Así de repente, mientras iba tomando notas mentales para este texto,
pensando cómo titularlo, estructurándolo, repasando la transcripción del
encuentro con el autor, caí en la cuenta de que el origen de mi proverbial
manía (aunque no llega a tanto o, en todo caso, se trata de un empeño, una
aspiración, un gusto que, si no se puede satisfacer, no me impide leer -eso
jamás- el libro que toque/caiga en mis manos), mi deseo por ir conociendo los
títulos de una serie en el mismo orden en que van viendo la luz (estoy hablando
de literatura, por supuesto, aunque ahora cambie de medio) se debe a que me
enganché a una de mis primeras pasiones televisivas de acción real, Espacio
1999, cuando la repusieron como parte de la programación infantil (se había
estrenado en la sobremesa en época escolar, parece que hubo muchísimas
peticiones para que la colocaran en un horario propicio para quien estaba
llamado a ser su público mayoritario), pero en esa ocasión TVE no la emitió ni completa
ni ordenada y, por lo tanto, me perdí la entrada en escena de quien se
convirtió en mi personaje favorito desde el momento en que la conocí: Maya,
procedente del planeta Zykon, capaz de transformarse en otro ser viviente en
apenas dos parpadeos (literales). Por más que, como infinidad de series de
antes y de después, la coherencia/unidad narrativa a veces fuese inexistente
(en la primera temporada, por ejemplo, tenía un papel destacado Barry Morse
como el profesor Victor Bergman, pero el personaje desaparecía en la segunda
por arte de magia -el actor no quiso continuar- y jamás se daba ninguna
explicación -gracias a IMDB he descubierto que se rodó una secuencia en que se
mencionaba su muerte, pero quedó fuera en el montaje final-), me provocaba gran
desazón (y la rabia de saber que quedaban capítulos por emitirse y nos los
birlaron) que, al modo que se parodiaba magistralmente en Tootsie, los
personajes irrumpiesen en la pantalla (o la abandonasen) sin más, dejando el
ambiente plagado de incógnitas.
Sé que es algo que ya he contado en al menos otra ocasión, motivo por el
que voy a ir muy rápido y todo lo al grano de que soy capaz, el caso es que se
da la circunstancia de que prácticamente todas las series que leí vorazmente en
mis primeros años las comencé por el volumen que tenía más a mano, bien
regalado, bien heredado de mis hermanos, bien prestado, pero, aunque no hubiese
ninguna relación entre unos títulos y otros más allá de los protagonistas o
cada título pudiera ser comprendido por sí mismo, siempre llegaba un punto en
que quería leer el primero, se me antojaba algo imprescindible, llegaba a
retrasar lecturas esperando esa oportunidad e incluso intentaba (lo que fue más
fácil durante el tiempo en que fui socio de una biblioteca) seguir el orden
cronológico, el de creación, algo que todavía procuro hacer y sobre lo que
también he escrito aquí (de hecho, ahora que lo pienso, fue en la misma entrada
a la que antes me refería, hablando sobre Donna Leon y cómo pasé de la primera
a la vigésimo quinta historia de Brunetti sin haber leído las veintitrés intermedias
-¡Ni los cortes publicitarios de algunas cadenas!-). Por todo esto, en el
momento en que mi Pepa Muñoz anunció que tendríamos un encuentro con Julio
César Cano cuando visitase la Feria del Libro porque Maeva lanzaba Flores
muertas, anunciada como “el nuevo caso del inspector Monfort”, hice una búsqueda
rápida, me puse al día, me familiaricé con el tema, encargué Asesinato en la
Plaza de la Farola, que la misma editorial recuperó en bolsillo, me dispuse
a conocer los orígenes de este policía que ahora protagoniza su cuarta
aventura, me dejé ganar el corazón y la adrenalina, el autor sabe hacerlo con
gran habilidad, combina en las dosis adecuadas ambos aspectos (la necesaria
intriga de lo que se anuncia como novela policíaca con el retrato/la creación
de un personaje central que preocupa, implica, interesa, tiene alma y corazón
-absolutamente rotos, por cierto-), ya puedo decir que Bartolomé Monfort se ha
ganado un lugar de honor en mi particular Olimpo del género y que, por supuesto
(antes de que llegue la quinta -en la que Julio ya está trabajando y así tuvo
la gentileza de compartirlo con nosotros-), leeré las dos novelas que me quedan
(Mañana, si Dios y el diablo quieren y Ojalá estuvieras aquí) y que
pertenecen también al catálogo de Maeva (editorial sin cuyo concurso, sin cuyo
interés por la serie cuando aún no era tal, el autor confiesa no hubiese dado
continuidad al personaje más allá de la segunda).
El encuentro con Julio César Cano (y con su encantadora familia) tuvo
lugar, como digo, durante la última Feria del Libro (en concreto, el último
sábado de la misma), antes de que firmase ejemplares en una de las casetas,
encuentro celebrado (en toda la extensión de la palabra, como cantaría Sara
Montiel) en el mismo Retiro, en una de las salas de la Biblioteca Pública
Municipal Eugenio Trías, de donde sólo salimos (todo hay que decirlo) porque el
escritor tenía ese compromiso, ya que, de haber podido (y me consta que hablo
por todos los que allí nos reunimos), hubiésemos seguido horas y horas hablando
sobre muchas cosas (encerrados y casi olvidados del mundo, pero esa anécdota no
viene ahora a cuento), todas relacionadas de un modo u otro con Flores muertas
(todo comienza con la aparición del cadáver del cantante de una banda de rock),
con la trayectoria profesional de Julio, quien durante varios años ejerció como
músico y mánager de grupos, y con sus aficiones, muchas de las cuales ha
volcado en sus novelas del inspector Monfort, fundamentalmente la gastronomía,
a la que también se dedicó un tiempo en lo literario, pero dejemos que sea él
mismo el que trace un a modo de autobiografía (muy resumida, por supuesto), la
que esboza para explicarnos cómo llegó a escribir novela policíaca: “Tengo
el orgullo de haber sido el primer mánager con el que Los Ronaldos y Los
Enemigos, ambos ganadores del Villa de Madrid, se metieron en una furgoneta y
nos lanzamos a la carretera: ellos ya eran conocidos en los bares de Malasaña,
pero les faltaba descollar en gira, ampliar su zona de influencia y tengo el
honor de haber sido el primero en conseguirlo. Pero decidí que la música no me
llenaba más, que había llegado a mi tope, fue entonces cuando nos marchamos a
vivir a Peñíscola; la escritura me había llamado desde siempre, por más que
nunca fui ese niño que ganaba un premio de redacción como cuentan otros colegas,
jajaja. Como la gastronomía es otra de mis pasiones decidí esconderme en ella
para escribir, me daba terror meterme en la ficción, no me creía capaz.
Presentando uno de esos libros, la crítica gastronómica de La Vanguardia, Carmen
Casas, que era muy dura, me dijo que le había gustado mucho, pero que me dejase
de escribir tonterías y me lanzase a la novela; el caso es que camuflaba la
novela en aquellos textos, la diluía, no eran libros de recetas propiamente
dichos”. Habla en concreto de Cocina, carretera y manta, mezcla
perfecta de libro de viajes y recetario, donde da mucha importancia a las
personas que conoce en su camino, a las historias que le cuentan, ahí estaba el
germen de su narrativa policiaca puesto que la gastronomía juega un papel
destacado en las novelas de Monfort (como lo hace en las de Montalbano -aún tan
reciente la pérdida de Andrea Camilleri-, en las de Carvalho -también era gran
pasión de Vázquez Montalbán-, en las de Maigret -Simenon siempre deja huella,
es inevitable encontrar su eco-), del mismo modo que lo son los paisajes, los
escenarios, los lugares, los edificios tienen mucha importancia (por eso la
historia sucede en 2008, “para que pueda aparecer un edificio emblemático como
fue la antigua comisaría de Castellón de la Ronda Magdalena” -que está en
desuso desde 2011-), influyen, definen, son un acierto absolutamente troncal, una
localización que da sentido y personalidad a la serie.
Pido perdón a los leales por estar hoy especialmente repetitivo, no es
la primera vez que me remito a la entrevista que tuve el privilegio y el placer
de hacer a la gran Claudia Piñeiro (a quien debería convocar más veces a este
ángulo oscuro del salón) cuando presentaba en España su maravillosa Betibú,
en concreto al momento en que reivindicó el localismo del género negro (como
siempre, utilizada la expresión en el sentido más amplio posible), ahí, decía, radica
gran parte de su éxito, más allá de esquemas, fórmulas e ingredientes
universales, más allá de los rompecabezas trenzados con acierto, del viejo
juego de las incógnitas que tanto suele divertir, más allá -incluso- de que lo
de menos muchas veces es el quién lo hizo -o que no hay un asesinato que
investigar en el sentido más ortodoxo y podríamos decir puro-, lo que engancha
al lector es lo que de crónica social tiene, las idiosincrasias que explica/desarrolla,
hay crímenes que no pueden darse en según qué lugares, los investigadores no
son extrapolables, hay cosas que uno jamás esperaría de, por ejemplo, de Petros
Márkaris y sabe encontrará en Jo Nesbo y viceversa (más allá de las sorpresas
que cada autor consiga dar en lo concreto, hablábamos de las líneas maestras de
cada uno), dejando al margen ciertos estereotipos (que cuando están bien
jugados no se notan o, al menos, no nos sacan fuera de la novela) o
determinadas convenciones, el género continúa en constante evolución y es
demandado/consumido masivamente porque ha sabido romper sus fronteras, la época
en que nació, su coyuntura, tanto allá (es decir, EEUU) como acá, donde ha ido
brotando/reproduciéndose, lo negro/policiaco ha sabido (gracias a autores que
lo han trabajado con sabiduría) adaptarse al medio, adoptar particularidades
del lugar en que abre sucursal, transformarse en algo propio. Así, Castellón
(ciudad y provincia) se ha convertido con naturalidad (y enorme verosimilitud,
algo básico para el modo en que Julio construye sus novelas) en el escenario de
los casos del inspector Monfort, no podrían suceder en otro lugar, el autor
integra a la perfección los espacios en la acción, ayudan a
describir/comprender a los personajes, son piezas clave de la trama, son máxima
expresión del compromiso adquirido con el lector: “Hubiera sido más sencillo
localizar mis novelas en una ciudad grande porque, si lo quieres, haces que el
personaje monte en un taxi y desparezca o huya en el metro, hay más radio de
acción, pero en Castellón no puedes mentir: si sales de tal hotel y vas a la
comisaría, no hay muchas formas de llegar, hay que ser creíble, me gusta este
punto de no poder engañar al lector. Además, todos los lugares que utilizo, los
bares y restaurantes son reales y en caso de ser inventados no tienen nombre;
sin embargo, esto hace que siempre tenga el temor de ser demasiado localista,
por más que me parezca genial lo de descentralizar las novelas. Por otro lado,
quería contar que Castellón es algo más, mucho más que la franja de playa, me
lo tomo como un reto y busco localizaciones que no sean las habituales”. Y
lo consigue porque alguna de mis compañeras conoce la zona y pregunta con
interés por lugares que no conoce o en los que no se ha fijado y que aparecen
en Flores muertas, del mismo modo que consigue crear una atmósfera
particular (da igual haber visitado o no los lugares por los que los personajes
se mueven) que amplía horizontes y paisajes narrativos coadyuvando a conferir a
la serie una de sus señas de identidad (y, de paso, como se comentaba, Julio
puede dar rienda suelta -aunque sabe hacerlo en la medida justa, sin excesos ni
lirismos a deshora- a su vena de escritor de viajes, observador minucioso,
registrador de detalles de quien viaja para conocer y enriquecerse en lo más
profundo).
Asesinato en la Plaza de la Farola, aunque estuviera concebida
como novela independiente, supone unos cimientos sólidos sobre los que levantar
una serie que en el cuarto volumen demuestra una evolución y una madurez
apabullantes que permiten anticipar una progresión que provoca (permítanme la expresión
ya que la gastronomía tiene un papel destacado) que el lector se relama, sobre
todo después del completo menú que supone Flores muertas; aquel primer
título era si se quiere una novela policiaca que se ajustaba en lo formal y en
su desarrollo al canon, aunque los escenarios (como se ha dicho) la hacían
diferente, Monfort ya era un personaje con sello propio del que sólo veíamos la
punta del iceberg, llegaba con un pasado a cuestas, con mucho dolor acumulado,
con pocas ganas de seguir, un alma atormentada, una personalidad muy bien
forjada que, por lógica, exigió continuidad, ignoro qué ha sucedido entre
medias, pero aquí encontramos a un Monfort que se enfrenta a la tragedia vivida
y tan sólo nombrada en lo que uno ha leído, se sabe desde el principio que
perdió a su mujer en un accidente de tráfico pero no se describe, ha habido que
esperar cuatro novelas para que el personaje sea capaz de, podríamos decir
aunque se narre en tercera persona, verbalizar la tragedia, de afrontarla, de ponerla
ante nuestros ojos (“Procuro que Montfort vaya creciendo con el tiempo, he
ido dosificándole, me parecía tremendo contar todo su dolor de golpe”),
decisión que honra al autor por la delicadeza que demuestra, el cuidado que
pone en equilibrar su escritura, en no abusar de los (dicho en el sentido más
elogioso del término por saber utilizarlos con precisión quirúrgica y
comedimiento plausible) golpes de efecto, porque demuestra lo muy en serio que
se toma su trabajo, con qué cuidado va aunando sus piezas por más que cada
novela pueda ser leída independientemente (doy fe, puesto que mis compañeros
sólo conocían Flores muertas y no necesitaron más para disfrutarla).
Pero, volviendo al principio (que es de lo que vengo hablando casi todo el
rato), llegar aquí tras Asesinato en la Plaza de la Farola me permitió apreciar
la sutileza con que Julio va haciendo evolucionar a su protagonista y a otros
personajes recurrentes (y me hizo soltar alguna lágrima que otra, aborda el
género desde el lado más humano).
Flores muertas también supone un paso adelante en lo que a la
estructura se refiere, no se queda en la mera repetición en que lamentablemente
caen tantas series similares, no se limita a recorrer el mismo camino, se
percibe igualmente en ese aspecto un deseo por dar algo (mucho) más en cada
título, por ser fiel a sus planteamientos sin que eso suponga inmovilismo
temático y/o estilístico, por seguir explorando y ampliando la serie, no pierde
de vista que eso es lo que es por más que cada pieza tenga su propia entidad (y
eso es, precisamente, lo que a la larga proporciona mayor unidad, entroncan por
las emociones y sentires del protagonista no por el procedimiento -obviamente, hay
rutinas y hasta rituales idénticos, pero el curso de la investigación en sí es
muy distinto-), así aquí incorpora una narración en primera persona (la voz del
mal, no anticiparemos nada más ni daremos pistas antes de tiempo) que es
sobrecogedora, insana, irrespirable, páginas terroríficas escritas con un
bisturí muy afilado, precisamente por ello no es necesario ensañarse, basta
sugerir o mostrar lo justo para que sintamos más de un escalofrío, hay
suficiente crudeza en el modo en que se escupen palabras, en que alguien se deleita
y regala con su odio (“Ha sido complicado entrar en la mente de ese narrador,
pero al final lo miraba con distancia, casi como si fuese una película, para
que no me alterase demasiado, por fortuna no he conocido a nadie así y, por lo
tanto, lo tomaba como parte de la ficción. Sufrí más con la novela anterior
[Ojalá estuvieras aquí] porque se centra en una alcohólica y no puede
evitar las lágrimas en algunos momentos, aquí lo que más me costó fue escribir en
primera persona”), son páginas que demuestran la altura literaria que ha alcanzado
Julio César Cano, aún más cuando comprobamos la manera en que encajan a la
perfección con el resto de la historia, cuando se avanza en la lectura y nada
resulta insólito, cuando las dos melodías confluyen en una, es decir, en una novela
que deja sin aliento en sus dos vertientes, la meramente policíaca y la humana
(y por ambas crea adicción y convierte al lector en seguidor, en fan, en aliado,
en impaciente por regresar a Monfort).