Pensaba empezar este texto hablando de esa acusación que nos lanzamos los
unos a los otros, ese reproche de ida y vuelta que nos cuadra a todos en algún
momento (bien sea para proferirlo o para recibirlo), ese mantra (esa realidad
demostrada) que afirma que el público paga porque le cuenten siempre la misma
historia y, las cosas como son, por más que nos quejemos de repeticiones,
plagios, fórmulas trilladas, copias, esquemas reutilizados sin alterar ningún
elemento, la mayoría reclamamos eso (algo que no se salga de lo esperado) en
muchas ocasiones, ya puede tratarse de las tan traídas y llevadas convenciones
que sirven para identificar y hasta definir un género o de lo que
demandamos/exigimos/queremos de un creador, por más que, casi al mismo tiempo,
sin descomponer el gesto ni ser conscientes de nuestra contradicción (o sí,
comportándonos entonces como auténticos cínicos), nos quejemos de la escasa o
nula novedad que hay en sus nuevos (poniendo todas las comillas del mundo a la
palabra) trabajos. Más allá de las últimas discusiones en torno al universo
Star Wars (ese que, se dice, tantos nostálgicos y/o fanáticos -uno de los
términos o ambos son los más comunes para referirse a quienes, como un
servidor, asistimos al nacimiento de la leyenda- queremos inmutable; ese, por
otro lado, que no termino de captar por qué sigue preocupando a los que abjuran
de él mientras reclaman uno o varios giros en su planteamiento y desarrollo -si
algo no me interesa, no me verán por allí, da igual lo que escuche, son muchas
las sagas en las que no he pasado de un par de episodios-), sin detenernos en
el espinoso asunto de la fidelidad/traición a uno mismo que el seguidor de
algo/alguien está dispuesto a tolerar (nivel ciertamente inestable, por
cierto), mi idea principal era traer el tema a colación para reprobar la manía
(por no llamarla obsesión) de la que casi ninguno estamos libres en mayor o
menor medida de etiquetar a unos artistas comparándolos con otros, jubilando a
algunos antes de tiempo, buscándoles herederos cuando aún están en ejercicio,
condicionando la recepción de nuevos nombres (y hasta el juicio sobre trayectorias
posibles o reales), estableciendo paralelismos (apreciaciones personales, por
más que algunas tengan una base sólida) que se dejan caer como sentencias
inapelables que empiezan a cacarearse hasta el infinito y más allá, bola de
nieve que se va haciendo demasiado grande para frenarla o cuando ya es tarde
para paliar los efectos de la enorme velocidad alcanzada.
Como digo, esa era mi primera intención (que, puede verse, no he
abandonado del todo y a la que, debo asumirlo, sé que voy a regresar en breve),
pero en ese permanente caos que son mis lecturas (y mis horas de escritura
-especialmente las que deberían serlo y terminan siendo otra cosa-), preparando
entrevistas o encuentros, queriendo atender la nutrida oferta que algunas
editoriales tienen a bien enviar a este ángulo oscuro, viéndome obligado a abandonar
libros interesantes para dar buena cuenta de otros porque el tiempo apremia,
obligado a la siempre antipática tarea de la transcripción (lo más ingrato y
arduo del oficio, especialmente para alguien curtido en la radio), se ha dado el
caso de que hasta el pasado martes no pude concluir una apasionante novela que
dentro de poco se asomará por aquí (incluyendo declaraciones de su autora con
quien tuvimos el placer de merendar hace cosa de un mes), Las largas sombras de Elia Barceló que ha recuperado Roca
Editorial, título con bastantes puntos en común con otro que, convenientemente
terminado, llevaba un tiempo esperando la oportunidad de hacer sonar el arpa: El hombre de tiza de C. J. Tudor,
publicada recientemente en España por Plaza y Janés con traducción de Carlos
Abreu. Debido, según me cuentan, a un tuit que el propio Stephen King escribió
a título personal (“¿Quieres leer algo
bueno? Si te gusta lo que escribo te gustará “El hombre de tiza” de C. J.
Tudor”), autor al que ella reconoce sin recato como referente y favorito,
resulta casi imposible encontrar artículo, reseña o entrevista donde no
aparezca el nombre del adorado por tantos, del indiscutible mito (espero poder
ponerme en breve, por cierto, con Bellas
durmientes, escrito junto a su hijo Owen, antes de que el otoño nos traiga
la publicación de castellano de la que será por poco tiempo más su última
novela -El visitante-, justo hasta
que el 30 de octubre aparezca en EEUU Elevation),
vinculado al de la que en algunos lugares se señala como sucesora elegida por
el maestro, quien en realidad se ha limitado a reconocer (en todos los
sentidos) a una igual (si bien es cierto que esas palabras de elogio/aliento
suponen un plus indudable para los lectores, esos que, volvemos al principio,
prefieren pisar terreno conocido -o reconocible, lo que no es exactamente lo
mismo-). Pero todo depende del cristal con que miremos las cosas, en este caso
de las lecturas previas de cada uno, porque, de así quererlo, uno podría
escribir un texto en que se mezclasen la citada novela de Elia Barceló con El hombre de tiza, acercándolas y
alejándolas (no tienen nada que ver las intenciones ni el tratamiento por más
que ambas líneas argumentales tengan varias concomitancias), pero baste decir
que, más allá de que no nos importe pagar por lo mismo (manera bastante burda y
somera de señalar puntos en común o esos temas que se han dado en llamar “los
universales” -a los que casi cualquier historia puede reducirse-), ambas
escritoras analizan el modo en que el pasado (sobre todo cuando ha dejado
interrogantes sin respuesta, cabos sueltos, palabras sin decir, deseos sin
consumar) no se puede dejar atrás más que en cierta medida, cómo el olvido sólo
es posible cuando no hay nadie para recordar, cómo, por más que nos empeñemos
en lo contrario, nosotros mismos nos encargamos de mantener vivos algunos
rescoldos para que el fuego pueda ser avivado (por mano propia o ajena). Sí,
volví a enrollarme más de lo debido sólo para decir que, en el hipotético
supuesto de que uno no conociese (o no frecuentase) tanto a King y hubiese
leído (como así ha sido) con poco tiempo de diferencia la novela de Elia (o
teniendo un recuerdo de su lectura) y la que ahora nos ocupa (o debería estar
haciéndolo), a buen seguro hablaría (en parte) de otros asuntos y haría un
análisis, si no diferente, con una perspectiva distinta.
Aunque parezca que el exordio anterior (como tantas veces) es
prescindible, no nos despegamos de él totalmente puesto que se quiere hacer
hincapié en el arma de doble filo que supone vender la obra de una autora
desconocida bajo los auspicios de un nombre consagrado (por más que en este
caso él así lo haya querido), especialmente porque perspectivas tan altas
(alcanzar esa cima) suelen propiciar una caída estrepitosa o cuando menos un
juicio injusto por sesgado y condicionado. Y porque, las cosas como son, El hombre de tiza no necesita convocar a
Stephen King (ni a nadie) para convencer y atrapar al lector, porque sus temas,
su manera de desarrollarlos, sus escenarios y estructura no son exclusivos del
de Maine (quien, por cierto, tampoco recurre siempre a ellos), si la adaptación
cinematográfica de It (de su primera
parte) no estuviese tan reciente, si no estuviera en rodaje su continuación, no
serían tantos los que entroncarían la ópera prima de C. J. Tudor con una de las
obras cumbre de King (ya que a El
resplandor, Christine o Mr. Mercedes se
parece más bien poco o nada), pero somos muy de tomar la parte por el todo y a
las primeras de cambio otorgamos títulos y, al mismo tiempo, negamos
personalidades (es más cómodo -y fácil- decir que se es el nuevo o la nueva
tal, especialmente como reclamo -que, no nos cansaremos de decirlo, puede obrar
el efecto contrario en fans nada dispuestos a compartir la gloria-). Y no
conviene olvidar que It (ya que es a
la que más se evoca -casi exclusivamente- a la hora de establecer
correspondencias entre ambos) se narra linealmente, tal y como se está contando
en la gran pantalla, mientras que Tudor emplea con sabiduría e ingenio a una estructura
muy utilizada en el género de intriga que va alternando distintas épocas (2016
y 1986 y algunos años posteriores), sembrando el presente con las largas
sombras (con permiso, Elia) que las cuestiones no resueltas del pasado
proyectan inmisericordes. “Mi vida ha
estado definida por las cosas que no he hecho, que no he dicho. Creo que a
mucha gente le sucede lo mismo. Lo que nos define no son sólo nuestros logros,
sino nuestras omisiones. No las mentiras; simplemente las verdades que callamos”,
así lo expresa en un momento dado el atormentado narrador de la novela, Eddie, quien
con doce años conoció al personaje que da título a la novela, el muchacho que,
en gran medida, puede ser cada uno de nosotros, no importa la vida que hayamos
llevado, ahí reside una de las mayores virtudes de esta novela (lo mismo que
sucede, ahí está el nexo más allá de un título en concreto, en gran parte de la
obra de King, por eso nos importan y perturban Carrie, Danny Torrance, el Ray
Garraty de La larga marcha o los ya
mencionados niños/adultos de It:
porque reconocemos sus miedos, sus dolores, sus frustraciones, sus carencias).
“Hay cosas en la vida que podemos
alterar -nuestro peso, nuestro aspecto, incluso nuestro nombre-, pero hay otras
que nos resulta imposible modificar, por más que lo deseemos, intentemos o nos
empeñemos en ello. Esas son las cosas que nos definen. No las que somos capaces
de cambiar, sino las otras.” Las personas que fuimos no pueden ser desterradas,
por mucho que nos esforcemos, por mucho que nos alejemos de lugares, compañías,
hábitos, influencias, por mucho que nos neguemos a nosotros mismos, siempre
quedan huellas sin borrar por más que las hayamos sepultado bajo toneladas de tierra,
en el momento más inesperado aquello reaparece, nuestro antiguo yo emerge de lo
más profundo porque así lo imponen las circunstancias o por sorpresa, sin razón
aparente, utilizando como catalizadores el olor y el sabor de una magdalena, también
puede ser que actuemos en parte como Eddie, tocando con la lengua la muela que
nos duele, sintiendo un cierto placer en el nuevo latigazo que nos estremece,
sin acallar del todo los ecos que, no siempre inconscientemente, resuenan al
fondo porque no cesamos de convocarlos (aunque sea con sordina). Todo sin
olvidar que, no nos engañemos, como sentencia Chloe, la inquilina de Eddie, “los vínculos con los amigos se pueden
cortar. Los de la familia no. Están siempre allí, acechando en segundo plano,
jodiéndote la mente” y, sin necesidad de ponernos dramáticos ni mucho menos
trágicos, cualquiera puede rubricar lo anterior (aunque en ocasiones vuelven al
primer plano por estímulos exógenos, no por traición/rebeldía de nuestro
corazón), algo que Tudor demuestra con un retrato vívido y preciso del modo en
que interactúa (o se despega) cada uno de los personajes principales con su
núcleo familiar (en general, por cierto, bastante reducido). Y todos estos
lazos, las redes en las que resulta muy difícil no caer, personas prisioneras
de lo que ocurrió, sucesos del pasado silenciados pero no superados, una olla a
presión sin pesa o válvula que la regule, todo se magnifica y multiplica en una
pequeña comunidad como la que sirve de escenario a El hombre de tiza.
“(…) como señalaba el mismo don
Jesucristo, ¿quién de nosotros está libre de pecado? La mayoría de la gente ha
hecho algo malo en algún momento de su vida, cosas que desearían poder reparar,
cosas de las que se arrepienten. Todos cometemos errores. Si alguien ha
cometido una única atrocidad, ¿eclipsa esto todas las cosas buenas que ha
hecho? ¿Hay iniquidades tan terribles que ninguna buena acción basta para
expiarlas?”. El eterno equilibrio entre el bien y el mal, lo correcto y lo
incorrecto, la virtud y el pecado, ese maniqueísmo que adquiere diferentes
tonalidades y tiene distintas formas de expresarse (y mayor o menor cariz
religioso) pero que todos aprendemos en los primeros años, el balance que
hacemos de cada acción para saber si merecemos (o así lo creen otros) un premio
o un castigo, siendo la mayoría de las veces nuestro peor juez, el verdugo más
estricto, dejándonos vencer por los autorreproches y los remordimientos por más
que nuestra madre, al igual que la de Eddie, nos aconseje que “no debes arrepentirte de nada. Cuando tomas
una decisión, lo haces por la razón que en ese momento te parece correcta.
Incluso si más tarde resulta ser una decisión errónea, puedes superarlo y
seguir adelante”. Y así aparece el asunto de la culpa en que C. J. Tudor
hunde sus manos sin temor hasta crear una atmósfera opresiva, consiguiendo sus
mejores páginas cuando trepana la psicología de su narrador (y de algunos otros
personajes) y escarba sin miramientos en dolores y lastres que identificamos
con los propios y que llegan a provocar más escalofríos que los momentos de tensión
o intriga. “No creo que se pueda juzgar
la valía de alguien por la cantidad de personas que acuden cuando muere. La
mayoría de la gente tiene demasiados amigos. Y empleo el término en su sentido
más amplio. Los “amigos” de las redes sociales no son amigos de verdad. Los
amigos de verdad son otra cosa. Son los que están allí siempre, pase lo que
pase. Personas a las que quieres y odias en la misma medida, pero que forman
parte de ti tanto como tú mismo”, así de lapidario es el tono que jamás
abandona Eddie, no sólo para referirse/dirigirse a los demás, no sólo para
violentar al lector (logrando toda nuestra atención), sino para abrirse en
canal y, por fin, llegar al fondo de lo sucedido en su mundo a partir de aquel
día en que, pensando en su microcosmos como en una bola de cristal con nieve, “un dios distraído pasó por allí, la agitó
con fuerza y la dejó donde estaba. Incluso después de que la espuma y los copos
se depositaran en el fondo, las cosas no volvieron a ser como antes. No del
todo. Aunque, a través del cristal, nada parecía haber cambiado, en el interior
todo era distinto”. Los porqués se encuentran en El hombre de tiza, un debut que provoca los mejores auspicios, sin
que a uno le importe demasiado si C. J. Tudor seguirá de un modo u otro la
senda de Stephen King, satisfecho porque no comete el error de pretender
imitarle.