jueves, 22 de octubre de 2015

DONDE EL AIRE SE VUELVE SÓLIDO



  



 No es la primera ocasión en que tengo delante a alguien a quien sólo puedo mirar con ojos llenos de admiración por la labor que desarrolla, la profesión me ha puesto en varias ocasiones en el camino de una persona para la que la palabra “héroe” se me queda pequeña: gente que lo entrega todo sin esperar nada a cambio, que lucha contra las injusticias, contra la desigualdad, contra la miseria, contra el dolor, contra las catástrofes, gente que se involucra, se la juega, se implica, actúa, se coloca en primera línea, sin temor al fuego cruzado, a la violencia, al escaso o nulo valor que tiene la vida humana en determinados lugares (cada vez más numerosos, no se trata sólo de contabilizar cadáveres, ese es el último extremo, hay muchas maneras de asesinar, algunas lentas y perversas, como bien cantaba Massiel “una firma, un disparo, tanto nos da”), gente que (así lo señalan: es uno de los atributos del verdaderamente valiente) mantiene el miedo a raya para no paralizarse, lo exorciza tomando la dirección contraria a la que la prudencia y el anhelo de seguridad aconsejarían, pasan por encima de cualquier otra consideración abandonando lo cómodo, los privilegios, una cama caliente y una nevera con alimentos para procurar el bienestar de los demás, para ayudar, para facilitar, para intentar que el mundo sea un poco más habitable, para cubrir una pequeña parte de las necesidades más básicas, esas que se dan por hechas, esas que no se valoran porque se tienen satisfechas. Como ya me ha sucedido en esas oportunidades que ahora evoco, Paula Farias no puede evitar una sonrisa cansada con la que quitarse la importancia que le da el que contempla, el que no se ve capaz ni de lejos de hacer algo como lo que ella hace a diario, la expresidenta de Médicos sin Fronteras asume con cierta resignación la aureola con que la recubre alguien (un servidor) que tiene demasiado bajo el umbral del dolor, especialmente del anímico, del que carcome, del que deja sentir su huella mucho tiempo después de haberse producido la herida, la actual coordinadora de las labores de rescate que la organización desarrolla en el Mediterráneo está acostumbrada a que la celebren con epítetos gloriosos y sabe quitarles importancia de un plumazo, no se considera mejor que nadie, “es lo que toca hacer y se hace: por mucho que pienses lo contrario, reaccionarías igual si te vieses sobre el terreno” (pero, a pesar de lo que cuenta y del modo en que sabe hacerlo llegar, sigo creyendo que los cooperantes son de otra raza, que hay que tener unas cualidades de desprendimiento, empatía y fortaleza que, por mucho que me empeñe y por mucho que pueda parecer que tengo desarrolladas –especialmente las dos primeras-, jamás lograré poseer en ese grado).
   Hace ya diez años, Paula Farias publicó Dejarse llover, una breve novela que ha reeditado Suma de Letras al haberse estrenado su versión fílmica a cargo de Fernando León de Aranoa, titulada Un día perfecto, un proyecto que ha estado fraguándose casi desde aquel momento: “Conocí a Fernando justo cuando se publicó la novela porque él ya estaba participando en Invisibles [película nacida como homenaje a la labor de Médicos sin Fronteras en la que participaron cinco directores], trabajando en el norte de Uganda para hablar sobre los niños soldado y nos encontramos en un lenguaje muy común. Le atrajo en seguida ese punto irreverente que tenemos los cooperantes, poder contar cómo somos de verdad, sin mitificaciones, sin compararnos con misioneros, sin sufrimientos. Partió de las imágenes que evoco en la novela, hubo un primer guión muy aproximado a la historia tal cual, pero no funcionaba porque el cine no puede permitirse la pausa que la literatura facilita, se precisaba más acción, más personajes,… aparecieron otras situaciones y otras anécdotas aunque hubiesen pasado en otros lugares; por insólito que algo pueda parecer, creo que hay muy poco inventado en la película, ¡incluso hubo cosas que se rebajaron para que fuesen verosímiles!. Lo importante era que Fernando se apropiase de la historia, como ha hecho, y la transformara en algo suyo, no se puede narrar igual con palabras que con imágenes”. Y si bien es cierto que León de Aranoa ha recuperado parte del pulso que parecía haber perdido con Amador, esa película que se atascaba en los primeros minutos y se veía incapaz de remontar el vuelo, querer alejarse del tono y estilo que le dieron popularidad y prestigio (las lacerantes y espléndidas Barrio y Los lunes al sol) ha dejado esta cinta a mitad de camino de lo que podría o debería haber sido, un filme que se ve con facilidad e interés pero que provoca desapego, que deja poco rastro (por mucho que la complicidad entre Tim Robbins y Benicio del Toro funcione con gran efectividad, por mucho que el carisma de cada uno se potencie al contacto con el otro y el espectador no pueda sino sentirse atrapado e implicado) porque carga demasiado las tintas en lo cómico, en ocasiones parece buscar sin más el chiste, la carcajada, no querer perturbar al público; sí, Paula Farias reconoce ese talante en sí misma y en sus compañeros, pero una cosa es cómo lo vive cada uno y otra muy distinta cómo se ofrece a ojos extraños, cómo resulta forzado el cambio de registro, cómo se rehúye el dramatismo implícito del texto original –o cuando menos cómo se arrincona o atenúa-, por mucho que el retrato que ambas estrellas llevan a cabo sea creíble, muy realista, dos camaradas que llevan toda la vida envueltos en semejantes fregados, un modo habitual de comportarse entre los cooperantes: “Son personas que están a su faena, no se les puede poner más carga emocional que de la que quieren tener, están trabajando, pensando en la tarea que tienen que llevar a cabo; los que hacemos cooperación rechazamos esa intensidad que continuamente nos atribuyen, parece que estamos todo el día con el dramatismo a cuestas, al borde del abismo, dejándote la vida, y así no es posible trabajar. Hay algunos que no saben salir de ese papel que se han adjudicado a priori y hay que hacerles espabilar porque, además, es obsceno estar en un lugar así y permitirte pensar que comprendes lo que les está pasando y, para colmo, ponerte más dramático aún; esa actitud es una auténtica falta de vergüenza porque si las cosas no van bien te vuelves a lo confortable, a la comodidad en que has nacido, es una falta de respeto total hacer el numerito. Lo normal es un ambiente de equipo bestial, la sensación del codo con codo, tenemos un punto gamberro, pero hay una enorme cohesión de equipo, nos sentimos como los legionarios en Astérix, “¡en posición tortuga!”, y así vamos a por todas y movemos montañas, es una energía positiva, no en lamento o pesadumbre, porque juntos podemos con todo”.
   Dejarse llover es una historia muy sutil, aparente y engañosamente leve, un cuaderno de notas que, a pesar de la urgencia, de ir brotando sobre la marcha, de nacer cuando las emociones aún están funcionando a pleno rendimiento, esboza con la necesaria distancia lo que pasa por la cabeza de una persona situada en pleno conflicto, da pinceladas certeras y tenues (jamás brochazos furiosos) para que el lector se deje llevar (y llover) por la cadencia de una prosa tenue (por lo sencilla y delicada) que dibuja atmósferas en las que detenerse e ir rellenando los huecos, masticando los silencios, asumiendo realidades, deteniéndose en las páginas en blanco para reposar, para meditar, para no precipitarse: “Me alegra mucho que lo digas porque quería contar ese silencio de las guerras: entre las bombas, entre tanto ruido, hay mucho tiempo, hay mucho espacio en el que pasan muchas cosas cotidianas, y eso es lo que yo quería contar. Busco y provoco esa pausa que, en realidad, es mi forma de escribir: midiendo el ritmo, la puntuación, que haya cadencia, si me apuras es buscar algo de poesía en la prosa; aunque esta novela lo busque, siempre parece que escribo con metrónomo, me sobran cosas porque no entran en el ritmo no porque la frase no las necesite”. En ese sentido, reconoce el magisterio de su padre, Juan Farias, finalista del Nadal en 1965, reconocido autor de literatura infantil y juvenil (Premio Nacional en esta categoría en 1980 con Algunos niños, tres perros y más cosas), alguien que “hacía prosa poética aunque no lo pretendiese, buscaba la palabra precisa tanto en significado como en tiempo, y tal y como él me enseñó no quiero que sobre nada, procuro que no haya paja, hay mucho trabajo de ir puliendo, de quitar capas, dejando sólo un trocito pequeño pero sabroso. Son notas de campo que se van reduciendo hasta la frase que mejor define y el argumento es una mera excusa para transmitir sensaciones”. Una de las características que más sorprende y al mismo tiempo cautiva de Dejarse llover es la distancia que la autora sabe tomar con los acontecimientos narrados, una cierta frialdad que consigue traspasar con más intensidad que si recurriese a un vocabulario extremo, a una adjetivación grandilocuente, a un tono exacerbado y muy trillado, a la repetición de determinados tópicos, es una prosa que cala por calmada e irrebatible, porque permite respirar pero va acumulándose hasta que asfixia al lector sin que éste quiera impedirlo ni suelte el libro: “Todo lo que voy viendo, lo que me va pasando, lo voy transformando automáticamente en una narración, en un cuento, lo escribo todo y así me lo guardo, es mi manera de tomar fotografías. Pero la distancia ya estaba ahí, desde su propia esencia, sale de las tripas pero se transforma en el cuento que quieres contarte para explicarte lo que ocurre: no coloco bien las cosas hasta que no me las cuento, soy así. Escribo para saber quién es cada pieza del cuento, no lo hago por simplificar, al revés: lo que no puedes transformar en un cuento es porque no lo has comprendido bien, porque no has llegado a la esencia de lo que te está ocurriendo, es un ejercicio muy sano intentar encontrar el cuento y en estas situaciones de conflicto es más fácil ver el cuento que hay debajo porque, emocionalmente hablando, hay mucho menos ruido, las cosas están muy a flor de piel, expuestas sin tapujos; en general, en el día a día, hay demasiadas capas, la cebolla es muy compleja y hay factores de confusión que te despistan”.
   Dentro de esa evanescencia que caracteriza al modo de escribir de Paula Farias (define a los personajes con una frase, por un mero rasgo, insinúa más que muestra), el paisaje, el escenario, el continente está absolutamente desdibujado, podría ocurrir en cualquier parte, aunque es inevitable que el velo no consiga taparlo todo: “No quería situar la acción, pero no me salió del todo, al final se ven los Balcanes y en parte comprendí que viene bien una cierta localización; aunque la idea inicial era abstraerlo completamente, los personajes no tenían nombre, pero fui haciendo aterrizar cosas, ya que de otro modo me quedaba demasiado en el aire y regresé, sólo un poquito y en parte, al lugar en que nació la historia, pero nunca quise contar los Balcanes en sí. De hecho, Fernando se planteó ubicar la película en África, pero había cosas que no funcionaban y al final volvimos al origen; pero yo quería narrar esa sensación de vulnerabilidad, la volatilidad de las cosas, ese constante vivir con miedo: nunca podré olvidar el aire tan denso, había francotiradores dispersos por todos lados, no sabías qué podía pasar, quise reflejar esa atmósfera tremenda que se vive como algo natural, hay que tragarse el miedo porque no queda otra, no se puede vivir asustado permanentemente, todo eso es algo universal, dónde ocurre no cambia lo que se siente”. Es inevitable hacer preguntas que no apelan a la Paula escritora sino a la volcada en su labor humanitaria porque la actualidad así lo demanda, porque el todavía cercano verano nos ha encogido el alma en demasiadas ocasiones, porque las soluciones aún no han llegado, porque el considerado mundo civilizado tropieza cada día, porque se diría que sólo sabemos fracasar: “El mundo ha sido siempre un lugar tremendamente desigual, pero a veces las cosas se hacen más mediáticas, nos dan más de cerca, como sucede con los refugiados sirios, por ejemplo: es fácil empatizar con ellos, se nos parecen tanto, nos duele porque nos vemos a nosotros mismos. Estoy en primera línea y me parece… no sé, no es que me indigne, es que me deja perpleja la actitud de Europa, cómo se mira hacia otro lado; pero cosas tremendas ocurren en muchos lugares del mundo y no las sentimos igual. Y, al mismo tiempo, también suceden cosas muy hermosas, no creo que ahora vayan peor, lo que sí pasa es que ahora son más visibles y nos pillan muy cerca, y el mundo es cada vez más desigual, las diferencias de siempre se hacen más palpables; pero no me quedo con la visión catastrófica, me niego a ello”. Y, al mismo tiempo, no duda en señalar con el dedo a los máximos responsables de que la situación no mejore, antes bien, se agrave a cada minuto: “La gente que nos gobierna se ha vuelto muy cortoplacista, quizás antes se tenía otra altura de miras, había una ética diferente, ahora sólo se miran los resultados inmediatos, lo que pueda afectar a mi micromundo, cómo mantenerme en mi puesto un rato más. Y eso es lo que da tanta tristeza en las reacciones de Europa, que nadie está pensando en los críos que están en la frontera, sólo en su trocito de mundo que cada vez se vuelve más miserable. Antes había una nobleza que ahora se ve muy poco”.
   Y de eso habla Dejarse llover, de personas que no se conforman con que eso sea lo que hay, que piensan que es posible mejorar, que pelean porque este mundo sea menos absurdo, menos inhóspito, menos cruel, menos devorador, esté menos maniatado por imposiciones y restricciones que abundan en el error, por recomendaciones (con muchas comillas) que frenan, impiden y coartan: “Nos dejamos llover muy poco, no nos dejamos en paz, nos imponemos una gran cantidad de normas y a veces están para saltártelas, para ponerlas en tu propia escala y decidir cuáles aceptas y cuáles no; es un constante en la vida del cooperante: las trabas burocráticas que te hacen perder innumerables horas en una frontera discutiendo para que nos dejen pasar el material, para obtener un salvoconducto, discusiones eternas que son absurdas. Además, la traba suele aparecer muy lejos de lo que está ocurriendo, en realidad no entiende su propia razón de ser, es una imposición de salón; no sólo en estos contextos, en infinidad de situaciones del día a día lo que se decide en un despacho está muy lejos de la trinchera y por eso sólo te queda abrir mucho los ojos y preguntar “¿de qué me estás hablando?” e intentar esquivar el obstáculo”. Es una lectura sugerente y reveladora, que casi deberíamos considerar obligatoria (no como imposición, sino como forma de despertar, de actuar, de posicionarse, de involucrarse), empaparnos de esta lluvia que, despacio pero persistentemente, empapa nuestra mente y nos lleva a preguntarnos qué podemos hacer (y a procurar llevarlo a cabo).