miércoles, 31 de julio de 2019

LAS LARGAS TARDES DE ESTÍO





   Sin querer sonar tremendista o plañidero, lo cierto es que llevo unos días instalado en una melancolía nostálgica que en los últimos tiempos rebrota con demasiadas intensidad y asiduidad (tanto que a veces encadeno un episodio con otro hasta confundirlos), confieso que en parte la propicio, aunque me desarme, descomponga y hasta anule, aunque el peso de la pena negra que ese estado conlleva sea cada vez más difícil de soportar, aunque las borrascas azoten sin misericordia y la tormenta (y el tormento de tenerme cerca) golpee a quien está cerca con irracionalidad supina y furia injustificada, reavivar determinados recuerdos (para lo que no debo hacer mucho esfuerzo porque están a flor de latido) me deja satisfecho, aunque me sienta agotado y como vaciado, sin caudal en los lagrimales, enfrentado de nuevo al inapelable hecho de que aquello (y los que allí estuvieron) es irrepetible, a la larga el regusto amargo se diluye, los ecos de la ya demasiado lejana sensación de plenitud alcanzada resuenan con fuerza y me espolean, ponen de nuevo la sangre a circular, me avivan el corazón, me reafirman en mi yo más íntimo, me devuelven luces y, por supuesto, sombras, errores de los que ya no puedo compensar a quienes sufrieron sus consecuencias. Aunque cada vez necesito menos excusas para ello, el verano exacerba esa delectación (a ratos masoquista, no lo niego, es lo de tocar con la lengua la muela que nos duele y provocarnos un latigazo paralizante), ese mirar atrás para ver (lo siento, don Antonio, sigo robándole frases) la senda que nunca volverá a ser pisada (o eso parece, me refiero a lo iba a decir “profesional” pero lo dejaré en “laboral” y en que tenga continuidad), añorar aquellos veranos radiofónicos que tanta felicidad me proporcionaron (no todos, pero ahora no viene al caso y, como digo, lo que busco con estas inmersiones/flagelaciones en/con el pasado es recuperar el placer experimentado, aunque llegue en forma de sucedáneo, como un reflejo a ratos desleído y/o emborronado), pero, sobre todo, evocar aquel tiempo primero de la libertad y la vida (como tomé prestado de Ray Bradbruy tras la lectura de su magnífica novela El vino del estío: https://elarpadebecquer.blogspot.com/2017/07/el-tiempo-primero-de-la-libertad-y-la.html), esas largas vacaciones en que me refugiaba en la lectura durante horas, sin desear hacer otra cosa, en parte para protegerme, en parte para huir, en parte para preservarme, ya he contado muchas veces que tengo un espíritu anacorético, puede que en parte me engañase a mí mismo, cuando cerrase el libro todo lo negativo (no voy a especificar ahora, más sí quiero indicar que me refiero a situaciones/personas concretas) seguiría allí, pero entre las páginas estaba a salvo de cualquier inclemencia (excepto de las provocadas por la lectura, buscadas y anheladas, lo mismo que la soledad, por más que a veces doliera y de qué modo).

   En ese maremágnum en que se mezclan con los libros, canciones, series, escapadas al cine, ocio sin más límite que el económico, es inevitable regresar a Machado cantado por Serrat (y en esta ocasión con la música compuesta por Alberto Cortez), sonó muchísimo en casa, lo que tiene cierta guasa es que, teniéndoles la manía que les tengo (y no es algo que he desarrollado con los años, lo traigo de fábrica), me quede con un poema que me entusiasma como composición (en ambas posibilidades) pero que no comparto más que en algunos versos: nunca podré considerar amigas a las moscas, lo siento, me irritan sobremanera, más sí es cierto que me hacen evocar muchas cosas, de hecho su aparición en el patio de casa suponía el preludio del verano, el horizonte se ensanchaba porque, aunque no los hubiera, percibía aromas que señalaban la llegada del periodo no lectivo, los latidos del corazón iban variando de ritmo, dejando a un lado rutinas implacables, obligaciones escolares, la sensación de permanente condena (mi padre, el tío Miguel, los mayores salían del trabajo y hasta el día siguiente mientras que los chavales hacíamos tareas en casa y, cada cierto tiempo, debíamos examinarnos, como si no sirviese para nada ese esfuerzo), al final llegaba la mejor recompensa, es decir, sentarme en el patio junto a la abuela (que leía alguna revista, cosía algo o charlaba con la señora Matilde) y exprimir al máximo (eso sí) “las largas tardes de estío en que yo empecé a soñar”. Durante el curso iba dejando a un lado algunos libros a los que me apetecía dedicar atención sin interrupciones o dilaciones por motivos lectivos, a eso se sumaba el que todos los años me regalaba el tío Miguel al terminar el curso y los que fueran apareciendo/cayendo, algo similar he hecho recientemente con un libro que, además, por lo que cuenta y el modo en que lo hace, por lo que me ha hecho sentir y viajar mental y emocionalmente (por eso he empezado de este modo), hubiera sido una magnífica compañía para alguno de aquellos veranos de niñez y adolescencia (no pongo “infancia” para no copiárselo todo a Machado), se me antoja una lectura estupenda para quien pueda permitirse hacer ahora un alto (o lo esté haciendo), pero también es un salvavidas para quien (como hacía yo) no puede (o a lo mejor no quiere, ¿quién necesita más?) escapar, digámoslo así, físicamente pero nadie va a impedir que lo haga mental, anímica y literariamente. Para todo eso, y algunas cosas más, nada como Las lágrimas de Isis, la por el momento última novela del exitoso y admirado Antonio Cabanas que Ediciones B (con muy buen criterio por todo lo que vengo contando) lanzó el pasado mes de junio, es decir, de cara al verano.

   Egipto me ha resultado fascinante (como otras civilizaciones antiguas) desde pequeño, se presta a la leyenda, al relato, a la ensoñación, sacia curiosidad, enriquece nuestro conocimiento, cuando accedemos a él a través de la narrativa de ficción o el cine (e incluso de estudios, tratados, monografías, todo depende del momento, de la edad, de lo que cada uno busca/pretenda) nos ilustra sin presiones ni aburrimiento (a no ser que la reduzcan a datos y a ejercicios de memoria algunos llamados profesores con los que uno topó en su momento o autores que se quedan en la erudición -a veces en querer demostrarla- o no tienen capacidad ni talento para transmitir), tuvimos la inmensa fortuna de que Érase una vez… el hombre, El libro gordo de Petete y gran parte de la programación infantil de TVE nos enseñasen (en todos los sentidos) que aprender no tiene que doler, que hay que crear hábito, saber despertar interés, que no hay que no tener miedo a la palabra “divertido” y sus múltiples posibilidades, que se puede (y cuando te diriges a receptores de cierta edad se debe, ha de ser así) hacer ambas cosas a la vez, estoy convencido de que fuimos muchos los que conocimos a Cleopatra como estrella invitada en uno de los álbumes más populares de Astérix, del mismo modo que supimos de Akenatón gracias a Sinuhé, el egipcio, la obra que ha proporcionado la inmortalidad a Mika Waltari, título que hemos compartido varias generaciones desde su publicación en 1945, también Antonio Cabanas se dejó hechizar en su momento por aquella novela y así nos lo contó cuando coincidimos a principios de julio en lo que se anunciaba como firma de ejemplares en la sede de Casa del Libro en Gran Vía, pero su generosidad y el ruego de los allí convocados (deseosos de escucharle) transformaron en charla apasionante y apasionada, como lo es su prosa, la que nos devuelve con cada nueva entrega la magia, la realidad, lo asombroso, lo desconocido, lo comprobado, lo imaginado (siempre muy asentado en lo que está acreditado y documentado) del Antiguo Egipto. No negaré que fui de los que más insistió en que Antonio cogiese el micrófono y nos contase algunas cosas/respondiese algunas preguntas sobre su novela (o las anteriores, de las que he leído recomiendo encarecidamente El ladrón de tumbas, su ópera prima, sólida y madura), puesto que mis queridos compañeros de lectura habían asistido a un encuentro con él organizado en su editorial coincidiendo con la puesta a la venta de Las lágrimas de Isis, encuentro en el que tuve que causar baja (y bien que lo sentí), pero gracias a mi Pepa Muñoz y a Raúl de Casa del Libro pude resarcirme y quitarme ambas espinas, compartí unos minutos a solas con el escritor (intimidades de/para lector que lo seguirán siendo) y transformé la novela en una de mis lecturas veraniegas, tal y como hubiese hecho de haber caído en mis manos (de haber estado escrita) cuando tenía trece/catorce años (que fue la edad a la que devoré Sinuhé).

   Fue también durante un verano cuando conocí a Hatshepsut (a través de La Dama del Nilo de Pauline Gedge), su historia y personalidad me cautivaron pero, las cosas como son, fue un amor propio de la estación porque, más allá de habérmela tropezado como personaje citado de pasada o muy secundario en algún que otro texto, nunca profundicé más en su figura, no busqué otros libros en los que la mencionaran o le dedicasen espacio (o lo ocupase por entero), pero eso es lo de menos porque Cabanas aborda su biografía descorriendo velos, resolviendo jeroglíficos, interpretando evidencias/restos, olfateando, escarbando, especulando, rastreando una memoria que muchos se empeñaron en borrar (lo que en gran medida consiguieron, de ahí las dificultades para reconstruir su vida, para separar la paja del trigo, de ahí que aún quede mucho por conocer/reparar, durante demasiado tiempo lo poco que se sabía sobre ella la pintaba como una déspota, una usurpadora, capaz de cualquier cosa por alcanzar y después mantenerse en el poder, por concentrarlo, por ejercerlo). El autor se basa en una documentación muy exhaustiva (como es habitual en todas sus obras), en un trabajo muy meticuloso en su doble vertiente de novelista e investigador, aunando a la perfección ambas disciplinas, alimentando su sabiduría como narrador con la conseguida como egiptólogo reconocido para trenzar una historia apasionante en la que nada es accesorio (fundamentalmente por la información que aportan, pero también por lo que permiten apreciar de la meticulosidad con que trabaja la verosimilitud recomiendo que no se pierden las notas que no son demasiadas, son muy concretas y contienen alguna sorpresa que otra). Sin caer en el didactismo o en lo abstruso, sin acumular datos por el mero lucimiento, sin pretender dar lecciones, siendo sobre todo un narrador ágil que recrea con profusión de detalles una civilización, un modo de vida, una manera (o maneras) de comportarse, de pensar, Antonio Cabanas escribe desde hoy (con prudencia, sin reconducir/manipular para establecer paralelismos ni incorporar una visión actual e interesada que tergiverse la Historia ni eche por tierra la historia -la suya-), pero adopta giros, cadencias, incorpora con enormes acierto y naturalidad palabras, creencias, costumbres cotidianas que ayudan al lector a estar más cerca de lo que sucede, a admirarse de la exquisita pulcritud que la novela destila; así, por ejemplo, puesto que (cito textualmente la nota en que se explica lo que sigue, de ahí el entrecomillado) “los antiguos egipcios pensaban que en el corazón residía, además de las emociones, la capacidad de razonar, y que el cerebro solo producía mucosidades”, Antonio dice de Tutmosis I que “su corazón terminaba por pensar siempre en Hatshepsut, y muchas noches meditaba sobre el gran faraón que iba a perder Egipto por el hecho de que su hija hubiera nacido mujer” (al margen de lo bien que resume este breve fragmento gran parte del núcleo de Las lágrimas de Isis, nótese que lo de “su corazón terminaba por pensar”, al margen de ser una imagen con enorme potencia poética, responde a ese afán de veracidad que vertebra la novela puesto que así lo decían/hacían entonces).

   Cabanas es también un maestro en integrar las descripciones a la acción, detenerse en rituales, ceremonias y celebraciones mientras mantiene a sus personajes activos, no es una mera recreación para demostrar lo mucho que ha investigado, todo tiene un porqué, si se pone minucioso a la hora de describir un templo, un monumento, una inscripción, un paisaje, una comida, es para envolvernos en la época, para que comprendamos mejor la cotidianidad de aquellas gentes, para que nada chirríe; labor que complementa con el ritmo de su prosa, preciso y en progresión constante, sin precipitación pero sin demoras, adoptando, podría decirse, la cadencia del calendario egipcio, los acontecimientos se suceden siguiendo el curso debido, no es que se pueda prever lo que va a pasar pero cuando pasa resulta lógico, la armazón del texto es sólida, no puede haber siembra y recolección si no ha habido primero inundación. A todo ello coadyuva el pulso firme del autor a la hora de (re)construir personajes de enorme solidez de quienes conocemos aspectos muy íntimos, a los que vemos crecer y evolucionar, de los que se radiografían emociones, que nos hacen palpitar mientras ellos mismos lo hacen, que nunca hacen un extraño (otra cosa es que secundemos sus acciones o las reprobemos), personajes tan poderosos como Nefertary, tan emocionantes como Neferheru, tan inquietantes como Ineni o tan maravillosos como Senenmut, eso sin olvidar la plétora de dioses a los que rinden culto y con los que se sienten vinculados, presentes en el día a día (por cierto, hay que reseñar y elogiar la habilidad con que Antonio habla de ellos -y lo mismo puede decirse de los diferentes títulos que algunos personajes ostentan- para que nunca dudemos de a quién se está refiriendo). Bien saben los leales a este rincón que jamás hablo del final, que incluso (aquí también lo he hecho) evito detallar demasiado la trama, pero no puedo dejar de contar que las últimas páginas/líneas me parecen uno de los colofones más emotivos, bellos y sublimes que he leído en mucho tiempo, broche de oro para un novelón de los de toda la vida (aunque esté escrito hace apenas unos meses), tiene ese aliento, esa maestría, deja esa huella.