista y algún detalle muy secundario).
   Programada en esa hora mágica de los viernes por la noche en que todo predisponía a la diversión, al ocio, a la libertad, a quitarse de encima las obligaciones, tenía un mejor recuerdo de esta supuesta crónica de la peripecia de periodistas que se dedican a redactar la de sucesos, en realidad una mera excusa para reunir unas cuantas historias (algunas inspiradas en crímenes celebres) con un mínimo hilo conductor del que se encargaban los personajes interpretados por Patxi Andión, Iñaki Miramón y María Asquerino, más algunos secundarios que tenían más o menos presencia según el capítulo. Con el esquematismo y sosería habituales en Antonio Giménez-Rico, su director, la serie queda como un somero y mínimo acercamiento a un oficio que dio páginas gloriosas a la profesión como lo demuestran los nombres de Margarita Landi, Antonio D. Olano, Enrique Rubio, Francisco González Ledesma o tantos otros que dignificaron un género que cimentó las bases y fue escuela, durante muchos años la única posibilidad de desarrollar y practicar un periodismo de investigación; a pesar de ello y de su escasa enjundia dramática, Página de sucesos se ve con esa nostalgia que agrada, evocando aquella mirada ingenua de entonces, volviendo a admirar a los pioneros a los que quiere homenajear, aplaudiendo a un puñado de actores irrepetibles (quienes, por desgracia y salvo muy contadas excepciones, se limitan a encarnar arquetipos, personajes sin dimensiones, son meras apariciones), esos repartos soñados en que coincidían Luis Escobar, Margot Cottens, Alicia Sánchez, Chus Lampreave, Amelia de la Torre, Aurora Redondo, Margarita Calahorra, Juan Diego, Álvaro de Luna, Sancho Gracia, Asunción Balaguer, tantos y tantos, incluso un Juan Echanove antes de despuntar en Turno de oficio, una Marisa Porcel mucho antes de hacerse enormemente popular como la Pepa de Escenas de matrimonio o un niño prodigio llamado David Zarzo. Aunque sólo sea porque, sin sentir sus efectos, fue parte del abono que dio fuerza a lo que quería germinar tanto tiempo atrás, ha sido emocionante reencontrarse con aquel chaval que, en realidad, sigue muy presente y muy vivo en mi ánimo y en mi entrega a una profesión que jamás podré abandonar (y de la que sigo enamorándome cada día, con brío renovado gracias al empeño de Pablo por volver a sentarme frente a un micrófono en un estudio de radio, tal y como sucede cada semana en Destino: Wonderland en Onda Arcoiris -  http://prnoticias.com/podcast/ondaarcoiris/cultura-lgtb/autor/708-destinowonderland -).

jueves, 22 de octubre de 2015

DONDE EL AIRE SE VUELVE SÓLIDO



  



 No es la primera ocasión en que tengo delante a alguien a quien sólo puedo mirar con ojos llenos de admiración por la labor que desarrolla, la profesión me ha puesto en varias ocasiones en el camino de una persona para la que la palabra “héroe” se me queda pequeña: gente que lo entrega todo sin esperar nada a cambio, que lucha contra las injusticias, contra la desigualdad, contra la miseria, contra el dolor, contra las catástrofes, gente que se involucra, se la juega, se implica, actúa, se coloca en primera línea, sin temor al fuego cruzado, a la violencia, al escaso o nulo valor que tiene la vida humana en determinados lugares (cada vez más numerosos, no se trata sólo de contabilizar cadáveres, ese es el último extremo, hay muchas maneras de asesinar, algunas lentas y perversas, como bien cantaba Massiel “una firma, un disparo, tanto nos da”), gente que (así lo señalan: es uno de los atributos del verdaderamente valiente) mantiene el miedo a raya para no paralizarse, lo exorciza tomando la dirección contraria a la que la prudencia y el anhelo de seguridad aconsejarían, pasan por encima de cualquier otra consideración abandonando lo cómodo, los privilegios, una cama caliente y una nevera con alimentos para procurar el bienestar de los demás, para ayudar, para facilitar, para intentar que el mundo sea un poco más habitable, para cubrir una pequeña parte de las necesidades más básicas, esas que se dan por hechas, esas que no se valoran porque se tienen satisfechas. Como ya me ha sucedido en esas oportunidades que ahora evoco, Paula Farias no puede evitar una sonrisa cansada con la que quitarse la importancia que le da el que contempla, el que no se ve capaz ni de lejos de hacer algo como lo que ella hace a diario, la expresidenta de Médicos sin Fronteras asume con cierta resignación la aureola con que la recubre alguien (un servidor) que tiene demasiado bajo el umbral del dolor, especialmente del anímico, del que carcome, del que deja sentir su huella mucho tiempo después de haberse producido la herida, la actual coordinadora de las labores de rescate que la organización desarrolla en el Mediterráneo está acostumbrada a que la celebren con epítetos gloriosos y sabe quitarles importancia de un plumazo, no se considera mejor que nadie, “es lo que toca hacer y se hace: por mucho que pienses lo contrario, reaccionarías igual si te vieses sobre el terreno” (pero, a pesar de lo que cuenta y del modo en que sabe hacerlo llegar, sigo creyendo que los cooperantes son de otra raza, que hay que tener unas cualidades de desprendimiento, empatía y fortaleza que, por mucho que me empeñe y por mucho que pueda parecer que tengo desarrolladas –especialmente las dos primeras-, jamás lograré poseer en ese grado).
   Hace ya diez años, Paula Farias publicó Dejarse llover, una breve novela que ha reeditado Suma de Letras al haberse estrenado su versión fílmica a cargo de Fernando León de Aranoa, titulada Un día perfecto, un proyecto que ha estado fraguándose casi desde aquel momento: “Conocí a Fernando justo cuando se publicó la novela porque él ya estaba participando en Invisibles [película nacida como homenaje a la labor de Médicos sin Fronteras en la que participaron cinco directores], trabajando en el norte de Uganda para hablar sobre los niños soldado y nos encontramos en un lenguaje muy común. Le atrajo en seguida ese punto irreverente que tenemos los cooperantes, poder contar cómo somos de verdad, sin mitificaciones, sin compararnos con misioneros, sin sufrimientos. Partió de las imágenes que evoco en la novela, hubo un primer guión muy aproximado a la historia tal cual, pero no funcionaba porque el cine no puede permitirse la pausa que la literatura facilita, se precisaba más acción, más personajes,… aparecieron otras situaciones y otras anécdotas aunque hubiesen pasado en otros lugares; por insólito que algo pueda parecer, creo que hay muy poco inventado en la película, ¡incluso hubo cosas que se rebajaron para que fuesen verosímiles!. Lo importante era que Fernando se apropiase de la historia, como ha hecho, y la transformara en algo suyo, no se puede narrar igual con palabras que con imágenes”. Y si bien es cierto que León de Aranoa ha recuperado parte del pulso que parecía haber perdido con Amador, esa película que se atascaba en los primeros minutos y se veía incapaz de remontar el vuelo, querer alejarse del tono y estilo que le dieron popularidad y prestigio (las lacerantes y espléndidas Barrio y Los lunes al sol) ha dejado esta cinta a mitad de camino de lo que podría o debería haber sido, un filme que se ve con facilidad e interés pero que provoca desapego, que deja poco rastro (por mucho que la complicidad entre Tim Robbins y Benicio del Toro funcione con gran efectividad, por mucho que el carisma de cada uno se potencie al contacto con el otro y el espectador no pueda sino sentirse atrapado e implicado) porque carga demasiado las tintas en lo cómico, en ocasiones parece buscar sin más el chiste, la carcajada, no querer perturbar al público; sí, Paula Farias reconoce ese talante en sí misma y en sus compañeros, pero una cosa es cómo lo vive cada uno y otra muy distinta cómo se ofrece a ojos extraños, cómo resulta forzado el cambio de registro, cómo se rehúye el dramatismo implícito del texto original –o cuando menos cómo se arrincona o atenúa-, por mucho que el retrato que ambas estrellas llevan a cabo sea creíble, muy realista, dos camaradas que llevan toda la vida envueltos en semejantes fregados, un modo habitual de comportarse entre los cooperantes: “Son personas que están a su faena, no se les puede poner más carga emocional que de la que quieren tener, están trabajando, pensando en la tarea que tienen que llevar a cabo; los que hacemos cooperación rechazamos esa intensidad que continuamente nos atribuyen, parece que estamos todo el día con el dramatismo a cuestas, al borde del abismo, dejándote la vida, y así no es posible trabajar. Hay algunos que no saben salir de ese papel que se han adjudicado a priori y hay que hacerles espabilar porque, además, es obsceno estar en un lugar así y permitirte pensar que comprendes lo que les está pasando y, para colmo, ponerte más dramático aún; esa actitud es una auténtica falta de vergüenza porque si las cosas no van bien te vuelves a lo confortable, a la comodidad en que has nacido, es una falta de respeto total hacer el numerito. Lo normal es un ambiente de equipo bestial, la sensación del codo con codo, tenemos un punto gamberro, pero hay una enorme cohesión de equipo, nos sentimos como los legionarios en Astérix, “¡en posición tortuga!”, y así vamos a por todas y movemos montañas, es una energía positiva, no en lamento o pesadumbre, porque juntos podemos con todo”.
   Dejarse llover es una historia muy sutil, aparente y engañosamente leve, un cuaderno de notas que, a pesar de la urgencia, de ir brotando sobre la marcha, de nacer cuando las emociones aún están funcionando a pleno rendimiento, esboza con la necesaria distancia lo que pasa por la cabeza de una persona situada en pleno conflicto, da pinceladas certeras y tenues (jamás brochazos furiosos) para que el lector se deje llevar (y llover) por la cadencia de una prosa tenue (por lo sencilla y delicada) que dibuja atmósferas en las que detenerse e ir rellenando los huecos, masticando los silencios, asumiendo realidades, deteniéndose en las páginas en blanco para reposar, para meditar, para no precipitarse: “Me alegra mucho que lo digas porque quería contar ese silencio de las guerras: entre las bombas, entre tanto ruido, hay mucho tiempo, hay mucho espacio en el que pasan muchas cosas cotidianas, y eso es lo que yo quería contar. Busco y provoco esa pausa que, en realidad, es mi forma de escribir: midiendo el ritmo, la puntuación, que haya cadencia, si me apuras es buscar algo de poesía en la prosa; aunque esta novela lo busque, siempre parece que escribo con metrónomo, me sobran cosas porque no entran en el ritmo no porque la frase no las necesite”. En ese sentido, reconoce el magisterio de su padre, Juan Farias, finalista del Nadal en 1965, reconocido autor de literatura infantil y juvenil (Premio Nacional en esta categoría en 1980 con Algunos niños, tres perros y más cosas), alguien que “hacía prosa poética aunque no lo pretendiese, buscaba la palabra precisa tanto en significado como en tiempo, y tal y como él me enseñó no quiero que sobre nada, procuro que no haya paja, hay mucho trabajo de ir puliendo, de quitar capas, dejando sólo un trocito pequeño pero sabroso. Son notas de campo que se van reduciendo hasta la frase que mejor define y el argumento es una mera excusa para transmitir sensaciones”. Una de las características que más sorprende y al mismo tiempo cautiva de Dejarse llover es la distancia que la autora sabe tomar con los acontecimientos narrados, una cierta frialdad que consigue traspasar con más intensidad que si recurriese a un vocabulario extremo, a una adjetivación grandilocuente, a un tono exacerbado y muy trillado, a la repetición de determinados tópicos, es una prosa que cala por calmada e irrebatible, porque permite respirar pero va acumulándose hasta que asfixia al lector sin que éste quiera impedirlo ni suelte el libro: “Todo lo que voy viendo, lo que me va pasando, lo voy transformando automáticamente en una narración, en un cuento, lo escribo todo y así me lo guardo, es mi manera de tomar fotografías. Pero la distancia ya estaba ahí, desde su propia esencia, sale de las tripas pero se transforma en el cuento que quieres contarte para explicarte lo que ocurre: no coloco bien las cosas hasta que no me las cuento, soy así. Escribo para saber quién es cada pieza del cuento, no lo hago por simplificar, al revés: lo que no puedes transformar en un cuento es porque no lo has comprendido bien, porque no has llegado a la esencia de lo que te está ocurriendo, es un ejercicio muy sano intentar encontrar el cuento y en estas situaciones de conflicto es más fácil ver el cuento que hay debajo porque, emocionalmente hablando, hay mucho menos ruido, las cosas están muy a flor de piel, expuestas sin tapujos; en general, en el día a día, hay demasiadas capas, la cebolla es muy compleja y hay factores de confusión que te despistan”.
   Dentro de esa evanescencia que caracteriza al modo de escribir de Paula Farias (define a los personajes con una frase, por un mero rasgo, insinúa más que muestra), el paisaje, el escenario, el continente está absolutamente desdibujado, podría ocurrir en cualquier parte, aunque es inevitable que el velo no consiga taparlo todo: “No quería situar la acción, pero no me salió del todo, al final se ven los Balcanes y en parte comprendí que viene bien una cierta localización; aunque la idea inicial era abstraerlo completamente, los personajes no tenían nombre, pero fui haciendo aterrizar cosas, ya que de otro modo me quedaba demasiado en el aire y regresé, sólo un poquito y en parte, al lugar en que nació la historia, pero nunca quise contar los Balcanes en sí. De hecho, Fernando se planteó ubicar la película en África, pero había cosas que no funcionaban y al final volvimos al origen; pero yo quería narrar esa sensación de vulnerabilidad, la volatilidad de las cosas, ese constante vivir con miedo: nunca podré olvidar el aire tan denso, había francotiradores dispersos por todos lados, no sabías qué podía pasar, quise reflejar esa atmósfera tremenda que se vive como algo natural, hay que tragarse el miedo porque no queda otra, no se puede vivir asustado permanentemente, todo eso es algo universal, dónde ocurre no cambia lo que se siente”. Es inevitable hacer preguntas que no apelan a la Paula escritora sino a la volcada en su labor humanitaria porque la actualidad así lo demanda, porque el todavía cercano verano nos ha encogido el alma en demasiadas ocasiones, porque las soluciones aún no han llegado, porque el considerado mundo civilizado tropieza cada día, porque se diría que sólo sabemos fracasar: “El mundo ha sido siempre un lugar tremendamente desigual, pero a veces las cosas se hacen más mediáticas, nos dan más de cerca, como sucede con los refugiados sirios, por ejemplo: es fácil empatizar con ellos, se nos parecen tanto, nos duele porque nos vemos a nosotros mismos. Estoy en primera línea y me parece… no sé, no es que me indigne, es que me deja perpleja la actitud de Europa, cómo se mira hacia otro lado; pero cosas tremendas ocurren en muchos lugares del mundo y no las sentimos igual. Y, al mismo tiempo, también suceden cosas muy hermosas, no creo que ahora vayan peor, lo que sí pasa es que ahora son más visibles y nos pillan muy cerca, y el mundo es cada vez más desigual, las diferencias de siempre se hacen más palpables; pero no me quedo con la visión catastrófica, me niego a ello”. Y, al mismo tiempo, no duda en señalar con el dedo a los máximos responsables de que la situación no mejore, antes bien, se agrave a cada minuto: “La gente que nos gobierna se ha vuelto muy cortoplacista, quizás antes se tenía otra altura de miras, había una ética diferente, ahora sólo se miran los resultados inmediatos, lo que pueda afectar a mi micromundo, cómo mantenerme en mi puesto un rato más. Y eso es lo que da tanta tristeza en las reacciones de Europa, que nadie está pensando en los críos que están en la frontera, sólo en su trocito de mundo que cada vez se vuelve más miserable. Antes había una nobleza que ahora se ve muy poco”.
   Y de eso habla Dejarse llover, de personas que no se conforman con que eso sea lo que hay, que piensan que es posible mejorar, que pelean porque este mundo sea menos absurdo, menos inhóspito, menos cruel, menos devorador, esté menos maniatado por imposiciones y restricciones que abundan en el error, por recomendaciones (con muchas comillas) que frenan, impiden y coartan: “Nos dejamos llover muy poco, no nos dejamos en paz, nos imponemos una gran cantidad de normas y a veces están para saltártelas, para ponerlas en tu propia escala y decidir cuáles aceptas y cuáles no; es un constante en la vida del cooperante: las trabas burocráticas que te hacen perder innumerables horas en una frontera discutiendo para que nos dejen pasar el material, para obtener un salvoconducto, discusiones eternas que son absurdas. Además, la traba suele aparecer muy lejos de lo que está ocurriendo, en realidad no entiende su propia razón de ser, es una imposición de salón; no sólo en estos contextos, en infinidad de situaciones del día a día lo que se decide en un despacho está muy lejos de la trinchera y por eso sólo te queda abrir mucho los ojos y preguntar “¿de qué me estás hablando?” e intentar esquivar el obstáculo”. Es una lectura sugerente y reveladora, que casi deberíamos considerar obligatoria (no como imposición, sino como forma de despertar, de actuar, de posicionarse, de involucrarse), empaparnos de esta lluvia que, despacio pero persistentemente, empapa nuestra mente y nos lleva a preguntarnos qué podemos hacer (y a procurar llevarlo a cabo).

sábado, 17 de octubre de 2015

SEA DIVA LA QUE SEA DIVA





  Recurrimos una vez más al DRAE, pero ya sabemos que, en ocasiones, resulta muy complicado definir una palabra, acotar su significado, más allá de la inoperancia un tanto palmaria que a veces demuestran los que limpian, fijan y dan esplendor a nuestro idioma (algunos de los cuales ocupan un sillón en la docta institución sin tener muy claro cuáles son sus méritos o cuál es la obra que les ha llevado hasta allí), más allá de su tardanza en aceptar giros, añadidos, creaciones populares, porque, aun sabiendo cómo y por qué la utilizamos, sin que existan dudas sobre lo que queremos decir, en realidad cada quien acuña su propia definición, matiza el porqué de esa expresión, todo el mundo tiene bastante claro quién podría ser señalado de esa manera y quién no, pero, a pesar de cierto consenso, siempre aparecen variaciones, notas a pie de página, elementos que se escapan a la convención, actualizaciones del término. De ese modo, si alguien habla de una diva nos hacemos una imagen bastante aproximada de a qué se refiere, pero habrá que tener el oído atento porque pudiera ser que lo dijese peyorativamente, como crítica, como insulto (y es un matiz del que advierte el Diccionario), ir concretando el término según el contexto, según la persona considerada como tal, puesto que, con cierta astucia y notoria inconcreción, la Academia no se moja demasiado y señala como primera acepción de la palabra –diva- al adjetivo “dicho de un artista del mundo del espectáculo, y en especial de un cantante de ópera: Que goza de fama superlativa”; es decir, y así sucede, que tan diva es la Callas como la Streisand, Madonna como la Montiel, la Streep como la Velasco, que son muchas las que pueden reclamar ese cetro y así se lo demuestran legiones de admiradores que las adoran y darían la vida por ellas (hipérbole que, según el concierto o el evento, no resulta serlo tanto). Precisamente no hace mucho que hubo una conmoción en la Fuerza, una explosión en el universo de las divas que, de confirmarse y tomar forma, sería el origen de nuevas galaxias, de otras constelaciones, obligaría a un replanteamiento del término: parece que el runrún que llevaba un tiempo agitándonos, ese que nos llevó al delirio cuando, dándole carta de naturaleza, Barbra atacó en su gira de 2013 algunos compases de uno de los temas de Gypsy, va tomando forma de una manera impensada, reuniendo a la diva de siempre con una de las más potentes actualmente, una que va encontrando su lugar – o sus lugares, multiplicidad que es privilegio de alguien que ostenta la categoría de la que venimos hablando- tapando muchas bocas (aunque no podamos olvidar su descarado plagio de la incombustible Madonna, otra que tal en esto de reivindicar brillos, tronos, coronas y demás aditamentos propios de una diva que provoca el delirio sólo con ser nombrada), una que ha demostrado mayores capacidades vocales de lo que se quería pensar, una que ha empezado a picotear aquí y allá para extender su imperio y dar buena cuenta de su versatilidad, la sorprendente sustituta de Jessica Lange como máximo reclamo en la quinta temporada de American Horror Story (subtitulada Hotel) –y a la que ansiamos le hagan más justicia que en el un tanto decepcionante primer capítulo-, es decir, Lady Gaga, quien se anuncia como compañera de reparto de la Streisand en una nueva versión cinematográfica de Gypsy con la que, desde ya, hemos empezado a soñar y a babear (y a regodearnos por cómo le habrá sentado la noticia a otra diva, Patti Lupone, esa que parece pensar que si ella canta un musical nadie más tiene derecho a hacerlo por los siglos de los siglos).
   Pero, parafraseando a aquel culebrón de los 80 que fue pionero en lo de congregar espectadores delante del televisor (y tenía mérito porque se emitía en horario matinal –si bien es cierto que la mayoría lo grabábamos (sí, yo también, ¿qué pasa?, ¡menudos ratos más buenos!), las divas también lloran, es lógico, no nos sorprende, mantener su estatus es estresante, no se puede bajar la guardia, no pueden relajarse ni dar nada por sentado, Eva Harrington acecha en cualquier rincón, las zancadillas al más puro estilo Showgirls son el pan suyo de cada día (y muchas lo saben bien porque gracias a una similar consiguieron encumbrarse), la cover es la peor enemiga, las mejores canciones siempre las tienen los demás, es un auténtico sinvivir. Con gran sentido del humor, enormes dosis de ironía, autocrítica punzante y sin recato, El lamento de las divas -que puede verse actualmente en el Teatro Alfil todos los viernes y, en ocasiones, algún sábado- es un eléctrico espectáculo en que tres intérpretes que deberían estar en las marquesinas de algún musical de gran formato son acompañadas por una banda que consigue un sonido magnífico y envolvente para que, a través de canciones muy conocidas (y de alguna desopilante compuesta para la ocasión), las que dan nombre al show expresen sus cuitas, sus pesares, sus reivindicaciones, se luzcan como absolutas todoterrenos, se ganen la complicidad y el aplauso del público desde el primer momento, sorprendiendo con esa rompedora y maravillosa versión de Mi gran noche de Raphael (digan lo que digan, toda una diva -qué sabe nadie lo que es serlo-, un absoluto escándalo cuando se adueña de la escena, dotado de ese algo intangible e innegable que identifica al artista que resiste el paso del tiempo y no para de sumar adeptos, incondicionales, legiones de fans enfervorecidos). Dulcinea Juárez, Julia Möller y Eva María Cortés conforman un trío explosivo en el que cada una es un tipo de diva, un estilo diferente, una de las posibles caras de esa realidad múltiple a la que constreñimos en una sola palabra, espléndidas voces que se completan con un colosal talento cómico del que se desprenden con facilidad para explorar su vena más dramática en el homenaje de Rocío Jurado (¿Cómo dejarla fuera en la enumeración de divas patrias? Sólo una diva puede decir lo de “hace tiempo que no siento nada al hacerlo contigo” –y más cuando lo dijo por primera vez- y provocar el aplauso –y el asentimiento más o menos ostensible- de las señoras que se sienten defendidas gracias a esa letra).
   Echando de menos una columna vertebral algo más definida para que el espectáculo tomase el vuelo que merece (en un principio parece que va a haberla, pero muy pronto se cifra todo a las personalidades que hay en escena, a su carisma, a sus virtudes, a su entrega –algo, por cierto, que no podría hacerse en gran parte de la oferta existente en la cartelera porque aún quedarían más al aire las carencias, las inaptitudes, los timos-), un hilo conductor que lo alejase del mero recital (no porque no sea magnífico, no porque no agrade y satisfaga tal y como se desarrolla –precisamente por eso, porque de esas energías podría salir algo aún más acabado, más sólido, una función incontestable-), El lamento de las divas propone hora y media de evasión, de carcajadas, de ritmo trepidante, de reencuentro con temas mil veces tarareados (y es que, en contra de lo que puede pensarse, para sentirse partícipe no hace falta ser amante de los musicales, por mucho que eso ayude y predisponga –dicho sea para todos esos que reniegan de los mismos sin haber visto más que uno o dos, si acaso, esos que meten todo en el mismo saco repitiendo lugares comunes, frases hechas, estereotipos que han recogido aquí y allá, sin juzgar por su propia experiencia, esos que canturrean No llores por mí, Argentina, Memory,  Getsemaní o, tal y como suelen decir, “la canción de Los Miserables”, ignorando que el musical tiene al menos veinte más-). Es una excelente oportunidad para comprobar de primera mano y muy de cerca la vis cómica de Eva María Cortés, la explosión vocal a que puede llegar Julia Möller, la energía desbordante e inagotable de Dulcinea Juárez, aunque estas facultades son intercambiables entre las tres porque ofrecen un repertorio muy extenso (no sólo el meramente musical), no ocultan sus armas, todo lo contrario, postulan con creces al título de divas, de señoras de la escena, de reinas de la interpretación, el que terminan obteniendo cuando el público no puede evitar bramar y ponerse en pie ante la majestad de tres mujeres portentosas.