Podría empezar recurriendo a la frase que más popular e inmortal ha
hecho a Fray Luis de León y que, tristemente, está tomada de alguna de sus
composiciones poéticas, sino que es la muletilla habitual con que, según sus
biógrafos, iniciaba todas sus clases para resumir lo explicado con
anterioridad, la misma que usó cuando se reincorporó a sus labores docentes en
Salamanca como catedrático de Teología tras cuatro años en prisión (renunció a
la de Escritura, que ocupaba cuando fue apresado por la Inquisición, en favor
de quien la desempeñó durante el tiempo de cautiverio), es decir, aquello de
“Decíamos ayer…”, pero como bien saben los leales no será preciso tener leído
el texto publicado hace pocos días y que encontrarán inmediatamente debajo de
este para comprender lo que aquí vamos a contar hoy. Baste decir que escribí
sobre La hija de la española de Karina Sainz Borgo, lectura que me
arrebató y removió los adentros con bastante virulencia como para alterar el
orden que tenía previsto y retrasar hasta hoy lo que ya tienen ante los ojos, y
que en aquel momento anoté que entre aquella novela y esta de ahora se
establecían muchas corrientes subterráneas, conexiones profundas no sólo por
los asuntos tratados sino por el ánimo particular de este lector que, al pasar
de una a otra, fue uniendo piezas (algunas, como ya empecé a desgranar el otro
día, muy íntimas), a establecer paralelismos, a recordar algunas cosas
comentadas con Emilio Calderón durante el encuentro mantenido el pasado mes de
mayo (gracias, una y mil veces, a mi Pepa Muñoz por hacerlo posible, por fomentar
la cercanía -aumentando el placer de la lectura hasta límites estratosféricos e
incluso superándolos- con escritores y libros que tanto invitan a reflexionar y
sentir), al concluir que su novela Los ojos con mucha noche (publicada
por Algaida) respondía perfectamente a algo que señaló María Fasce, editora de La
hija de la española, y a lo que me referí en su momento, algo que en
parte reformulo ahora parafraseando a Tolstói, la conclusión lapidaria (y tristemente
demostrable, aquí tenemos dos ejemplos) de que todas las dictaduras se parecen
aunque cada una (se) ejecute a su modo. Y
esa es una de las primeras sorpresas que recibe el lector cuando se adentra en
la desasosegante y sofocante novela de Emilio, lo que empieza como un
turbulento, cenagoso y contemporáneo drama familiar (fechado en 2016) que
diríase va a navegar (de un modo tortuoso como requiere la atmósfera que el
autor consigue hacer irrespirable desde las primeras páginas) por las muy
embarradas aguas del género negro se trasciende muy pronto, se expande, se bifurca
en una segunda narración (imbricada en la primera y viceversa, ambas se necesitan,
se ayudan a avanzar y a explicarse entre sí) con un estilo totalmente diferente
(inmensos acierto y mérito del escritor haber encontrado el tono y, sobre todo,
la voz narradora adecuada para cada parte) para meternos de cabeza (y sin red,
como debe ser) en los terribles años en que Argentina padeció el conocido como “Proceso”
(la dictadura se autodenominaba Proceso de Reorganización Nacional) que mantuvo
al país bajo su yugo entre marzo de 1976 y diciembre de 1983.
Una vez terminó la apasionada charla con el resto de compañeros, después
de la firma de libros y las fotos de rigor, mientras se hacían corrillos para
seguir comentando tanto la lectura y como lo allí hablado (gracias una vez más
a Cervantes y , le dije a Emilio que, una vez comienza la inmersión en aquel
oscurísimo y aún no resuelto en su totalidad periodo de la (muy reciente, es
importante subrayarlo) historia argentina, no pude evitar acompañar la lectura
con el recuerdo de la escalofriante (y soberbia) película La historia
oficial en la que Luis Puenzo, aún en caliente (la empezó a escribir antes
del final de la dictadura y la rodó en los meses posteriores, algunos miembros
del equipo recibieron amenazas de muerte si no abandonaban la filmación), abordó
(con la misma elegancia formal que el escritor, con idéntica verdad, con análogo
espíritu de reparación) el asunto más sensible de la novela, el que atañe a los
niños arrebatados, secuestrados, robados (“apropiados” según cruel
metáfora/eufemismo de los que llevaban a cabo semejante crimen), pero que, por
encima de todo, lo que venía una y mil veces a mi cabeza como un mantra, como
una letanía, con una laceración suave pero persistente que iba horadando sin
tregua, era la canción con la que, con toda la intención, se cierra el filme, una
de las simpáticas y pegadizas creaciones de la gran María Elena Walsh en las
que se dice mucho más de lo que se aparenta, como en todo aquello que, dirigido
a él, trata al público infantil con respeto e inteligencia, una letra que acepta
reinterpretaciones y diferentes prismas dependiendo de la edad del receptor, esa
que dice “En el país de Nomeacuerdo / doy tres pasitos y me pierdo. / Un
pasito para atrás / y no doy ninguno más / porque yo ya me olvidé / dónde puse
el otro pie”. Cómo nos enfrentamos (o dejamos de hacerlo) con una memoria
que, por mucho que pretendamos lo contrario, es nuestra supone una asignatura
pendiente (bastante complicada -no digamos/creamos que imposible, por favor- de
aprobar) común a todos los países que hayan vivido bajo el yugo de una
dictadura, de algún tipo de totalitarismo, de una guerra aunque sólo sea
política, de una polarización extrema, de la división en bandos irreconciliables
que no entienden más que una posibilidad: o se está con ellos o contra ellos;
no se trata de hacer pagar a generaciones posteriores lo que hicieron sus
antecesores, de estigmatizar ad infinitum, de pagar con la misma moneda, no se
defiende la venganza sino la reparación, la asunción de culpas, que ningún
delito quede impune, que dejen de confundirse términos/realidades muy
diferentes, por eso terminé el texto anterior a este con la siguiente cita de
Karina: “Si uno pertenece al lugar donde están enterrados sus muertos, cuál
de todos sería ahora el mío. Sólo podemos sepultar a alguien cuando hay paz y
justicia. Nosotros no teníamos ni una cosa ni la otra. Por eso no llegaba el
descanso, mucho menos el perdón”. Ese es el orden: poder honrar/recordar a
los muertos, procurar la paz y la justicia, todo será más descansado entonces,
el perdón entendido como asunto liquidado que no ha dejado flecos (las secuelas
anímicas son inevitables pero se atenúan bastante cuando la herida es
convenientemente restañada), el perdón en el sentido de mirar al pasado sin
subterfugios ni mentiras, sin negarlo, llegará como algo natural, el olvido no
es posible, es una quimera, entre otras cosas porque manejado de un modo artero
no hace sino redundar en el delito y acentuar el carácter de víctimas de quienes
no pueden ser consideradas otra cosa, Emilio Calderón aborda el espinoso asunto
con prudencia pero con las ideas muy claras, tanto en su novela como en la
conversación: “Hay que dar y extraer una lección de sucesos como estos, tu
hijo no puede quedar al margen de lo que ha pasado en el país, sobre todo para
que no termine por aceptarlo o repetirlo. Aunque resulte difícil, hay que
buscar una fórmula para no vivir permanentemente en el odio, no tiene ningún
sentido, hay que caminar hacia el futuro, teniendo, eso sí, las espaldas
cubiertas con el conocimiento de lo que sucedió, hay que evitar cualquier
negacionismo. El problema es que no hay una solución que satisfaga a todo el
mundo, aquí mismo lo vivimos con los cadáveres de la Guerra Civil; a la
política le toca encontrar un equilibrio”. Los ejemplos podrían ser muchos,
da igual que hablemos de la Francia colaboracionista, de aquellos a los que
Daniel Goldhagen llamó los verdugos voluntarios de Hitler en el libro homónimo,
del Chile aferrado y ocupado por Pinochet, de cualquier banalidad del mal como
radiografió magistralmente Hannah Arendt, por ello, y hablando de Argentina,
cómo no recurrir de nuevo al gran Carlos Gardel, transformado en vidente al
decir con su aterciopelada voz más preñada de melancolía que nunca lo de “Mi
Buenos Aires querido, cuando yo te vuelva a haber no habrá más penas ni olvido”,
deseo que sigue sin cumplirse del todo, de ahí que la parafrasee a mi modo (la frase
literal sirvió a Osvaldo Soriano para titular una novela que Héctor Olivera
llevó a la gran pantalla en 1983).
Los ojos con mucha noche empezó a fraguarse hace mucho tiempo,
antes incluso de tener un argumento definido, se impuso a su autor como una
necesidad, aunque el destino no estuviera claro (o concretado), el impulso y la
dirección sí: “Como casi todas mis novelas, esta tiene un origen remoto: en
1999, fui a Roma con una beca de creación literaria y busqué un tema de la Roma
clásica para escribir una historia. Otro compañero becado y yo terminamos en
Sicilia, en concreto en Siracusa, y visitamos un teatro griego imponente, no
sólo por su estado de conservación, sino por su sonoridad, por el lugar en el
que está ubicado; nos contaron que Esquilo estrenó allí alguna de sus obras, que
Platón estuvo disertando, el caso es que fue ahí cuando decidí que un día escribiría
una tragedia griega aunque contemporánea. Pero no encontré el argumento
adecuado hasta que años más tarde tuve la oportunidad de conocer a Vicente
Romero, muy amigo del juez Baltasar Garzón, los dos han investigado muchísimo
los crímenes de la dictadura argentina e hicieron un documental titulado “El
alma de los verdugos” que terminó siendo un libro. Durante una cena, Vicente
contó una historia muy breve que se convirtió en el punto de partida para
empezar a armar la tragedia tanto tiempo buscada: nos habló de una detenida,
una secuestrada, que lo estuvo durante unos cuatro meses y era sistemáticamente
torturada por el mismo verdugo; lo más impactante del asunto fue que ella le
pedía que le diese la mano durante la tortura, es increíble cómo la necesidad
de afecto que todos tenemos nos lleva a reclamar calor humano de quien no lo
demuestra”. La semilla ya estaba plantada y empezó a germinar cuando “llegó
una historia real de la que no puedo dar nombres, por más que El País los
publicó y por ello tuvo que pagar una indemnización, el caso es que así me
enteré de que fui compañero de pupitre de alguien a cuyo hermano le sucedió
algo similar a lo que se narra en la parte más actual de la novela. Esos fueron
los mimbres que me ayudaron a construir la tragedia que llevaba buscando desde
aquel viaje hace ya veinte años” (Gardel vuelve a sacudir mi alma, “sentir
que es un soplo la vida, que veinte años no es nada”, precisamente escribía
el pasado 9 de julio y citaba al tío Miguel en las primeras líneas, justo veinte
años después del día en que la noticia de su muerte me abatió como vuelve a
hacerlo cada vez que le echo de menos, es decir, a cada rato). Y Emilio
Calderón se puso a la tarea con el tiento y la exquisitez que le son habituales,
aunque en esta ocasión tuvo trabajo extra: “Tenía un miedo infinito por la
dureza de la historia, pensaba que podía provocar repulsión porque lo que se
cuenta es muy duro; por ello, he tenido un cuidado extremo con el lenguaje para
no excederme, que no salpique la sangre sólo al abrir el libro. También por eso
eliminé cualquier figura investigadora, quería que fuese el lector quien armase
el puzle, que tuviera que resolver las incógnitas por sí mismo”. Es muy de
agradecer esta libertad que consigue gracias a no cargar las tintas, a exponer
hechos, a presentar personajes, a recoger situaciones muy violentas con
sobriedad, a dejar clara su postura sin necesidad de explicarla ni mucho menos
de enfatizarla, de dirigir la lectura, plasmando con nitidez y veracidad la “enorme
e infinita gama de grises por la que transita el ser humano”.
Las heridas abiertas no dejan de supurar, si se cierran en falso es
peor, el mejor modo de enquistar odios es afrontarlos y extirparlos en la
medida de lo posible, acallar sus ecos, que nadie pueda reprochar nada, que el
remedio no sea peor que la enfermedad: “No hay que olvidar que estamos
hablando de una dictadura cívico-militar, que hay un entramado de la propia
sociedad civil, que hay funcionarios dispuestos y prestos a aceptarla y aportar
todo lo que haga falta para que siga funcionando. Por fortuna, surgieron las
heroicas abuelas de la Plaza de Mayo negándose a la amnistía, no perdonando
aquello que no se puede perdonar: la creación de un sistema que roba vidas,
elimina personas, destruye todo un tejido social”. Y, por supuesto, la
tristeza y hasta desolación ante el olvido, pero, sobre todo, ante el desinterés,
ante la ignorancia: “Es atroz hablar con chavales argentinos en torno a los
dieciocho años y que la inmensa mayoría no tenga ni idea de lo que sucedió hace
apenas cuarenta, hay muchos problemas de conciencia, es algo que también se
cuenta en “El alma de los verdugos”: ha habido gente que ha renegado de sus
orígenes biológicos y ha optado por seguir con los apropiadores, se han dado
casos de verdugos y víctimas que se han casado, es muy complejo tratar este
asunto en Argentina, pensemos en la Ley de Punto Final, en el eximente de la
obediencia debida, no es fácil, ya digo, encontrar una solución que logre un
gran consenso”. Ahí radica otra de las virtudes de la novela, no pretende
dar lecciones, no simplifica ni cae en el esquematismo, aborda una realidad
poliédrica con muchas aristas y no las elude, si busca/propone algo es un
diálogo con el lector, que éste reflexione, se sienta concernido (da igual que se
hable de Argentina, como venimos diciendo, más allá de aspectos específicos, el
verdadero meollo de la historia es común a muchos lugares/personas), salga
transformado/tocado por lo que se narra y uno querría pensar que no hay nadie
tan desalmado (por más que la propia novela lo desmienta) como para permanecer
impasible ante las barbaridades (los crímenes digámoslo claro) de las que las
páginas de Los ojos con mucha noche dejan constancia, que Emilio Calderón
consiga hacerlo sin truculencias pero enfangándose en lo más terrible (si lo
hurtase dejaría coja -y sin sentido- su obra) es una hazaña al alcance de muy
pocos.