En el tiempo en que Pablo colaboró con Afectos en la noche y nos deleitó con su saber y exquisito gusto
musical, como no podía ser de otra manera porque la adora, dedicó uno de los
espacios a la figura y el arte de la siempre actual, mágica y perturbadora
Edith Piaf, dosificando a la perfección como sólo él sabía hacer (medía al milímetro
qué sonaría y cuándo dejaría de hacerlo, la progresión dramática y emocional de
los fragmentos escuchados, la historia que los temas musicales conformaban al
estar dispuestos de ese modo y/o la que ayudaban a contar -en este caso, la
biografía de la artista-), sin excesos pero sin titubeos, entrando por derecho
en un repertorio que tanto maravilla como duele, así lo dijo en un momento
dado, “debemos parar, hay que tener cuidado porque la Piaf duele mucho”, y es
cierto que, más allá de dejarse mecer por un modo de decir irrepetible (por más
que cada poco aparezcan imitadores o que tales se pretenden), más allá del
éxtasis inoculado por una garganta que crea belleza sin cesar, más allá de la
irresistible corriente de empatía que se establece con ella por cómo se pasea
por melodías de esas que Ana Belén llamaría venenosas (resulta imposible
resistirse a sus efectos) y se mete en nuestros corazones antes de que seamos
conscientes de ello, el oyente no puede (ni quiere -hablo por mí-) sustraerse a
la notoria melancolía que, más o menos acusada, se percibe en cada nota, a la honda
oscuridad que contiene cada trino (no en vano su apellido artístico significa “gorrión”
en francés), al peaje pagado por cada sonrisa triste, puede que desganada, sin
duda descreída y un tanto irónica, algunos dirían cínica, a las lágrimas
vertidas que hacen temblar la voz, a las contenidas y sólo en parte remansadas
que hacen cosquillear las cuerdas vocales para que vibren de un modo característico,
diríase único sin miedo a parecer exagerado. Efectivamente, la Piaf duele,
conmueve, angustia, encoge, golpea, pero la experiencia vivida merece la pena,
porque pellizca el corazón con honestidad, sin artificios, desnudando el alma,
sin rehuir la batalla, sin cortapisas, haciendo sentir un extraño regocijo, una
efervescencia que funde las dos caras de la moneda hasta ser una sola y, puesto
que no es posible separarlas, afrontamos el penar con tal de alcanzar la
efímera pero muy placentera gloria de ver la vida en tonos rosas.
Piaf, voz y delirio es un
espectáculo que nos sumerge directamente en el corazón casi permanentemente
desgarrado y sangrante de la artista francesa, un musical estremecido y
estremecedor que no esconde lo amargo, lo inquietante, lo terrible de una
existencia torturada que derramaba belleza a costa de reprimir el llanto inconsolable
que se erigía como su verdadera banda sonora, de procurar mantener a raya (al
menos el tiempo que estaba en escena) los lacerantes dolores que su frágil y castigado
cuerpo le infligía pero, sobre todo, los que azotaban su alma y le
resquebrajaban (le habían resquebrajado sin remisión, recomponerlo ya no era
posible) el corazón. Así lo cuenta en el programa de mano el autor y uno de los
componentes del grupo de dirección, el periodista y poeta Leonardo Padrón,
cuando evoca el comienzo de los ensayos y “una
tarde, en un espacio desnudo de artificios teatrales, con una luz que
atravesaba limoneros y árboles de mango, mientras Mariaca desconfiguraba su
cuerpo para simular la artrosis y la decadencia de Piaf, mientras de su
garganta salían los primeros versos de “La Vie en Rose”, y unos largos
percheros giraban a su alrededor simulando una escenografía en movimiento,
ocurrió un instante decisivo: el presentimiento de la belleza”. Y no hubo
marcha atrás posible, es lo que ocurre con Piaf, sabemos que nos dejaremos
jirones de cuerpo y alma pero nos arrepentiríamos más pronto o más tarde (a
buen seguro lo primero) de estar lejos, de hacer oídos sordos, de negarnos ese
mal, de negarnos ese bien, porque necesitamos gentes como Edith que no se
esconden, que erige monumentos en forma de himnos al amor sin metáforas
bucólicas o simplistas, que sabe de lo amargo, que lo necesita para, así,
valorar y vivir más intensamente los estallidos de felicidad, que no pregona imágenes
edulcoradas, es esa autenticidad la que la hace inmortal.
Mariaca Semprún, intérprete vigorosa y total, artista con un currículum
apabullante (y envidiado como espectador: ¡Quién la hubiese podido disfrutar
como La Lupe, en Sonrisas y lágrimas,
también en La duda o La casa de Bernarda Alba), recrea a la
Piaf, la hace suya, toma su propio camino, se aleja tanto de la impactante
interpretación de Marion Cotillard como de la enérgica e igualmente prodigiosa
de Elena Roger (a quien tuvimos el placer de ovacionar tanto en Londres como en
Madrid), lo suyo es una inmersión en el espíritu, en el alma baqueteada, en la
voracidad con que la francesa se lanzaba al escenario, boqueando como los peces
hasta que el foco de luz, el público, la música la envolvía y atrapaba
transformándola en gigante fieramente humano (una vez más hay que incidir en
aquello que la singulariza: la compunción al final del verso, la alegría ambigua,
la aflicción a flor de piel). No es una imitación, no es una calcomanía, no es
un remedo, es la asunción de un modo de sentir y vivir, de una manera de
afrontar cada tema como si fuese el último, masticando las palabras,
acariciando los oídos, abrazando y a ratos estrujando los corazones del público.
Es impresionante cómo, más allá de los gestos que la evocan/homenajean, más
allá del indudable tributo, Mariaca Semprún se adueña de Padam… Padam… (“Qui bat comme
un couer de bois”), de La Foule (tan
distinta a la composición original -Que
nadie sepa mi sufrir- de Ángel Cabral y Enrique Dizeo de la que sólo
conserva la melodía a la que supera en todos los sentidos -y eso que a uno le
encanta aquello de “Y pensar que te adoraba
tiernamente, que a tu lado como nunca me sentí”), de algunas canciones ya
insinuadas, de ese testamento artístico y vital que supuso/supone Non, je ne regrette rien (una canción de
la que tatuarse cada verso). Acompañada por una banda que extrae lo mejor de
cada composición y que evita lo trillado, que dota de nuevos aires a temas
escuchados hasta la saciedad, Mariaca Semprún despliega un sinfín de recursos,
esas fuerza y versatilidad que uno asocia a un gozoso plantel de estrellas
argentinas (por más que ella sea venezolana) que incluye a Nacha Guevara, Norma Aleandro, China Zorilla, Cecilia
Rossetto o la ya nombrada Elena Roger, todo un monstruo escénico que, transmutada
en Edith Piaf, seguirá asombrando en el escenario del Teatro Fígaro de Madrid hasta
el próximo 29 de julio.