No conservo más que unos cuantos trabajos de los que tuve que presentar
durante la carrera, la mayoría no pasaban de ser ejercicios breves (algunos,
incluso, redactados en clase -para evitar plagios, cambiazos, redacciones ajenas
y demás artimañas-), muchos buscaban la espontaneidad del momento, nos hacían
estar alerta, esperando el pistoletazo de salida, en disposición de escribir
(¡Gracias de nuevo, adorado Bernardino M. Hernando!), otros se limitaban (nunca
mejor dicho y tanto por nuestra parte como por la del profesor que lo
encargaba) a cubrir el expediente, fingir/parecer que hacíamos/aprendíamos algo
útil para el futuro profesional (que ya entonces era una quimera en muchos
aspectos, fundamentalmente en cómo lo falseaban aquellos que, en muchos casos,
no lo habían ejercido más que de pasada), llenar nuestro tiempo para aligerar
el de los docentes (dar tiempo en clase para preparar/redactar/empezar/hacer en
grupo -si tocaba- alguna tarea suponía no dar -o dictar- ninguna lección), hay
pocos de los que me sienta verdaderamente orgulloso por el esfuerzo, la
implicación, el interés, lo mucho que me volqué en ellos, lo, a pesar de todo,
poco trabajosos que los consideré porque gocé investigando, buscando,
preguntando, leyendo, redactando, pero algunos de esos no los recuperé y no se
me ocurrió quedarme con una copia (o eran el examen en sí mismo y no había posibilidad
de ello, pero nunca olvidaré esos momentos de absoluta epifanía -que recuerdo
sin presión ni agobios o nervios, más allá del hecho de querer hacer justicia
con el objeto de análisis y con la soberbia maestra que hacía vivir la asignatura,
hablo de nuevo de mi llorada Mercedes Gómez del Manzano-). Pero en cuarto de
carrera ya estaba sobre aviso y, antes de entregárselos al profesor, me quedé
con una copia de los trabajos que hubo que presentar en aquella extraña,
repetitiva e incluso abstrusa asignatura titulada como Teoría General de la Información
que un magnífico maestro (Javier Davara -el padre, el que tiempo después fue
decano de la Facultad-) transformó en un auténtico deleite y continuo descubrimiento,
un espacio de libertad creativa en el que sentirnos periodistas, donde dar
rienda suelta a nuestra voz, a nuestro modo de sentir, pensar y escribir, el
lugar en que se formó definitivamente mi faceta como analista cinematográfico
con un trabajo sobre la comunicación no verbal en la gran pantalla y otro -el
que ahora me interesa- sobre la permanencia y vigencia de los mitos, sobre sus
porqués (algo que estaba en el programa y que incluía, por ejemplo, leer a
Mircea Eliade), para lo que escogí a tres de mis imprescindibles ya entonces,
Marilyn, Bogart y Brando. Este segundo trabajo está ahora a la izquierda del
teclado porque vino a mi cabeza algo que utilicé en el mismo mientras terminaba
la novela de la que hoy quiero hablar y empezaba a dar vueltas al texto
posible, recordé que uno de los libros que consulté fue El estrellato de
Alexander Walker en el que se contaba cómo, en los albores de la industria cinematográfica,
cuando aún no existía nada digno de ser llamado de ese modo, no se identificaba
a los intérpretes, se pensaba que el cine sería un pasatiempo pasajero, un
capricho que pronto dejaría paso a otra moda, de ahí que nadie quisiera ser
reconocido, pero los productores vieron pronto que el auténtico filón estaba en
los actores puesto que “los exhibidores del Nickel Odeon, al pedir un nuevo
programa de películas (…), solían especificar más a menudo las películas
con los actores que a su entender habían tenido más éxito entre sus
espectadores, y se referían a ellos como “la chica de los bucles”, o “el hombre
de los ojos tristes”, o “el chico gordo”. (…) ello presagiaba la
singularidad de la estrella (…)”. Sin duda, había un deseo de identificar a
cada uno, de hacerlo único, pero, al menos así lo explica Walker, parece que el
público no demandaba un nombre concreto o digamos personal (aún hoy encontramos
gente que, por ejemplo, llama siempre Charlot a Chaplin o nos referimos a
actores por el nombre de su personaje más famoso o al que esté dando vida en la
serie de moda).
En el caso que nos ocupa tenemos un nombre, podemos señalar directamente
a alguien (o así lo parece al principio), lo que ocurre es que no sabemos quién
se esconde detrás de un seudónimo que ha despertado elucubraciones de lo más peregrinas
(tal vez alguna le sirva para futuras novelas, ojalá -en el sentido de que siga
publicando-): Carmen Mola ha roto casi todos los moldes, especialmente los que
hacen referencia a la trascendencia, la fanfarria, la notoriedad, el foco
mediático, porque ha conseguido preservar su identidad, puede que esté a
nuestro lado en el metro, en el cine, en la compra, esperando que el semáforo
se ponga en verde y podamos cruzar, puede que sea nuestra vecina/nuestro vecino
(que haya escogido un nombre de mujer no significa que lo sea, para muchos ese
hecho indica a todas luces que se trata de un hombre), ha huido de cualquier
exhibicionismo posible, ha dejado que su obra hable por sí misma, que los
honores y vítores sean para Carmen Mola, que hablemos de ella como autora de
dos magníficas novelas negras (La novia gitana y La Red Púrpura),
de un díptico admirablemente construido que (aquí sí) hace imprescindible la
lectura ordenada y completa de ambos títulos para asistir a la creación de un
personaje poderoso, doloroso, contradictorio, cerebral y pasional a partes
iguales (por más que pretenda lo contrario), para comprender (y compartir con
ella) su amargura, su rencor, sus lastres emocionales, su máscara no tan pétrea
como querría, su armadura llena de abolladuras, su descenso a los infiernos (propios
y ajenos), el modo asombroso en que se va completando el puzle sin que nada
resulte forzado ni peregrino, aunque cada misterio (por recurrir a la
terminología clásica) pueda tomarse como independiente (y en lo que pueda
interesar a algún lector que dude en empezar la lectura lo son, es decir, lo
que se investiga en La novia gitana queda resuelto allí), el viaje
vital, sentimental, profesional y personal que hace Elena Blanco (y nosotros
con ella) necesita de ambas novelas para ser admirado como merece, de ahí que
(más allá de lo que publiqué en Instagram) no trajese en su momento el primer título
a este ángulo oscuro del salón y llegue ahora en compañía del que le completa y
amplía en modo superlativo (en todos los sentidos) la experiencia lectora.
Lo cierto es que, una vez metidos en harina, lo que menos me ha
preocupado es la verdadera identidad de Carmen Mola, como tal se ha convertido en
una autora a la que seguir y de la que esperar grandes sorpresas/momentos (al igual
que Elena Ferrante, con la que tanto se la compara en el sentido de mantener a
buen recaudo el nombre con el que la llaman sus íntimos), ha evitado prejuicios
(aunque hay quien los ha emitido, precisamente por el hecho de ocultarse detrás
de un seudónimo), los mismos que ahora ya no podrá evitar (tanto en lo bueno
como en lo malo) porque, aunque sea sin foto en la solapa, sin entrevistas
televisivas/radiofónicas, sin presencia en actos, Carmen Mola ya es una marca,
un sello, una personalidad, una estrella y lo cierto es que su obra merece toda
esa notoriedad, por más que nos guste aplaudir y felicitar (y aún más poner en
la picota) a quien lo merece, si la autora (la nombro en femenino puesto que es
Carmen, las especulaciones las dejo para otros) renuncia a esa gloria para que,
al final, los parabienes se ciñan a sus novelas (y a la mano invisible que las
ha escrito), ninguno somos quien para llevarle la contraria ni hurtarle(s) elogios.
Porque si La novia gitana atrapaba, envolvía, cautivaba por su solidez, por
el perfecto encaje entre la investigación y lo personal, por el diseño y
desarrollo de personalidades no de meros personajes, por el conocimiento de los
procedimientos policiales y su sencillez a la hora de explicarlos/ponerlos en
práctica, sin dejarse llevar por la sofisticación incomprensible ni por
convenciones estereotipadas y/o sacadas de madre (artificios recurrentes,
parafernalia habitual en alguno que vende mucho pero es pura mueca literaria,
acumulación de elementos sin justificación ni alma), haciendo comprensible (y
verosímil) cada paso de la investigación, La Red Púrpura mantiene el
nivel alcanzado, no decepciona, abre
nuevas vías narrativas, profundiza en las partes más recónditas de la sociedad
y de cada uno, es necesariamente más oscura, más pantanosa, más al límite, más
asfixiante, a la protagonista se le ha agotado el tiempo, incluso el dolor, no
puede dar marcha atrás, hay momentos en que uno debe llegar hasta el final por
más que sepa que lo va a encontrar/suceder puede destruirle del todo, en lo anímico
como en lo vital, en lo afectuoso como en lo social, hay muertes en vida (por
más que a veces las escojamos como último asidero) que, precisamente al
prolongarse en el tiempo, al quedarse enquistadas, al seguir barrenando, son
más terribles que la muerte total que, al fin y al cabo, llega, actúa y se
aleja hasta otra ocasión.
La profusión de detalles con que Carmen Mola caracteriza personajes,
ambientes, atmósferas, el modo en que consigue una descripción física,
contextual o moral con la frase adecuada, prestando atención a algo muy
concreto que, además, el lector reconoce fácilmente (hagamos hincapié en que ,
a pesar de lo alambicado de la historia, todo resulta plausible -tristemente
plausible, no es tan complicado confirmarlo-) es otra de las grandes virtudes
de su escritura, cada dato se proporciona en el momento adecuado para mantener
el interés siempre en el punto más alto, a veces permite que el lector vaya un
segundo por delante de los personajes, otras veces le deja clavado con lo que
sucede (y no por recurrir al golpe de efecto sino por lo inesperado –o todo lo
contrario- de algo que da un vuelco a la trama), le permite especular,
sospechar, anticipar, le hace errar (sin trampas, como parte del juego que al
fin y al cabo siempre plantea el género), no da gato por liebre y consigue que
cada página importe e interese, que nada suponga un tiempo muerto o un mero
alivio cómico, si no avanza en ese punto concreto la trama policiaca lo hace la
vital, la humana, la de esos personajes cincelados con mano muy firme (y en los
que aún hay muchas aristas que lijar), la de esas almas en que las que escarba/horada
sin tregua para revelarse como una voz de amplios e inagotables ecos y recursos,
que deja en pañales a tantos que van de profundos y se quedan en lo
superficial, en lo convencional, en lo trillado (y, para colmo, ni siquiera la
parte de intriga merece la pena porque es más de lo mismo), haciendo novela
negra/policiaca sin complejos y sin renunciar a nada. Carmen Mola, enhorabuena
y muchas gracias (ya le darás el recado a quien corresponda -y el ruego de que
siga pasándote textos para que los firmes, ya estamos mordiéndonos las uñas por
lo que pueda venir-).