sábado, 10 de agosto de 2019

CHANQUETE Y SU MUERTE ANUNCIADA






   Llevamos un tiempo a vueltas con la dichosa palabreja, discutiendo tanto el uso (una vez más) de un término en inglés (que, por cierto, significa cosas muy diferentes según el contexto) como su abuso y proliferación en la vida diaria (algo a lo que, no nos engañemos, han contribuido en modo superlativo las redes sociales y el afán por ser el primero en lo que sea); el caso es que lo de spoiler me suena hasta delicado, un modo incluso amable para lo que (como tantos, me consta) prefiero llamar, remarcando un poco la erre para dar mayor expresividad a su acción corrosiva, “destrrripe”, pues no deja de ser eso lo que se hace cuando se adelanta alguna de las sorpresas que proporciona una narración (seriada, cinematográfica, literaria) o, sencillamente, cuando se anticipa el final de lo que sea a alguien que aún no lo conoce. Un servidor escribió junto a Pablo Vilaboy un libro titulado Finales de cine en cuyo prólogo nos preguntábamos en qué momento se levanta la veda, es decir, cuándo se permite hablar sin tapujos de secuencias capitales que se analizan, diseccionan, emiten, explican, cuestionan dando por hecho que todo el mundo ha visto las películas en que aparecen, motivo por el que tantos (yo mismo en lo que al primer título citado se refiere) han sabido cómo terminaba Casablanca, Thelma y Louise, Psicosis o Atracción fatal (escojo estos títulos en concreto porque sobre ellos voy a procurar apuntalar lo que quiero contar) antes de vivir su propia experiencia como espectadores; sin querer extenderme demasiado, hablando de lo que más me atañe como alguien que se ha dedicado muchos años a la crítica cinematográfica (como género periodístico, es decir, informando de un estreno con un espacio/tiempo muy limitado), no concibo que a algunos que se llaman/consideran expertos (esto va en exclusiva para aquellos que o ejercen de lo que no son o se consideran por encima del resto de los mortales por tener una tribuna o pretenden dárselas de voces autorizadas) les parezca casi imprescindible referirse a la resolución de una historia y que, incluso para aplaudirla, sean incapaces de hacerlo sin recurrir a detalles reveladores de la misma (son, por cierto, los que más reclaman poder seguir haciéndolo, insultando a quienes protestan, demostrando su poca profesionalidad y escaso desconocimiento de lo que debe ser un comentario, un dar noticia, una recomendación o disuasión, un género urgente y del momento, el análisis, el estudio, la comparativa exhaustiva, todo ello vendrá después, en otros lugares, con otro talante -y ahí no hay que avisar porque, lógicamente, se revelan tramas, destinos de personajes, porqués, se habla/escribe para enterados, dicho sea sin el más mínimo atisbo de tono peyorativo, el que se adentra en textos/documentales de este tipo está advertido, no valen quejas en esta ocasión-). No se trata, ese es otro asunto, de que una historia se base en un golpe de efecto, en un giro inesperado, en una solución abracadabrante (o tramposa o artificiosa), sino de que cada espectador (o lector) tiene el mismo derecho que aquellos privilegiados (muchos bostezando, aburridos, plagados de prejuicios, con la crítica hecha antes de la proyección, sin ningún amor por lo que hacen y lo que ven, desencantados o sin entusiasmo desde el principio) que ven gratis la mayoría de las películas (o todas las que ven en su momento) antes del estreno a experimentar sus propias sensaciones, a sacar sus propias conclusiones, a sorprenderse (o no) por sí mismo (y no, no me digan que entonces no deben leer lo que se publica -o escuchar ciertos programas de radio-, porque, repito, una crítica/reseña periodística no consiste en destripar -remarquen la erre, no se priven- el argumento, la acción, la peripecia, el plano final).

   Alfred Hitchcock pedía encarecidamente que no se contase el final de Psicosis (uno, por cierto, de los más estudiados y desvelados), consiguió que las salas no permitiesen el acceso del público una vez hubiera empezado la proyección sin explicar por qué (una de las mayores sorpresas, esa a la que podríamos denominar LA secuencia, otra que ha sido diseccionada y anticipada hasta la saciedad, ocurre a los 48 minutos de metraje, no es posible apreciar la jugada en toda su excelsitud si nos perdemos algún fotograma), nadie (espero) se va a atrever a decir que el maestro/genio/mago del suspense pensaba que la valía de su película radicaba exclusivamente en sendos sobresaltos (ahí está lo que la gozamos en cada visionado), pero sabía que si nos pillaba desprevenidos, sin conocimiento previo, el efecto se iba a multiplicar por mil (como en mi caso, ya que tuve la fortuna de verla en un histórico Sábado Cine de mi infancia sin saber la que se me venía encima); porque no se trata sólo de conocer la identidad del asesino que es a lo que recurren los que antes mencionaba para menospreciar al público (y películas) y pensarse gente de paladar exquisito porque aprecian/se fijan en otras cosas, sino de descubrir en el momento adecuado qué o por quién se decide Ingrid Bergman, claro que Casablanca es mucho más que ese momento, que cuando la revisamos aumenta la melancolía, la tristeza, se anticipa la amargura (o no, dependerá de cada uno) por lo que se sabe inevitable, pero sería deseable poder asomarse a ella por primera vez sin tenerlo claro, lo mismo sirve para Thelma y Louise, da igual las veces que se vea, siempre consigue emocionar, impactar, implicar, su último plano sigue elevando, levantando de la butaca (literal: una sala repleta soltó un mismo y pletórico suspiro), pero nada podrá ser comparable a aquella tarde ya remota en que, recién estrenada, fuimos al cine después de clase (por fortuna, meses antes de que en la entrega de los Oscar las propias protagonistas desvelaran la incógnita a quienes aún no la hubiesen visto). El caso de Atracción fatal es un tanto diferente en el sentido de que se rodó un primer final que fue rechazado masivamente en las proyecciones previas, lo que llevó al estudio a proponer (y rodar) uno muy diferente que, por un lado, inyectaba una moralina estomagante e incluso distorsionaba la percepción que uno pudiera tener de los personajes (por no decir que traicionaba planteamientos y hasta atmósfera insana) y, por otro, fue destripado sin misericordia en un artículo de Diario 16 (del que he olvidado el autor -o no lo tengo claro al cien por cien, por eso prefiero no señalar a quien, a lo mejor, no tuvo nada que ver en el desaguisado-) que aquí el que suscribe leyó justo un par de días antes de ir al cine a verla, recién estrenada, al igual que un buen puñado de títulos que se jugaban los Oscar a entregarse un mes después; gracias a esa película me rendí incondicionalmente a Glenn Close (fue al año siguiente con Las amistades peligrosas cuando la convertí en una de las diosas a las que venerar incluso cuando no aciertan -pero se reconoce-), me entretuvo profundamente, la discutí con los compañeros de instituto, pero fue un poco frustrante cuando la platea soltó un grito y no pude hacerlo porque sabía lo que iba a pasar (al igual que no viví la sorpresa general que siguió a tamaña conmoción).

   Por otro lado, es cierto que los que hay que se quejan de lo que no supone tal destripe sino, en su caso, ignorancia supina: cómo olvidar a algún indignado muy molesto porque Pablo (en su última intervención en Afectos en la noche, lo demás pueden leerlo en 24 horas de un periodista desesperado, su primera novela -no desvelo nada, bien lo saben los leales, incluso cuento menos de lo que debería, no sólo en lo estrictamente literario-), hablando sobre Ágora, contó el final de Hypatia (que está en los libros de Historia) o a todos los que se han quejado de que la prensa les ha anticipado lo que sucede en la serie sensación del momento, Chernobyl, refiriéndose, precisamente, a sucesos y datos que ya habían sido publicados en su día. Es cierto que hay gente (y ahora hablo en general) experta, incluso cuando saben que el interlocutor lo desconoce (o haciéndolo entonces con más hincapié, conozco unos cuantos o te topas con otros en las redes aunque no quieras), en anticipar lo que pasó en el último capítulo de alguna serie, que no es capaz de hacer un comentario sin dar detalles fundamentales (no digamos, volvemos al inicio, “entendidos en la materia” -sí, con muchas comillas-), pero tampoco hay que exacerbar las cosas porque va a llegar el momento en que no se pueda hablar sobre nada, algunos te mandan callar aunque sólo digas que el capítulo tal de no sé qué serie da un giro asombroso o, todavía más críptico, señales lo mucho (o nada) que te ha gustado, siempre hay alguien que manotea y se agita “calla, calla, que no lo he visto”. ¡Anda que si hubiesen vivido aquellos tiempos en que las portadas de las revistas anunciaban la muerte de Chanquete en Verano azul o el intento de asesinato de J.R. en Dallas! No sé cómo reaccionaría ahora con tantas posibilidades, pero en su momento mi abuela compraba y devoraba Tele Indiscreta para enterarse de todo lo que iba a pasar en Cristal antes de ver cada capítulo (y se asombraba igual, arremetía contra unos personajes, defendía a otros, lloraba si había ocasión, inmune a eso que ella no hubiera sabido decir e incluso sufragándolo), del mismo modo yo anticipo que, al haberme quedado demasiado largo (y hasta excesivo) lo que imaginé como introito para hablar de Un matrimonio perfecto, la nueva novela de Paul Pen que Plaza y Janés publicó el pasado mayo, y del encuentro que mantuvimos con él, como considero que el libro merece su propio espacio, opto por concluir aquí prometiendo regresar y retomar desde este punto, es decir, desde lo del destripe (pero creo que diciendo esto no destripo nada, ¿verdad?).