sábado, 30 de junio de 2018

ME GUSTA EL FÚTBOL (EN CÓMIC)





   No siempre (en realidad sucede bastantes menos veces de lo que parece indicar la sabiduría popular -dejaremos a un lado las diferentes escuelas conductistas o similares e incluso el esquematismo y la negación del libre albedrío o la individualidad-) se cumple aquello de que los hijos imitan a los padres (o los niños a los mayores, ampliemos las opciones) o reproducen lo que han visto hacer en su familia, en su entorno, lo que les ha sido transmitido/impuesto como norma, hábito, costumbre, aquello que se espera de ellos; es cierto que la educación más íntima y próxima deja una impronta muy acusada de la que resulta complicado deshacerse en la edad madura, cómo negar la importancia de lo que los adultos erigidos en modelo enseñan a unas criaturas en formación, maleables e influenciables en grado sumo, pero hay múltiples ejemplos de que la huella dejada y los efectos provocados son mínimos e incluso los opuestos a los deseados, siendo lo más evidente de esto que se indica el hecho de que dos hermanos criados del mismo modo, en el mismo ambiente, con las mismas condiciones de aprendizaje, estímulo y otras características que van moldeando un carácter, devienen con el tiempo (e incluso a una corta edad) en personalidades totalmente opuestas. Viene el asunto al hecho de que, al igual que tantas cosas que van apareciendo en este rincón, la afición futbolística está en mis genes, es decir, en mi familia siempre ha gustado mucho lo que, gracias a Zipi y Zape (está bien poder recurrir a los tebeos precisamente hoy), empecé a llamar balompié, pareciéndome que de ese modo quitaba cierta importancia (o aureola épica) a lo que ocupaba las horas de gran parte de mis compañeros de colegio (si bien es cierto que no con el grado de fanatismo y obsesión que ha alcanzado), a ese juego/deporte que les hacía perder la cabeza, a lo que la profesora de Gimnasia (así llamamos siempre a la asignatura e incluso como tal aparecía en los horarios entregados a principio de curso) consideraba un recreo (y que en mi caso recibía con algarabía porque así no había que saltar el potro o hacer el pino). Mi abuela era madridista hasta la médula (y más hondo), no se perdía ninguna retransmisión, se quedaba abstraída mirando la pantalla ignorando a los demás, participaba activamente de las incidencias, hacía tertulia con mi padre y el tío Miguel, dos grandes aficionados (uno del Madrid y el otro del Atlético, pero jamás discutían más que entre bromas y con un pique muy sano), lo de mi madre merecería capítulo aparte, aunque es una gran forofa de su equipo (también el Madrid) se implica con cualquier partido, escoge un favorito y todo se le va en reclamar penalti en cualquier jugada que se lo parezca (sí, exagero algo, pero tampoco crean que mucho). Mi padre y mi hermano fueron socios muchos años, he ido muchas tardes de sábado al Bernabéu a ver al filial (conocido entonces como el Castilla), incluso fui testigo del homenaje a Pirri, pero el fútbol jamás me despertó otra cosa que aburrimiento, nunca me interesó en absoluto.

   Creo que este desapego viene desde muy atrás, desde el mismo momento en que hubiese debido apasionarme por él, hablo de aquellos domingos en que el partido de la semana paralizaba el país y era programa televisivo obligatorio (no había más opciones), sobre todo porque suponía cierta visita recurrente (y nada sorpresiva por más que ese fue durante demasiado tiempo el saludo habitual a su llegada) que jamás me complació, fui testigo de demasiadas broncas, de puñetazos en la mesa, de insultos, de la violencia que siempre traía/llevaba consigo alguien a quien prefiero olvidar por más que haya gente (la que menos debería querer que yo haga memoria) empeñada en que ese lastre siga pesándome en el corazón y provocándome lágrimas de rabia, de dolor, de rencor, de odio absoluto, no tengo por qué andar con paños calientes precisamente aquí (llanto que no supone lástima de mí mismo, sino la impotencia de tantos años, las uñas clavadas para no estallar, el recuerdo siempre vivo de lo que soportaron la abuela, mi padre y el tío Miguel en aras de una armonía familiar inexistente pero cuya imagen se quería mantener -por más que, nunca mejor dicho, fuese un secreto a voces cómo era aquel personaje-, todo para cimentar unos afectos con los pies de barro que uno, aunque niño, no podía concebir ni asimilar a los que le nacían hacia las personas citadas). Y la cosa fue a más (las visitas, quiero decir -y todo lo demás-) cuando el fútbol se convirtió casi en objeto de lujo televisivo y el tío se hizo socio del canal de pago que adquirió sus derechos (lo cierto es que no se dio de alta hasta que sucedió lo mismo con la Feria de San Isidro, pero lo uno trajo lo otro); ya era tarde para aficionarme a algo que, además, seguía despertándome (aunque fuese por causas exógenas a lo que sucedía sobre el césped reglamentario) espanto, asco, mucho dolor, el esfuerzo de mantener un buen tono, una sonrisa, todo lo contrario a lo que hubiese hecho/dicho sin las (benditas en el sentido de que estaban aquí) ataduras que personas tan importantes para mí suponían (aunque en ese entonces ya tenía autonomía -y edad- como para no tener que estar siempre allí). Aun así, recuerdo momentos divertidos con la abuela, partidos emocionantes a los que era imposible resistirse, lo grato que era ver el partido de la Premier League de cada sábado con el tío (y, las cosas como son, dando alguna cabezada que otra -los dos- o durmiendo sin recato -ídem-), los de la selección española (algo especialmente meritorio en esos tiempos en que aún no era La Roja), pero, como digo, casi cualquier cosa me resulta más atractiva que ceder noventa minutos de mi vida a unos señores que corren (los que lo hacen) detrás de un balón (aunque, y siempre bromeamos en este aspecto Pablo y yo con nuestras amigas Rocío y Sandra -futboleras hasta las trancas, aunque eso es quedarse corto-, hay “mucho arte” sobre el terreno de juego). Y habrá quien se esté preguntando a cuento de qué estoy soltando este rollo, aunque imagino que los leales y asiduos no se sorprenden, si todo es para justificar que en unas horas veré el enfrentamiento entre España y Rusia, el partido de octavos de final del Mundial 2018 (es, al menos, mi intención, igual me limito a ir echando un ojo a Internet -o a estar pendiente de las reacciones de los vecinos, de lo que llegue desde la calle-), pero bien saben propios (y hasta puede que algún extraño) que lo mío no es caminar en línea recta, lo que sucede es que en estas memorias de lector que voy desgranando con melodías extraídas del arpa hoy le ha tocado el turno a un simpático volumen que Ediciones B lanzó con motivo del acontecimiento deportivo, ese cuya foto ilustra el presente texto, es decir, el Mortadelo Especial Mundial 2018.

   Lo primero que conviene aclarar es, como viene siendo tradición desde Argentina 78, el maestro Ibáñez publicó no hace mucho la aventura que Mortadelo y Filemón protagonizan en torno al torneo celebrado cada cuatro años (titulada sencillamente Mundial 2018) y que aquí nos hacemos eco de un especial que reúne viñetas ya publicadas con algunas dibujadas para la ocasión, organizadas de modo que conforman un curioso (y jocoso) manual para aficionados y profanos, es decir, no hay ninguna trama que seguir más allá de alguna historieta breve, pero sí muchos motivos para volver a sonreír (o a soltar la carcajada, depende de cada uno) con los agentes de la T.I.A. y el resto de personajes de la serie, sin olvidar la imprescindible y tronchante colaboración de Rompetechos (a quien regresaremos en breve con la atención -y el cariño- que merece puesto que se publicó el primer tomo -y qué tomo- de una colección que reunirá todas sus aventuras). Tras un test futbolero (en el que, por cierto, un servidor obtuvo un 17 sobre 24, o sea, un resultado “normalillo. No está mal. Zidane hizo el test y sólo acertó 16”, según se indica en la resolución del mismo), entramos en la primera parte (o zona), marcada al igual que las demás con el sello de “secreto a tope” de la T.I.A., la llamada simplemente El fútbol, donde merecen especial atención las curiosidades totalmente verídicas tales como que uno de cada veinte jugadores se lesiona cuando celebra un gol o que fue el Milan, en 1981, el primer equipo que imprimió el nombre de los jugadores en el dorso de las camisetas. En la sección titulada El jugador hay tiempo para un diccionario médico que hubiese hecho las delicias de José Luis Coll, para abordar con sentido del humor el asunto de las lesiones y para ofrecer a los jugadores la fórmula perfecta para no quedar mal en una rueda de prensa (y es en estas páginas en las que más protagonismo tiene el profesor Bacterio).

   Los hinchas tienen su momento en el apartado La afición, donde, además de aprender algunas tácticas para los piques futboleros (aunque la T.I.A. advierte de que no se hace responsable de lo que suceda cuando se apliquen), veremos al Súper transformado, por efecto de uno de los supositorios desoxirribonucleicos agilipuertadores de Bacterio, en El súper hincha y un estudio que compara las reacciones consideradas normales con las que tiene un forofo recalcitrante. El momento más puramente Ibáñez del volumen llega con La T.I.A. y el fútbol para concluir con el específico Rusia 2018 donde, tras una nueva muestra de imaginación y alarde cómico del creador al hacer desfilar a las diferentes selecciones que concurren, Putin y el Súper tienen un intercambio de impresiones que está a punto de descongelar aquella guerra que algunos se empeñan en considerar no terminada (a pesar de la caída del Muro, la desaparición de la URSS y demás hechos históricos). Como colofón, unas páginas que ahora han tornado en premonitorias (sobre todo en lo que a La Roja se refiere) puesto que se centran en el VAR, esas siglas que todos hemos aprendido a escribir correctamente (por más que, como bien dice Sandra, lo que más nos tira y es más divertido es cuando la palabra empieza por “b”). No sé si se harán más o menos aficionados, si puede ser una adecuada toma de contacto con el asunto, el caso es que con Mortadelo Especial Mundial 2018 lo pasarán en grande (y, como en mi caso, desterrarán viejos fantasmas asociados al fútbol). Por cierto, Ibáñez es tan genial que ha reconocido en diferentes ocasiones que de fútbol más bien sabe poco, ¡cualquiera lo diría! Lo más plausible es que provoca que los lectores se ríen con él, no de él.