domingo, 28 de junio de 2020

CUANDO LO NEGRO VIENE DEL NORTE





   Por más que rehúyo todo lo posible el tono bronco, el enfrentamiento, la polarización, los insultos (y algo aún peor: la imputación de delitos falsos) que campan por sus respetos en las redes sociales, especialmente en Twitter, hay momentos en que uno no puede más, sobre todo para que el silencio no devenga en complicidad o en otorgamiento de la verdad, para dejar claro mi parecer, mi disconformidad, mi defensa, para que nadie se crea impune, para reclamar convivencia, igualdad, respeto. Así, hay gente a la que prefiero ignorar, silenciar, dejar de frecuentar, procurar que los cauces legales actúen como se supone deberían, que las leyes se apliquen en/con rigor, pero no dedicarles ni un minuto de atención, no seguirles el juego, aunque en demasiadas ocasiones resulte imposible permanecer impasible/al margen; también, por supuesto, bloquear sus perfiles, para que no puedan expandir su miseria moral, mental y humana por el mío, para que su veneno no afecte a mis amigos (o lo haga con escasa virulencia), a la gente a la que admiro y aplaudo, en mi casa entra quien yo quiero y es bien recibido quien considero lo merece, no tengo que explicar más. Del mismo modo, excepto con los más cercanos y/o con los que se puede discutir en el sentido en que hablábamos recientemente a raíz de La maestra de Sócrates (es decir, dialogar y disentir, incluso con vehemencia, pero con buen rollo), hace mucho que no irrumpo (que es lo que suele hacer la mayoría) en una conversación ajena para decir lo poco o nada que me gusta esa serie/novela/película/canción/lo que sea de que se declara fan alguien que, rizando el rizo, no se cuenta entre mis contactos, ni siquiera conozco, pero a quien me siento obligado a sacar de su error (eso afirman quienes así se comportan). Por cierto, ya que lo he mencionado, hay quien te bloquea como medida preventiva/cobardía, es decir, antes de que puedas hacerlo tú (sólo con la intención de evitarlos, en serio, lo que me importa es perderlos de vista) para, así, poder seguir tus tuits y, sobre todo, poder publicar lo que se les antoje sin temor a réplicas, sin dar la oportunidad de responder; eso es lo que hicieron las tipas (perdón, pero soy incapaz de emplear un término menos despectivo, es poco para lo que merecen) que motivaron mi decisión de eliminar la posibilidad de comentar los textos de este blog, gentecilla que pulula por ahí envidiando lo que hacen otros, sin reflexionar (¿para qué?) en que son sus actitudes, malos modos, peores acciones (o viceversa), la cizaña que diseminan, la hostilidad que emanan, los privilegios que exigen (sin hacer nada por intentar ganarlos, todo lo contrario), su escasa repercusión más allá de los de su cuerda, es por todo eso (entre otras razones) por lo que se van quedando sin zonas/personas en las que influir (que es, además, lo que pretenden: sectarias hasta el final); para colmo, su modo de buscar acólitos es atacar indiscriminadamente a todo aquel que no está con ellas (cuando ni las conoces ni te ocupas de ellas -en contra de lo que pensáis, almas de cántaro, nadie habla de vosotras ni va impartiendo consignas u organizando escaramuzas, algo que sí se os puede echar en cara; otra cosa es que, lógicamente, obligáis, como ya he dicho, a pasar a la acción, y tampoco en ese caso hay una estrategia pergeñada en conciliábulo-), intentar desacreditarte porque tu amiga (y lo digo bien alto) es alguien a quien jamás podrán compararse en nada, pero su única forma de hacerse valer es insultar, denostar, lanzar el enjambre, demostrar por qué, aun sin saberlo, has escogido bien junto a quien ríes, celebras, compartes, vives.

   Y traigo hoy aquí este asuntillo a colación porque aquellas que no saben escribir (me he documentado, hijas mías, y aún me duelen los ojos) ni tienen idea de lo que es una reseña (ni las hago ni lo pretendo, siempre lo recuerdo) ni mucho menos tienen preparación/sensibilidad para llevarla a cabo (pero dan lecciones sobre ello -quedan más en evidencia aunque crean lo contrario, al igual que con sus tuits insidiosos en los que se atreven a decir a las editoriales “que se lo hagan mirar” por ignorar sus requerimientos y hasta sus provocaciones-), esas que sólo saben destripar la novela sobre la que abaten sus garras más allá de cualquier consideración (especialmente la abeja reina, la única que, al menos, demuestra algún que otro conocimiento), son las que ponen en marcha cada cierto tiempo una lectura conjunta en Twitter que se limita a ir extrayendo frases del libro que toque sin medida ni freno, copiando literalmente párrafos enteros, añadiendo (o ni eso) una frasecita como único comentario (sí, la primera acepción en el DRAE señala que una reseña es una “narración sucinta”, pero se espera algo más de quien acomete tan noble tarea), anticipando al posible lector gran parte de las peripecias, de las sorpresas, de aquello que debería descubrir por sí solo. Puedo comprender que haya autores que se involucren, que formen parte de la iniciativa, lo consideran promoción, visibilidad, que haya un hashtag con el título de alguna de tus obras dando vueltas siempre es positivo, también sé de alguno que se ha desmarcado con infinita elegancia para lo que ellas han escrito antes/durante/después sobre él, me consta que hay quien les ha pedido encarecidamente (sin perder la educación) que no desvelasen determinados aspectos de una obra (y, precisamente por ello, se han dedicado con mayor delectación a hacerlo), otros han marcado convenientemente las distancias (hay fans que mejor no tenerlos), lo que se me hace más cuesta arriba (aunque es algo que, por desgracia, se da mucho en esta mi profesión -no la vuestra, por cierto-) es que todavía hay alguna editorial que las tiene en cuenta y las coloca por delante de medios de comunicación/programas/publicaciones/páginas web con audiencias millonarias/numerosos seguidores (son demasiados los personajillos -lacra enquistada en el oficio desde hace décadas por no decir siglos- que consiguen un insólito acceso a actos/presentaciones/ruedas de prensa/entrevistas que se niegan sistemáticamente a profesionales -y no lo digo por mí, ya que en este momento sólo ejerzo a título personal, por más que lo he vivido en otras épocas, sino por lo que constato como receptor-). En fin, prefiero dejar aquí y así las cosas, entrando en materia de lo que me importa y, eso sí, explicando el porqué de semejante (y extenso) exordio.

   Cuando Maeva lanzó la muy esperada segunda novela de Ana Lena Rivera, Un asesino en tu sombra, un servidor andaba envuelto en esos asuntos que me mantuvieron alejado un par de meses de este ángulo oscuro del salón (los mismos que, intermitentemente, han interrumpido el flujo de escritos), con todo el dolor de mi corazón tuve que decirle a mi Pepa Muñoz (¡Amiga adorada!) que no podría participar en el encuentro previsto con la autora (y que este infierno que hemos vivido -y aún no hemos superado, ojalá no lo reavive tanto descerebrado como anda suelto- obligó a postergar -ojalá podamos celebrarlo pronto aunque sea a través de Zoom-), por los mismos motivos no pude lanzarme a sus páginas como hubiese deseado, fue entonces cuando las susodichas de los párrafos anteriores empezaron con su lectura conjunta; sí, como apunté, la mayoría me bloquearon incluso antes de interactuar -de algunas ignoraba su existencia hasta el momento en que el bicho mayor las lanzó contra mí, todo por osar escribir (poco, es verdad, tampoco me iba a esforzar con un supuesto compañero que esgrime excusas fácilmente reconocibles como baratas para negar la entrevista prometida en una presentación en la que, por cierto, no le arroparon estas ni la (ir)responsable de prensa), comentar algo, como digo, sobre un autor que publica con un sello que consideran propio y del que a tanta gente han alejado-, pero siempre queda algún cabo suelto por ahí, gente que captura pantallas en lugar de retuitear, el caso es que hay posibilidades de fuga de esa “información” que no deberías ver (porque así lo quieren algunos y yo tan contento, lo malo es que se escudan en ello para seguir zahiriendo -y plagiando dosieres que venden como originales, será que le parecen buenos-) y, por lo tanto, de leer esos mensajes que, repito, tanto revelan sobre lo que uno quiere leer a su ritmo, a su modo, cuando así lo elige, no porque alguien lo pone delante de tus ojos (como ocurre, por otro lado, con tantos talifanes de series que presumen de ser los primeros en haber visto un capítulo haciendo todos los spoilers imaginables). De un modo u otro, en gran medida por estar volcado en la tarea encomendada que debía entregar en un plazo concreto, conseguí no saber apenas nada de la novela hasta que, por fin, pude sentarme con ella (y, lo anticipo, devorarla) y regresar al Oviedo en que habita Gracia San Sebastián, uno de los personajes más originales, sorprendentes y atractivos que ha dado la novela de intriga en nuestro país (y en el resto del mundo) en los últimos años.  

     He escrito “novela de intriga” con toda la intención, los leales a este rincón saben la de veces que hablo sobre el género y sus posibles etiquetas (empleadas erróneamente en demasiadas ocasiones, a veces con la artera intención de confundir/engañar al lector, todo hay que decirlo), que tiendo a decir (y a aclarar) que cuando me refiero al “género negro” lo hago por economía (yo, afectado por una verborragia incurable), por resumir, utilizo el término en la máxima extensión, versatilidad, incluso polisemia posible, pero en este caso (a pesar, ahora iremos con ello, de lo mucho que las sombras han crecido y lo bien que le quedan al conjunto) recurro a la otra etiqueta porque es, con todo acierto, la que prefiere la propia autora, porque Ana Lena Rivera es, ante todo, muy honesta y se presenta ante el lector con las cartas boca arriba (ya se guardará, en lo que a la trama imaginada se refiere, los ases pertinentes en la manga para intentar -y lo hace- sorprendernos, para que la solución al misterio no sea fácil de vislumbrar); así nos lo contó en el primer (lo considero de ese modo porque estoy convencido de que pronto tendremos el segundo) encuentro que mantuvimos con ella el pasado septiembre (qué lejano parece) y del que se dio noticia en este blog: https://elarpadebecquer.blogspot.com/2019/10/cuando-la-heroica-ciudad-desperto-de-la.html (perdón por la autocita, pero remitiéndome a aquel texto evito repetirme más de lo debido -aunque ya saben que soy redundante en mí mismo-). Un asesino en tu sombra confirma y aumenta todas las percepciones positivas nacidas con Lo que callan los muertos, ópera prima de por sí muy sólida, germen de este particular microcosmos que Ana Lena expande y enriquece sin perder sus máximas virtudes, sin abusar de ellas, dosificando con sumo acierto las apariciones de los imprescindibles secundarios, evitando caer en reiteraciones y rutinas que anquilosen la serie desde casi el origen (como, por desgracia, hemos visto estrellarse a más de una), midiendo muy bien los pasos, trabajando el texto para que, como sería deseable ocurriese siempre (otra cosa es que el título en concreto que cada lector va a preferir), más allá de que la novela pueda ser comprendida por quien no conozca la anterior, la serie que ya está en marcha (y que arrancó de modo inmejorable por más que naciese como historia única) vaya incorporando elementos, evolucionando, creciendo al mismo tiempo que lo hacen sus personajes, encajando con suavidad pero con firmeza, al modo en que lo hacen las diferentes entregas de Benjamin Black con Quirke como protagonista o (ni lo escojo por azar) las de Henning Mankell con Wallander.

   Me fui inevitable (y muy gozoso) pensar en uno de los maestros del género negro escandinavo (cuánto bueno nos ha llegado y llega desde aquellas latitudes, cuánto se ha revitalizado este tipo de historias gracias a sus modos, ritmos, crímenes, idiosincrasias) en cuanto la endiablada y absorbente trama pergeñada por Ana Lena me fue envolviendo, sin renunciar al imprescindible color local que le ha conferido voz propia desde su debut, con la dosis adecuada de costumbrismo para lograr un escenario (del crimen y de todo lo demás) y, sobre todo (es su máximo aporte, su gran creación), unos personajes verosímiles y cercanos, percibí (como siempre, hablo de mi experiencia lectora, es una sensación personal) que esta segunda entrega era más oscura, las sombras importan y mucho (ya el título advierte de que el asesino se oculta en la tuya, más próximo no puede estar), hay una atmósfera ominosa convocada a través de una prosa pausada, que introduce tensión y misterio no sólo en lo digamos obvio, en lo que se espera de una novela de este tipo (y el impactante prólogo ya deja claro que la autora lo tiene muy en cuenta), sino en la cotidianidad de su protagonista, es en ese tratamiento/desarrollo, en la humanidad de Gracia San Sebastián (qué bien maneja la autora los arquetipos literarios, las convenciones del género, dándoles un aire propio y evitando los clichés), donde empecé a establecer conexiones con Wallander, con Hedström y Flack (las criaturas de mi admirada Camilla Läckberg -por cierto, que no les engañen: los crímenes de Fjällbacka sólo pueden leerse en castellano en Maeva-), en Saga Norén (inolvidable en El puente, gran serie sueco-danesa). Pueden, por lo tanto, imaginar mi sorpresa, también mis enérgicos movimientos de cabeza aplaudiendo la elección, mi complacencia como lector al comprobar que Ana Lena no deja ningún detalle al albur, incluso solté un “¡bravo!” cuando la acción de la novela se desplaza de Oviedo a Copenhague, me pareció un modo fascinante de ir cerrando círculos (o abriendo otros, así funciona -con pasmosa maestría alcanzada en sólo dos novelas- la escritora: abre interrogantes de mayor o menor consideración sin tregua -y sin precipitación-, mantiene activos el interés y la(s) intriga(s)  en todo momento). Sin copiar/imitar a nadie, la escritora ovetense consigue tejer una tela de araña en la que quedar atrapado/caer rendido porque nada sobra o es baladí, cada pieza cumple con su función, no hay páginas de transición, la investigación policial avanza y, al mismo tiempo, perfectamente ensamblada, lo hace la vida de su protagonista, así como el resto de subtramas, los afluentes que alimentan el cauce principal, ese espléndido torrente (guiño particular con la autora) que es Un asesino en tu sombra.

viernes, 12 de junio de 2020

AÑORANDO UNA BUENA DISCUSIÓN







   A pesar de padecer verborragia desde la infancia, a pesar de hablar a enorme velocidad y a un volumen demasiado alto (intento rebajarlo, me esfuerzo, pero me sale de natural a un nivel excesivo -y no tiene nada que ver con estar enfadado: también expreso el contento de una manera estentórea-), aunque a las primeras de cambio tomo las riendas de cualquier conversación y la transformo en un monólogo (o, cuando menos, hago un parlamento demasiado largo, al estilo de mis párrafos, esos que los leales tienen a bien soportar con infinita paciencia -e incluso demandar, todo hay que decirlo, gracias por la paciencia-), tengo a gala ser un magnífico oyente, un podría decirse escuchador profesional, algo que vino dado por mi predisposición casi natural (la vocación que aunque tardó en dar la cara ya estaba pujando por asomar la cabeza y robarme el corazón) a todo lo relacionado con la radio y la televisión: la primera fue mi despertador desde bien pequeño, lo he contado en infinidad de ocasiones, la tía Carmen me levantaba con Radio Hora “a través de EAJ2, Radio España”, las voces de Carlos Sainz, Ferrera Álvarez y Enrique Dausá (hubo otros, sí, pero ese es el trío que yo recuerdo, dichos de ese modo y en ese orden -y de patéticos intentos por revivirla, cuando no plagios descarados ya entonces, prefiero no hablar-) daban “la hora exacta minuto a minuto” mientras desgranaban noticias y otros contenidos de lo más variopinto entre los que destacaba (de 8.30 en adelante) “el cuento corto de hoy”, alimento indispensable junto al desayuno antes de salir hacia el colegio (que al principio estaba a un par de minutos de casa como mucho, en 3º de EGB me cambiaron a otro que estaba algo más lejos -tampoco demasiado-, por lo que podía escucharlo en su totalidad); luego estaban las tardes de merienda y juego de cartas con la abuela escuchando Peticiones del oyente en Radio Intercontinental (qué lejos estaba de imaginar que frente a esos micrófonos debutaría profesionalmente y pasaría algunos de mis años más felices), fui oyente compulsivo de radio a cualquier hora dependiendo de los horarios lectivos y las diferentes edades. La televisión también me capturó desde siempre (incluso demasiado, puede, pero viendo -o mejor aún: no teniendo ni idea- dónde fueron a parar o cómo se desarrollaron las cosas -permítanme el eufemismo y guardar silencio- con quienes lo reprobaban y daban la tabarra a los tíos para que no me dejasen ver más que los dibujos animados -con cuentagotas- creo haber demostrado que los equivocados -en eso y en tantas cosas- eran ellos), no sólo la variada y cuidada programación infantil de TVE, las series, los programas, las películas, no importaba lo que comprendiese o no y siempre que el contenido no fuese totalmente inapropiado para un chaval, en ese sentido recuerdo que no pude ver Holocausto (sí, por ejemplo, la segunda parte -también la primera, claro- de Hombre rico, hombre pobre, que la madre de mi amigo Joaquín consideraba muy perniciosa por “reflejar una América corrupta” -argumento inapelable, ¿verdad? Aún me provoca carcajadas-). Y muy pronto me gustaron los programas de tertulias, entrevistas, debates (tantos y tan espléndidos: La clave siempre en lo más alto, desde luego, Autorretrato, Esta noche, Su turno, A fondo,  Buenas noches, imposible enumerarlos todos), los que, sin ser entonces consciente de ello, fueron mis mejores libros de texto para lo que estudiaría y, sobre todo, ejercería años después, programas en los que saciar mi eterna curiosidad, en los que conocer mejor a personas a las que ya admiraba o a las que me enganchaba después de escucharlas, horas frente a la pequeña pantalla (que no caja tonta, por más que se empeñasen quienes, en lugar de apagarla y dar ejemplo, despotricaban sobre sus contenidos con pelos y señales, fijándose hasta en el más mínimo detalle-) en las que aprendí a dialogar, razonar, exponer, conversar, escuchar como ya dije (algo que en muchas ocasiones me han agradecido los oyentes a lo largo de mi ya un tanto olvidada y lejana trayectoria profesional), fueron mis primeras lecciones de retórica (en realidad las únicas porque, salvo muy contadas excepciones, en las aulas no la enseñaban -ni practicaban-).

   Y, no podía ser de otro modo centrándose en los personajes en que lo hace, es algo que recupera/reivindica de un modo natural y gozoso Laura Mas en su ópera prima, La maestra de Sócrates, recientemente publicada por Espasa, el título que ha supuesto el regreso de los encuentros con escritores organizados y moderados por mi Pepa Muñoz aunque, por el momento, deban ser a través de Zoom, cada uno en su casa, en su ventanita de la pantalla, tesela de un mosaico cuyo conjunto es una conversación fluida y coral pero ordenada y correcta, sin interrupciones a deshora, sin palabrería hueca o excesiva más allá del momento en que se tiene el turno para hablar (en ese sentido, aunque uno, a pesar de su querencia al anacoretismo y su carácter más bien asocial, prefiere el contacto directo, se agradece infinito lo que este sistema propicia). Y antes de entrar verdaderamente en materia, aunque ya digo que es asunto central en la novela que nos ocupa, por si alguien piensa que el título del presente texto es irónico o busca la confrontación pura y dura (o saben de mi bien ganada fama, lo acepto, de porfiador -si creo, si estoy seguro de tener razón, sobre todo en lo que se refiere a un dato concreto, me embalo-), diré que me remito, como tantas veces, al DRAE, donde “discutir” (que, por cierto, viene del latín discutĕre y se traduce como “disipar” o “resolver”) es en su primera acepción y “dicho de dos o más personas: examinar atenta y particularmente una materia”, mientras que la segunda habla de “contender y alegar razones contra el parecer de alguien”, es decir, hay un podríamos decir tono belicoso, pero muy sosegado y contenido, se trata de razonar y llegar a conclusiones, más aún cuando atendemos a que “discusión” se define como “análisis o comparación de los resultados de una investigación, a la luz de otros existentes o posibles”. En este mundo rebosante de gritos, ruido (en singular, como se estudia/identifica en Teoría de la Comunicación Social), insultos, discursos que no merecen tal nombre, faltas de ortografía incluso al hablar, ninguna argumentación, con la capacidad lingüística totalmente mermada (por no ponernos más drásticos), con un vocabulario reducidísimo en el que la mayoría de las palabras ha perdido su verdadero significado, algo que se ha exacerbado en estos últimos terribles y procelosos tiempos (en redes sociales, en los medios, desde los balcones, en la sobreabundancia de comportamientos incívicos cuando no directamente imprudentes y hasta temerarios/peligrosos, en el odio galopante y cada vez más generalizado, en el todos contra todos del que algunos extraen rédito), se añoran programas como los evocados, discusiones de las que salir enriquecidos y con lazos más estrechos, poner la mente a trabajar, hacernos preguntas, interesarnos por las respuestas que aportan los demás y seguir construyendo diálogo, razonamientos, observaciones, utilizando nuestra mejor herramienta para expresarnos, comunicarnos, explicarnos, puliendo las palabras, queriéndolas y dotándolas de vida, acuñando otras, dándoles sentido y contenido.

   Como señalaba anteriormente, y es fácil colegirlo por el título, Laura Mas recupera las más puras esencias de este método de estudio/investigación, las raíces más hondas de aquello a lo que llamamos filosofía: su novela se trenza y desarrolla fundamentalmente en base a diálogos mediante los que los personajes se dan a conocer, se explican, se interrogan, se manifiestan, se revelan, indagan y se indagan, analizan, descubren, se confunden, capta a la perfección y reconvierte en muy atractivo material novelesco el espíritu de la mayéutica socrática, el modo en que hemos conocido al considerado/indudable padre de la filosofía política, así lo estudiamos en COU, aunque eso parece poco para referirse al pensador de cuyas palabras dimanan de una forma u otra todas las grandes cuestiones a las que, unos veinticinco siglos después, aún seguimos (o deberíamos) dando vueltas, aquel que puso la dialéctica en el centro de su método, dialéctica imperfecta cuando (y tenemos demasiados ejemplos de ello hoy en día) se polariza, cuando se restringe a los extremos, cuando podemos decir se vuelve maniqueísta, simplista, cuando se contenta con un par de absolutos, cuando rechaza/no contempla/impide la existencia de terceras (y cuartas y quintas) vías: “Tu manera de debatir tiene una carencia, Sócrates. ¿No te has dado cuenta de que existe algo intermedio entre los opuestos? Hay cosas que no obedecen a la dualidad, que no son un sí ni un no. Y el amor es una de ellas. De ahí viene su misterio”. Así se lo afea/reprocha/reclama Diotima, la auténtica protagonista de la novela, la que la titula, la que supone todo un descubrimiento, el personaje que Laura Mas rescata del olvido, del desconocimiento de las palabras que Platón puso en boca de Sócrates, cuando en El banquete le hace decir: “(…) Voy a hablaros del discurso sobre Eros que un día escuché de labios de una mujer de Mantinea, Diotima, quien era sabia en estos y en otros muchos temas (…). Ella fue precisamente quien me instruyó también a mí en las cosas del amor”. Aunque al menos queda así reconocida, la sacerdotisa que libró a Atenas de la peste en el 440 a.C. lleva demasiados siglos entre sombras, diluida, sepultada, anulada, y eso a pesar de que los historiadores se han ocupado de ella: “Cuando empecé a documentarme, me sorprendió que Diotima aparece mencionada en muchas obras, por más que sea un personaje que nos resulta desconocido; eso sí, sólo me la he encontrado en ensayos, por eso pensé que una novela era la mejor manera de reivindicar su figura”. Elección de género que hay que alabar porque Laura hace un enorme ejercicio de honestidad (“No soy historiadora”) al presentar su trabajo bajo los auspicios de la invención literaria, ya que no de otro modo conocemos a Sócrates, quien es el máximo ejemplo de ese fenómeno que se conoce como “el autor sin obra”: es Platón quien transmite el saber de su maestro, Sócrates es un filósofo netamente oral, no escribió ni una sola línea, no estoy diciendo que su discípulo se lo inventase, pero es a través de cómo él lo plasmó en sus escritos como hoy seguimos estudiándole y conociéndole, que Laura incida en el aspecto novelístico entronca directamente con la propia formulación del pensamiento socrático. La honestidad de que hace gala la escritora también se nota en el mimo puesto a la hora de recrear la época, el modo de hablar/narrar, capturando con destreza y exquisitez el aire, la cadencia, el vocabulario, el modo de contar, sin caer en la falsa erudición, en la rimbombancia, poniéndoselo fácil al lector, acercando con sencillez la vida cotidiana y por encima de todo la manera de hacer filosofía (iba a decir “filosofar”, pero por desgracia para muchos es un término peyorativo, pasando por alto/ignorando su etimología), de desarrollar el conocimiento, de codearse con la sabiduría como algo habitual, el amor a todo eso (“philos” y “sophia”, las dos palabras griegas reunidas en una) es lo esencial para poder hablar de una asignatura que no puede dejar de impartirse, que debe ser columna vertebral de todo plan de estudios que quiera ser poder llamado así, asignatura que apoyándose en textos tan ricos, reveladores, placenteros y fáciles de leer (esto, que es un mérito que no está al alcance de cualquiera, también es peyorativo para mucho elitista que nunca ha leído a Platón) como el de Laura Mas sería mucho más atractiva y ganaría adeptos.

   El amor no emana de las cosas y los cuerpos, sino de los ojos de quien mira… De quien mira con amor”, es una de las enseñanzas que Diotima regala a Sócrates (a los lectores), una de las muchas reflexiones que se hacen en torno al asunto principal del libro, aquel al que la maestra del filósofo dedicó gran parte de su vida (“Toda su filosofía se basa en descifrar a Eros: es romántica, idealista y defiende el amor más allá del físico”), sentencias que dialogan con nosotros sin que nos demos cuenta, así de sutil es Laura narrando (y, como se ve, aplicando el método socrático), del mismo modo, puesto que ha tenido que fantasear, completar la historia, escribir una novela firmemente asentada en lo que está documentado/escrito, la autora se ha permitido algunas licencias, incorporándose al diálogo aunque sin que se note, pero es algo de lo que advierte porque no pretende engañar a nadie: “Las ideas que se expresan en el libro están basadas en “El banquete”, pero no las copio literalmente: he hecho un híbrido con mis conclusiones y reflexiones de la lectura de Platón”. Laura Mas ha construido sus personajes manejando una documentación que se percibe exhaustiva pero que no pesa porque la coloca al fondo, como base, sustentando la verosimilitud, pero sin que interfiera, sin que moleste, sin que fagocite la novela, sin excederse, son guiños para el conocedor, estímulos para el curioso, destellos aquí y allá para aquel estudiante de COU de finales de los 80, un magnífico acercamiento/reencuentro a una época y unos personajes que no se deberían perder de vista. Porque, efectivamente, sé que más de uno lo estará pensando, aparece Pericles, no puede ser de otro modo, pero junto a él, soportándole (en toda la polisemia del término, por más que se amasen con fervor), creándole, ayudándole, con personalidad propia, con una obra que resaltar, reivindicar y descubrir, con una vida que merece más que un par de líneas o una nota a pie de página, encontramos a Aspasia, una mujer impresionante, audaz, inteligente, un personaje muy bien jugado por la autora para que, sin merendarse al resto, deje clara su categoría y cautive irremisiblemente al lector.

   Nadie sabe a ciencia cierta cómo era Sócrates: nos ha llegado sobre todo a través de lo que cuenta un discípulo que le admira muchísimo”, nos dice Laura a la hora de explicar lo mucho que ha disfrutado (y trabajado -esto lo añado yo-) creando a su filósofo, el que ella misma ha ido descubriendo, intuyendo, imaginando mientras escribía: sorprenderá mucho lo relacionado con su aspecto físico/poca higiene, pero no conviene olvidar que hablamos de otra época, y que ese asunto aparece recogido en textos considerados canónicos (mi profesor en aquel lejano COU lo mencionó en alguna ocasión y hasta se permitía algún chiste sobre ciertos tufos), sin embargo un servidor se ha quedado más impactado con su faceta guerrera (que desconocía por completo), hombre del Renacimiento antes de tiempo (recuérdese, por ejemplo, a Garcilaso de la Vega: el ideal en ese tiempo era el hombre que combinaba las letras con la guerra), aunque si llamamos así a ese periodo porque resurgieron los saberes clásicos tal vez es algo que, simplemente, hemos echado en el olvido o, al menos, un servidor jamás había reparado en/sabido de ello. Sin embargo, sí recuerdo que en aquellas clases se habló/discutió (en el sentido antes expresado) sobre la concepción del amor como ciencia, algo que Laura recoge cuando Sócrates expone: “He llegado a la conclusión de que no hay ninguna ciencia que desconozcamos tanto como la del amor. Y, sin embargo, esa fuerza ignota gobierna el mundo y a aquellos que vivimos en él”. Por eso, por lo mucho que queda por descubrir (y vivir), porque no hay que dar nada por sabido (sólo que no se sabe nada, realidad palmaria se pongan algunos todo lo ufanos que se pongan, aupados a la soberbia de su mediocridad e ignorancia), porque nunca dejamos de extraer enseñanzas y hacer descubrimientos, porque son más actuales que nunca, hay que regresar/no hay que abandonar a los clásicos, por eso es una magnífica noticia que La maestra de Sócrates nos acerque a estas mentes pensantes de un modo tan cercano y accesible, que nos deje en la cabeza (y el corazón, que es de lo que se trata), conclusiones tan certeras como la que formula Diotima ante su discípulo en un momento dado: “Es un misterio y es bueno que así sea. Porque si pudiéramos comprender el amor, descifrar sus leyes como el arquitecto calcula las dimensiones y pesos al proyectar un edificio, entonces no valdría la pena vivirlo. Tal vez por eso son tantos los que temen a este poderoso sentimiento, porque es un misterio que no pueden descifrar”. Gracias a Laura Mas, le perdemos el miedo (o parte al menos) y le despojamos de algún que otro velo, dialogando con la novela y con nosotros mismos.

viernes, 5 de junio de 2020

PERDER LA GRACIA









   La concesión de cualquier galardón provoca controversia, es inevitable, la unanimidad resulta imposible en un jurado formado por los miles de millones de personas que leen/ven cine/valoran y/o juzgan la obra/trayectoria de alguien y, además, en muchísimas ocasiones no se conoce a todos los candidatos, a los posibles premiados, por definición seremos injustos, sobre todo cuando generalizamos. En ese sentido, el Nobel (en cualquiera de sus categorías, aunque uno se centre en la única de la que puede hablar con cierto conocimiento de causa) despierta siempre suspicacias, quejas, reproches, al fin y al cabo, por muy ecuánimes/analíticos que nos pongamos, se trata de gustos personales, de emociones sentidas, de placeres vividos, de conversaciones privadas con los escritores a través de sus obras, da igual lo que digan los demás, incluso lo aprendido en las aulas, las investigaciones llevadas a cabo, las tesis propias o ajenas sólidamente armadas, las fuentes consultadas, los años de experiencia lectora, la dedicación profesional al amor de siempre (los libros), no digamos las cifras de ventas: es una cuestión de piel (me refiero, por supuesto, a quienes leen algo del autor que sea antes de juzgar, no a los que se dejan llevar por los prejuicios extraliterarios y pretenden transformarlos en opiniones -aunque sería mejor decir “sentencias”-, esos que hablan/escriben sin leer).

   Por muy incontestable que parezca el dictamen anual de la Academia Sueca, siempre hay voces que se alzan para hablar de una distinción inmerecida y enarbolar otros nombres que, considera quien manifiesta su disconformidad (más o menos violenta), hubiesen sido “ganadores más justos”, olvidando quien así se expresa (un servidor en alguna que otra ocasión, ¿para qué negarlo?, es la visceralidad del admirador la que habla -o truena- en esos momentos) que su endeble argumento puede trazar una trayectoria de bumerán; por más que lo apuntale con el juicio crítico de voces consideradas autorizados, por mucha prosopopeya que le eche al asunto, por más que razone con lógica, al final, volvemos a ello, no deja de ser la expresión de su gusto particular que, además, se basa en aquello que ha leído (y, sobre todo, en lo que no, en lo que ignora). Son muchos los que se enfurruñan (o algo peor) cuando el premio va a parar a manos de alguien a quien tildan despectivamente de “desconocido”, como si eso le invalidase para ser distinguido, olvidando que son ellos quienes no le conocen, nada más, que precisamente el Nobel ha propiciado una mejor difusión o primera publicación en castellano de autores que se han convertido en nuestros favoritos (hablo por mí, desde luego, aunque también por amigos que han vivido epifanías semejantes); viví como un triunfo personal la concesión a Saramago (aunque, las cosas como son, le leí mucho más de lo que lo había hecho a partir del premio), Doris Lessing o Vargas Llosa, me decepciono cuando, año tras año, no lo consigue alguno de mis eternos favoritos (y lo peor es que Martín Gaite, Delibes o Matute ya han muerto), pero sin el Nobel nunca hubiese llegado o al menos hubiese tardado más en hacerlo a las páginas debidas a Herta Müller, Naguib Mahfuz, Toni Morrison, V. S, Naipaul, Svetlana Aleksiévich o Alice Munro (este caso en particular ya lo conté en detalle en su momento: https://elarpadebecquer.blogspot.com/2013/12/leer-con-el-nobel-sobre-la-cabeza.html). Por otro lado, están aquellos que se niegan a que sea laureado con el Nobel alguien con éxito comercial, con legiones de admiradores, sobradamente conocido en el universo lector, esos aupados a sus propios pedestales de elitismo que en tantas ocasiones consiguen el efecto contrario, es decir, que la gente huya de los títulos/autores que sancionan y prestigian, extendiendo certificados de calidad que, se supone, están reñidos con un número abultado cuando no desorbitante de ejemplares vendidos (lo que, por esa regla de tres, invalidaría a gran parte de los que han sido premiados), premisa por la que invalidan a nombres que lo merecerían por la riqueza, variedad e influencia de su obra y, de paso, con la que colocan una etiqueta que indica “aburrimiento seguro” en aquellos escogidos por la Academia Sueca.

   Hablando estrictamente de literatura (al menos en mi caso: puede que detrás de las reacciones de alguno haya también una intención política, algo que no se puede descartar tratándose de este escritor), cuando se anunció que el Nobel de Literatura 2019 iba a parar a las manos de Peter Handke hubo quien comentó (y, expresado de un modo u otro, lo leí en varios lugares) que ya no era el momento de premiarle, que hace años puede, que el galardón llegaba a deshora (por lo tanto, se colegía de esas palabras, no era merecido). Por un lado, recordé (aunque sólo en algún caso puedo afirmar que lo decían los mismos) que más de uno se llevó las manos a la cabeza porque Orhan Pamuk era muy joven y sólo había escrito siete novelas o porque la obra de Kazuo Ishiguro (también, casualmente, compuesta hasta ahora por siete títulos) les parecía escasa para semejante reconocimiento, algo que también se dijo (y de qué modo) en lo que atañe a Svetlana Aleksiévich (es decir, en ese sentido, Handke cumplía ambos parámetros: 76 años -en el momento de la concesión- y una amplia, variada y cuantiosa producción); por otro lado, pensé, a un nivel mucho más particular, en que leí alguno de sus títulos a mediados de los 90 y que, con las mismas, dejé de hacerlo, no por decepción o aburrimiento, tampoco por desinterés o disgusto, simplemente no se dio la oportunidad y, siendo honesto, tampoco lo propicié, tal vez pensé que mi relación con él ya estaba cubierta y eso que guardo un grato recuerdo de El miedo del portero al penalti o En una noche oscura salí de mi casa sosegada, puede que en ese sentido yo también considerase (aunque no lo expresase/sintiese así) que el Nobel llegaba tarde, cuando el escritor parecía haber perdido la gracia/el interés que me provocó años atrás. Puesto que, casi coincidiendo con el acto de entrega del galardón, Alianza Editorial (que ha publicado la casi integridad de obra) presentó La ladrona de fruta a finales de 2019 (apareció en alemán en 2017), pensé que era un momento excelente para recuperar el contacto con Handke y ver en qué punto estábamos.

   Lo primero que debe hacerse es agradecer el cuidado y la atención puestos tanto por la editorial eligiendo a una gran profesional como, especialmente, por Anna Montané Forasté, la traductora, para que el verbo del autor llegue con toda su fuerza, su riqueza, su complejidad, su subtexto, sus particularidades, sus meandros, su ambigüedad, su mezcla de voces/estilos, su beber de otras fuentes, su poner en comunicación/conexión unas obras con otras; no se pierdan la nota final en que la traductora hace un sobresaliente y revelador acercamiento al autor, una guía de lectura que no marca el camino porque no pretender imponer un criterio, pero lo desbroza, lo señala, nos coge de la mano para que no nos sintamos demasiado perdidos de un modo muy particular de narrar, sobre todo si somos neófitos o, como en mi caso, llevamos muchos años sin frecuentarlo. Peter Handke no presta atención al argumento, al menos a lo que solemos por tal, se lanza sin red, se transforma en personaje, nunca deja de ser narrador ni de marcar su presencia, se desdobla, interactúa con el lector, habla consigo mismo, reflexiona con sus criaturas, se detiene en un detalle, un olor, una calle, un paisaje y le dedica varias páginas, dispersa y aleja piezas, no todas las vuelve encajar, tampoco parece ese su objetivo. Es un maestro del deambular en todos los sentidos, especialmente en el de jugar con las palabras, enfrentarlas, mezclarlas, diseccionarlas, también en el de instalarse en una especie de espacio onírico en el que todo es posible y al mismo tiempo resulta fantasmagórico, soñado y/o intuido, verosímil e intangible, propone sensaciones, las convoca, instila en el lector estados de ánimo de los que no se es plenamente consciente hasta que se han adueñado de uno, le deja a su libre albedrío, sugiere, no concreta, exige participación, nos pone en movimiento, también nosotros deambulamos (y lo hacemos con placer).

   Aquel día, el silencio soñado se abalanzó sobre mí, aunque, efectivamente, solo durante un segundo, como la onda expansiva de una catástrofe de alcance mundial. Y por un momento tuve también claros los motivos, no eran imaginados -eran tangibles, sólidos, innegables-: semejante hundimiento de los alrededores, el silencio de ahora, ese silencio, en lugar de dar ánimos, amenazaba y lamentaba; era un silencio amenazante, un silencio horroroso y mortal a la par: horrorosamente silencioso, horrorosamente paralizante”. En esa constante ambivalencia se mantiene el narrador, la misma con que se desarrollan los hechos, en la que instala a sus personajes y a los lectores, nada se puede/debe dar por hecho incluso cuando hay constancia inapelable de ello, todo es susceptible de cambiar de un segundo al otro, especialmente si tenemos en cuenta que jamás llegaremos a conocernos del todo: “Con el paso de las décadas me había dado cuenta de que la mayoría abrumadora, en todos los sentidos, de los bípedos, comúnmente llamados «humanos», de raza amarilla, blanca, negra o de la que sea, pertenecen a la raza de los inaccesibles. Un número superior, una mayoría no expresable en porcentajes, es, o fue desde siempre, inaccesible; nada ni nadie puede acceder a ella, y mucho menos yo, o alguien como yo. Nada le sorprende. Nada le hace agudizar los oídos. De nada, pero absolutamente de nada, le alcanza un destello o un reflejo. Lo que en su día se decía «tener oídos para» o «tener ojos para»: los inaccesibles, esos no tienen oídos ni ojos para absolutamente nada de lo que hay en la Tierra; para absolutamente nada de lo que en tiempos se llamó «Madre Tierra», sea naturaleza o mundo de los humanos”. Y cuanto más intentamos comprendernos, cuanto más nos analizamos, más claro (o todo lo contrario) parece que no somos quiénes pensábamos, equivocados en gran medida por el lenguaje que utilizamos o el uso que damos a determinadas palabras: “Propiedad, eso era algo radicalmente distinto a lo propio a mí. O, dicho de otro modo: lo propio de mí no tenía nada que ver con aquellas cosas -así pensaba yo- que me pertenecían, con aquello sobre lo que yo tenía un derecho de propiedad. Lo propio de mí: ni me correspondía, ni yo podía apostar y confiar en eso. Y, no obstante, aunque de manera distinta a las posesiones, en cada caso había que conseguirlo, y también adquirirlo, andarlo, rodearlo”.

   De este modo, Alexia, la podríamos decir protagonista (todo es relativo en un texto de Handke, esa es otra de sus virtudes), acepta ser llamada con el apelativo que da título a la obra (su propio padre se dirige a ella de ese modo), aunque, al mismo tiempo, rechaza lo que ese sobrenombre conlleva, al menos tomado literalmente: “La ladrona de fruta detestaba robar, sustraer, las raterías, los hurtos. De entre todos los malhechores sentía asco únicamente por los ladrones. Bandidos, violadores, asesinos, asesinos en masa: eso era algo diferente. Por lo demás, lo secreto, que no tenía nada en absoluto que ver con lo que de alguna manera era íntimo, la atraía de una forma particularmente adictiva. Por otra parte, a su juicio, lo secreto del robar, del birlar, era, ya solo por los gestos, de lo más repugnante que existía bajo la capa del cielo. Por mucho que tratara de convencerse, siendo testigo por ejemplo de un pequeño hurto en el supermercado, de que eso pasaba por necesidad o de que, de todos modos, la mercancía robada apenas tenía valor: ella despreciaba al ladrón por su maniobra. (…) Todas las fechorías hacían daño, causaban dolor, cada una a su manera”. Y como ella no pretende tal cosa, se contempla bajo otro prisma: “Su ladronería era, por el contrario, otra cosa. Practicada bajo el signo de la impunidad, era, además, algo agradable. Y era decoroso. Y era algo bello. Algo ejemplarmente bello. Sí, es cierto: lo que hacía cada vez que robaba era algo torcido. Pero para ella también esta expresión tenía otro significado distinto del habitual. Ella se sentía como en casa ante todo lo torcido, aunque lo fuera levemente, intuía aquel secreto que tanto anhelaba, especialmente viendo cosas torcidas, una aguja de coser torcida, un lápiz torcido, un clavo torcido”. Dicotomía (o carácter poliédrico) que, como decimos, está en la base y en el centro de la manera de narrar/abordar la complejidad del ser humano que viene desarrollando Handke desde sus primeras obras, dicotomía que el padre de Alexia es capaz de sintetizar en pocas palabras: “¡Ay!, tu corazón: cómo está hecho, está hecho y pensado para romperse por nada, en vano; igual que tú, hecha y pensada para que el sudor de la muerte te empape y tengas miedo de no despertar nunca jamás… A la vez, ¡nadie más alegre, más llena de alegría, más dotada para la alegría que tú, ladrona de fruta!”.

   Hace cosa de una semana, publiqué en Instagram un texto sobre una película que me ha dejado profunda huella y un entusiasmo creciente según la voy interiorizando, Lazzaro felice; un antiguo y leal oyente que sigue interesándose por mis desvaríos me comentó que, tras leerme, la vio y, un tanto en broma (porque me aclaró que le había gustado, precisamente por el debate posterior que provocó), me pidió que se la explicase cuando, como queda dicho, le había pillado el punto, es decir, la gracia, la misma que perdería de dar por buena una única versión, el filme escrito y dirigido con brillantez por Alice Rohrwacher (galardonada en Cannes por su guion -premio que sabe a poco y, para colmo, fue ex aequo-) tiene una conclusión pero acepta/propicia que cada espectador la haga a su manera e incluso añada matices/interpretaciones, esa es la magia del arte, eso es lo que Handke consigue: nos hace vivir la obra, discutirla, rechazarla, no comprenderla, la pone en nuestras manos, no quiere respuestas sino nuevas preguntas, que abatamos esquemas, que pongamos en duda lo que se presenta como absoluto, que rebatamos lo estipulado, que el movimiento no se detenga, que no nos conformemos, que perdamos el miedo a la duda, a lo inconcreto, a lo desconocido, a lo imposible, que seamos como su personaje central: “En lo inexplicable ella se sentía como en casa”. Así me he sentido yo, regresando al hogar de un viejo amigo, procurando quebrantar el hermetismo provocador de Peter Handke.