Iba a comenzar por otra anécdota personal, pero ayer mismo, no hace ni
veinticuatro horas, viví otra que también sirve como ejemplo y demuestra (creo)
aún más a las claras lo que pretendo exponer: hablábamos con un amigo panameño que
tiene una edad muy cercana a la nuestra (lleva varios años viviendo en España)
y compartíamos recuerdos infantiles comprobando qué productos/artistas/juegos
eran conocidos aquí y allá, cuando Pablo mencionó la Nocilla y, claro, nos
pusimos a canturrear el famosísimo jingle “leche, cacao, avellanas y azúcar”
y, como algo natural, la memoria emocional que tan activada tengo y fluye sin
esfuerzo me hizo continuar “estos son los hombres fuertes de Nocilla,
fuertes, alegres y deportistas”, ante lo que rápidamente me espanté (y en
seguida todos nos reímos un tanto nerviosamente) porque no tenía conciencia de
que, como sucedía con el brandy Soberano, aquella merienda fuese “cosa de
hombres”. Gracias a YouTube he recuperado los anuncios originales y debo decir
que la cosa ha sido más lamentable, porque si bien es cierto que se da una
absoluta paridad (cuando no se utilizaba la palabra a todas horas), hay dos
niños y dos niñas y cada uno representa a un ingrediente, el cacao le
corresponde a una niña negra (al igual que Marisol acariciaba el rostro de
Joëlle Rivero mientras cantaba Tómbola en la película homónima justo en
el momento en que decía “de luz y de coloooor”), algo que como mucho nos
resultaba simpático y hasta chistoso en su momento (y “normal”, ya saben) y sirve
para abundar en lo que uno venía a contar y a eso va: sin entrar en la a ratos
absurda polémica del plural inclusivo, ¿de verdad no había otra palabra más
adecuada (y precisa) para la cancioncilla, tal vez “así es la pandilla de
Nocilla: fuerte, alegre y deportista”? Y es que nacíamos (y se sigue naciendo)
programados para el machismo, para conceder a las mujeres un papel secundario,
supeditado al de los machos, ese “los hombres” que, por más que las imágenes pretendiesen
desmentirlo, era en este caso como en tantos excluyente, jerárquico, tenía un
soniquete (expresaba una realidad) de superioridad, era lo lógico, se asumía
como tal, pocas conciencias se agitaban/protestaban/reivindicaban. Si bien es
indudable que hemos avanzado en muchos aspectos (aunque sea con efecto
retroactivo, caemos en la cuenta -sirva esta historieta particular como punta
de lanza de tantas similares, contemporáneas a aquel anuncio de algún momento
que no puedo cifrar exactamente de finales de los 70-principios de los 80 como
posteriores y actuales-, percibimos la discriminación, la denunciamos, nos
damos por aludidos), aún nos queda mucho lastre por soltar, en parte porque
hemos querido darnos la vuelta como un calcetín, pasando de un extremo al otro,
consintiendo (en este y en muchos terrenos) que algunos se adueñen de las
palabras, las manipulen, las tergiversen, las retuerzan, las despojen de sus
verdaderos significado y contenido, aumentando la brecha en lugar de reducirla,
confundiendo eso mismo con las témporas, actuando bien desde el rencor o desde
el complejo, sin términos medios, polarizando tanto (o más) que antes,
radicalizando el enfrentamiento, nada como Las incorrectas, la nueva novela
de Paloma Bravo publicada recientemente por Espasa, para ayudar a despejar el
panorama, a recuperar las mejores y necesarias esencias (y logros) del
auténtico feminismo, el que restaura el equilibrio, la convivencia, la igualdad
sin matices ni cuotas ni limosnas ni -de nuevo- complejos (porque no se trata
de eso, sino de implementar por fin lo que debería haber sido desde siempre).
En nuestra tendencia a etiquetar, compartimentar, catalogar, separar,
segregar, solemos equivocar términos, no emplearlos con propiedad, redundando
en el error o en las malas intenciones (o en buenas que al final sirven para
empedrar el camino al infierno, de todo hay), caemos en trampas propias (porque
así evitamos zozobras, inquietudes, autocríticas) o ajenas (que también adoptamos
para esquivar lo señalado en el paréntesis anterior), en lo que a veces se
maquilla (de nuevo las etiquetas) como “convenciones”, “costumbres” u otro término
cómplice con el que lavarse las manos, aceptando sin oposición esquemas
mentales (y vitales) que en realidad no confieren poder ni seguridad, son la
muestra más notoria del miedo al otro (a la otra, habría que puntualizar con
toda la intención, así nos han enseñado -o, en por fortuna muchos casos, lo han
pretendido o, aún más digno de encomio, nos hicieron ver que eso estaba mal
desde que éramos pequeños-), de la debilidad, de un antagonismo que, por más
que se diga, no puede (no debe) estar grabado en nuestro ADN; digo todo esto porque
tanto los de un extremo como los del otro (haciendo hincapié en que empleo el
plural inclusivo) han hecho mucho daño a causas justas que no se pueden
abandonar (ojalá algún día haya quien pueda hablar de ellas en pasado porque hayan
perdido su razón de ser al no tener algo que combatir), hasta el punto de que
las abandonamos o desechamos porque, nunca mejor dicho, nos han hecho creer que
son incorrectas y fue algo fácil de percibir en el por otro lado muy cordial y
apasionante encuentro que mantuvimos en la sede de Casa del Libro en Gran Vía
con Paloma Bravo a finales del pasado junio (gracias, como siempre, a los
buenos oficios de mi Pepa Muñoz), ya que eran mis compañeras las que, en
general, no querían que la novela fuese calificada de “feminista”, uno les daba
la razón en el sentido extremo y desvirtuado con que algunas han enarbolado una
bandera que no merece tal nombre y otros, aprovechando la coyuntura, han
establecido una dicotomía que no es tal (y que un montón de ellos y ellas -conviene
separar para que cada palo aguante su vela- repiten como un mantra), haciéndose
pasar por demócratas e igualitarios, por centrados y centristas, nada más
artero y falaz que comparar/equiparar machismo con feminismo (“yo no soy ni una
cosa ni la otra” -entonces, con perdón, serás una ameba-), pero precisamente
obras como esta pueden coadyuvar a despejar dudas (más o menos interesadas), a
establecer diálogo, a abatir muros, a reivindicar el feminismo como lo que es y
a (esa es otra) recordar que los hombres también podemos (debemos) serlo, en
ese sentido (y en alguno más), para un servidor resulta todo un placer poder
decir a boca llena que Las incorrectas es un libro neta, plena,
deliciosa y jocosamente feminista.
La escritura de Paloma Bravo es un soplo de aire revitalizante (nos hace
mirarnos en el espejo, rebuscar en nuestro interior, sin que se note y los
resultados son gozosos) que en algunos momentos se transforma en huracán que
posee la virtud de arrasar sólo con lo negativo, narra con pasmoso realismo el
modo en que consentimos que nos encierren bajo arquetipos, comportándonos como
marionetas, haciendo y diciendo lo que (se supone) se espera de nosotros, sus
personajes están tan brillante y maravillosamente vivos que desmontan clichés
sin caer en ninguno o, en todo caso, dejando a la vista el que en demasiadas
ocasiones hemos sido/somos cada uno de nosotros, presos de estas aguas
pantanosas en que hemos transformado las relaciones entre hombres y mujeres.
Hay excepciones, por supuesto, seguro que cada uno pondremos nombre y apellido
a gentes de ese tipo, pero la gran mayoría de los personajes (masculinos y
femeninos) que importan en la novela no pueden ser reducidos a la tantas veces
irreal calificación de “buenos” o “malos”, son imperfectos (como cualquiera),
se confunden, se engañan, se ciegan, desfasan, se quedan cortos, aprenden
juntos (o en solitario), vuelven a equivocarse, así ha querido (y ha logrado)
que sean su creadora, especialmente, para eso lo son, las cuatro protagonistas:
“Hay muchas cosas de ellas que me gustan: Eva en sí misma, la integridad de
Cristina, especialmente su lucha por ser íntegra, me enternece cómo Candela
intenta llegar y no llega y lo que más me gusta de Inma es que quiere seguir
viviendo a pesar del dolor. Me encanta que las mujeres se pidan ayuda, que reconozcan
sus vulnerabilidades, algo que es en realidad un símbolo de fortaleza, y no les
importa reconocerlo. La perfección, creérselo, parte de la soberbia y la
autosuficiencia: mis mujeres son imperfectas, lo saben y no pasa nada”. Y
puesto que dice que una de ellas, Eva, le gusta en sí misma (podríamos añadir
en su complejidad/completitud), dejemos que nos cuente por qué: “La que más
me gusta es Eva, es la que empieza la novela, es la más distinta al resto, es
luz, reconoce que se ha equivocado desde el principio, asume que ha cometido un
error; si tuviera que escoger ser una de las protagonistas, sin duda me
decantaría por ella. Puede ser una simplificación excesiva lo del error, puesto
que no estaba contenta con lo que tenía, pero tampoco lo está con el cambio y
como es una tía muy honesta consigo misma intenta ser justa, no elegir el mal
menor ni hacer daño dos veces”.
Aunque centrada en cuatro mujeres, la novela es muy coral, al ir
abriéndose de esa manera y dar cabida a más personajes (los hijos, los maridos,
los padres) consigue su objetivo de no excluir a nadie, de no aceptar imposiciones
sociales, de ensanchar mentes, corazones, vidas, de (esto es cosecha propia)
recordar aquello que se decía en La bola de cristal, “solo no puedes,
con amigos sí”, lo que es extensible (ya me conocen, yo vuelvo a lo mío) a
las relaciones (de cualquier tipo, desterremos el primero el esquematismo
sexual, como si fuese el único factible) entre hombres y mujeres, no se trata
de que, como tantas veces se afirma, estemos condenados a coexistir, qué modo
tan lastimoso y negativo de verlo, sino de que debemos compartir, convivir,
repartir, estar y ser: “La amistad, como el amor, hay que demostrarla
haciendo, no diciendo, que ahora con las redes o el WhatsApp es muy fácil
enviar una frasecita y darlo todo por hecho”. Esa amistad querida, buscada
(o encontrada) y trabajada, vivida y sentida es la que Paloma quiso se
estableciera entre sus cuatro protagonistas desde el principio: “Quería
hablar de esas amigas que haces cuando ya eres quien eres, cuando has tomado un
montón de decisiones, te han pasado un montón de cosas y has metido la pata un
montón de veces; porque todo eso te ha cambiado y los amigos de siempre te
miran raro, eso no debería ser así pero pasa, y mientras te vas encontrando con
otras mujeres a quienes les gusta lo que la vida ha hecho contigo y tú has
hecho con la vida. No es que te acepten, porque eso suena a que haya que bajar
el listón, sino que te quieren. Quería que el lugar en que se encontrasen no
fuese el típico y no definiese sus comportamientos y relaciones a priori como
sucede en el lugar de trabajo, el colegio de los niños u otro similar”. Así
nació el club de fútbol del que los hijos de estas cuatro mujeres (la de Eva es
una chica, Manu, el eterno duelo más virulento que nunca) forman parte, en los
entrenamientos coinciden, se ven, se analizan, se evitan, se topan, se
comunican, todo un hallazgo que permite a Paloma páginas hilarantes y también
emocionantes (es asombroso cómo consigue mezclar y expresar tonos muy
diferentes sin perder jamás el equilibrio entre unos y otros), al igual que lo
hace durante toda la novela, dando muy medidos golpes de timón que sorprenden
al lector porque nunca toma el camino trillado o aparentemente lógico (por
previsible). Conviene destacar los diálogos, auténticos, poderosos,
definitorios, hilvanados, mezclados y desarrollados con enorme frescura,
demostrando un oído privilegiado, no puedo evitar preguntarle si en algún
momento pensó llegar al extremo de El Jarama, sobre todo por lo poco que
la voz narradora en tercera persona condiciona al lector o le marca la senda a
seguir: “Siempre quise que los personajes se contaran a sí mismos, tenían
que hacerse amigas ellas y no a través del narrador, pero creo que es
necesario, nunca pensé prescindir de esa voz”.
No se me ocurre mejor momento para prescindir de la mía que este, creo
que si escojo mi personaje favorito, si digo qué momentos me emocionaron especialmente,
si detallo algunas escenas o reproduzco frases puedo, aun sin quererlo,
condicionar la lectura que ustedes deben hacer sin interferencias,
contradiciendo a Cristina aquí, recriminando a Candela allá, comprendiendo a Inma
cuando hace esto, apoyando a Eva cuando hace lo otro, lo que les nazca, lo que
consideren, lo que les parezca, Paloma Bravo ha escrito una novela vitalista,
honesta, de y para hombres y mujeres, novela que, al revés que la mayoría,
cierran las citas, tres de Emily Dickinson y una de Lord Byron: “Mientras
escribía no reflexioné en ello, pero al terminar me di cuenta de que la novela
tiene una energía positiva y, para que esa sensación no se olvidase, no se
perdiese, pensé que debía dar unas frases de esas de colgar en la nevera,
frases que, además, descubrí después, con el libro ya entregado. Sin ir más
lejos, Inma es la frase de Lord Byron [“Antes de ser luz, tienes que
arder”], aunque se puede aplicar al conjunto: a veces tenemos que asumir
decisiones que no hemos tomado, cosas que te arrasan y sin embargo no tienes
nada que ver con ellas; en ese punto, puedes quedarte en el victimismo o
decidir que eso te haga crecer”. Sin duda, es lo que Paloma consigue con
los lectores: no sólo hacernos crecer, sino que sigamos queriendo hacerlo junto
a los demás.