sábado, 30 de junio de 2018

ME GUSTA EL FÚTBOL (EN CÓMIC)





   No siempre (en realidad sucede bastantes menos veces de lo que parece indicar la sabiduría popular -dejaremos a un lado las diferentes escuelas conductistas o similares e incluso el esquematismo y la negación del libre albedrío o la individualidad-) se cumple aquello de que los hijos imitan a los padres (o los niños a los mayores, ampliemos las opciones) o reproducen lo que han visto hacer en su familia, en su entorno, lo que les ha sido transmitido/impuesto como norma, hábito, costumbre, aquello que se espera de ellos; es cierto que la educación más íntima y próxima deja una impronta muy acusada de la que resulta complicado deshacerse en la edad madura, cómo negar la importancia de lo que los adultos erigidos en modelo enseñan a unas criaturas en formación, maleables e influenciables en grado sumo, pero hay múltiples ejemplos de que la huella dejada y los efectos provocados son mínimos e incluso los opuestos a los deseados, siendo lo más evidente de esto que se indica el hecho de que dos hermanos criados del mismo modo, en el mismo ambiente, con las mismas condiciones de aprendizaje, estímulo y otras características que van moldeando un carácter, devienen con el tiempo (e incluso a una corta edad) en personalidades totalmente opuestas. Viene el asunto al hecho de que, al igual que tantas cosas que van apareciendo en este rincón, la afición futbolística está en mis genes, es decir, en mi familia siempre ha gustado mucho lo que, gracias a Zipi y Zape (está bien poder recurrir a los tebeos precisamente hoy), empecé a llamar balompié, pareciéndome que de ese modo quitaba cierta importancia (o aureola épica) a lo que ocupaba las horas de gran parte de mis compañeros de colegio (si bien es cierto que no con el grado de fanatismo y obsesión que ha alcanzado), a ese juego/deporte que les hacía perder la cabeza, a lo que la profesora de Gimnasia (así llamamos siempre a la asignatura e incluso como tal aparecía en los horarios entregados a principio de curso) consideraba un recreo (y que en mi caso recibía con algarabía porque así no había que saltar el potro o hacer el pino). Mi abuela era madridista hasta la médula (y más hondo), no se perdía ninguna retransmisión, se quedaba abstraída mirando la pantalla ignorando a los demás, participaba activamente de las incidencias, hacía tertulia con mi padre y el tío Miguel, dos grandes aficionados (uno del Madrid y el otro del Atlético, pero jamás discutían más que entre bromas y con un pique muy sano), lo de mi madre merecería capítulo aparte, aunque es una gran forofa de su equipo (también el Madrid) se implica con cualquier partido, escoge un favorito y todo se le va en reclamar penalti en cualquier jugada que se lo parezca (sí, exagero algo, pero tampoco crean que mucho). Mi padre y mi hermano fueron socios muchos años, he ido muchas tardes de sábado al Bernabéu a ver al filial (conocido entonces como el Castilla), incluso fui testigo del homenaje a Pirri, pero el fútbol jamás me despertó otra cosa que aburrimiento, nunca me interesó en absoluto.

   Creo que este desapego viene desde muy atrás, desde el mismo momento en que hubiese debido apasionarme por él, hablo de aquellos domingos en que el partido de la semana paralizaba el país y era programa televisivo obligatorio (no había más opciones), sobre todo porque suponía cierta visita recurrente (y nada sorpresiva por más que ese fue durante demasiado tiempo el saludo habitual a su llegada) que jamás me complació, fui testigo de demasiadas broncas, de puñetazos en la mesa, de insultos, de la violencia que siempre traía/llevaba consigo alguien a quien prefiero olvidar por más que haya gente (la que menos debería querer que yo haga memoria) empeñada en que ese lastre siga pesándome en el corazón y provocándome lágrimas de rabia, de dolor, de rencor, de odio absoluto, no tengo por qué andar con paños calientes precisamente aquí (llanto que no supone lástima de mí mismo, sino la impotencia de tantos años, las uñas clavadas para no estallar, el recuerdo siempre vivo de lo que soportaron la abuela, mi padre y el tío Miguel en aras de una armonía familiar inexistente pero cuya imagen se quería mantener -por más que, nunca mejor dicho, fuese un secreto a voces cómo era aquel personaje-, todo para cimentar unos afectos con los pies de barro que uno, aunque niño, no podía concebir ni asimilar a los que le nacían hacia las personas citadas). Y la cosa fue a más (las visitas, quiero decir -y todo lo demás-) cuando el fútbol se convirtió casi en objeto de lujo televisivo y el tío se hizo socio del canal de pago que adquirió sus derechos (lo cierto es que no se dio de alta hasta que sucedió lo mismo con la Feria de San Isidro, pero lo uno trajo lo otro); ya era tarde para aficionarme a algo que, además, seguía despertándome (aunque fuese por causas exógenas a lo que sucedía sobre el césped reglamentario) espanto, asco, mucho dolor, el esfuerzo de mantener un buen tono, una sonrisa, todo lo contrario a lo que hubiese hecho/dicho sin las (benditas en el sentido de que estaban aquí) ataduras que personas tan importantes para mí suponían (aunque en ese entonces ya tenía autonomía -y edad- como para no tener que estar siempre allí). Aun así, recuerdo momentos divertidos con la abuela, partidos emocionantes a los que era imposible resistirse, lo grato que era ver el partido de la Premier League de cada sábado con el tío (y, las cosas como son, dando alguna cabezada que otra -los dos- o durmiendo sin recato -ídem-), los de la selección española (algo especialmente meritorio en esos tiempos en que aún no era La Roja), pero, como digo, casi cualquier cosa me resulta más atractiva que ceder noventa minutos de mi vida a unos señores que corren (los que lo hacen) detrás de un balón (aunque, y siempre bromeamos en este aspecto Pablo y yo con nuestras amigas Rocío y Sandra -futboleras hasta las trancas, aunque eso es quedarse corto-, hay “mucho arte” sobre el terreno de juego). Y habrá quien se esté preguntando a cuento de qué estoy soltando este rollo, aunque imagino que los leales y asiduos no se sorprenden, si todo es para justificar que en unas horas veré el enfrentamiento entre España y Rusia, el partido de octavos de final del Mundial 2018 (es, al menos, mi intención, igual me limito a ir echando un ojo a Internet -o a estar pendiente de las reacciones de los vecinos, de lo que llegue desde la calle-), pero bien saben propios (y hasta puede que algún extraño) que lo mío no es caminar en línea recta, lo que sucede es que en estas memorias de lector que voy desgranando con melodías extraídas del arpa hoy le ha tocado el turno a un simpático volumen que Ediciones B lanzó con motivo del acontecimiento deportivo, ese cuya foto ilustra el presente texto, es decir, el Mortadelo Especial Mundial 2018.

   Lo primero que conviene aclarar es, como viene siendo tradición desde Argentina 78, el maestro Ibáñez publicó no hace mucho la aventura que Mortadelo y Filemón protagonizan en torno al torneo celebrado cada cuatro años (titulada sencillamente Mundial 2018) y que aquí nos hacemos eco de un especial que reúne viñetas ya publicadas con algunas dibujadas para la ocasión, organizadas de modo que conforman un curioso (y jocoso) manual para aficionados y profanos, es decir, no hay ninguna trama que seguir más allá de alguna historieta breve, pero sí muchos motivos para volver a sonreír (o a soltar la carcajada, depende de cada uno) con los agentes de la T.I.A. y el resto de personajes de la serie, sin olvidar la imprescindible y tronchante colaboración de Rompetechos (a quien regresaremos en breve con la atención -y el cariño- que merece puesto que se publicó el primer tomo -y qué tomo- de una colección que reunirá todas sus aventuras). Tras un test futbolero (en el que, por cierto, un servidor obtuvo un 17 sobre 24, o sea, un resultado “normalillo. No está mal. Zidane hizo el test y sólo acertó 16”, según se indica en la resolución del mismo), entramos en la primera parte (o zona), marcada al igual que las demás con el sello de “secreto a tope” de la T.I.A., la llamada simplemente El fútbol, donde merecen especial atención las curiosidades totalmente verídicas tales como que uno de cada veinte jugadores se lesiona cuando celebra un gol o que fue el Milan, en 1981, el primer equipo que imprimió el nombre de los jugadores en el dorso de las camisetas. En la sección titulada El jugador hay tiempo para un diccionario médico que hubiese hecho las delicias de José Luis Coll, para abordar con sentido del humor el asunto de las lesiones y para ofrecer a los jugadores la fórmula perfecta para no quedar mal en una rueda de prensa (y es en estas páginas en las que más protagonismo tiene el profesor Bacterio).

   Los hinchas tienen su momento en el apartado La afición, donde, además de aprender algunas tácticas para los piques futboleros (aunque la T.I.A. advierte de que no se hace responsable de lo que suceda cuando se apliquen), veremos al Súper transformado, por efecto de uno de los supositorios desoxirribonucleicos agilipuertadores de Bacterio, en El súper hincha y un estudio que compara las reacciones consideradas normales con las que tiene un forofo recalcitrante. El momento más puramente Ibáñez del volumen llega con La T.I.A. y el fútbol para concluir con el específico Rusia 2018 donde, tras una nueva muestra de imaginación y alarde cómico del creador al hacer desfilar a las diferentes selecciones que concurren, Putin y el Súper tienen un intercambio de impresiones que está a punto de descongelar aquella guerra que algunos se empeñan en considerar no terminada (a pesar de la caída del Muro, la desaparición de la URSS y demás hechos históricos). Como colofón, unas páginas que ahora han tornado en premonitorias (sobre todo en lo que a La Roja se refiere) puesto que se centran en el VAR, esas siglas que todos hemos aprendido a escribir correctamente (por más que, como bien dice Sandra, lo que más nos tira y es más divertido es cuando la palabra empieza por “b”). No sé si se harán más o menos aficionados, si puede ser una adecuada toma de contacto con el asunto, el caso es que con Mortadelo Especial Mundial 2018 lo pasarán en grande (y, como en mi caso, desterrarán viejos fantasmas asociados al fútbol). Por cierto, Ibáñez es tan genial que ha reconocido en diferentes ocasiones que de fútbol más bien sabe poco, ¡cualquiera lo diría! Lo más plausible es que provoca que los lectores se ríen con él, no de él.  

jueves, 28 de junio de 2018

TOMAN EL TÉ SIN ADVERTIR






   Hubo un tiempo (dicho así suena solemne, aunque me refiero a un periodo no demasiado largo, la cosa me duró un año o poco más) en que me prometí no volver a mencionar al hotel Ritz de Madrid delante de un micrófono, en que me juré no hacerle ningún tipo de publicidad, borrarlo de mi vocabulario y punto. Todo vino por la rueda de prensa convocada allí el 23 de diciembre de 1996 para presentar la versión cinematográfica del musical Evita dirigida por Alan Parker, lunes muy lluvioso en que, en apenas un minuto y ante los numerosos fans congregados en las inmediaciones del edificio (los más osados buscando subterfugios para, como diría Mecano, meterse dentro) a la espera de poder saludar/fotografiar/tocar/pedir autógrafos a su estrella preferida (Madonna), el histórico y lujoso recinto quedó, literalmente, blindado y nadie podía entrar ni salir del mismo (este segundo aspecto lo resolvieron con cierta premura, aunque no antes de que algunos huéspedes se vieran afectados). Ante la impotencia para contener a la masa llena (en un muy alto porcentaje) de fervor adolescente, los responsables de seguridad (o quien diese la orden) optaron por dejar a todo el mundo fuera, mojándose (hice una conexión por móvil para Cita a las dos cobijado en el paraguas de una compañera de otra emisora), mientras el tiempo iba pasando, nadie se responsabilizaba de nada y no había ni rastro de Madonna (como no lo hubo hasta la noche, aterrizó en Barajas con el tiempo justo para asistir al preestreno en el Coliseum, dato que la prensa conocía y ofrecía pero nadie quería creer). Tan o más ineficaces fueron (antes y después, es decir, durante el a todas luces excesivo tiempo que se mantuvieron en un puesto para el que no estaban capacitados -y lo diré así aunque las máximas responsables eran mujeres-) aquellos que debían facilitar el trabajo de la prensa, el departamento que en esa empresa productora/distribuidora (Buena Vista) se puede permitir el lujo de menospreciar a (casi) todo el mundo y trabajar bajo la ley del mínimo (o ningún) esfuerzo puesto que maneja/representa a una marca que está vendida de antemano y de la que cualquiera olvida agravios (o se ve obligado a ello) con tal de ponerse bajo su paraguas en forma de portadas, publicidad, contenidos que llaman la atención y siguen siendo muy reclamados por público de todas las edades. Y afirmo tal porque, al final, con no recuerdo cuánto retraso, habilitaron (ejem) el acceso de la prensa por una puerta trasera (la que desde el principio se había indicado pero fuimos yendo a la delantera cuando topamos con un muro -metafórico, es por no repetir palabras- infranqueable), hubo que correr, empujar, apartar, sortear, puesto que todo el control de aquellas muchachas y su equipo fue ir preguntando quiénes éramos y, sin consultar ningún listado de acreditaciones (ni conocernos a la mitad más que de nombre si acaso), sin confirmar identidades, ser un auténtico coladero que llenó a rebosar la sala, incluyendo algunos fans con pancartas. Las imágenes aparecieron en Caiga quien caiga, incluyendo un audio muy revelador recogido por una grabadora puesta sobre la mesa (hace de aquello algo más de veinte años como antes indiqué) en que una de las susodichas de aquel infausto departamento de prensa (con sus iniciales, C. D., será suficiente) advierte/indispone a Antonio Banderas (ha sido la única oportunidad, de las varias en que he tenido la fortuna de tenerle cerca, en que el actor se ha mostrado seco, abrupto, a la defensiva, con desgana) ante la presencia de algunos dispuestos, según ella, a reventar la rueda de prensa (precisamente, el mismo programa que difundiría este testimonio). El caso es que, perdón por la nueva batallita, aquello me hizo estar de morros con el hotel (el resto de implicados/culpables es capítulo aparte) y llegué a decirle a mi compañero de entonces (y de tantos años), Miguel Ángel Yáñez, que si volvíamos a emitir Las tardes del Ritz (como habíamos hecho para anunciar el evento y que estaríamos allí para cubrirlo) pensaba tapar su nombre y tararear sobre la letra “a merendar siempre aquí” o “aunque cien años llegara a vivir, yo no olvidaría las tardes aquí”.

   Pero el resquemor pasó, en parte porque acudí a diferentes actos, presentaciones, ruedas de prensa, entrevistas, cócteles y cenas en que no hubo ninguna tensión (la que acabo de describir fue, sin duda, creada/aumentada por C. D. y sus gentes -y así quedó demostrado en demasiadas ocasiones-), el trato con gerentes, relaciones públicas, personal del hotel fue siempre exquisito, el cuplé volvió a conquistarme (es de mis favoritos), me reí evocando el episodio (y mi un tanto absurdo encono, lo reconozco -pero no fue nada grato estar bajo la lluvia mientras explicaba a los oyentes que de lo esperado no había nada que contar y sí el lastimoso suceso, sin tener claro, por cierto, si la rueda de prensa iba a celebrarse-) en el mismo momento en que supe de la existencia de una novela titulada Los lunes en el Ritz, a cuya autora, Nerea Riesco, he seguido con placer e interés desde que leyese Ars Magica hace algo más de una década, insistiendo/rogando a mi querida Pepa Muñoz que organizase uno de sus fantásticos encuentros literarios, algo que fue muy sencillo por la propia disponibilidad de la escritora y del sello que ha publicado esta (por el momento) última obra, Espasa. ¿Se imaginan que hubiese cumplido mi amenaza? Me hubiera perdido una (otra) novela estupenda de Nerea, ya que no querer decir (en este caso, escribir) Ritz hubiese transformado este texto en un engendro, la propia lectura se hubiese visto afectada al tropezar unas cuantas veces (portada incluida) con la palabra maldita, en fin, chorradas del pasado que uno se resiste a olvidar. Además, el hotel se erige como personaje, la autora lo trata como a uno más, no quiere que sea un mero escenario, quiere que imponga su presencia, que interactúe con los demás, que influya en los destinos de las criaturas que lo habitan o pasan por allí algunas tardes (o noches). Si bien es cierto que casi desde el principio el Ritz estuvo ahí, Nerea Riesco empezó a perfilar una novela sino diferente con otro planteamiento: “Tenía muchas ganas de contar una historia que transcurriese durante la II República, no la estudié en su momento, no sé el resto pero yo apenas recuerdo que la mencionaran en clase, es como si hubiera un vacío, tenía una idea bastante distorsionada y poco clara del periodo. No quería meterme en la guerra, aunque al final sea necesario hacerlo, pero, por otro lado, quería reflejar el momento en que el Ritz fue un hospital de sangre, allí estaba una vez más como testigo y protagonista de la historia, es algo con lo que me fui encontrando durante la documentación y, por lo tanto, como la época la tenía clara, opté por que el hotel fuese el epicentro y la idea original cambió muchísimo, manteniendo el momento histórico, eso sí”.

   Y una vez con el Ritz jugando a dos bandas (escenario principal y personaje con, valga la redundancia, personalidad poderosa) llegó el huracán definitivo, aquel que alteró los planes de Nerea pero le otorgó un sólido armazón sobre el que ir construyendo su(s) historia(s): “Lo que me cambió totalmente la novela fue “Crónica”, “El Cronista Impaciente” en mi ficción, revista que empezó a editarse en 1929, cuando arranca la novela, y que se publicó hasta finales de 1938 cuando se quedaron sin papel. De sus páginas me he nutrido para mil detalles, modos y costumbres del momento, cosas curiosas, divertidas, el asombro, por ejemplo, de encontrar unas mujeres que pilotaban aviones, que eran toreras, que se sentaban en el Congreso, que por fin podían votar, las sin sombrero, las que llevaban pantalones, unas mujeres más avanzadas y con más derechos que las que tuvieron que sufrir la guerra y la dictadura, sin autonomía ni libertades, sólo podían hacer lo que el marido les permitiese, se fue para atrás”. De este modo, cada capítulo (que cubre un año) comienza con un párrafo similar a este: “Aquel fue el año en el que se lanzó al mercado el desarrollador de senos Pilules Orientales. En los anuncios destacados de las páginas centrales del “Cronista Impaciente” se certificaba el aumento y la firmeza del pecho femenino, sin perjudicar la salud, en el plazo de dos meses, por el módico precio de 7,50 pesetas.” En la trama serán importantes anuncios de prensa que Nerea ha inventado recreando el tono, estilo y contenido de los que eran habituales en las publicaciones de la época pero ha tomado de la realidad hechos tan curiosos como los que acaban de leerse, captando y transmitiendo a la perfección la cotidianidad, lo que era habitual, lo que sucedía tras los muros del Ritz y más allá de ellos: “Pensé la novela en términos de “Arriba y abajo”, contrastar a la gente de la alta sociedad con el hambre y la miseria que, además, se podían encontrar a escasos metros del hotel. Así, por ejemplo, tenían expuesta la cubertería de oro que Alfonso XIII había regalado al hotel porque decía que ese era el único material que no trasladaba sabor a los alimentos, pero lo que se vivía en las calles era terrible, no hay más que ver algunas imágenes de la época, aunque en las presentaciones que estoy haciendo procuro recurrir a las más amenas, sobre todo a los anuncios porque son muy divertidos y sorprendentes”.

   De entre la plétora de personajes que recorren las páginas de Los lunes en el Ritz destacan, por supuesto, aquellas que se reúnen allí semanalmente, la esposa del director del establecimiento, Eveline, sus mejores amigas, Tatita y Piluca, y, sobre todo, su hija, Martina, la verdadera protagonista por más que la novela tenga vocación coral en su afán (y logro) por convertirse en el retrato de una época, dando voz a gentes de orígenes y destinos diversos (por no decir opuestos), tomando el pulso con maestría a un tiempo en que los acontecimientos se acumulan y poco a poco empiezan a precipitarse, un reto del que Nerea Riesco sale muy airosa dando muestras una vez más de su capacidad narrativa, de sus facultades y cualidades para conducir al lector con brío y sin esfuerzo, de su habilidad para no caer en el maniqueísmo ni en lo trivial, combinando a la perfección lo sentimental con lo político, el costumbrismo con los hechos históricos, consiguiendo una mezcla que no resulta tal (no se notan las junturas), creando un conjunto sólido en el que nada (ni nadie) está fuera de lugar. Como característica (y valor) fundamental la manera en que dibuja personajes/personalidades, su escasa o nula identificación con uno de ellos en concreto: “Tengo algo hasta del malo más malo porque creo que no se puede describir la personalidad de alguien de quien no entiendes sus comportamientos. Intento que los personajes sean como en la vida real, nunca somos de una sola forma, por eso dependiendo de quién hable sobre nosotros dirá una cosa o la contraria”. Y su cuidado para no cargar las tintas e influir en el lector desde el principio se percibe de una manera muy acusada en el que reconoce fue el personaje que más le costó: “Fran [el hermano de Martina], porque es el que menos se parece a mí, tal vez me siento reflejada en su rebeldía y en cómo, al ser muy joven, se deja influenciar por otros: se implica políticamente por los que le rodean, hubiera hecho lo mismo en algo totalmente distinto, se vuelca en lo que hay. Pero, a pesar de esta distancia, una de sus escenas es de las que más me ha conmovido escribir, me refiero al momento en que entra en el Cuartel de la Montaña, totalmente enfervorecido. Ya que estamos, diré que las otras que más me impactaron fueron, por un lado, la de Casas Viejas, no sólo por lo narrado en sí sino porque me daba miedo que el lector desconectase, es algo muy ajeno al Ritz, por eso necesitaba en ella a Nicolás, y, sin duda, la última escena que protagoniza Piluca, no contemos más [por supuesto que no, que la vivan tal y como llega], una que tuve muy clara desde el principio. Pero, volviendo al principio, me ha costado mucho amar a Fran, enamorarme de él como autora”. Es, sin duda, un personaje al que no cuesta despreciar pero al que Nerea no condena implacablemente porque, como tantos, es fruto de una educación (o de una falta de la misma en el sentido más humano del término), de un padre que tiene planificado su destino, no tiene herramientas para rebelarse, le han enseñado desde niño que se puede permitir el lujo de ser cobarde, inconsciente y, si se quiere, cruel: “Fran necesita dirigir su energía hacia algo y lo hace con lo que le llega a través de la chica del momento, a la que quiere, sí, pero da prioridad a lo demás. Y, como digo, hubiera involucrado su vida en cualquier otra cosa que le hubiera surgido y de la que le hubieran convencido, no tiene ningún sueño propio, no ha tenido que luchar por nada”. No le defiendo ni justifico, pero no puedo evitar comprenderle, en parte porque me recuerda, al igual que tantos y tantas en la novela, a gente que he conocido o de la que me habló mi abuela, nacida en 1911 y, por lo tanto, alguien que, de alguna manera, habita en las páginas de esta novela que tanto me ha emocionado por recordármela con tanta viveza, a veces ha sido como volver a escucharla en aquellas tardes de merienda junto a la radio o jugando a las cartas (sí, no era una señora nada convencional, moderna antes, después y seguiría siéndolo si viviese).

   Sin dejar de lado el asunto de los personajes, por más que parezca lo fácil/trillado (camino que jamás toma Nerea), conviene aclarar que la protagonista no es un trasunto de la autora: “En Martina reconozco la ilusión de los primeros años, las ganas de hacer cosas, los sueños de comerme el mundo, la seguridad absoluta de que todo iba a salir bien, pero yo tengo mucho más de Piluca, para empezar, estamos muy cercanas en edad. Es una mujer apasionadísima y me gusta que sea un personaje contradictorio que provoca una sensación agridulce. Todo lo suyo está llevado al límite porque es lo que le cuadra, tenía que ser muy teatral, pero quien más quien menos ha llegado a un momento en que se plantea por qué tomó ciertas decisiones en el pasado para acabar llegando a un presente que no gusta pero ya no se puede cambiar. Eso sucede, sobre todo, cuando sientes que hiciste las cosas tal y como te dijeron que tenían que hacerse y eso no te ha servido para estar más contenta”. Piluca es otra de esas damas que se reúnen los lunes en el Ritz, pero no podemos olvidar a la divertida Tatita, quien sí tiene un claro referente fácilmente identificable (así me lo confirma cuando hago la correspondencia entre ambas): “Tatita es Pitita Ridruejo, totalmente. Me venía muy bien un personaje así, en parte para algún momento cómico, también porque en esos años Elena Fortún escribe un libro sobre lecturas de mano, en el “Crónica” se habla mucho de estos temas, era incluso chic tener tu propia echadora de cartas. En el fondo, he querido que estas mujeres de la alta sociedad fuesen algo así como las raras, no las típicas, que tuviesen alguna particularidad que las distinguiese del resto y, así, sólo podían relacionarse entre ellas. Y, para rematar la faena, aparece el padre Eugenio”. Un personaje que se nutre de varios, confiesa la autora, por más que los lectores de ahora no tendrán problemas en asociarlo al Padre Ángel, el creador de Mensajeros de la Paz, fundación a la que Nerea ha donado con carácter indefinido los derechos de autor de esta novela (por lo tanto, todos los que adquieran un ejemplar de Los lunes en el Ritz estarán colaborando con una buenísima causa). Como es norma en este ángulo oscuro del salón, uno no quiere desvelar demasiados detalles de lo que las páginas del libro albergan, pero no querría concluir esta toma de contacto entre ustedes y el mismo sin hacer hincapié en algo antes esbozado: a pesar de centrarse en un momento muy politizado y polarizado, la autora pone en un segundo plano (sólo cobra el protagonismo necesario en capítulos tan brillantes como los ya citados del Cuartel de la Montaña y, sobre todo, Casas Viejas) lo bélico, lo histórico, lo ideológico, utilizándolo con mesura y, especialmente (lo que es plausible y loable), con distancia, integrándolo con los personajes: “He procurado equilibrar las ideologías del momento, que ninguna destacase o resultase beneficiada, al margen de que, a pesar del momento histórico retratado, no quería que la política ocupase el primer plano. Siempre se escribe desde un bando u otro, marcando mucho la opción del autor, quise que todos los personajes pudiesen ser comprendidos y, sobre todo, centrarme en gente que simplemente quiere vivir y no se entrega a una ideología ni, desde luego, está dispuesta a dar la vida o a matar por ella. Gente cuyo máximo sueño es ser lo más feliz posible”. Y esa es la gente que, aunque en la novela no se cuente, tras el té hacía mil locuras por más que mirase mamá y, en caso de fijarse, seguro que se lanzaba a regañar a esas parejas que, al bailar, se hablaban de amor con atroz frenesí. Aunque cien años llegara a vivir, yo no olvidaría Los lunes en el Ritz.