jueves, 22 de agosto de 2019

CUALQUIER TIEMPO FUTURO





   Era aquella edad del constante descubrimiento, del casi permanente deslumbramiento, de la epifanía cotidiana, por supuesto que hay un punto importante de sublimación en el recuerdo, lo acepto, en gran medida es hasta lógico, todo se percibe multiplicado a la enésima potencia en los primeros años cuando hay muchas sensaciones/emociones, infinidad de realidades a las que uno aún no sabe poner nombre, le faltan referencias y experiencias para calificarlas, se limita a atesorarlas, a darles rienda suelta, a extrañarse de sí mismo, a comenzar a procesarlas/digerirlas, a decidir si le provocan placer o rechazo, alegría o dolor; sin embargo, aunque no sería la primera vez que reivindicase la nostalgia, a pesar de gentes y momentos que por desgracia son irrepetibles más que en los latidos del corazón y que hacen inevitable el suspiro por lo que no volverá, recurro muy pocas veces al popular adagio que, precisamente, le nacía a Jorge Manrique en situación similar a estas que señalo, es decir, cantando en coplas dolientes y hermosísimas la muerte de su padre, “cómo, a nuestro parecer, / cualquiera tiempo pasado / fue mejor”. No obstante, como digo, son variadas (y según se suman años aumentan exponencialmente) las ocasiones en que no hay mejor sentencia (dicho con toda la intención) con la que lamentarse de muchas cosas que se han perdido en el camino, que se han arrinconado, que se han eliminado de un plumazo incluso aceptando el convencimiento de que era mejor así quienes deberían rebelarse ante lo que supone una merma considerable, me refiero en concreto al acceso a la cultura, antes tan sencillo (y divertido), tan al alcance de la mano, bastaba con encender la (ya entonces) denostada televisión, volveremos a reivindicar los contenidos de aquella programación infantil/juvenil de TVE (sin olvidar, por supuesto, a los profesionales que la hacían factible, en los despachos y en los platós, escribiendo, interpretando, escogiendo, acudiendo, participando del modo que fuese) que trataba a los niños como seres pensantes, que estimulaba la imaginación, la curiosidad, el interés por cualquiera de las que recibidas como asignaturas en el colegio daban tantos quebraderos de cabeza (uno, que fue de Letras antes incluso de saber en qué consistía eso, asistía con la boca abierta al modo accesible en que se contaba la ciencia -dicho en general- a través de las historias de Petete o del fabuloso 3, 2, 1… Contacto), programación que atendía al contenido (dicho sea sin ironía ni hacer mención a la realidad política que corresponda -soy de 1970, casi diría que mi primer recuerdo de quien ustedes saben está asociado al hecho de que un día de noviembre quitaron el Barrio Sésamo anunciado (donde Epi se empeñaba en comer galletas en la cama) porque había muerto-), programación que dejaba ganas de saber más, de leer. Y llegamos a un sábado indeterminado de 1982-83, en que Pista Libre (que tanto nos ilustró entreteniéndonos y tanto alimentó nuestra cinefilia) emitió Fahrenheit 451, la espléndida adaptación de François Truffaut de la no menos sublime novela de Ray Bradbury y, pasó así, no exagero ni un ápice, tuve claro a qué se refería Obi Wan Kenobi cuando sentía una gran conmoción en la Fuerza, “como si de pronto millones de voces gritasen de terror”, porque (al margen de lo despertado por la película en sí) sentí un estremecimiento de pavor ante la posibilidad de que a alguien se le ocurriese prohibir los libros y, para colmo, mandar quemar los existentes (en ese sentido, aún a través de los dibujos animados, nunca me cayeron demasiado bien el cura y el barbero a través de los que Cervantes se vengó de algunas lecturas que se le debieron atragantar -pero le inspiraron una de las novelas más apasionantes que jamás se escribirá, en lo divertido y en lo reflexivo-).

   Permanezco en aquellos años (los primeros 80, bueno, casi la década completa, hasta que entré en la Universidad) porque, en medio de tantos descubrimientos, debo señalar otro más que viene muy a cuento con la novela en la que quiero empezar a centrarme y que fue la que me llevó a recordar mi toma de contacto con Bradbury/Truffaut (en lo tocante al primero, no estoy seguro de cuándo la emitió TVE, pero no seguí la serie inspirada en Crónicas marcianas): me refiero a las distopías, a las que incluso no llamábamos así (o yo al menos no lo recuerdo hasta tiempo después), a lo mucho que nos atraían los mundos futuros, fuese en cualquiera de las pantallas (ya he citado la primera de la saga Star Wars -aunque, no lo olvidemos, en realidad ocurrió hace mucho tiempo en una galaxia muy muy lejana-, hace poco me referí a Espacio 1999, a esa serie la sustituyó en televisión El planeta de los simios que no otra cosa es, no podemos olvidar La fuga de Logan, Galáctica y hasta La escoba espacial), fuese a través de los libros que devoraban los hermanos mayores (1984, puesto que estaba a punto de llegar, Dune o los de Isaac Asimov). Y si una distopía es lo contrario a una utopía, es decir, si describe un futuro (por muy cercano que resulte) apocalíptico (en cualquier sentido), de sometimiento, de alienación y/o anulación de la voluntad/el albedrío, un futuro en que lo tecnológico se imponga/controle/sustituya las emociones, si una distopía cuenta algo que no nos gustaría que sucediese (incluso cuando no estemos por aquí), no hay duda de que La biblioteca de la Luna de Francesc Miralles que Espasa publicó hace unos meses es una de las mejores que uno recuerda haber leído y sufrido, por más que (y eso la diferencia del resto y le confiere su propia naturaleza) esté narrada con apabullante sencillez, con mesura, sin cargar las tintas, casi podría decirse con bondad (o cuando menos con bonhomía), despojando al género de una carga que demasiadas veces deviene en literatura cargante, incluso panfletaria, que no deja resquicio al lector, que le hace vivir su propia distopía porque lo enclaustra y no permite disidencia/libertad alguna, todo lo contrario que hace Miralles quien, por encima de todo, nos invita a perseguir nuestros anhelos, a que nunca demos la batalla por perdida, también a que escarmentemos en cabeza ajena, ya han sido muchos los que han creído que para cumplir un sueño había que poner muchos kilómetros de por medio y que lo de alcanzar la Luna como quimera, como alimento de poemas y canciones, puede sonar muy bien pero, a la hora de la verdad, y ahí llegamos al meollo, al origen de la cuestión, lo que pensábamos utopía realizable y satisfactoria torna en distopía terrible o cuando menos desoladora y frustrante: “La colonización de la Luna no tiene ningún sentido: tal y como se explica en la novela, es un pedrusco en medio del espacio, no tiene ningún recurso, hay que llevarlo todo. En ese sentido, Marte tiene muchas posibilidades de que se pueda establecer una colonia humana”. Y llegados a este punto, puede que alguno de los leales que aún no haya abandonado se pregunte que, entonces, de dónde sale mi pavor reavivado, el viejo (y permanente) dolor ante la destrucción de los libros/de la cultura, reconozco que me he puesto un tanto tremendo, hay cosas que no se me pueden ni insinuar porque reacciono por instinto, el caso es que, como ya se ha apuntado, Francesc lo hace con enorme sutileza, con una pasmosa ligereza que es la que vertebra su (también por eso) magnífica novela, lo que no consigue evitar que un letraherido encantado de serlo (puestos a no ejercer mi profesión, es la única que me apetece ejercer hasta la extenuación y más allá -de leer no me canso-) se fije especialmente en ese detalle, que no es tal, sino centro y vórtice de la narración que no en balde se titula del modo en que lo hace: en La biblioteca de la Luna el papel ha desaparecido, se ha dejado de fabricar, no existen libros que puedan tocarse, olerse, manosearse, abrazarse, ¿cómo llamamos a eso sino distopía?

   Precisamente pocos días después de terminar la Feria del Libro de Madrid (en la que las ventas aumentaron un 14% con respecto al año anterior), tuvimos la deliciosa e impagable oportunidad (gracias a mi Pepa Muñoz) de mantener un encuentro con Francesc Miralles en Cervantes y Compañía y desde el principio, con la complicidad y participación de esa entusiasta y estupenda editora que es Miryam Galaz, fuimos salpicando la conversación con referencias a algunos de los títulos (de películas, novelas y series) que ya han aparecido en este texto, hasta que un servidor llegó a donde quería desde el principio, es decir, Fahrenheit 451, por más que lo que se plantea en La biblioteca de la Luna es algo muy diferente y, además, el autor desmonta en parte la distopía, lo cierto es que no ha sido tan radical, no la ha llevado hasta las últimas consecuencias, simplemente ha especulado con algo que a veces se ha puesto sobre el tapete (aunque, esto es añadido personal, tiene su miga que en este mundo plastificado sea la cruzada contra el papel la que consiga imponerse): “Aquí los libros existen, no es como en lo de Bradbury, pero se ha eliminado el papel: el fin del libro se ha anunciado muchas veces y no ha sucedido, no hay más que ver las ventas de la última Feria del Libro, pero podría pasar algo similar a lo del MP3, que acabó con el soporte físico de la música. Yo creo que siempre habrá gente que amará los libros como objeto, el olor del papel, el olor del tiempo como se dice en la novela, de ahí la emoción de Verne cuando, tras años de estudio, por fin toca un libro y, además, es el momento en que se reconcilia consigo mismo, el contacto con los libros y asumir su responsabilidad como bibliotecario le ayudan a ganar confianza”. Verne, ese grandísimo personaje cuyo nombre no nació como el homenaje obvio que es (“Conocí a un empresario norteamericano que se llamaba así, imagino que por el escritor, y se lo robé”), un antihéroe en el sentido más puro del término, alguien corriente y moliente sin grandes aspiraciones más que la de vivir en la Luna (literalmente), puesto que allí se ha ido a trabajar la mujer de la que está enamorado, Moira, quien desde la primera página (es un mensaje suyo dirigido a Verne el que sirve como arranque a la novela) advierte de las particularidades de esta podríamos llamar distopía suave (las verdaderas cargas son de profundidad, están diseminadas/camufladas con sumo acierto), desmonta de un plumazo tantos sueños y promesas inspirados por la contemplación del satélite (y si a ello le sumamos una aureola romántica, para qué queremos más) porque “la vida en la Luna no tiene nada que ver con lo que te imaginas. No nos dan trajes ni combustible para poder salir, como te dije. Para nosotros esto es como vivir en un puto centro comercial, eso sí, con vistas a la Tierra” y, para que no queden dudas, remata en la despedida con “sé que alucinas con el hecho de que esté aquí, pero ahora soy yo la que te tengo envidia, Verne. Por muy mal que vaya todo, tú al menos puedes ir a la playa”. En el cara a cara, sin perder jamás la sonrisa ni recurrir a gestos o inflexiones tajantes, Francesc es un poco más duro con su protagonista y no tiene reparo en describirle como “el típico amargado, es una persona que se preocupa por el dolor de los demás, sufre con y por ellos, pero no deja de ser un protestón que tiene que llegar a la Luna para darse cuenta de lo que tiene en la Tierra, lo valora cuando lo mira desde lejos, cuando ve la Tierra como antes veía la Luna”. Es un trayecto que quien más quien menos ha hecho en alguna ocasión, por fortuna a veces se puede rectificar y volver al punto de origen, recuperar lo que hemos dejado caer pensando que suponía un lastre, Verne lo hace alterando al lector que se da cuenta de sus equivocaciones antes de que estas lo sean, pero es parte del modo en que, irremediablemente, por unas razones u otras, por varias o por todas (o por las contrarias a las que exhibe el personaje), empatizamos con él y nos interesa su periplo, en nada diferente al que en algún momento hayamos vivido/podamos vivir.

   La biblioteca de la Luna es un fantástico homenaje a las lecturas ya evocadas y otras de la juventud, recoge a la perfección el espíritu y el desarrollo de novelas que, siendo enormemente complejas en los mundos creados, en la filosofía que los inspiraba/alentaba, en sus hondas raigambres, en sus múltiples densidades, resultaban muy fáciles de leer, podías quedarte en un primer nivel superficial (en el sentido de no profundizar, no en el de denostar el divertimento) y no perderte absolutamente nada, de hecho la mayoría eran novelas que en pocos casos superaban las 200 páginas, la propia Fahrenheit 451, las de Richard Matheson, las (nunca mejor dicho) fundacionales del Ciclo de Tántor al Isaac Asimov continuó añadiendo volúmenes hasta su muerte (de hecho, Hacia la Fundación se publicó de forma póstuma) Dune, como bien recuerda Miryam, era más tocha, limitándose el adjetivo a señalar su volumen-, detrás de la escritura de Francesc Miralles hay mucho (leído, reflexionado, pensando y sentido), pero su prosa es limpia y despojada/despejada de elucubraciones, dogmas o mantras: “La novela puede seguirse tal cual y punto o pararte cuando se menciona esta idea o tal autor, saber qué hay detrás, he querido recuperar algo que me sucedió, por ejemplo, con “La insoportable levedad del ser”, en la que Kundera de repente menciona una canción, un hecho que aparentemente no tiene nada que ver con lo que está contando. Pero desde el principio quise ser sencillo porque, como lector, no consigo entrar en aquellos libros que en el estilo está por encima de la historia”. Y ese cuidado, ese remar a favor del lector se nota en todo momento, especialmente a la hora de introducir los libros que merecen ocupar un lugar, es decir, volver a ser objetos, volúmenes en toda la extensión de la palabra a los que, bromeo con él y regresamos al Quijote, salva de la quema (o cuando menos de la desaparición física): “No es un libro puramente de ciencia ficción, es una novela de amor pero no es sólo eso, creo que uno de los grandes protagonistas es el libro como objeto, por eso en la biblioteca opté por meter títulos raros, no los considerados clásicos, no los de siempre”. Títulos que tendrán mucho que ver en lo que Verne descubre/recuerda en la Luna, aprende/recupera junto a Kumar (otra gran creación, pero prefiero no anticiparles nada más, tropiecen con él tal y como le sucede al protagonista), empezando, claro, por el acto de tocar un libro, “el solo hecho de rozar con los dedos la cubierta de tela y el título en relieve le provocó un escalofrío”, esa comunión/trasvase de emociones tan difícil de describir pero tan fácil (y mágica) de experimentar y que, da igual los discursos apocalípticos y/o distópicos que puedan enarbolarse, jamás podrán arrebatarnos porque nada puede sustituirla, bien lo demuestra la defensa encendida y maravillosa que hace Francesc Miralles en esta novela conmovedora y palpitante, es decir, con corazón.

lunes, 19 de agosto de 2019

UN "QUIÉN LO HIZO" EN TODA REGLA





   No conservo más que unos cuantos trabajos de los que tuve que presentar durante la carrera, la mayoría no pasaban de ser ejercicios breves (algunos, incluso, redactados en clase -para evitar plagios, cambiazos, redacciones ajenas y demás artimañas-), muchos buscaban la espontaneidad del momento, nos hacían estar alerta, esperando el pistoletazo de salida, en disposición de escribir (¡Gracias de nuevo, adorado Bernardino M. Hernando!), otros se limitaban (nunca mejor dicho y tanto por nuestra parte como por la del profesor que lo encargaba) a cubrir el expediente, fingir/parecer que hacíamos/aprendíamos algo útil para el futuro profesional (que ya entonces era una quimera en muchos aspectos, fundamentalmente en cómo lo falseaban aquellos que, en muchos casos, no lo habían ejercido más que de pasada), llenar nuestro tiempo para aligerar el de los docentes (dar tiempo en clase para preparar/redactar/empezar/hacer en grupo -si tocaba- alguna tarea suponía no dar -o dictar- ninguna lección), hay pocos de los que me sienta verdaderamente orgulloso por el esfuerzo, la implicación, el interés, lo mucho que me volqué en ellos, lo, a pesar de todo, poco trabajosos que los consideré porque gocé investigando, buscando, preguntando, leyendo, redactando, pero algunos de esos no los recuperé y no se me ocurrió quedarme con una copia (o eran el examen en sí mismo y no había posibilidad de ello, pero nunca olvidaré esos momentos de absoluta epifanía -que recuerdo sin presión ni agobios o nervios, más allá del hecho de querer hacer justicia con el objeto de análisis y con la soberbia maestra que hacía vivir la asignatura, hablo de nuevo de mi llorada Mercedes Gómez del Manzano-). Pero en cuarto de carrera ya estaba sobre aviso y, antes de entregárselos al profesor, me quedé con una copia de los trabajos que hubo que presentar en aquella extraña, repetitiva e incluso abstrusa asignatura titulada como Teoría General de la Información que un magnífico maestro (Javier Davara -el padre, el que tiempo después fue decano de la Facultad-) transformó en un auténtico deleite y continuo descubrimiento, un espacio de libertad creativa en el que sentirnos periodistas, donde dar rienda suelta a nuestra voz, a nuestro modo de sentir, pensar y escribir, el lugar en que se formó definitivamente mi faceta como analista cinematográfico con un trabajo sobre la comunicación no verbal en la gran pantalla y otro -el que ahora me interesa- sobre la permanencia y vigencia de los mitos, sobre sus porqués (algo que estaba en el programa y que incluía, por ejemplo, leer a Mircea Eliade), para lo que escogí a tres de mis imprescindibles ya entonces, Marilyn, Bogart y Brando. Este segundo trabajo está ahora a la izquierda del teclado porque vino a mi cabeza algo que utilicé en el mismo mientras terminaba la novela de la que hoy quiero hablar y empezaba a dar vueltas al texto posible, recordé que uno de los libros que consulté fue El estrellato de Alexander Walker en el que se contaba cómo, en los albores de la industria cinematográfica, cuando aún no existía nada digno de ser llamado de ese modo, no se identificaba a los intérpretes, se pensaba que el cine sería un pasatiempo pasajero, un capricho que pronto dejaría paso a otra moda, de ahí que nadie quisiera ser reconocido, pero los productores vieron pronto que el auténtico filón estaba en los actores puesto que “los exhibidores del Nickel Odeon, al pedir un nuevo programa de películas (…), solían especificar más a menudo las películas con los actores que a su entender habían tenido más éxito entre sus espectadores, y se referían a ellos como “la chica de los bucles”, o “el hombre de los ojos tristes”, o “el chico gordo”. (…) ello presagiaba la singularidad de la estrella (…)”. Sin duda, había un deseo de identificar a cada uno, de hacerlo único, pero, al menos así lo explica Walker, parece que el público no demandaba un nombre concreto o digamos personal (aún hoy encontramos gente que, por ejemplo, llama siempre Charlot a Chaplin o nos referimos a actores por el nombre de su personaje más famoso o al que esté dando vida en la serie de moda).

   En el caso que nos ocupa tenemos un nombre, podemos señalar directamente a alguien (o así lo parece al principio), lo que ocurre es que no sabemos quién se esconde detrás de un seudónimo que ha despertado elucubraciones de lo más peregrinas (tal vez alguna le sirva para futuras novelas, ojalá -en el sentido de que siga publicando-): Carmen Mola ha roto casi todos los moldes, especialmente los que hacen referencia a la trascendencia, la fanfarria, la notoriedad, el foco mediático, porque ha conseguido preservar su identidad, puede que esté a nuestro lado en el metro, en el cine, en la compra, esperando que el semáforo se ponga en verde y podamos cruzar, puede que sea nuestra vecina/nuestro vecino (que haya escogido un nombre de mujer no significa que lo sea, para muchos ese hecho indica a todas luces que se trata de un hombre), ha huido de cualquier exhibicionismo posible, ha dejado que su obra hable por sí misma, que los honores y vítores sean para Carmen Mola, que hablemos de ella como autora de dos magníficas novelas negras (La novia gitana y La Red Púrpura), de un díptico admirablemente construido que (aquí sí) hace imprescindible la lectura ordenada y completa de ambos títulos para asistir a la creación de un personaje poderoso, doloroso, contradictorio, cerebral y pasional a partes iguales (por más que pretenda lo contrario), para comprender (y compartir con ella) su amargura, su rencor, sus lastres emocionales, su máscara no tan pétrea como querría, su armadura llena de abolladuras, su descenso a los infiernos (propios y ajenos), el modo asombroso en que se va completando el puzle sin que nada resulte forzado ni peregrino, aunque cada misterio (por recurrir a la terminología clásica) pueda tomarse como independiente (y en lo que pueda interesar a algún lector que dude en empezar la lectura lo son, es decir, lo que se investiga en La novia gitana queda resuelto allí), el viaje vital, sentimental, profesional y personal que hace Elena Blanco (y nosotros con ella) necesita de ambas novelas para ser admirado como merece, de ahí que (más allá de lo que publiqué en Instagram) no trajese en su momento el primer título a este ángulo oscuro del salón y llegue ahora en compañía del que le completa y amplía en modo superlativo (en todos los sentidos) la experiencia lectora.

   Lo cierto es que, una vez metidos en harina, lo que menos me ha preocupado es la verdadera identidad de Carmen Mola, como tal se ha convertido en una autora a la que seguir y de la que esperar grandes sorpresas/momentos (al igual que Elena Ferrante, con la que tanto se la compara en el sentido de mantener a buen recaudo el nombre con el que la llaman sus íntimos), ha evitado prejuicios (aunque hay quien los ha emitido, precisamente por el hecho de ocultarse detrás de un seudónimo), los mismos que ahora ya no podrá evitar (tanto en lo bueno como en lo malo) porque, aunque sea sin foto en la solapa, sin entrevistas televisivas/radiofónicas, sin presencia en actos, Carmen Mola ya es una marca, un sello, una personalidad, una estrella y lo cierto es que su obra merece toda esa notoriedad, por más que nos guste aplaudir y felicitar (y aún más poner en la picota) a quien lo merece, si la autora (la nombro en femenino puesto que es Carmen, las especulaciones las dejo para otros) renuncia a esa gloria para que, al final, los parabienes se ciñan a sus novelas (y a la mano invisible que las ha escrito), ninguno somos quien para llevarle la contraria ni hurtarle(s) elogios. Porque si La novia gitana atrapaba, envolvía, cautivaba por su solidez, por el perfecto encaje entre la investigación y lo personal, por el diseño y desarrollo de personalidades no de meros personajes, por el conocimiento de los procedimientos policiales y su sencillez a la hora de explicarlos/ponerlos en práctica, sin dejarse llevar por la sofisticación incomprensible ni por convenciones estereotipadas y/o sacadas de madre (artificios recurrentes, parafernalia habitual en alguno que vende mucho pero es pura mueca literaria, acumulación de elementos sin justificación ni alma), haciendo comprensible (y verosímil) cada paso de la investigación, La Red Púrpura mantiene el nivel  alcanzado, no decepciona, abre nuevas vías narrativas, profundiza en las partes más recónditas de la sociedad y de cada uno, es necesariamente más oscura, más pantanosa, más al límite, más asfixiante, a la protagonista se le ha agotado el tiempo, incluso el dolor, no puede dar marcha atrás, hay momentos en que uno debe llegar hasta el final por más que sepa que lo va a encontrar/suceder puede destruirle del todo, en lo anímico como en lo vital, en lo afectuoso como en lo social, hay muertes en vida (por más que a veces las escojamos como último asidero) que, precisamente al prolongarse en el tiempo, al quedarse enquistadas, al seguir barrenando, son más terribles que la muerte total que, al fin y al cabo, llega, actúa y se aleja hasta otra ocasión.

   La profusión de detalles con que Carmen Mola caracteriza personajes, ambientes, atmósferas, el modo en que consigue una descripción física, contextual o moral con la frase adecuada, prestando atención a algo muy concreto que, además, el lector reconoce fácilmente (hagamos hincapié en que , a pesar de lo alambicado de la historia, todo resulta plausible -tristemente plausible, no es tan complicado confirmarlo-) es otra de las grandes virtudes de su escritura, cada dato se proporciona en el momento adecuado para mantener el interés siempre en el punto más alto, a veces permite que el lector vaya un segundo por delante de los personajes, otras veces le deja clavado con lo que sucede (y no por recurrir al golpe de efecto sino por lo inesperado –o todo lo contrario- de algo que da un vuelco a la trama), le permite especular, sospechar, anticipar, le hace errar (sin trampas, como parte del juego que al fin y al cabo siempre plantea el género), no da gato por liebre y consigue que cada página importe e interese, que nada suponga un tiempo muerto o un mero alivio cómico, si no avanza en ese punto concreto la trama policiaca lo hace la vital, la humana, la de esos personajes cincelados con mano muy firme (y en los que aún hay muchas aristas que lijar), la de esas almas en que las que escarba/horada sin tregua para revelarse como una voz de amplios e inagotables ecos y recursos, que deja en pañales a tantos que van de profundos y se quedan en lo superficial, en lo convencional, en lo trillado (y, para colmo, ni siquiera la parte de intriga merece la pena porque es más de lo mismo), haciendo novela negra/policiaca sin complejos y sin renunciar a nada. Carmen Mola, enhorabuena y muchas gracias (ya le darás el recado a quien corresponda -y el ruego de que siga pasándote textos para que los firmes, ya estamos mordiéndonos las uñas por lo que pueda venir-).