Hay temas que no te quitas de encima por más que lo pretendas, son
recurrentes, reaparecen antes de que seas consciente de ello, son asuntos que no
consigues mantener a buen recaudo durante demasiado tiempo, podría decirse que
flotan en el ambiente, que son el pan nuestro de cada día sobre todo gracias a
Twitter y demás, así se comprueba una y otra vez, sobre ello escribí no hace
mucho, precisamente en los días en que tuvo lugar el encuentro que detallaré a
continuación. Hay que volver a mancharse las manos con los prejuicios, algo que
en realidad no me parece mal porque hemos de asumir que todos caemos/recurrimos
a ellos en muchas ocasiones y que, por más que el DRAE distinga el que es su
uso más generalizado, es decir la predisposición negativa hacia algo/alguien,
no conviene olvidar (y ya lo he comentado en más de una ocasión) que, al fin y
al cabo, la primera acepción del término explica lo más básico, “prejuicio” es,
sencillamente, “acción y efecto de prejuzgar”, verbo que se define como “juzgar
una cosa o a una persona antes del tiempo oportuno, o sin tener de ellas cabal
conocimiento”, es decir, que lo mismo vale para lo favorable y lo desfavorable,
no hay distinciones, se trata de emitir un veredicto sin esperar a tener el
contacto necesario con aquello a que vayamos a referirnos (película, novela,
restaurante, canción, la nueva pareja de alguien, los padres de la tuya). Así
vengo exponiéndolo últimamente en las redes con motivo del tráiler de Quién te cantará, el nuevo trabajo de
Carlos Vermut, no porque haya quien tenga las mejores expectativas ya que disfrutó
con Magical Girl (motivo por el que
yo las tengo muy bajas, es decir, porque me aburrí de lo lindo con los
artificiosos fuegos de artificio de aquella) o simplemente porque se posiciona
al lado de la que se promociona como opción mayoritaria, sino porque ésta no
habla tanto de los anhelos, de lo que se intuye, de lo que se quiere ver, sino
que categoriza y sentencia, proclama que va a ser la película del año, que
merecerá la pena, que si esto y aquello no como posibilidad/deseo,
generalizando, escribiendo de antemano la crítica (esa que no se alterará ni
una coma y que, en todo caso, se silenciará, no reconociendo la decepción, el
fracaso, lo nefasto, limitándose como mucho a retuitear a quien tenga la
honestidad de hacer un análisis sin tapujos ni postureo), concediéndole
laureles antes de poder competir por ellos.
Como digo, hace mes y medio vivimos una semana muy agitada en que la
palabra prejuicio se pronunció y escribió mucho, fue con motivo del
nombramiento de Màxim Huerta como (efímero) Ministro de Cultura y Deporte, era
el arma arrojadiza más escogida de sus defensores incluso aunque se aportasen
datos que sustentaban la opinión que a uno le provocaba tal noticia
(impresiones particulares, sí, pero extraídas de la experiencia propia), el
caso es que tengo muy fresco lo que expuse en aquel momento (más allá de por un
incidente personal que no me apetece recordar, en gran medida porque, a pesar
de las lágrimas vertidas en un principio, como decía la canción de Agustín
Lara, se me hizo fácil borrar de mi memoria a aquel a quien quise tanto, ¡qué
sorpresa!) porque tres días después de conocerse tal noticia compartía con mis
queridas blogueras un desayuno en el Retiro, coincidiendo con la
Feria del Libro, para conversar con Carme Chaparro debido a la aparición de La química del odio, la muy esperada
continuación de No soy un monstruo (publicadas
ambas por Espasa), su debut como novelista que le valió el Premio Primavera 2017.
Y se hace inevitable traer ahora el tema a colación (el de los prejuicios) porque
fue con el que arrancamos, así lo quiso mi Pepa Muñoz, no por la actualidad
(por más que fuese casi obligatorio mencionar a Huerta -no pasamos de ahí- con
una periodista de Mediaset), sino por (y nunca se lo agradeceré bastante) distinguirme,
es decir, porque Carme me identificase como el autor de un texto que ella le
había enseñado el fin de semana anterior, también en la Feria; por más que
considere este blog como una especie de memorias de lector y bien saben los
habituales que hablo de mis sensaciones, de las evocaciones provocadas por la
lectura, procuro que, metidos en harina (otra cosa son mis largos exordios, mis
digresiones, mis idas y venidas), lo importante sea el libro y, como en este
caso puesto que existen declaraciones recogidas específicamente para mi ángulo
oscuro del salón, su autor/autora, pero, como diría aquel, ahora hablaré de mí,
en el sentido de explicar mi relación (o la falta de la misma al principio) con
la literatura de Carme Chaparro. Asumo
mi suspicacia, mi mohín de sorpresa mezclada con disgusto, cuando se supo que
ella era la galardonada con el Primavera el año pasado, volví a pensar que era
muy injusto que sólo por aparecer en televisión se tuviese casi asegurada la
publicación de lo que escribieses, no tuve reparo en decir que, de no ser ella,
una autora novel lo hubiese tenido muy difícil para alzarse con el triunfo, en
fin, saqué a pasear todos los prejuicios que, por más que pudieran sustentarse
en ejemplos anteriores, no merecía alguien a quien no había leído, sólo maticé
que, al menos, era periodista, hacía informativos, no era un nombre mediático y
punto, pero seguí en mis trece y no quise acercarme a No soy un monstruo a pesar de las buenas críticas recibidas y de
recomendaciones entusiastas de gentes que me merecen un respeto y con las que
suelo coincidir. Cuando Pepa me invitó a leer La química del odio para así poder participar en un próximo
encuentro me resistí al principio, me mantuve inamovible hasta que fui
consciente de mi actitud injusta, pensé que ella no podía pagar los platos
rotos por otros a los que no nombraré (no por una benevolencia que no se han
ganado, sino por no mezclar más a Carme en las cuentas pendientes de este
lector), decidí darnos una oportunidad, zambullirme en la lectura dejando atrás
resquemores y, no puedo menos que reconocerlo, lo cierto es que sólo necesité
unas cuantas páginas para asombrarme, disfrutar, sentirme atrapado, cautivado,
fascinado, incluso obviar/olvidar que la autora es periodista porque, al menos
para este ratón de biblioteca, lo que en ellas se encontraba era el talante y
el talento de una escritora.
Fue por ello que, volviendo un tanto al punto de partida de este texto,
procurando ser siempre lo más profesional posible en mis comentarios, aplicando
la ética aprendida durante tantos años de oficio, no tuve ningún reparo (no es
la primera vez que lo hago ni será la última si así lo considero necesario) en
pedir perdón por haber juzgado antes de tiempo (o por haberlo hecho en
condiciones, sino dejándome llevar de un cinismo leve, cinismo al fin y al
cabo, difundiendo mis sospechas pero sin molestarme en confirmarlas -o
desecharlas-), escribí en Facebook aquello que Pepa mostró a Carme y que ella,
generosa como pocas, agradeció con un entusiasmo y un aprecio que tal vez no
merecía (no al menos con la intensidad con que me llegó y que reprodujo cuando,
por fin, nos vimos las caras). Fue, también, comprensiva con mi actitud primigenia,
en parte la disculpó/justificó, sabía dónde se metía al debutar como novelista,
ella misma hace decir a Inés, una de las protagonistas de No soy un monstruo, frases como “soy periodista. Sé contar historias. Sé contar historias muy bien.
Tengo una habilidad especial -yo no lo llamaría arte- para coger una historia y
transformarla en algo que mantenga a los espectadores pegados a la pantalla”,
“me he acostumbrado a coger la realidad y hacerla bonita. Aunque, pensándolo
bien, bonita no sería la palabra exacta, porque la vida que contamos los periodistas
no es bonita”, “como a toda persona medio famosa, hacía años que las
editoriales me perseguían. Escribe, escribe, escribe. Te damos el argumento, me
decían algunas. Te damos las ideas que quieras, me decían otras. Te ponemos un
escritor que te ayude, me propusieron también. Yo sabía -para qué nos vamos a
engañar- que no me perseguían sólo porque supiera contar muy bien las
historias, sino porque querían aprovechar la fama que me daba la tele. Para
vender más libros, claro. El mercado literario está así de jodido y si eres
famoso, vendes más. Da igual lo que lo hayas escrito”. En realidad, parece
que lo vemos de un modo similar, ¿no?, hace un espléndido análisis, es consciente
del terreno pantanoso que pisa (por más que eso no dé la razón a este -ni a
ningún- prejuicioso), no le pilla por sorpresa, pero, ya se ha dicho, no
podemos meter en el mismo saco a todos los que aparecen en televisión, cada uno
es cómo es que cantaría Serrat, lo que ahora importa es que La química del odio confirma/supera con
creces cualquier expectativa positiva (de las otras ni hablamos) porque lo que
Carme ha escrito no da igual, es decir, no es algo trivial, facilón, calco de
otros, prosa sin vida, sino (y perdón por citarme, reproduzco parte del estado de
Facebook a que me referí antes) una estructura compleja y sólidamente armada
que no interfiere (en el sentido de lastrar o acogotar) en una narración con
nervio, con fuerza, que no decae en ningún momento porque atiende y alimenta
diversos frentes, fácil de seguir y difícil de abandonar, habitada por unos
personajes dibujados y caracterizados con precisión y con trastienda.
Antes de continuar (o de cederle, por fin, la palabra a la autora),
conviene detenerse en el detalle nada desdeñable de que leí La química del odio antes que No soy un monstruo y que hacer el viaje
a la inversa supone admirarse aún más de cómo Carme va construyendo (me resisto
a creer que Ana Arén y algunos personajes más -no nombro ninguno por no incurrir
en el spoiler, para no desvelar que siguen vivos- no tengan más vida literaria)
un edificio con cimientos muy firmes, una saga que se ramifica con solvencia y
que, aunque ella explique lo contrario, se nota muy armada y meditada (no dudo
de que cuenta la verdad cuando afirma que no trabaja con esquemas, que se lanza
sin red, que va poniendo negro sobre blanco aquello que piensa puede serle
útil, pero se nota que tiene muy desarrollado el músculo escritor ese que, sin
que nos demos cuenta, tiene escrito el final antes de que nosotros lo hayamos
imaginado). Y a pesar del modo ingenioso en que funde los dos libros y juega
con los tiempos (me sorprendió con el primero aunque en el segundo se desvela
su conclusión), lo recomendable, lo deseable, lo lógico es leerlos en orden
para, así, comprobar el salto cualitativo dado por la escritora, no porque su
ópera prima no se defienda por sí misma sino porque en La química del odio alcanza cotas muy altas de perfección técnica y,
sobre todo, de hondura, de creación y recreación de ambientes, de construcción
y desarrollo de personajes, de olfato literario para los detalles, agudizado sin
duda por su amplia experiencia profesional, esa que aparece aquí y allá con
brillantez en ambas novelas, dando los destellos precisos pero sin fagocitar la
ficción, la endiablada trama que Carme sirve, esa que, de alguna manera,
podemos rastrear en otras palabras de Inés, también extraídas de No soy un monstruo: “Yo estaba especializada en el sufrimiento
humano. No me malinterpretéis. Yo sabía contar muy bien el sufrimiento humano y
contarlo para que diera pena, pero también alivio. Pena por los que sufrían. Alivio
porque no le estaba pasando al espectador”. Y lo cierto es que se revela
como una auténtica maestra a la hora de describir escenas del crimen, sin recrearse
en lo morboso no escatima en viveza, en realismo, en hablar de lo horrible, no
en vano ese fue el pistoletazo de salida: “Así
como la anterior novela la empecé por el final, escribí los dos últimos
capítulos antes que el resto, en este sólo tenía claras las muertes, eso fue lo
primero que hice. El caso es que tenía una más, pero se dio la circunstancia de
que escribía ciertas cosas y luego sucedían y empezó a darme miedo; tanto fue
así, que mi editora y mi agente querían que la próxima novela fuese sobre
mujeres ricas y poderosas a las que tenía que ponerles sus nombres a ver si eso
también se cumplía. Por ejemplo, tras escribir lo referente al cadáver que
aparece en el lago y centrarme en algo que me resultó muy interesante y
descubrí mientras me documentaba, el proceso de saponificación, justo al día
siguiente encontraron el cuerpo de Diana Quer y el informe forense hablaba de
lo mismo. Y eso sucedió en otras ocasiones y, como digo, opté por suprimir una
muerte, bueno, y otra que se mencionaba en una línea” (y ahora podemos
añadir que, hace algo menos de quince días, fue encontrado un cadáver en el
hueco de un ascensor de La Paz y algunos de los que compartimos desayuno en la
Feria con Carme no pudimos evitar comentar -e incluso enviarle tuits al
respecto- que parece que su escritura sigue resultando premonitoria, pero eso
no debe asustar a los posibles lectores, bien se sabe lo mucho que gusta la
vida de imitar a la ficción -o a lo que así se publica por más que, como en este
caso, hunda sus raíces, extraiga sus entrañas de una realidad muy reconocible y
nada disfrazada-).
A la hora de alabar su modo de encarar, transmitir y plasmar lo horrible
hemos de detenernos en uno de los ingredientes básicos de su escritura, en lo
que le da personalidad propia, en lo que la distingue de otras muestras del
género (sobre todo de las más mecánicas, frías, alardes más o menos ingeniosos
en que quien firma no duda en, llegado el caso, hacer trampas con tal de
mantenerse en un plano superior, engañando con descaro y artificio) y la
emparenta con quienes lo han consolidado, enriquecido, engrandecido,
proponiendo un rompecabezas, un desafío intelectual, pero sin descuidar el disfrute,
la diversión, el entretenimiento, permitiendo al mismo tiempo que el lector
pueda empatizar con las psicologías de los personajes y enfrentarse (o, mejor
dicho, participar) a la obra en dos niveles. No en vano, el libro se titula La química del odio, hace toda una
prospección en este sentimiento (y en otros a los que va o que lo llevan aparejado),
sirva como ejemplo este breve párrafo: “Aprendí
a domesticar el odio. (…) Hibernando,
pero nunca muerto. Porque el odio es un caimán con sed de sangre. El odio se
despereza, se extiende y te atrapa. Es un aminal insaciable que se alimenta de
tu rabia. Y al final vuelves a odiar. Porque es fácil. Porque te creces”.
Como ya se ha alabado (pero nunca será demasiado), Carme Chaparro construye unos
personajes hiperrealistas, con muchos recovecos, caleidoscópicos (como somos la
inmensa mayoría, no nos engañemos), a los que coloca una lente de muchos
aumentos para radiografiar hasta la emoción en apariencia más nimia, esa es
otra de sus virtudes: lo que durante equis páginas puede parecer anecdótico, un
mero añadido, una breve historia, una narración breve que la autora inserta con
acierto pero de la que se podría prescindir, al final acaba encontrando su
lugar en el inmenso mosaico que es esta novela, construida de mil piezas (“Como al principio no tenía claro del todo
por dónde iba a tirar, me dio por sembrar diferentes cosas”) que terminan
por encajar con facilidad y sin chirriar o decepcionar, en parte porque no todo
está tan improvisado como algunos puedan pensar al enterarse del, ella misma lo
califica así, caótico método (o ausencia del mismo) de escritura de Carme,
porque si bien es cierto que a ratos fue ella la primera sorprendida por los
lugares a los que estaba llegando no todo lo dejó a la inspiración del momento
(y, oye, si a ella le sirve, ¿por qué va a cambiar? Echen un vistazo a los
cuadernos de trabajo de Agatha Christie y les parecerá imposible que de esos
borrones, frases inconexas, apuntes no siempre legibles puedan haber salido El asesinato de Roger Ackroyd o El tren de las 4.50): “Tenía claro por qué mataba quien mataba,
pero decidí su identidad en el último minuto, cuando tenía que dar lógica a
todo el conjunto y, sobre todo, facilitar la labor de dos psicólogas forenses
que me ayudaron a trazar el perfil criminal, era algo que no podían hacer sin
saber quién había cometido los crímenes”. Como ya se ha dicho, al lector no
le importa (o no debe) cómo ha llegado la autora hasta allí sino que las
explicaciones dadas resulten coherentes, verosímiles, precisas, que no se
sienta estafado o hasta tomado por tonto, y aquí no sólo sucede lo primero,
sino que se dejan sobrevolando algunos interrogantes personales que hacen
contener el aliento y relamerse ante lo que pueda venir, es decir, una tercera
novela de la escritora Carme Chaparro.